CATORCE

No soy de los que facilitan su número a extraños. Desconozco si se lo fueron pasando unos a otros. Lo cierto es que durante la convalecencia contesté a decenas de llamadas. Demasiadas para Sombra Huidiza. Sabes que me gusta ser yo quien telefonee a los amigos. Y que no reparo en gastos.
Pues bien, una vez hube abandonado el refugio del Hotel Drake, el teléfono sonó de continuo en casa. A veces fingía que se habían equivocado de número:
«El señor Homer Sibelius ha salido a hacer unas gestiones», decía imitando la voz impostada de un mayordomo de Beverly Hills.
El engaño no siempre daba resultado. Algunos me descubrían. Por fortuna todo aquello pasó: la lesión remitió, lo mismo que el celo protector de mis conocidos. Por fortuna, pude reanudar mi carrera de concertista.
¿Cómo acabó el pleito que mantuve contra Steinway? Casi dos años después, mis abogados alcanzaron un acuerdo con los de la casa Steinway. Retiré la demanda a cambio de algo más de nueve mil dólares en concepto de gastos médicos. Les perdoné el dinero que había dejado de ingresar por culpa de las cancelaciones, en señal de buena voluntad. Me conoces de sobra, actúo por impulsos.
Pero olvidemos aquello. Fue demasiado triste. Volvamos a lo que te contaba ayer. ¿Recuerdas aquella fiesta en casa de Leonard Bernstein? ¿Con aquella gente fatua que gastaba aires de grandeza intelectual? En medio de aquella caterva de fantoches, sufrí una de las experiencias más vergonzantes de toda mi vida.
Nunca he bebido ni he fumado. Jamás he sentido inclinación ante vicio alguno, y mucho menos ante éstos. No entiendo cuál es el placer que puede proporcionar un cigarro o un vaso de coñac. No recuerdo si la fiesta celebraba aquellas veladas que Bernstein y yo compartimos sin encontrar un punto de convergencia en el Concierto en re menor de Brahms. O si por el contrario nada tiene que ver con ellas. Sea como fuere, allí me hallaba. Invitado y más perdido que un grumete durante su primera jornada de travesía.
Aquellos intelectuales de medio pelo no dejaban de hablar de Kierkegaard, de Rousseau, de las óperas de Rossini. Yo sonreía de puro compromiso. Sonreía a todo cuanto decían, deseoso de encontrar una conversación donde no me hallase a la deriva.
Fue en vano. Iba de un lado a otro de la casa como ese grumete novato que es diana de las bromas y risas del resto de la tripulación. Cualquier cosa que dijesen, daba igual que departiesen de la economía inglesa de finales del siglo XIX o del estilo pianístico de Arthur Rubinstein, acababa por convertirse en una puya que dirigían contra mí y que festejaban con una tormenta de risas. O eso imaginaba yo: seguramente veía gigantes donde sólo había molinos de viento.
De haber llevado un par de botellas Poland, habría encontrado refugio en ellas. Habría buscado una silla apartada del bullicio y me habría recetado unos tragos de inofensiva agua. Por desgracia, aquella noche, la casualidad quiso tenderme una trampa: había olvidado las Poland en el hotel. El mayor error fue pensar que un trago de whisky, nada, apenas un par de dedos, conseguiría acallar aquel coro de marineros que zumbaba alrededor.
En seguida experimenté la zozobra. La mar arbolada del alcohol. Y cuanto mayor era el embate del bebedizo, con mayor fuerza ululaban las risas.
«Parece que al señor Gould se le ha atragantado el whisky, más incluso que el concierto de Brahms», comentó alguien a mi lado para algarabía de los presentes.
Nunca me he sentido más estúpido que entonces, tratando inútilmente de enderezar el rumbo de mis pasos camino del retrete. Al menos allí dentro, una vez cerrada la puerta, pensé, estaría a solas con mi borrachera.
«O más que las últimas sonatas de Beethoven», apostilló una segunda voz.
Imagina la infinita travesía del pasillo. Fue interminable, más que una película de Ingmar Bergman. Daba tres pasos y me escoraba a estribor. Echaba el ancla, enderezaba el rumbo. Mediaba otro puñado de pasos y, antes de darme cuenta, ya había virado a babor. Entonces sentí que un marinero se apiadaba del grumete. Con diligencia, alguien lo condujo a buen puerto.
«Nunca me había ocurrido esto», me excusé.
Recuerdo que el piadoso marinero respondió con cierto paternalismo:
«No se preocupe, a todos nos puede suceder.»
Soy incapaz de decirte quién era, si el propio Leonard Bernstein o alguno de sus presuntuosos invitados.
Durante aquella velada aprendí una lección que jamás olvidaré. Huye del alcohol, Glenn, no es lo tuyo. Desde entonces no he vuelto a probarlo, ni siquiera para brindar. Nada de alcohol, nada de champán. A veces he fingido que bebía, pero sólo ha sido eso, una actuación, parte de una payasada.
Estoy recordando ahora un concierto en que celebré una charada de ese estilo. Sentado sobre la tapa cerrada del piano, extraje una petaca del bolsillo del pantalón. Tras enseñarla en alto, exclamé para estupor de los presentes:
«¡Es puramente medicinal!»
Pero no era verdad. Era un chiste.
