TREINTA
Gracias por atenderme, Jessie. Ayer tuve la
tentación de llamarte. Al final decidí que no, que era mejor
dejarlo para hoy. Supongo que telefoneaste a casa. Si es así,
perdona. El teléfono no paró de sonar, a todas horas. Fue un poco
estresante.
Ayer estuve pensando mucho. En todo un poco.
Medité sobre el futuro. Ya tengo una edad y he de pensar qué hacer
de aquí en adelante. Si en su día fui capaz de abandonar los
escenarios convencido de que hacía lo correcto, creo que ahora
necesito de un nuevo cambio, quién sabe si tan drástico como
aquél.
Ya he dicho cuanto tenía que decir con un
piano. No sé qué piensas al respecto. Por mucho que insistan las
discográficas, no pienso grabar nada de Tchaikovsky, Liszt o
Chopin. Creo que ha llegado el momento de hacer otra cosa. Y este
nuevo rumbo pasa, al menos en un principio, por la dirección de
orquesta. En los próximos cinco años podría grabar un buen puñado
de obras. Por supuesto nada de conciertos, ya renuncié a la
farándula hace casi treinta años: así que no pienso volver a los
escenarios.
Un día te contaré lo que sentí cuando dirigí
el Idilio de Sigfrido. Fue una
experiencia maravillosa.
Pues bien, ayer estuve elaborando una lista
de lo que me gustaría dirigir. Eligiendo esas obras en las que
poder expresarme tal y como he venido haciendo con el piano. Por
cierto, ya he reservado el St. Lawrence Hall para grabar, de aquí a
un mes, las oberturas de Las Hébridas y
Coriolano. Más adelante quisiera
atreverme con la Misa en si menor de
Bach.
Una vez agotada esta nueva necesidad
artística, me gustaría dejar la música. Una de las ideas que
persigo desde hace años es la de montar ese refugio para animales
del que te he hablado en otras ocasiones. No entiendo cómo la gente
puede ser cruel con ellos. Los tendría allí, a mi cargo, hasta que
les encontrase una familia que los adoptase. No se me ocurre otra
ocupación mejor.
También he pensado en entregarme al negocio
de los taxis acuáticos. Imagina el Lago Simcoe, soliviantado de
turistas y curiosos, yendo y viniendo en sus barcas de alquiler.
Hasta podría recuperar la casa familiar, o al menos intentarlo:
ponerle un cheque en blanco a su actual dueño y esperar que acceda
a vendérmela.
Pero eso sería más adelante. Ya habrá
ocasión para ello. Aún soy joven. Es verdad que a veces siento la
música muy cercana, pero otras, por el contrario, la encuentro
demasiado distante. Es en estas ocasiones, cuando me excluye o la
percibo como extranjera, cuando pienso en dar un verdadero vuelco a
mi vida y dedicarme a los animales o a los taxis acuáticos.
Recuerdo que hace veinte, treinta años me
sumergía en las profundidades de la música con el ímpetu propio de
la juventud. Como si no hubiera un mañana, o como si quisiera
reafirmarme frente a los demás ejecutando el ejercicio circense más
difícil. Ahora, me conformo con sentarme a la orilla y permitir que
me consuele. Hace años que he depuesto las armas; he descargado las
manos de todo el arsenal de acordes y arpegios: ya no hay lugar
para la lucha.
Sucede lo mismo con el tiempo. Ese taxímetro
irreversible que sabe más de mis miedos e inseguridades que yo
mismo. Antes me rebelaba contra él, presentaba batalla. Hubo épocas
en que me bebía los meses y los nuevos proyectos discográficos con
la urgencia del sediento. Me faltaba tiempo para hacer tantas
cosas, para atravesar a nado los días, para arribar a tantos
puertos. Desdoblaba las jornadas como quien desdobla un mapa: las
fragmentaba en horas. Y luego, desarmaba cada hora en cuatro
fracciones de quince minutos, o cinco de doce. Vivía a contrarreloj
cada jornada, cada concierto, cada nueva grabación, deseoso de
encontrar el espacio físico inexistente entre los segundos.
Destripaba los minutos para que en ellos cupiese todo lo que
planeaba hacer a bordo del piano.
Ahora todo es diferente. Y más aún después
de cumplir cincuenta años. Ahora prefiero planear bien las cosas,
meditar cada brazada, cada empeño. Prefiero dejar que sean los
demás quienes corran a mi alrededor, que sean ellos quienes se
estrellen contra sus insignificancias. La vida es algo más que una
carrera de cien metros.
¿Sabes una cosa? Cualquier día de éstos
escribiré mi autobiografía. He pensado que sería novedoso
redactarla como si quien estuviese contando mi vida fuese la más
leal compañera que he tenido nunca: la silla de Bert. Sin lugar a
dudas, será una obra de ficción.
* * *
Claro que me duele la situación. Me gustaría
que él me entendiese, que se pusiera en mi lugar. No es fácil para
ningún hijo ver cómo su padre reemplaza a la madre. Ya sé que lleva
muerta unos años y que todo el mundo tiene derecho a rehacer su
vida. Pero nunca hizo las cosas bien. Bert se ha equivocado, y
mucho, y encima es incapaz de aceptarlo. Lástima que todo haya
acabado así. ¿Quién lo iba a decir cuando jugábamos juntos al
croquet o navegábamos por el lago?
Jessie, antes podía con todo. Sin ayuda. No
conocía analgésico ni antidepresivo más potente que la música.
