Tía Liu

LUO SHU

Aquel día no me despertaron las canciones de los vaqueros cuando llevaban a sus bueyes ladera arriba, ni uno de los criados al hablar en voz alta a mi madre, que era dura de oído. Fue una voz extraña y ruda que exclamaba:

—¡Pues sí que ha crecido!

Bastante molesta, abrí los ojos para ver quién había en la habitación. De pie junto a mi cama había una mujer de mediana edad, andrajosamente vestida, de cara un tanto chata y picada de viruelas y escaso cabello. Sus labios se separaron en una espantosa sonrisa sin dientes.

Me pareció haber visto antes aquel rostro feo, carente de atractivo. Pero no podía situarlo.

La miré con sorpresa y en silencio, tratando de hallar archivado en mi memoria algún recuerdo de ella.

—Soy tía Liu… Sabía que te habrías olvidado de tía Liu —dijo como si hubiese leído mis pensamientos—. Han pasado ocho años desde que te vi por última vez. ¡Y cuánto has crecido! No te habría reconocido si te hubiera visto por la calle.

—¿Qué? ¿Eres tú tía Liu? ¿La tía Liu que me cuidó?

Salté de la cama, sonrojada de excitación.

Una niña recuerda con facilidad tonterías, pero suele olvidar lo que debería recordar. ¡Cómo podía haber olvidado a aquella mujer que había sido tan buena conmigo! ¡Qué criatura ingrata!

Cuando me dirigí hacia ella, retrocedió. Detrás de ella había un escritorio en el que estudiaba cuando iba a casa los fines de semana. Tropezó con él y volcó el jarrón de frescas margaritas estivales que había encima. Muy desconcertada, intentó reparar el daño rápidamente mientras yo hacía lo que podía para detenerla.

—Tú…

Quería decir algo que la hiciera sentir cómoda, pero mi mente también era un torbellino. No sabía si decir «eras» o «eres». Tal vez lo que quería decirle era: «¡Estás completamente distinta de como eras!».

Sí, había cambiado mucho. Antes sólo se sentía incómoda en presencia de mi padre y mi madre. ¿Por qué se comportaba así delante de mí? ¿No era yo la chiquilla que había amado y cuidado como una madre? No obstante, sabía que si se hubiese sentado en un taburete y me hubiese ofrecido su regazo, para canturrearme las baladas que mi madre le había prohibido o contarme espeluznantes historias que podían dejar marcada una mente tierna, o si me hubiese pedido que la abrazase y besase su cara picada de viruelas, me habría negado sin vacilar un instante.

No era culpa suya. Ni mía. El tiempo y los odiosos convencionalismos habían creado un abismo entre nosotras.

Nos quedamos mirándonos mutuamente, ambas incómodas, en profundo silencio. Yo sabía que tenía que encontrar algo apropiado que decir. La llegada de mi madre salvó la situación.

Aquel día estaba de buen humor y sonreía entre dientes cuando entró.

—Menuda anfitriona… ¿Por qué no ofreces asiento a Liu?

Hasta entonces no me había dado cuenta de que yo estaba sentada en mi cama, mientras que Liu estaba de pie en medio de la habitación.

—Mira, ya es más alta que yo —dijo mi madre. Señalando las trenzas enrolladas en mi nuca, continuó—: ¡Esto es el último grito entre las alumnas de enseñanza media! Le sientan bien, ¿verdad?

Liu no había olvidado que, dijera lo que dijese mi madre, ella sólo tenía que asentir. Pero tal vez ni había oído lo que mi madre había dicho. Sus ojos me escrutaban de pies a cabeza. ¿Estaría buscando alguna traza de la niña de hacía ocho años?

—¡Apenas os reconocéis! —dijo mi madre, sonriendo ante el estudio a que me sometía Liu—. Una ha crecido mientras que la otra está envejeciendo. ¡Cómo pasa el tiempo! —Luego se dirigió a mí: —Deberías estar contenta. ¿A que nunca hubieras esperado que Liu apareciese en este valle oculto entre montañas? Debe haberle costado lo suyo encontrarnos. ¿Te acuerdas del día en que la eché? Te había comprado un montón de castañas y raíces de loto. La despedí porque era demasiado aficionada a la bebida.

La crudeza de mi madre me dejó pasmada. ¡Salir con aquello después del daño que le había hecho a tía Liu!

La mención de las castañas y las raíces de loto me dijo algo. Intenté esquivar los dos pares de ojos clavados en mí.

Una ráfaga de viento restregó las hojas de palmera contra mi ventana. Arranqué una y la fui deshilachando y desparramando en el suelo.

De repente se me ocurrió una pregunta.

—¿Cómo has averiguado que nos habíamos venido a vivir a este lugar?

