VEINTICUATRO
Una vez superado el primer ahogo, sólo
restaba ponerse manos a la obra. La Columbia lo dispuso todo para
que comenzase a grabar el día 22 de abril del año pasado.
El estudio parecía no haber envejecido
demasiado durante el transcurso de los últimos veintiséis años.
Están por inventariar un puñado de desconchones de más y algunos
desperfectos sin importancia. Sin embargo, por mucho que me
esforzase por sonreír, una incierta sensación de haber perdido el
tiempo por el camino enfermaba mi humor. Saludé a todos cuantos me
salieron al paso, la amabilidad nunca está de más. Eso no quita
para que, en seguida, me sintiese extranjero en todas las
conversaciones. Como varado en mitad de un bar de carreteras,
atento a la polifonía de las voces de mi alrededor, pero sin
integrarme en ellas.
A diferencia de la grabación anterior, en
estas nuevas Goldberg hemos empleado un
Yamaha. Tras el accidente sufrido en 1971, y pese al empeño y
cuidado del señor Edquist, fue imposible utilizar el Steinway
CD318, que era mi intención inicial.
Ya sólo por este hecho, por interpretar a
Bach en un Yamaha, la música suena sensiblemente distinta. Ya me
contarás cuando te llegue el elepé a casa. Se editó antes de ayer,
está recién salido del horno; he pedido que te remitan uno.
Esta versión es más reposada, en parte
porque así lo demandaba el nuevo instrumento, que es menos dúctil
que el Steinway. Pero también porque mi concepción de la obra ha
cambiado con los años. El piano no es el mismo, cierto, como
tampoco lo es el pianista ni la digitación empleada.
Antes de registrar ni tan siquiera el
Aria inicial, en casa establecí un
croquis donde relacioné variaciones y velocidades, un complejo
cálculo matemático que me gustaría que vieses la próxima vez que te
acerques a Toronto.
Días antes había estado repasando la
interpretación del año 1955. Me había sentado a escucharla con
atención. Y de inmediato me desagradó comprobar que aquella versión
no es más que un catálogo de treinta variaciones dispersas, unidas
por el azar de compartir partitura, pero sin más relación que ésa.
Duele escuchar cómo un joven de veintitrés años, en el pleno uso de
todas sus capacidades pianísticas, podía equivocarse tanto.
La sagrada música de Bach interpretada como
si el estudio de grabación fuese la pista de un circo, y el
pianista, un funámbulo más entre toda la corte de payasos,
domadores de fieras y trapecistas.
De modo que la misión a cumplir era doble:
grabar por última vez dentro del aquel estudio que iba a ser
demolido y, de paso, enmendar los errores del pasado. O viceversa,
enmendar errores y, de camino, grabar por última vez en aquel
estudio antes de que no quedase nada de él.
Llegué temprano, cargado como un mulo, igual
que veintiséis años antes, como si el tiempo que dista entre ambas
ocasiones se hubiese plegado, y mi aparición del 22 de abril de
1981 viniese a suceder a mi marcha del 16 de junio de 1955. Bajo el
brazo izquierdo llevaba el portafolio, donde guardo la partitura, y
la silla plegable de Padre. Debajo del otro brazo, un lote copioso
de toallas y dos botellas de agua mineral, siempre marca Poland. El
resto lo escondía en los bolsillos de la gabardina.
Di vueltas alrededor del piano, sin saber
qué hacer. Al cabo de un rato busqué el camino de los retretes: me
dirigí hacia allí, las toallas al hombro. Eché un vistazo al
cuartucho donde se exponía aquel muestrario de carne femenina. A
saber la vida que habrán llevado esas mujeres desde el año 1955, me
pregunté en silencio. Qué habrá sido de ellas.
El papel había amarilleado. Sus cuerpos se
habían cuarteado; los senos, deshinchado.
Tras las pertinentes sesiones de remojo,
regresé al estudio. Mientras esperaba a que se anunciase el
comienzo de la grabación, me sentí agredido por la imagen que me
devolvía ese espejo negro que era el Yamaha. La de ese hombre, un
espantajo que se parecía muy poco al Glenn de los veintitrés años.
Duele verse así, cara a cara con un extraño, y saber que ése es uno
y no un desconocido. Ese tipo debería ser yo, pero no lo era. O no
quería serlo.
Absurdo empeño el de negar lo que es y no
puede ser de otra manera. ¿Qué mejor prueba del tiempo transcurrido
que la silla de Bert? Ella ha envejecido a la misma velocidad que
yo. Sus articulaciones crujen como las mías. Por si no fuese
bastante, ha perdido casi todo el forro del asiento y sentarse en
ella se convierte en un acto casi heroico: el desnudo armazón de
madera castigando ese tormento que padezco en silencio.
Definitivamente, a ambos nos delata la edad.
Allí, en mitad del estudio, parecíamos dos
viejos amigos que se vuelven a encontrar para hablar de glorias
pasadas. Podía haberla cambiado por una cómoda banqueta, tal y como
me ofreció alguien. Pero mi personalidad como músico va ligada a
ella. A ojos de cualquiera, puede parecer un trasto que uno
hallaría en una escombrera o en una casa deshabitada. Sin su
fidelidad yo no habría sabido decir a Bach. Habría sido como
renegar de la madre de uno.
* * *
Bastó media docena de sesiones para
finalizar el trabajo. No es demasiado tiempo si se tiene en cuenta
que grabábamos dos veces la obra. Sí, dos, en audio y en video.
