UNO

La luz, renacida, bautiza el paisaje. Como si el amanecer hubiese redimido de ancestrales pecados a la región, y todo estuviese por inventar. O por desempaquetar.
Glenn se dispone a desayunar antes de que despierten sus padres. Es temprano, acaso las ocho de la mañana. A través de la ventana de la cocina observa cómo espejea, plateada, la superficie del Lago Simcoe. Hace un día realmente magnífico para ser noviembre.
Engulle una galleta de arrurruz y apura un café, no hay tiempo que perder. Cada minuto de libertad es un tesoro, y como tal ha de gozarlo. Dedica una caricia a Banquo, el collie de casa, que aparece justo en el instante de la despedida.
—Sé bueno —le ordena en un susurro—. Por favor, cuida de Florence y de Bert.
Al salir al jardín, la claridad se vierte sobre sus ojos. Cegadora. Bella. Diáfana. No hay diques que contengan esa inundación, ni él los necesita. Zambullirse en esa luz es vivificante. Aspira el aroma tangible del campo de alrededor, los árboles, la hierba y el perfume etéreo del lago.
Antes de anidar en el Plymouth Plaza, Glenn rocía el habitáculo con espray desinfectante, marca Lysol. Tras unos segundos de espera, se sienta frente al volante. Es momento de recrearse en cada detalle, en cada acción, verdadero notario de menudencias. El sol le besa la mejilla derecha. La confraternidad de sus dedos con el volante. El olor de la tapicería. La comodidad del asiento. El resplandor de los cromados que adornan el capó.
Es la satisfacción grandiosa extraída de lo insignificante.
Él, mejor que nadie, sabe que cada cosa tiene su ritmo, igual que una partitura de piano; no ha de precipitarse. Frente al volante, el rito es similar al que oficia antes de comenzar cada concierto. No en vano, tocar el piano y conducir el Plymouth le proporcionan un goce parecido, casi gemelo.
Sin embargo, y pese a las semejanzas, hoy registra una diferencia: ahí sentado es él mismo, Glenn Gould. Un joven de veinticuatro años capaz de las mayores locuras, y no el intérprete de las Variaciones Goldberg, esa celebridad mundial que todos aplauden, el intérprete supremo de Bach. Frente al volante, no es más que un canadiense anónimo.
La mañana es un ascua. Rediviva, la luz santifica el paisaje, liberándolo de ancestrales pecados. Glenn tiene ante sí una jornada por inventar. Por desempaquetar.
Con la mano derecha repasa la mitad derecha del volante; con la izquierda, la otra mitad. Al girar la llave de contacto, el motor despierta. Gruñe igual que Banquo cuando él se obstina en despertarle a mediodía.
—Buen chico —anima al Plymouth, que jadea de gusto.
No hace mucho que lo compró. Bastaron dos mil dólares y fue suyo. Habría pagado otro tanto sin pestañear, pero no se lo dijo al vendedor, claro. Ahora sonríe al recordar el instante. La complacencia de pagarlo con el dinero ganado tocando el piano.
Al igual que un Steinway o un Yamaha, el coche ha de ser dócil. Y éste lo es, sin duda: Glenn percibe esa mansedumbre perruna con que el Plymouth se deja conducir. Se aleja de casa sin pisar mucho el acelerador. Aún no. Ha de exprimir el momento. Larga es la ilusión, breve el instante.
Hoy todo es nuevo, piensa. O al menos lo parece. De pronto se cree Adán ante el desafío de los nombres. Llamaré a la frontera de alquitrán, carretera. Al lago que empequeñece a sus espaldas, Simcoe. A los centinelas al borde del camino, árboles. A la máquina que conduce, automóvil.
Dios le ha regalado una nueva oportunidad, una partitura vacía. Se siente radiante: no puede esconder esa sonrisa almidonada propia del niño que descubre los regalos dejados por Santa Claus. O del que celebra el inicio de las vacaciones.
El brillo de sus ojos iguala al de la mañana recién parida. Su mirada refrenda el goce experimentado, centellea de puro gusto en los espejos retrovisores, de manera similar a como la mañana resplandece sobre el asfalto, en las señales de tráfico y en los parabrisas de los coches con que se cruza.
Dispone de todo el día por delante. Sin límites. Mientras conduce, experimenta el dolor gozoso de la libertad, una puñalada amistosa, un nerviosismo vivificador. Por descontado hoy no tiene programada ninguna grabación, ni le han concertado entrevista alguna con directivos de la CBC o de la Columbia Records. Condenas diarias que esta mañana se antojan perfectamente caducas.
Durante las primeras millas, se siente ligero. Es un avión de papel, una cometa al viento. Un niño pequeño con zapatos nuevos. Cambia de marcha suavemente, como si tocase la melodía mozartiana más hermosa que pudiera imaginar. Pisa el embrague o el acelerador sin brusquedad. Una ceremonia como la de la conducción requiere un celebrante a su altura, y Glenn se tiene por ello.
Pero todo cambia en un instante. Sin avisar. Antes de que se aleje definitivamente del Simcoe, las manos y los pies abjuran de la liturgia. Enloquecen, apóstatas del momento. De pronto, sin previo aviso, las ideas circulan de manera obsesiva dentro de la cabeza, acelerando en cada peralte del pensamiento. Y la tranquilidad salta hecha añicos.
