DOS
Se llamaba Guido Cantelli. Otro músico, otro
accidente aéreo. Tres años antes, William Kapell había sufrido un
final parecido; muy similar, por otra parte, al que había
encontrado Ginette Neveu en 1949. Recuerdo que no daba crédito a la
noticia. No me lo podía creer.
Una violinista, Neveu. Un pianista, Kapell.
Y un director de orquesta, Cantelli. Todos fallecidos con poco más
de treinta años. Un común denominador. Una maldición que se cobraba
víctimas con el mismo perfil profesional y vital.
Durante aquellos días, a finales de aquel
mes de noviembre de 1956, anduve particularmente cabizbajo,
meditabundo. Nublado de ojos. Mentí a mis padres, también a los
compañeros de la CBC y de la Columbia Records. Les dije que me
dolía la espalda y la cabeza, valía cualquier excusa con tal de no
desvelar la verdadera naturaleza de mi angustia.
Tras el éxito obtenido por la grabación de
las Variaciones Goldberg del año
anterior, raro era el mes que no montaba en avión. De la noche a la
mañana, aquella grabación me había convertido en una celebridad
mundial y todos querían que tocase para ellos; daba igual lo lejos
que estuviese el destino a alcanzar desde Toronto.
Nadie conocía aquel miedo que me
soliviantaba cada vez que pisaba un aeropuerto. Lo silenciaba. Así
fue como, vuelo tras vuelo, conseguí el efecto contrario al
deseado, que creciese mi aprensión en vez de disminuir.
Era el viajero
transatlántico menos seguro de sí mismo, escribí por aquellos
años. No recuerdo si fue como respuesta a una carta de Paul Myers o
a una de Walter Homburger.
En 1970 recibí la invitación de Dimitri
Shostakovich para que formase parte del jurado del concurso
Tchaikovsky. Por aquel entonces ya odiaba los concursos
pianísticos; aún los odio, que conste. Tienen algo de exhibición
circense que me asquea. Pues bien, aún era mayor la aversión que
experimentaba a los aviones. Si hubiese aceptado, tendría que haber
volado hasta Moscú, repetir el viaje que realicé durante la gira
rusa del año 57. Ni por todo el oro del mundo lo habría hecho. Así
que me excusé aduciendo problemas de agenda.
A partir de 1962 nunca más he cruzado el
Océano Atlántico para actuar en Europa. Ni ningún otro océano para
tocar el piano en ninguna otra parte del mundo. Jamás he subido de
nuevo a un avión. Fue una decisión que adopté unilateralmente,
desoyendo a mi agente y a mis padres. A partir de entonces, Toronto
y Nueva York se convirtieron en los escenarios habituales de
grabaciones y conciertos. Si tenía que ir a Los Ángeles o
Vancouver, viajaba en tren. Si por el contrario quedaba cerca de
casa, utilizaba el coche. Pero nunca el avión.
Aquel Plymouth Plaza fue mi primer vehículo.
Me costó dos mil dólares. Contaba por aquel entonces veinticuatro
años. Pero no fue el único coche que tuve. Los últimos han sido un
Chevrolet Montecarlo y un Lincoln Town Car. Al Chevrolet lo llamo
Lance, y al Lincoln, Longfellow. Ocasionalmente he alquilado otros
coches. Todo con tal de no subir a un avión.
Recuerdo la impresión que sufrí cuando me
enteré: no podía dar crédito a la muerte de Guido Cantelli. Di
vueltas alrededor del coche, vomité el desayuno. Luego me senté
frente al volante, imaginando los éxitos que al director italiano
aún le quedaban por delante de no haber mediado aquel accidente.
Los teatros y salas de concierto donde dirigir. Las obras a
estudiar e interpretar. Los músicos a conocer.
Cuando me tranquilicé, di media vuelta y
regresé a casa, conduciendo despacito. Apagué la radio, guardé la
partitura de los Intermezzi debajo del
asiento del copiloto y descrucé las piernas. Detuve la marcha ante
todos los stop y semáforos en rojo que me salieron al paso. Nunca
he conducido de manera más prudente que aquel día.
Cuando asomé por casa, Florence estaba
disponiendo el almuerzo sobre la mesa. Llevaba el delantal puesto.
Bert, al verme, apartó el periódico a un lado y me invitó a tomar
asiento junto a él.
«Lo siento. Tengo que estudiar un poco», me
excusé.
Me esforcé por sonreír. Si hubiesen
advertido mi estado de ánimo, me habrían dejado en paz,
concediéndome el tiempo y el espacio que necesitaba. Pero yo me
obstinaba en sonreír, en hacerles creer que nada me sucedía.
«Glenn, toma algo de sopa», dijo
Madre.
Me acerqué a ella. Amplié cuanto pude la
sonrisa. Le planté un beso en la frente, como era costumbre.
Siempre fui tan cariñoso con ella que habría extrañado mi distancia
afectiva en aquel instante. Y no tenía ganas de explicarle lo que
me sucedía.
«Ya he comido en la carretera», mentí.
* * *
Nunca he sido un buen comensal. Nunca. No de
ahora, sé que soy un caso perdido. Ya lo era cuando vivía con
ellos.
Apenas soy capaz de
abrir una lata, escribí a Virginia Katims, una vieja amiga que
me hizo llegar por carta una extraña petición. Ella deseaba que le
contase una de mis recetas culinarias. Según me explicaba en la
carta, se había propuesto redactar un libro con recetas de un
puñado de famosos. Y por lo visto había pensado en mí. ¿En mí? ¿Qué
receta podía facilitarle si nunca he sido capaz de freír un
huevo?