Como lo oyes: las nuevas Variaciones
Goldberg se acaban de editar en elepé y, en breve, se
comercializarán en formato de documental. De modo que era necesario
grabarlo todo dos veces. Doble trabajo.
Desde el Aria
inicial, la música de Bach se convirtió en una confesión. En
aquellos compases y armonías volqué todos mis achaques, las
pastillas que tomo para dormir, las que controlan la presión
arterial, las que anulan el dolor de espalda, las que despejan el
dolor de cabeza. La incipiente alopecia que disimulo con escaso
éxito, las gafas que he de llevar para corregir la vista cansada.
El sangrado que denuncia el papel higiénico. Pero al mismo tiempo
hablaba de Banquo y de Nicky, de su ausencia. De Madre, de sus
lecciones pianísticas. De las veces que discutimos, de los regalos
que olvidé comprarle y entregarle por culpa de mi mala memoria. De
los besos que le hurté. Y también de la amargura que siento a causa
de la distancia afectiva que me separa de Bert. De la rabia que me
consume por todo lo que ha hecho con posterioridad a la muerte de
Florence.
Hablé de los cientos de viajes que no he
realizado a causa de mi pánico a los aviones. De los músicos que he
conocido y ya no están con nosotros. De amores frustrados o
consumidos en la clandestinidad de lo reprobable. De la terquedad
inocente de Susan Morris y del auxilio que me prestó en su día
Henry Davidson, el ordenanza de las oficinas de la Columbia. De
Cornelia. De la soledad que he ansiado tantas veces y de mi anhelo
por vivir en el Norte. De mi necesidad por trabajar de noche y
dormir de día.
Fue como entrar en trance: no atendía a los
requerimientos de cuantos me rodeaban. Encadenaba una variación
tras otra, navegaba por la corriente que me atravesaba, por aquella
suerte de nostalgia que fluía a través de los dedos. A veces tenían
que tocarme el hombro para que volviese a la realidad, tal era mi
capacidad de inmersión.
«Hay que repetir esta toma para la grabación
en vídeo», escuchaba decir al otro lado de la explosión de
recuerdos y sensaciones que experimentaba frente al teclado.
Era como acariciar por última vez el cadáver
de Banquo o de Nicky, despedirse de ellos sin levantar la voz ni
llorar. Nada de tragedia, sólo un Bach hecho de resignación.
«Perfecto, señor Gould. Tenemos unos minutos
de descanso.»
Nunca he consentido que haya público en mis
grabaciones, lo sabes de sobra. Soy muy maniático a ese respecto.
De haber detectado la presencia de un único oyente en el estudio
habría interrumpido la sesión al momento. No admito excepciones.
Nada de público. Nadie. Nunca. Me horroriza pensar en semejante
posibilidad.
Sé que Arthur Rubinstein llenaba el estudio
de gente con objeto de simular las condiciones de un recital. Y que
Sviatoslav Richter, que huye de los estudios, prefiere que sus
discos no sean otra cosa que meras reproducciones de sus
conciertos.
Ello no contradice lo que te voy a contar.
No es lo mismo grabar con público, que se te acerque la gente que
trabaja contigo aprovechando el descanso, y surjan las bromas y la
ocasión de tocar algo para ellos. Es ese momento en que se aflojan
los nudos de las corbatas y se remangan las camisas.
«Tenemos unos minutos de esparcimiento,
caballeros», dije a quienes me rodeaban mientras me regalaba un
masaje en la planta de los pies. «Así que se aceptan peticiones del
oyente.»
«Señor Gould, toque algo de Chopin», propuso
alguien. «En diez minutos podría tocar diez veces el Vals del Minuto.»
Desdeñé la propuesta con un gesto de la
mano. Desconozco si aquel tipo sabía que odio la música del polaco
o si lo hizo precisamente por eso, para ponerme a prueba.
«Algo de su propia cosecha», intervino otro
con evidente afán adulador.
Hice el mismo gesto de antes: hace años que
no compongo.
«¿Ha escuchado algo de jazz? ¿Conoce a
alguno de los pianistas del momento?», preguntó un tercero.
Estuve observándolo durante unos segundos
por ver si sonreía a sus compañeros. No, no estaba de broma. Así
que moví la cabeza en sentido afirmativo, algo había escuchado.
Ciertamente hay músicos de gran nivel en el jazz: Bill Evans, Oscar
Peterson, Fats Waller…
«Toque algo de Duke Ellington, señor
Gould.»
«Diga una pieza», propuse.
«Caravan.»
Interpreté Caravan
volcándome sobre el teclado, llevando el ritmo con los hombros y la
cabeza. No sé si la versión fue del gusto de un buen aficionado al
jazz, pero cuantos me rodeaban celebraron la ejecución con sonoros
aplausos. Quién sabe si por agradarme o porque de verdad les
gustó.
Gracias a aquellas bromas u otras parecidas,
y también a las sesiones de remojo, conseguía desconectar en los
descansos. De no haberlo logrado, habría enfermado de nostalgia. Me
desagradaba esa imagen que me escupía el espejo del piano. ¿Quién
era ese extraño? ¿Dónde había escondido al joven Glenn?
Aunque parezca que todo sucedió la semana
pasada, la grabación ha tardado año y medio en aparecer en el
mercado. Justo antes de ayer se ponían a la venta los primeros
elepés. Cómo se nos escapa el tiempo de entre las manos.