VEINTIUNO
Pasos que van y vienen a lo largo del
pasillo y desembocan en la habitación del Hospital General de
Toronto donde médicos, enfermeras, amigos y visitas velan la agonía
del moribundo. Se habla en voz baja, nada de molestarle, salvo que
sea él quien solicite una ronda de Veinte Preguntas o una partida
del Monopoly aprovechando esos momentos de lucidez de que aún
disfruta. Pero mientras él no diga lo contrario, el silencio se usa
de contraseña.
El doctor Grafton le visita con frecuencia.
Suele saludar a los presentes en silencio y habla con ellos una vez
que han abandonado la habitación, nunca delante de Glenn. Dentro,
acaso, lee análisis, cambia miradas con el enfermo, a veces niega
con la cabeza; aunque le gustaría hacer algo más por él, parece que
todo ha quedado en manos de Dios. Fuera de la habitación, informa
del preocupante estado de salud del pianista.
Cuando no está dormido o adormecido por los
sedantes, Glenn levanta una ceja y sonríe a Grafton. Es la consigna
para que el médico se acerque y le dedique unas palabras cariñosas
en el hombro.
—Le veo mejor, señor Gould.
Glenn encoge de hombros. A veces, producto
del aturdimiento inherente al dolor, confunde al doctor con Bert,
su padre. Cuando esto ocurre, cierra los ojos y apaga la sonrisa.
Si quiere quedarse un rato con él, que se siente en una silla junto
a la cama, pero que no diga nada. Con tal de que no aparezca de la
mano de su nueva esposa…
A Glenn le gusta escuchar y oler a Julia, la
enfermera del turno de madrugada. Cuando mejore, espera invitarla a
tomar un café y agradecerle todo lo que está haciendo por él.
—De acuerdo, pero antes tiene que
recuperarse —dice ella cada vez que le plantea la posibilidad de ir
a tomar algo juntos.
Ray Roberts, el asistente personal de Glenn,
no se aparta de la cama. Aprovecha las visitas de Julia para
acercarse a los retretes del fondo del pasillo o para fumarse un
cigarro en las escaleras. Luego regresa junto a la cama. Es él
quien departe con el doctor Grafton o con los compañeros de éste
que le sustituyen durante las guardias. Roberts ya conoce el
verdadero alcance de la enfermedad de su amigo y jefe.
—Tiene paralizado el lado izquierdo del
cuerpo —le informa el doctor Grafton a primera hora del martes 28
de octubre—. Avise a la familia, por favor.
—Si tuvieses que elegir, ¿qué animal serías,
Cornelia? —Definitivamente Glenn desvaría: ha confundido a Julia,
la enfermera, con aquella mujer casada con la que mantuvo una
relación de años—. A mí apenas me falta ladrar para ser un
collie.
—La familia ya está avisada —responde
Roberts—. Esta misma tarde podrá hablar con el padre del señor
Gould. Viene de camino.
—Quizá sería un caballo salvaje —contesta la
enfermera—. Un cimarrón. Para corretear por las praderas.
A media tarde, Bert Gould accede al interior
del hospital. Tras preguntar en recepción, sube a planta. Nada más
salir del ascensor encuentra a Roberts. Se estrechan la mano. No
cruzan palabra, ya han hablado demasiado por teléfono esta mañana.
Cuando Bert entra en la habitación, su hijo yace dormido. Que
descanse, será lo mejor. Sale al pasillo seguido por el asistente.
Unos minutos más tarde, ven acercarse al doctor Grafton. Roberts
accede al interior de la habitación para que Bert pueda hablar a
solas con el médico.
—A su hijo se le ha diagnosticado un derrame
cerebral. Entró ayer de urgencias, poco antes de las nueve de la
noche.
Glenn despierta en ese instante. Hace una
señal a su asistente personal para que se aproxime.
—Contra el ayuntamiento no hay quien pueda
—bromea. Roberts celebra la ocurrencia con una carcajada más que
fingida—. Oye, Ray, hazme un favor: no avises a Bert —Se ve que ya
ha olvidado que, horas antes, confundió al doctor Grafton con
Padre. Su memoria zozobra, no así su resentimiento.
—Descuide, no le diré nada —miente Roberts.
No desea causarle un disgusto gratuito ahora que ha recuperado
parte de la conciencia—. Será mejor que descanse.
—Duerme durante casi todo el día —El
doctor
Grafton trata de suavizar la noticia a
trasmitir al padre del enfermo—. Todavía puede hablar, ya lo verá.
De vez en cuando pide que le encendamos la televisión. Pero no voy
a engañarle, sobrevivir a un derrame cerebral no es una victoria al
alcance de cualquiera.
—Me duele mucho la cabeza —se queja Glenn—.
Se me ha nublado la vista.
—Descanse, señor Gould —Julia se adelanta a
Roberts tomando la palabra—. ¿Le apago la tele?
—Es normal que empeore al final del día
—comenta el médico—. Pero mañana por la mañana estará mejor.
En contra de lo previsto, en plena
madrugada, la voz de Glenn se apaga por completo. A partir de
entonces sólo podrá quejarse con los ojos. Es la prueba definitiva
de que se avecina el final. Todo el hospital duerme mientras él
permanece desvelado, mudo, impotente. Náufrago en su propio cuerpo.
Cuando amanezca, tal vez puedan darle algo que le reanime.
—Ha pasado muy mala noche —informa Roberts
por teléfono a Bert a primera hora del día siguiente—. Ahora no
habla. Los médicos no son muy optimistas al respecto.
No es que Glenn ya no pueda hablar. Es que
tampoco puede engullir la comida, ni siquiera con la ayuda de
Roberts o de Julia. Tampoco moverse para cambiar de posición.
