TRECE

Aún falta tiempo para que tenga lugar el desencuentro artístico entre Leonard Bernstein y Glenn Gould a cuenta del Concierto en re menor de Brahms. Dos años y cuatro meses concretamente.
Éste de ahora es un lance tan desafortunado, que Glenn se quejará de ello durante años, siempre que tenga ocasión. Siempre que alguien quiera escuchar su versión de los hechos.
—Hupfer se aproximó por detrás —dirá en repetidas ocasiones—. Y valiéndose de los antebrazos, apoyó todo el peso de su cuerpo sobre mi hombro izquierdo. La lesión se produjo al quedar el codo izquierdo comprimido contra el reposabrazos de la silla.
Es 8 de diciembre de 1959, todo empieza de la manera más trivial. A priori la jornada no reviste mayor interés para el pianista: una visita a las oficinas que la casa Steinway tiene en la Calle Cincuenta y Siete Oeste de Nueva York.
En los escaparates de los comercios neoyorquinos ya brillan los adornos navideños y centellean luces de colores. Todos los que, a esa hora, menudean por la Gran Manzana son incapaces de sustraerse al ambiente que les rodea: es por eso que terminan silbando o tarareando villancicos. La navidad es una enfermedad de cinco semanas que hay que sobrellevar con entereza; no hay nada más inútil que hacer apostasía de ella. Ni Míster Scrooge sería capaz de abstraerse a su espíritu en mitad de esa ciudad.
Tarareando o no Jingle Bells, lo cierto es que Glenn accede al interior de las oficinas. Forrado de ropa hasta las cejas, como es costumbre en él, ya sea invierno o verano, con independencia de la temperatura que haga. Tocado con su gorra y armado de guantes y mitones. Así se protege contra los condenados cambios de temperatura y, de paso, contra los cazadores de autógrafos.
—El señor Steinway le está esperando, señor Gould

 

