NUEVE
El éxito de la gira rusa se erige sobre su
propia capacidad de trabajo, en las miles de horas dedicadas al
estudio del piano en el transcurso de los últimos veinte años.
Nadie le ha regalado nada. Sin toda esa dedicación, casi monástica,
habría sido imposible.
Es verdad que, durante los primeros años era
un estudiante incansable, pero uno puede gastar sus energías sin
encontrar el rumbo adecuado y, a la postre, no servirle de nada.
Así que es de justicia señalar el nombre de sus dos cicerones, sus
dos maestros. De una parte, Florence Emma Greig, Florence Gould de
casada, su madre. Y de otra, Alberto Antonio García Guerrero,
conocido artísticamente como Alberto Guerrero, su profesor de
piano. Ellos serán los guías, los instructores de vuelo que
posibilitarán futuros logros.
Florence y Alberto son los primeros en darse
cuenta del potencial del joven alumno. No ya en registrar la pasión
que invierte en cada una de las clases, celebradas en el domicilio
familiar de los Gould o en el ático del señor Guerrero, sino en
señalar esa facilidad con que Glenn asume todo cuanto se le explica
y cómo es capaz de adaptarlo a su estilo y conveniencia. Esa
naturalidad con que sedimenta los nuevos conocimientos para
alcanzar otros superiores.
La señora Gould es diez años mayor que Bert,
su marido. Semejante diferencia de edad entre ambos no hace más que
confirmar que el amor no entiende de fronteras, al menos durante
los primeros meses, con suerte durante los primeros años. Sin
embargo, una vez casados, la sombra de la desgracia se cierne sobre
ambos. Ya se han establecido en el número 32 de Southwood Drive, en
el barrio The Beach, y parece que son felices. Pero no todo va a
ser perfecto.
Florence empieza a sentir que se le escapa
el tiempo entre abortos y frustraciones, que se aleja la
oportunidad de quedarse embarazada. No deja de pensar que es diez
años mayor que su esposo, y que cada año que transcurre se
convierte en una losa. Como es cristiana de acudir a misa a diario,
reza incansablemente.
—Hágase tu voluntad, y no la mía —dice
arrodillada frente al altar.
Muchos años después, será su propio hijo
quien diga de ella: Florence era una mujer con
una enorme fe. Ella acatará con abnegación los designios de
Dios. Que se haga su voluntad, ya sea para complacerla o
contrariarla.
—Cuanto más preocupada estés, será peor
—trata de tranquilizarla Bert.
Al fin quedará en estado una vez cumplidos
los cuarenta. Corre el año 1932. Tras los abortos sufridos,
Florence siente que su hijo es un regalo divino. La oportunidad
definitiva para realizarse.
Es ella, con el paso de los años, quien
incubará en Glenn Gould el amor y la pasión por el piano. Éste será
su mejor legado, un testamento intangible. Sentados uno al lado del
otro, madre e hijo ejecutan sencillos ejercicios, al principio, y
notables piezas a cuatro manos, meses después.
—¿Paramos para merendar, Glenn?
—No, Madre, un ratito más —Es la súplica
habitual.
Ni la merienda ni los cariños de Nicky o
Banquo, nada consigue interrumpir la clase una vez iniciada. Da
igual que Nicky le chupetee la mano, o Banquo le cabecee la pierna.
Ya habrá tiempo más tarde para los juegos.
En menos tiempo del que cabe imaginar, el
pequeño es capaz de volar en solitario sobre el piano. A Florence
sólo le queda observarle para corregir una mala postura y sentir
que es incapaz de enseñarle nada más. Glenn irá incluyendo, semana
a semana, en su repertorio piezas de mayor dificultad. En 1943
Florence decide apuntar a su hijo en el Conservatorio de Toronto.
Será lo mejor.
—Allí dispondrán de profesores a la altura
de sus capacidades —explica a su marido.
Florence aprovecha el día en que Glenn
cumple diez años para comunicárselo. Es el mejor regalo que puede
hacerle, mucho mejor que una bicicleta o un balón. Pero el pequeño
se queda en silencio, de brazos cruzados, pensando que todo pueda
ser una broma.
—¿No te gusta?
Golpe de hombros. Mueca de
resignación.
—Hemos hablado con el director del
Conservatorio y nos ha aconsejado al señor Guerrero.
Bert interviene, se acerca a revolverle el
flequillo, deseoso de que el niño exprese su opinión.
—Yo quiero que sigas siendo tú mi profesora
—protesta Glenn cuando se decide a hablar, la mirada fija en los
ojos de ella.
Le basta con sonreírle y darle, de momento,
la razón para que al niño se le desagüe el enfado. Florence, mejor
que nadie, conoce el carácter de su hijo:
—Es mejor dejarlo estar por ahora —dirá
luego al marido, cuando a última hora de la noche comenten la
escena antes de dormirse.
Florence, mejor que nadie, conoce el
carácter de Glenn y sus propias limitaciones como profesora de
piano:
—El señor Guerrero sabrá continuar lo que yo
he iniciado.
Florence besa a Glenn. El niño besa a Nicky.
Bert posa una mano en el hombro derecho de su esposa. Ninguno de
los tres es capaz de imaginar la trascendencia que tendrá en sus
vidas la decisión de mandarlo con el señor Guerrero.
* * *
Será durante el otoño de 1943 cuando
comience a estudiar con Alberto Guerrero, pianista de nacionalidad
chilena, suficientemente respetado en Toronto, a donde llegó
procedente de Nueva York, ciudad en que había debutado en 1916. Dos
años más tarde se mudó a Canadá. En 1922 entró a formar parte de la
plantilla de profesores del Conservatorio de Toronto. Y desde
entonces se dedica a la enseñanza del piano.