* * *
Al doblar una curva el cerebro despierta. Todavía estaba holgazaneando en la cama cuando, de repente, se ha sentado a los mandos del Plymouth. Lo vivido hasta ahora no ha sido más que una prórroga, una ilusión de normalidad, como si quien condujese hasta ahora no fuese él, o hubiese renegado de las excentricidades que acostumbra a realizar durante sus escapadas por carretera. Los antecedentes son los antecedentes y lo raro es que se tomase con tanta calma la conducción. La hiperactividad se sobrepone por tanto a la tranquilidad de las primeras millas, al sencillo apremio del volante. Todo cambia en cuestión de segundos.
—Vamos a divertirnos un poco —murmura mirándose en el espejo retrovisor.
La clarividencia se nubla de ideas, como si anunciasen tormenta. Necesitaría cuatro brazos y cuatro piernas para dar cumplida cuenta de la polifonía de ideas que arde en su cabeza. O vivir el mismo momento dos veces y poder hacerlo todo por partes. Pero no, tiene que ser ahora y a la vez.
Lo primero es pisar el acelerador: Allegro vivace. Aun así, pese a haber aumentado la velocidad en treinta o cuarenta millas por hora, el trazado de las curvas se antoja un ejercicio demasiado sencillo. No es diversión suficiente. De modo que, sin reducir la marcha, alarga el brazo derecho y enciende la radio. Mueve el dial a un lado y a otro hasta que encuentra lo que busca: una emisora de música clásica. Enseguida identifica la pieza.
—La Sinfonía nº 6 de Beethoven, bien.
No habría imaginado mejor sintonía que la Pastoral para una escapada como ésa. Lejos de aterrizar sobre el volante, como sería pertinente para una conducción segura y responsable, el brazo derecho se obstina en planear sobre la música. Dibujando sus volúmenes, hacia arriba cuando brama la tormenta de notas, hacia abajo cuando se abisman y se calman. Le encanta oficiar de director de orquesta.
A continuación, de debajo del asiento del copiloto, saca una partitura. Nada tiene que ver con la Pastoral beethoveniana: pertenece a los Intermezzi de Brahms, una colección de piezas que le gustaría grabar en un futuro próximo. Mientras dirige la sinfonía y conduce con una sola mano, aún es capaz de repasar la partitura. A golpes de distracción, sus ojos zigzaguean de la carretera a los pentagramas, y de éstos a aquélla.
—Claro que sí —admitirá a un periodista varios años después—. Se puede decir que soy un conductor distraído.
Aunque no es afirmación del todo exacta. En realidad, él no es un conductor distraído, sino polifónico. Pero ¿cómo va a admitir semejante disparate ante alguien que es incapaz de entenderle? Mejor quedarse callado.
No contento con el desorden de ideas y de manos, Glenn todavía dispone de margen suficiente para añadir una excentricidad más: cruzar las piernas. Es la locura total; a partir de ahora pisará el embrague y el acelerador a pie cambiado.
Producto de semejante despropósito, el Plymouth tan pronto besa los arcenes como circula sobre la línea discontinua del centro de la calzada o invade el carril contrario en las curvas. Nada de esto le preocupa: él sabe lo que se hace. Le basta con un volantazo para enderezar el rumbo y prolongar el riesgo.
Es 24 de noviembre de 1956. Hoy no sufre ningún percance, juega sin perder. Pero otras mañanas, igual de disparatadas que ésta, se saldarán con peor fortuna. En esas ocasiones la escapada terminará de manera repentina. Con un frenazo. Una colisión contra el coche de delante. O saliéndose de la carretera. Unos años más tarde, durante una tormenta de nieve, golpeará al camión que le precede y acabará clavando el morro en el río que discurre junto a la carretera.
Lo peor de todo es que conduciendo por el centro de Toronto o Nueva York no es menos díscolo. Se salta semáforos en rojo. También las señales de stop. Gira donde hay línea continua. Aborda una calle en dirección prohibida. O se sube a las aceras. Por ello recibirá decenas de multas. La Dirección General de Tráfico le remitirá no pocas cartas de advertencia o notificaciones de la retirada de puntos del carné de conducir. Por descontado en vano, nunca aprenderá.
—Es verdad que me he saltado algún semáforo en rojo —comentará en una ocasión—. Pero también he parado ante muchos semáforos verdes sin que por eso nadie me alabe.
Nadie sabe si lo ha dicho en broma o totalmente en serio.
Hoy la escapada no acabará de forma traumática. Años después no recordará este 24 de noviembre por otro de tantos accidentes; lo recordará por otro detalle. Hoy está predestinado a otro final.
Una vez extinguido el aliento de la Sinfonía Pastoral, y en vista de que van a radiar un puñado de arias de Puccini, mueve el dial con una mueca de desencanto. Aborrece la ópera. Prefiere escuchar las noticias. Elige la CBC.
Unos minutos más tarde una noticia le conmociona. Detiene el Plymouth en un cruce de caminos. Respira hondo. Se mira en el espejo retrovisor, sacude la cabeza. Como quien quiere despertar de un sueño. Parece mentira que haya sucedido de nuevo. Otra vez no. Abandona el coche, gira en torno a él, nervioso. Vomita el desayuno sobre el arcén.
No puede ser: un brillante y joven director de orquesta ha fallecido en un accidente aéreo.