* * *
Bert entra midiendo cada paso, como si el
más mínimo crujido de los zapatos pudiese desencadenar un alud en
el interior de la habitación. Tan pronto como se percata de su
presencia, Roberts se incorpora. Le estrecha la mano. La mirada de
Bert es lo suficientemente inquisitiva como para que Roberts se
apresure a informarle. En un hilo de voz, no vaya a ser que
despierten al enfermo:
—Desde ayer no ha mejorado, pero tampoco ha
ido a peor.
—He preguntado por el doctor Grafton. No
estaba.
—Entra esta noche a las diez. Hablaré con él
en cuanto sea posible. Pero nos han dado pocas esperanzas.
—¿Qué ha dicho el doctor Mumford?
Roberts coge del codo a Bert y lo aleja de
la cama. Basta con mirar a Roberts para darse cuenta de que lleva
días sin pasar por casa: la chaqueta arrugada, el nudo torcido de
la corbata, la mirada deslustrada, la sombra incipiente de la
barba. De espaldas al enfermo, de cara a la ventana, el sol otoñal
que se estira hasta besar el suelo de la habitación sobre sus
cuerpos. Se miran durante unos segundos. A los ojos.
Bert traga saliva, no puede entender qué le
ha sucedido a su hijo.
—Pues que recemos por él.
Bert tuerce el gesto y niega con la cabeza.
Mira hondamente a Roberts. Tanta abnegación, tanto sacrificio le
sobrecogen. Así que no es extraño que alargue los brazos y se
abrace a él.
Después se acuerda de Florence. De cuando
murió. Y de lo mucho que Glenn necesitaba a su madre, y ella a su
hijo. Sin duda fue una bendición del Señor que ella muriese antes
que Glenn: Florence no habría soportado ver a su hijo en semejante
estado.
Bert quiere decir algo, no sabe exactamente
qué. El silencio se hace demasiado espeso a su alrededor, igual que
una mazmorra que le robase el aliento y las fuerzas. De momento se
atusa el bigote, se aproxima a la cama.
—Parece tranquilo —susurra.
Si estuviese a solas con su hijo todo sería
mucho más sencillo, piensa. Podría decirle algo. Pero con ese
hombre ahí, a un palmo, se siente incómodo, cohibido. Así que sólo
habla de vaguedades.
—¿Todavía no le han traído el
desayuno?
En ese momento se escuchan unos golpes en la
puerta antes de abrirse muy lentamente. Aparece una mujer,
cincuenta y tantos años y la discreción por vestuario. Saluda a Ray
Roberts con un discreto buenos días. Y acto seguido besa a Bert en
la mejilla. La recién llegada y Padre se cogen de las manos en un
vago gesto de consuelo; es obvio que se conocen.
—¿Cómo está el niño?
La mujer en cuestión es la prima Jessie,
Jessie Greig, siete años mayor que Glenn, la prima que vive en
Oshawa y que se ha acercado a Toronto tras recibir la llamada de
Bert.
Roberts interviene para decir que no ha
pasado muy buena noche. En ese momento Bert recuerda cuando Glenn,
siendo pequeño, sufrió una caída que le dejó postrado en la cama
durante varios días. Con un nudo en la garganta se acerca a la
ventana para que, de espaldas, los otros no vean cómo le brillan
los ojos. Poco importa que Glenn y él lleven mucho tiempo peleados
a cuenta de la venta de la casa del Lago Simcoe o de su nuevo
matrimonio. Es su hijo, y eso es más que suficiente.
Todo se precipita en cuestión de horas. El
doctor Mumford ordena el traslado del paciente a la unidad de
cuidados intensivos. Bert, Roberts y Jessie gastan horas y pasos en
torno a una estrecha sala de espera. Despachan a las visitas con
buenas palabras, también con una pizca de optimismo. Pero la
realidad es que no caben demasiadas esperanzas.
Cuando se les permite visitar al enfermo,
muy brevemente, los tres comprueban sin que medien explicaciones
médicas que el estado de salud de Glenn ha empeorado. Ha llegado el
momento de acercarse a la capilla del hospital.
—Salgo un rato —comunica Bert.
No va a tomar aire a la calle, va a rezar
por su hijo. A hablar con Florence en la intimidad de la capilla.
Jessie y Roberts quedan solos en la sala de espera. No hace falta
que ninguno de los dos diga nada. La imagen de Glenn conectado a
esa máquina que respira por él es lo suficientemente demoledora
como para que olviden las palabras.
El silencio late en torno a ellos. Jessie,
por momentos, parece más mayor de lo que es, como si hubiese
envejecido de puro dolor. Y Roberts se antoja cada vez más
de-saliñado, más incómodo dentro de esas ropas arrugadas.
—Yo me quedo esta noche con él, señor
Roberts.
—No se preocupe por mí.
—Váyase a casa y descanse.
Jessie habla en primer término al asistente
personal de su primo; luego a Bert, cuando éste regresa de la
capilla. Ambos dan su conformidad. El primero porque quiere
ducharse y cambiarse de ropa, el segundo porque se siente incapaz
de soportar toda una noche en esa deprimente sala de espera.
—Glenn y yo aún tenemos mucho de lo que
hablar
—apunta Jessie con una marchita sonrisa en
los labios mientras padre y asistente se alejan por el pasillo,
camino de la salida.
Antes de medianoche, Jessie consigue que le
dejen ver a su primo. Favor del doctor Grafton, que confiesa ser
admirador de Glenn Gould.
—Primo, si necesitas algo estoy en la
habitación de al lado.
Roza apenas con la yema de los dedos la
pierna izquierda del moribundo y sale de la habitación.