—son las primeras palabras que le dedica Winston Fitzgerald, el ayudante del director del departamento—. Es un placer recibirle.
La cortesía nunca está de más. Saluda a todos cuantos le salen al paso. Aunque le desagrada el contacto físico con desconocidos, se deshace del guante derecho y del mitón que esconde debajo. Quienes han tenido ocasión de estrecharle la mano afirman que es como tocar gelatina. Él se muestra cortés con todos los que se acercan a verle. Y risueño. Nada hace presagiar lo que acontecerá en cuestión de minutos.
En el despacho del director del departamento, le espera el señor Steinway. La reunión discurre sin problemas: los asuntos a tratar revisten tan escasa importancia que no es más que un mero trámite. El señor Steinway permanece parapetado tras su mesa escritorio; Glenn y el señor Fitzgerald sentados en las sillas que hay delante, de espaldas a la puerta.
—Estamos muy orgullosos de contar con un artista de su talla, ya lo sabe.
No son más que parabienes y frases hechas con que lisonjear al invitado. Nada de esto pervivirá en la memoria del pianista: todo quedará ensombrecido por la trascendencia del lance.
William Hupfer, jefe técnico de conciertos de la casa Steinway, acude al despacho tan pronto como corre la noticia de que el pianista canadiense se halla en las oficinas. Más le habría valido realizar la llamada telefónica que pospone para después. O haber bajado a la calle a comprar los regalos de Navidad para la familia. Cualquier cosa antes que aporrear la puerta.
Fitzgerald se levanta y abre, que para eso está ahí, para obedecer las órdenes que dicta de manera silenciosa su jefe.
—Venía a saludar al señor Gould.
Más le habría valido a Hupfer que el señor Steinway le hubiese ordenado volver al trabajo. Pero todo sucede con la naturalidad de lo inevitable. Dado que el gran jefe no ha mostrado contrariedad alguna con su imprevista visita, Hupfer entiende que cuenta con permiso para entrar. Y se apresura a saludar al artista.
Tanto el señor Steinway como su ayudante manifestarán, tiempo después, que ni siquiera se trató de una palmada en el hombro. Según ellos, Hupfer apenas le pone la mano encima, sólo es un gesto cariñoso. Sea como fuere, lo cierto es que Glenn arruga el entrecejo en cuanto siente el contacto. Se revuelve a disgusto.
—Vaya con más cuidado, me ha hecho daño.
—Lo siento, no era mi intención —se excusa Hupfer.
El señor Steinway asiste sin mover un solo músculo a la escena. Como un espectador de teatro o de ópera que no manifiesta su descontento o agrado hasta el acorde final.
—Disculpe al señor Hupfer —tercia para dar por finalizada la charada. Sin duda el pianista está sacando las cosas de quicio y haciendo un drama de un vodevil—. A veces es un poco impulsivo.
El señor Steinway ha mencionado la impulsividad de su colaborador con objeto de congraciarse con el invitado, y no tanto porque piense en realidad que el saludo haya podido lesionarle.
La reunión, una vez se ha marchado Hupfer, se prolongará durante media hora más. Treinta minutos en los que, siempre según Steinway y su ayudante, nada vaticinaba el alcance de la hipocondría del pianista.
* * *
El servicio de limpieza del hotel golpea con cautela la puerta de la habitación. Molestar al cliente lo justo, ni más ni menos. No vaya a ser que se jueguen el puesto de trabajo.
—Lleva más de una semana encerrado ahí dentro —dice la limpiadora veterana a su compañera, que ha comenzado a trabajar hoy mismo.
Del pomo de la puerta cuelga, desde hace días, el cartel de No Molestar. A todas horas, en todo momento, sin que el cliente lo gire para que ellas puedan trabajar a gusto. El ermitaño nunca sale a la calle para darse una vuelta por Filadelfia.
—¿Qué le ocurre?
No hay lugar para la contestación: el inquilino de la habitación 101 abre la puerta en ese instante. Aunque el inquilino trata de hacerse invisible, no lo consigue. La culpa es de esa escayola que le cubre el tronco y que pretende disimular con el batín que le cuelga de los hombros. Y de las gafas de sol bajo las que se esconde.
Pese a ello, el servicio de limpieza sabe que ese remedo del Hombre Invisible que interpretaba Claude Rains en el cine, o de aquella Sombra Huidiza que se alejaba del colegio para evitar el acoso de sus compañeros, no es otro que Glenn Gould, el célebre pianista de Toronto. Atendiendo a las instrucciones dictadas desde la dirección del hotel, las limpiadoras deben dirigirse a él diciéndole señor; queda prohibido emplear el apellido del cliente.
—Sólo será un momento, señor —anuncia la limpiadora más veterana.
El televisor monologa, pone voz a ese silencio que se coagula entre las cuatro paredes de la habitación. Únicamente hablan él y las miradas que intercambian las dos limpiadoras durante el tiempo en que el ermitaño se asoma a la ventana. ¿Qué le ha sucedido?, preguntan los ojos de la novata mientras se afana sobre la cama. Cualquiera que lo vea diría que ha sufrido un accidente de coche. Ni idea, responden los ojos de la veterana desde la puerta del retrete.
De pronto suena el teléfono sobre la mesita de noche. El Hombre Invisible se apresura a descolgarlo. Tras unos segundos en silencio, murmura:
—Llámame en diez minutos.
Las limpiadoras aceleran el ritmo de su labor, conscientes de que el cliente aguarda el momento en que ellas recojan sus tratos y cierren la puerta. La novata tararea la canción My favorite things mientras apura el fregado del cuarto de baño. La otra anuncia que se marchan ya.
—Tenga cuidado con el suelo, señor, no vaya a resbalar. Si necesita algo de nosotras, llame a recepción.
La cháchara de las mujeres se ha sumergido ya en una de las habitaciones contiguas cuando vuelve a sonar el teléfono. Es el mismo amigo de antes: se trata de Eugene Ormandy, el director de la Orquesta de Filadelfia.
—¿Cómo te encuentras hoy?
—Mejor —miente el escayolado Hombre Invisible.
Al principio, días después del efusivo saludo de William Hupfer, todo parecía normal; ni rastro del futuro dolor. Incluso llegó a celebrar un concierto dos días después. Fue al cabo de una semana cuando se manifestó el verdadero alcance de la lesión. Al parecer, y según las primeras exploraciones médicas, sufría el pinzamiento de un nervio a la altura de las vértebras cervicales.
Desde entonces ha visitado a cuantos médicos le han recomendado en Toronto y Nueva York. Aparte del mencionado pinzamiento, los facultativos no encontraron ninguna otra lesión. Para desánimo del ermitaño.
—Es posible que el doctor Stein me quite la escayola el próximo lunes —anuncia al director de la Orquesta de Filadelfia. Por descontado, es más un deseo que otra cosa.
Tras cancelar no pocos conciertos y una gira por Europa, hizo caso de los consejos de Eugene Ormandy: ha viajado hasta Filadelfia para visitar a Irwin Stein, el cirujano ortopédico más importante de toda la ciudad. Él, el doctor Stein, es quien le ha escayolado el tronco: de esta manera pretende subir el hombro lesionado y reducir el estiramiento de los nervios.
—De acuerdo, aquí estaré, Hotel Drake, en la habitación más orwelliana de todas, la 101 —se despide del director de orquesta.
Lleva ya una semana encerrado en el hotel, escondido del mundo, de los promotores de los conciertos cancelados en los últimos meses y de los seguidores que correrían a visitarle de conocer de la noticia. Él no lo sabe, pero aún le restan otras cinco semanas antes de que abandone el Hotel Drake. No saldrá de allí hasta finales de mayo de 1960.
Una vez transcurrido el plazo previsto, el doctor le libera de la prisión de escayola. Pero nada ha cambiado, todavía ha de sufrir un poco más: ahora habrá de llevar el brazo en cabestrillo. Y luego, una vez el cabestrillo haya cumplido su función, un collarín que usará siempre que se siente frente al piano.
Es su particular vía crucis. Su viaje al fondo de la desesperación y el desaliento. Cuando visitó las oficinas de Steinway no podía ni imaginar que la reunión acabaría de aquella manera. Con el malhadado golpe del señor Hupfer. Más incluso que el padecimiento físico, le duele que sospechen de él. Que el señor Steinway y sus ayudantes barajen la posibilidad del fraude, que él les esté engañando. Tiene gracia, como si a él le hiciese falta semejante treta para ganar dinero.
—Tiene gracia, Madre —suele quejarse por teléfono cuando habla con Florence—, que piensen eso de mí. ¡Con la de dinero que he perdido a causa de las cancelaciones de conciertos!
Es por ello, para acallar a los que recelan, por lo que presenta una demanda contra el señor Steinway y otra contra William Hupfer.
Solicita trescientos mil dólares en concepto de daños y perjuicios.
—Se acabaron las bromas —repetirá a partir de entonces a los amigos que le llaman para interesarse por el estado de la lesión.