* * *
¿Que no te lo he contado? Pues tiene su gracia, aunque creo que el público no se la encontró. Te hablo del año 1962, del Festival de Música de Stratford. ¿Conoces el teatro donde se celebraban sus conciertos? A diferencia de la inmensa mayoría de escenarios, la configuración de éste permite que el público rodee a los artistas. No sólo lo tienes enfrente, también se sienta a tu derecha e izquierda. Salvo por la espalda, puedes sentir su cercanía. Esa proximidad, contacto o vecindad, llámalo como quieras, posibilitó que despertase el histrión que duerme en mi interior.
Según rezaba el programa de mano no iba a interpretar a Bach. Al público pareció no importarle, pues el teatro se llenó. Por aquella época se formaban colas de hasta dos horas para conseguir una entrada para cualquiera de mis conciertos. Pese a que la velada se titulaba Panorama musical de los años veinte no quedó ni una sola butaca libre.
«¿Cómo va a salir así vestido, señor Gould?», me preguntó un operario del festival cuando me aprestaba a abordar el escenario.
Me observé, sonreí con cierta malicia. Era el momento de la venganza. Así, vestido de aquella guisa, iba a cobrarme el desagravio que el público de Stratford había cometido durante un concierto celebrado días antes. Era mi manera de castigar las toses, las bromas y los comentarios jocosos sotto voce con que premiaron mi lectura de El arte de la fuga. En aquella ocasión, antes de sentarme frente al piano, les había pedido expresamente que se abstuvieran de aplaudir al final de la última pieza. No aplaudieron, cierto, pero arreció una tormenta de toses fingidas y de risitas sofocadas. Todavía recuerdo la indignación que experimenté entonces. Quien está dispuesto a convertir un concierto en un verdadero circo ha de atenerse a las consecuencias. A la rebeldía de los payasos. Nadie se mofa de ellos sin recibir su merecido. El resto es historia.
Me presenté, pues, con un pantalón bombacho, color beige, cuatro tallas más grande, y con unos calcetines verdes tan largos que me llegaban a la altura de la rodilla. Saludé con la gorra al respetable. Me senté a horcajadas en la silla de Bert, de espaldas al piano.
«No esperarán oír música, ¿verdad?»
Desde el principio los chismes abonaron el patio de butacas, lo mismo que el estiércol un campo a cultivar. Algunas carcajadas se atrevieron a subrayar mis frases más ingeniosas. Durante un rato departí acerca de las diferencias existentes entre la escuela liderada por Arnold Schoenberg y la capitaneada por el Stravinsky más neoclásico. Yo abominaba de los neoclásicos y sentía devoción por la obra de Schoenberg, y no me molesté en disimularlo.
«Aquí, al fondo, no se escucha nada», graznó la voz de una señora a lo lejos.
Hice oídos sordos, me sobraba con la atención que me dispensaban los espectadores de las primeras filas; también con sus comentarios más hirientes.
«¿Quién puede escuchar Apolo y las musas, de Stravinsky sin reprimir un bostezo de puro hastío?», seguí con mi discurso. «Si hay un valiente en la sala, que levante la mano.»
Fue entonces cuando me senté sobre la tapa cerrada del piano. Extraje la petaca del bolsillo del pantalón bombacho y exclamé:
«¡Es puramente medicinal!»
Fingí que bebía un largo trago de a saber qué mejunje. El público se impacientó: empezó a mostrar su descontento batiendo palmas de manera rítmica.
«¡Tranquilos, hay alcohol para todos!»
Se alzó entonces una segunda voz. Por lo visto seguían sin oírme al fondo. A diferencia de la señora de antes, ahora era un hombre, muy severo y circunspecto él, enfundado en su disfraz de esmoquin. Me encogí de hombros mientras guardaba la petaca. Tras pensarlo durante unos segundos, me disculpé.
«Estoy cansado.»
«Nosotros también», respondió el caballero antes de dar media vuelta y marcharse.
Siguiendo con el plan establecido, alcancé de debajo del piano un cartel; en él había escrito previamente Intermedio. Lo levanté por encima de la cabeza e, imitando a la azafata de un combate de boxeo, lo paseé de una esquina a otra del escenario, para que nadie se quedase sin verlo.
«¡Fuera, fuera!», empezaron a gritar los más indignados.
En ningún momento descompuse el rictus, me mostré impertérrito, aunque por dentro me cosquilleaba la risa. La sangre me burbujeaba con el feliz cumplimiento de la venganza. Ahora sí que iban a tener algo de lo que reírse, ellos que habían sido tan graciosos días antes.
La mayoría abandonó la sala. Quemando suelas de zapatos, tronchando algún tacón que otro. A diferencia con el primer concierto de la gira rusa del año 1957, el público no ganó el exterior del teatro con la intención de telefonear a sus conocidos y allegados.
«Irina, Evgeny, dejad todo lo que estéis haciendo y veniros para el Gran Salón del Conservatorio. Está tocando el piano un extraterrestre.»
Nada de eso. Éstos no volverían. Iban maldiciendo en arameo. Imagino los comentarios intercambiados dentro de los taxis, los autobuses o sobre las aceras, de regreso a sus guaridas.
«Glenn Gould es todo un payaso.»
«Un niño que no ha crecido.»
«Un niño mimado».
«Un pedante con aires de grandeza.»
Para escarnio de aquellos necios, al comienzo de la segunda parte del concierto aparecí vestido de esmoquin. Y tras una breve presentación de las piezas, toqué la Suite Op.25, de Schoenberg y El vino, de Berg. Quienes habían superado la terrible prueba de mi histrionismo sentados en sus butacas, escucharon algo de buena música. Y al finalizar se rompieron las manos a aplaudir. Después de todo, por unas razones u otras, fue un concierto único.