Así que le dije la verdad, que nunca he
cocinado, quizá porque siempre he sido indiferente al proceso
alimenticio. Eso le dije como respuesta. Y añadí: siempre he visto la comida como una molesta pérdida de
tiempo. Imagino que me entendió, pues no insistió.
Nunca he tratado de convencer a nadie. De
que la comida es una pérdida de tiempo, me refiero. Cada loco con
su tema. Pero con la cantidad de avances de todo tipo y condición
habida en este siglo XX, alguien debería comercializar una pastilla
que aportase los nutrientes necesarios a ingerir a lo largo de un
día. O galletas, qué sé yo; algo del estilo de lo que comen los
astronautas. Brevedad y eficacia. Un buche de agua, un golpe de
cuello y que la pastilla se deshaga en el estómago. Sabor, cero;
ahorro de tiempo, máximo.
Nunca he obtenido placer alguno compartiendo
mesa. Siempre he defendido a ultranza mi intimidad a la hora de
comer. Prefiero hacerlo solo: elijo una mesa en la esquina de
Fran’s o en el restaurante del Hotel Inn on the Park, y que el
camarero me sirva con presteza y en silencio. Nada de
conversación.
Con Madre era diferente, claro. En realidad,
con ella todo era diferente. Todo. No me refiero a que, en
presencia de Florence, yo saborease los alimentos ni gustase de la
charla entre plato y plato; no es eso. Quiero decir que cuando
vivía con ella o cuando, tras independizarme, me acercaba a pasar
un fin de semana en casa, ella se preocupaba de mi alimentación. Me
aleccionaba: esto es bueno para esto, hijo. Y esto otro para quién
sabe qué.
Cuando me invitaba a almorzar en casa, se
dirigía a mí como si aún no hubiese crecido y todavía ocupase mi
viejo cuarto. Siempre dispuesta a satisfacer mis deseos o a
corregir un impertinente capricho sobre la mesa.
Ironías de la vida. Aunque viviendo con ella
comía más y mejor, engordé justamente al abandonar su tutela.
Imagino que Florence conocía los secretos de la cocina mejor que
nadie. Pero hace tiempo que se fue, y tampoco he regresado a la
casa del Lago Simcoe desde entonces.
Recuerdo que nunca me gustaron los dulces.
Ni cuando era un mocoso; y eso que Madre era una repostera de
categoría. Sus dulces eran justamente célebres en el barrio.
«Prueba esta tarta, es de bizcocho y
arándanos», decía.
La de arándanos era su tarta preferida.
Dicen quienes la probaron que sabía a gloria.
Siempre me he mostrado indiferente ante la
comida, para desesperación de mis padres y extrañeza de todos
cuantos han intentado invitarme alguna vez a comer o cenar.
Instruido en mis propias extravagancias, siempre he sabido elegir
las palabras justas con que declinar a tiempo una invitación. Basta
con pretextar una entrevista. Una partitura aún por estudiar. Una
grabación.
Prefiero comer solo. Entrar en el Vintage
Room, en el Fran’s de la esquina o en un bar de carretera, rastrear
el horizonte de mesas y elegir una mesa alejada, a poder ser en un
rincón u oculta tras una columna. Me gusta que me atienda un
camarero servicial, pero no hasta el extremo de la adulación. Y por
supuesto, que no me reconozca, o haga como que no me conoce.
«Usted es Glenn Gould.»
Odio ese momento. Si sonrío cuando me
reconocen es por pura cortesía. Luego suelo cabecear algo azorado y
restar importancia al hecho. Pero no, a veces no basta con eso:
insisten, se ponen pesados.
«He oído su último disco. Es
fabuloso.»
Puedo hablar con cualquiera de vaguedades,
del tiempo, de la última película de Stanley Kubrick o de las
excelencias de un Cadillac. Pero nunca responder a lisonjas
baratas, a elogios de saldo. Me asquean. Así que, en cuanto tengo
ocasión, detengo al adulador.
Trazo una raya en el aire: un gesto de la
mano, como cuando un director de orquesta demanda silencio en un
ensayo. Suele resultar efectivo. Después se marchan aligerando el
paso. Si por el contrario, el impertinente insiste hasta el
incordio y corre con el cuento al maître
de la sala, me las arreglo con éste tan pronto como se aproxima a
la mesa.
«Nada de privilegios. Sírvanme como a un
cliente más.»
Es lo malo que tiene aparecer en televisión:
la gente te reconoce en el momento más inoportuno.
Hace años que como una vez al día, nada más,
y siempre fiel al desayuno. Al amanecer, para ser más exacto. Si
estoy en casa, aprovecho ese instante para repasar la prensa
diaria, la tinta aún caliente igual que el café, o para escuchar en
la radio los primeros boletines del día. Galletas, tostadas Melba
untadas de mantequilla, y té o café, según el día.
Lejos de casa, suelo desayunar huevos
revueltos y zumo de naranja. Si no hay huevos revueltos, pido
cualquier otra cosa. Me basta con bañarlo todo en ketchup para igualar los sabores. O con leer el New
York Times para que todo sepa igual: a noticia deprimente.
«Usted es Glenn Gould», dice el vecino de
mesa al reconocerme. «Me encantan sus discos.»
No hago caso. Como si no le hubiese
oído.
«Claro que es Glenn Gould.»
Si el tipo persiste en su acoso, levanto una
barricada con el periódico de turno, me atrinchero tras él. Si es
necesario, en el caso de que el asedio continúe, le disparo a
bocajarro:
«Se equivoca. Soy Tchaikovsky.»