ARIA
Ellos no te conocen como yo. Por espacio de
unos minutos te encuentras desorientado. Lo sé. Perdido. A oscuras
en el laberinto de una ceguera que nada tiene de visual. Por ello,
para no aventurar un paso en falso, tus pies orbitan alrededor del
piano: un Yamaha, tan negro y lustroso que asemeja un espejo.
El motivo de tu desorientación es confuso,
una suerte de niebla que hace meses te oscurece las ideas. Los
pies, obedientes, no se alejan de la orilla del teclado. Ya no hay
ocasión para la huida.
La mayoría de cuantos te rodean piensan que
tu única razón de ser pasa necesariamente por el piano. Que tu
camino comienza y acaba en él, igual que un circuito de carreras
donde sólo se puede completar una vuelta para regresar al punto de
partida, que es meta y salida a un mismo tiempo. Que no tienes más
horizonte que el de las ochenta y ocho teclas blancas y negras.
Equivocados, imaginan, que dentro de otros veinticinco años aún
seguirás tocando a Bach y que regresarás a Nueva York, como en
peregrinación, para grabar por tercera vez las Variaciones Goldberg. Sonríes por dentro,
consciente del error.
Como ya conoces el estudio no es necesario
que preguntes por el camino de los retretes. Alcanzas las toallas y
te diriges hacia allí. Imagino que te detienes a echar un vistazo a
ese cuartucho donde, allá por 1955, te tomabas un refrigerio y un
respiro. Igual que antaño, reparas en la pared del fondo: permanece
infectada de fotos de mujeres medio desnudas o desnudas por
completo. No son objetivo de tu escrutinio el reloj de pared ni el
ladrillo visto, ni tan siquiera las tuberías que permanecen sin
disimular bajo un techo de escayola; todo eso carece de
importancia. Te has detenido exclusivamente por ellas.
* * *
Sé que no hay rastro de excitación en la
mirada que les dedicas. Tan neutra como la de un consumidor
habitual de pornografía que ya no disfruta con el combate cuerpo a
cuerpo de dos amantes. Te has detenido para inventariar los
estragos que el transcurso de los últimos veintiséis años ha
causado sobre esos cuerpos gratuitos, sobre esa carne detenida en
el tiempo. A saber cuántos hijos y nietos tendrán ahora cada una de
ellas. Cuántos maridos, ex maridos y amantes conocerán las camas
donde han dormido. Qué porcentaje de victorias y derrotas habrán
alcanzado. Cuántos kilos habrán cobrado en la batalla diaria de sus
vidas.
La certeza de su fracaso, sospecho, te
mortifica en silencio. Porque, de una manera u otra, el suyo es tu
mismo fracaso. No hay gran diferencia entre esas mujeres y tú. De
poco vale que sigas siendo uno de los mejores pianistas del
mundo.
Antes de que la niebla se adense y te
ensombrezca el ánimo, alcanzas un taburete y huyes. Una vez en los
retretes abres el grifo del agua caliente. La tubería protesta
igual que un automóvil cansado de viajes o un anciano que no
encuentra las zapatillas. Cuando el agua ha alcanzado la
temperatura y el nivel deseables cierras el grifo.
La camisa arremangada hasta el codo. El
taburete bien cerca. Sumerges el antebrazo derecho, luego el
izquierdo, en tantas variables de tiempo: diez o quince minutos por
antebrazo, depende del margen de que dispongas. Es una práctica que
debes a tu maestro; él te la enseñó cuando peregrinabas a su casa a
perfeccionar las clases de piano que, con anterioridad, habías
recibido de Florence.
Es el primer día de grabación y nadie se
atreve a importunarte con preguntas. Varios ingenieros te observan
desde el vano de la puerta. Bajo semejante atención te sientes
desvalido, a merced de una gente a la que poco o nada importas.
Observado, como ese niño que es espiado en el recreo por sus
compañeros de clase porque es poco hablador y menos sociable. Igual
que un mono en un zoológico.
Mientras te secas las manos, recuerdas la
inmensidad del Colegio Williamson Road y te estremeces de
escalofrío. Por fortuna, aquello ya queda felizmente lejos.
* * *
Regresas al estudio sin las toallas; ya las
recogerás cuando acabes de grabar. Desembocas en las inmediaciones
del Yamaha. Es en ese instante cuando reniegas de la imagen que
refleja el piano: ese hombre que ronda la frontera de los cincuenta
años. Te desagrada la orografía cansada del rostro. El abatimiento
de los hombros. No quieres reconocerlo, pero te sientes la sombra
de aquel otro Glenn Gould que fuiste. De aquel volcán en erupción
de veintitrés años que no conocía límites a mediados de los años
cincuenta, ni tampoco tenía miedo a subirse a un avión.
Hoy es el día prefijado para grabar por
segunda vez las Variaciones Goldberg, no
hay vuelta atrás. Adviertes cómo bulle el miedo dentro del
estómago. Miedo a no estar a la altura. A no hacerlo tan bien como
la primera vez.
Has llegado temprano, arrastrando la extraña
sensación de que ya has vivido todo esto con anterioridad. Como si
el tiempo se hubiese plegado caprichosamente y el 22 de abril de
1981 viniese a suceder al 16 de junio de 1955. Como si hubieses
ejecutado un salto en el tiempo sin darte cuenta.
Los ingenieros hablan a tu alrededor.
Extranjero en todas las conversaciones, sólo eres capaz de escuchar
el eco de los recuerdos. ¿Qué diría Florence si aún estuviese viva?
He tocado tantas veces a Bach, Madre, te defenderías, que un poco
más no me va a causar daño.
Haces una señal, levantas la mano izquierda.
De inmediato se hace el silencio. Todos ocupan sus puestos. Alguien
dice que el equipo de grabación está preparado, que puedes empezar
cuando quieras.
Antes de acariciar el primer acorde, cambias
una mirada conmigo. Aquí estoy. Sabes que siempre me encontrarás a
tu lado, por mucho tiempo que transcurra. Lo nuestro es una
camaradería que no precisa de palabras. Puedes descansar sobre mí
todo ese cansancio que arrastras, ya que nunca protestaré. Supongo
que lo sabes.
Estiras los brazos, extiendes los dedos. La
niebla se disipa y amanece, radiante, la música de Bach.