Cuando Florence consultó la posibilidad de
ponerle un profesor a su hijo con Ernest MacMillan, director del
Conservatorio de Toronto, éste no lo dudó un solo segundo.
—Alberto Guerrero —respondió—. Es el mejor
profesor de piano de toda la ciudad.
Ella no lo sabe, pero el director ha
acertado de pleno. Las particularidades como alumno de su hijo
desesperarían a cualquier otro docente, pero el chileno acumula la
suficiente experiencia como para saber encauzar el auténtico
potencial del pequeño. Da igual que, muchos años más tarde, Glenn
reniegue de sus enseñanzas: le deberá casi todo lo que sabe a
aquellas clases.
A sus diez años, el niño ya es capaz de
interpretar piezas de un nivel más que notable: algunos valses de
Chopin, varias sonatas de Mozart y los veinticuatro primeros
preludios y fugas de El clave bien
temperado de Bach.
—Esto es lo que sé hacer —dice el primer día
de clase cuando Guerrero le interroga acerca de lo aprendido en
casa.
—No hace falta que elijas la pieza más
difícil, sólo quiero ver cómo tocas.
Se decanta por el Preludio y Fuga nº 10 de El
clave bien temperado de Bach. Alarga los brazos. Y
sonríe.
Interpreta el Preludio a un ritmo pausado, compás de compasillo.
Medita cada frase. Acordes anchurosos como áreas de descanso en la
autopista de la música. Acaricia las teclas. Un vaivén en el cuerpo
para acompañar el requiebro de las notas.
Antes de la finalización del Preludio, cambia una mirada de soslayo con el
profesor. Una sonrisa maliciosa por descargo, consciente de lo que
hará a continuación.
Ataca la Fuga,
compás de tres por cuatro, a toda velocidad sobre el teclado. Fuego
en los dedos. Un vendaval de ideas en la cabeza. El flequillo
revuelto. El río desbordado del temperamento, incapaz de seguir el
cauce trazado por la advertencia inicial de Guerrero. Es la primera
clase y ha de demostrar toda su capacidad.
La combustión. La sonrisa ignífuga de Glenn.
Sus dedos regateando sobre el teclado. La pasión que ya siente el
pequeño por la música de Johann Sebastian Bach.
Al finalizar la interpretación, el eco de la
pieza se extingue entre las cuatro paredes del ático del señor
Guerrero. Satisfecho, Glenn se gira sobre el banco, deseoso de
conocer la opinión del maestro. Durante la espera, balancea los
pies como si estuviese sentado, en lugar de en el banco, en un
columpio.
Guerrero mantiene durante unos segundos la
postura, los brazos cruzados, sin decir nada. Sólo piensa.
Demasiado artificio para un mocoso de diez años, y no pocos
defectos. Habrá que trabajar duro con él.
Sin embargo se conforma con decir un
escueto:
—Enhorabuena, muchacho —Se quita las gafas,
limpia los cristales con la esquina de un pañuelo.
Ha sido escueto, casi funerario. No invierte
ni una sola sonrisa, no vaya a ser que refrende la osadía del
alumno. Aún permanece meditabundo cuando Glenn abandona la
clase.
—Habrá que trabajar mucho con él —informa a
Florence cuando ésta le telefonea una hora después—, pero tiene
unas grandes posibilidades.
Es la primera vez que Glenn se encuentra
ante un pianista de verdad, frente a un profesional capaz de
canalizar ese caudal impetuoso que le atraviesa, y no ante una
pianista aficionada, voluntariosa y poco más como Madre.
—¿Y así por qué, señor Guerrero? —Glenn
siempre tiene preparada una pregunta; él no es de los alumnos que
aceptan las lecciones sin más.
En alguna que otra ocasión, el niño tratará
de defender su propio criterio. A toda costa, obviando las
indicaciones del chileno. Ya estén discutiendo sobre la
articulación de una obra en concreto o sobre la postura del cuerpo
y brazos, da igual: lo importante es mantener su criterio. Un
atrevimiento que provocará más de un desencuentro.
—Mañana no volveré a las clases —gruñe Glenn
una de esas tardes musicalmente borrascosas al encerrarse en su
cuarto.
—¿Qué te ha pasado? —Florence pretende
diluir su enfado con una caricia.
—El señor Guerrero —apunta él por toda
explicación. No dirá nada más, desbordado como está por el enfado.
Se tumba en la cama, vestido, la cara contra la almohada.
En ocasiones como ésa, el fin de semana se
consume en balde, de manera estéril: Glenn no se sienta frente al
viejo Chickering, el piano de pared que duerme en casa. No hay
nadie que consiga que se acerque al instrumento. Prefiere jugar con
Nicky o salir a dar una vuelta por el barrio.
—¿Qué te pasa? —pregunta Madre.
—Nada, que odio la música —bufa mientras
desayuna.
—Bobadas.
Alberto Guerrero no es un profesor que trate
de imponer su criterio a los alumnos. No sólo con Glenn, tampoco lo
hace con los demás. Pero el joven hijo de Florence es obstinado y
terco como una mula. Inquebrantable en sus convicciones.
Pese a las rabietas, el niño aprenderá dos
importantes lecciones con el pianista chileno. Se las deberá a él,
sólo a él, y le acompañarán durante toda su carrera. La técnica del
golpeteo y las sesiones de remojo.