Muchas veces, cuando me sentía a la deriva, el piano me ha servido
de norte. Me bastaba con romper un blíster de notas o de acordes, e
ingerirlo todo de golpe. Pero en el último año y medio no hay
partitura que me ayude a sobrellevar la rutina; ni siquiera Bach,
en otros tiempos luz y guía.
Lo intenté con la nueva grabación de las
Variaciones Goldberg, y resultó un
espejismo, un engaño pasajero. Aquellos días gastados en Nueva York
se consumieron con el ímpetu de una aventura extramatrimonial. Un
sueño agradable y nada más.
Conforme me he ido haciendo inmune a la
música, he hallado refugio en el silencio. Dicen que me he vuelto
más taciturno con los años. Qué sabrá la gente: nunca me he sentido
más solo que desde que se fue Florence. Nadie parece
entenderlo.
Se han amontonado demasiados contratiempos
como para permanecer a flote. Hay noches en que soy un perro que se
hunde en el barro, con el barro hasta el cuello; un perro que lanza
la mirada hacia arriba como quien dispara una bengala en señal de
socorro. Por mucho que lo pelea, el perro es incapaz de ponerse a
salvo. Si ni siquiera cuento con el auxilio de la música, ya puedo
darlo todo por perdido.
Debería telefonear a Bert. Quizá. Quedar con
él y tomarnos un café. Tal vez. Sin echarnos nada en cara. A mi
manera lo sigo queriendo, aunque él cree que no. ¿Cómo no voy a
quererle después de todo lo que ha hecho por mí?
Él fue quien construyó la silla que me ha
acompañado a todos los conciertos y grabaciones desde entonces.
Hablamos del año 1953. Yo tenía por aquel entonces veintiún años.
Recuerdo que Padre estaba presente cuando, días antes, mostré a
Florence mi descontento con el clásico banco que emplean los
pianistas. Florence miró el que solíamos usar en casa para tocar a
cuatro manos en el viejo Chickering.
«¿Qué tiene de malo?»
Le expliqué que el asiento debería estar
inclinado hacia adelante para así poder sentarme en el borde.
«Qué locura más grande.»
Añadí que necesitaba una silla con respaldo
para cuando quisiese descansar la espalda. Que debía ser más baja
que el clásico banco. Y por si no fuera bastante, debía contar con
la flexibilidad necesaria para adaptarse a mis movimientos frente
al teclado. Ella me miró de reojo y asintió como quien da la razón
a un loco. Padre permaneció en silencio, atento a la conversación,
sin dejar de atusarse el bigote.
Una semana más tarde, Bert se acercó a mi
dormitorio. Quería enseñarme algo.
«Ven al salón», dijo.
Cuando la vi por primera vez, supe que esa
era la silla con que había soñado despierto. La probé de inmediato
chapurreando algo de Bach.
«Es estupenda», dije sin interrumpir la
música.
Me volqué sobre el teclado y la silla se
amoldó a mi movimiento. Me retrepé contra el respaldo y obtuve la
misma respuesta. Parecía increíble que Padre hubiese entendido
mejor que nadie lo que yo necesitaba: él, que siempre era tan
callado y que habitualmente me medía por encima de la trinchera del
periódico tras la que acostumbraba a esconderse.
«Es una aberración», sentenció Madre.
Mientras se desvanecía el acorde final, me
levanté. Quedé frente a Bert. Como dos púgiles que va a comenzar la
pelea y desatienden las instrucciones de los entrenadores. Ya podía
decir Florence lo que quisiese, que allí estuvimos él y yo,
mirándonos a los ojos.
«Gracias», dije.
Agradecimiento breve, austero. Sin duda
demasiado escueto en comparación con la euforia que sentía en aquel
instante. Aquella tarde fue el momento en que más cerca estuvimos
el uno del otro.
«Gracias», repetí.
Él se conformó con revolverme el flequillo,
como cuando era niño y había perpetrado alguna trastada. Bert había
acertado de pleno, y Florence, que no dejaba de despotricar contra
aquel artilugio, no sabía de lo que hablaba.
La silla ha viajado en avión cuando yo aún
dominaba mi pánico a los accidentes aéreos. También en tren y en
coche. Ha hecho más kilómetros que el Lincoln que tengo ahora. Más
kilómetros que la mayoría de cuantos me rodean. Ha sobrevivido al
asesinato de Kennedy y al de Luther King. Cuando Bert la construyó,
todavía resonaba el silencio provocado por el armisticio con que
acabó la Guerra de Corea. Ha visto también el fin de la
interminable Guerra de Vietnam y el de la muy reciente de las
Malvinas. Ha enterrado a varios Premios Nobel de Literatura, Ernest
Hemingway o John Steinbeck entre ellos. También ha sido testigo de
cómo el hombre puso, por primera vez, el pie en la Luna. Y ahí
sigue, a mi lado. Inseparable, como ese bastón al que se aferra un
anciano para moverse por casa. Como las dos muletas del ordenanza
Davidson.
Es verdad que cruje en exceso, que está
achacosa y vieja. Y que ha perdido gran parte del relleno del
asiento. Que parece una silla abandonada en pleno bombardeo de
Dresde o de Londres. Un trasto por el que nadie ofrecería un dólar.
Pero ahí sigue, a mi lado, casi treinta años después. Fiel a su
dueño.
Sin contarte a ti, ella es mi mejor
confidente. A veces, aunque no lo creas, hablamos de los viejos
tiempos. De aquel compañero del Willianson Road con quien me peleé.
De Alberto Guerrero. La gira soviética. La lesión del hombro. La
polifonía de conversaciones que late en un bar de carreteras. De
Cornelia. De las dos versiones de las Goldberg, de la del año 1955 y la del año pasado.
De ti. Y de mí.