—¡Preguntando! No os habías ido al otro extremo del país; ha sido fácil encontraros.

Seguía siendo muy franca y directa.

Iba a hacerle más preguntas cuando mi madre mandó que le trajeran una botella de vino que ofreció a Liu.

—Sé que es lo que más te gusta —dijo—. Ve a tomarte un trago a la cocina. Es un vino bien curado, así que no te propases. Deja un poco para llevarte a casa y compartirlo con tu marido.

Cuando se marchó, mi madre me explicó que Liu se había casado con un hombre que tenía siete décimos de un mu de tierra en las colinas y que trabajaba acarreando sillas de mano. No recordaba dónde estaba viviendo Liu en aquel momento pero simpatizaba con aquella desventurada mujer.

Yo sabía muy poco del pasado de Liu. Puede que alguien me lo hubiera contado, pero no había dejado huella en mí. Mi madre volvió a relatarme toda la historia.

A los quince años, Liu fue vendida como criada a una rica familia y obligada con engaños a abandonar su hogar. Una noche que había bebido mucho, fue violada por su patrón, un hombre de más de cuarenta años. Cuando descubrieron que estaba embarazada, la echaron de aquella casa de verja negra flanqueada por dos leones de piedra. El niño nació en un retrete público y murió a los tres días. Un basurero de buen corazón limpió los gusanos del pequeño cadáver, lo envolvió en una desgastada estera y lo enterró. Después de aquello, ella había salido adelante zurciendo y lavando ropa o pidiendo limosna en las afueras de la ciudad. A veces había vendido avena por los caminos. Al fin, consiguió que nosotros la aceptásemos de criada. Aquello fue para ella una oportunidad extraordinaria. ¡Qué bonita le debió de parecer la vida!

Si no hubiera sido tan aficionada a la bebida, mi madre no la habría despedido.

Aquella afición era su único defecto. Y mi madre era una mujer de gran corazón, yo lo sabía… Pero recuerdo el día anterior a que Liu se fuese, hace ocho años.

Era un día de verano, como el de hoy. A lo lejos, se oía retumbar la tormenta. Yo contemplaba cómo las hormigas amarillas luchaban con las negras debajo del árbol de Judas. Tras la cortina de bambú de la puerta, mi madre hablaba con una mujer y su voz parecía enojada.

En aquel momento entraba Liu por la verja. A primera vista podía adivinarse que había estado bebiendo otra vez. Llevaba en la mano dos gruesas y blancas raíces de loto y un paquete envuelto en hojas de loto. La jarra que le colgaba del brazo contenía sin duda vino de arroz.

Dándome el paquete, me dijo:

—Te he traído algo bueno. Cómete primero las castañas de agua, mientras yo lavo las raíces de loto y te las corto en rodajas.

Mi madre me dijo que no me comiera las castañas.

Cuando volvió Liu con una bandeja para mí, la mujer que había estado hablando con mi madre se precipitó hacia ella, la golpeó en la frente y le dijo con ferocidad:

—Estás despedida. Recoge tus cosas y busca otro trabajo. He hecho todo lo que he podido para ayudarte, pero tú no te esfuerzas por mejorar. ¡Nunca dejas de beber ese apestoso licor amarillo! Tú te lo has buscado.

Liu no dijo nada; simplemente me urgió a que me comiese las raíces de loto.

No pude hacer otra cosa que aceptar la bandeja, que ofrecí a mi madre. Ella estaba bordando una funda de almohada de seda blanca. La colorida flor hacía que su rostro enojado pareciese mucho más severo de lo normal. Estampó el plato en una mesa y me dirigió una mirada de hielo. Aunque no me echaba ninguna culpa yo ya estaba temblando. Más por Liu que por mí misma.

Aquella noche, a la hora de cenar, Liu no nos sirvió, y lo extraño fue que mi madre tampoco mandó a buscarla.

En cuanto mi madre volvió la espalda, me escabullí a la cocina. La puerta estaba cerrada. No me atreví a llamar. Mirando por una grieta, llamé a Liu en voz baja.

Todos los criados estaban sentados a la mesa, con una copa de vino cada uno. La jarra que había traído Liu estaba en el centro. Comían y bebían alegremente, ignorando que al otro lado de la puerta había una niña mirando con enorme afecto a uno de ellos. Liu tenía la cara colorada, la blusa abierta mostrando el cuello y las mangas arremangadas hasta arriba. Era la primera vez que la veía en aquel estado y me desconcertó su extraña conducta. Más tarde caí en la cuenta de que como ya no iba a comer nuestro arroz sentía que podía relajarse. ¡Al diablo con las reglas que la habían atado durante tres años enteros! Haría lo que le viniera en gana la víspera de su partida.

—Di a alguien que vaya a hablar con la señora. Puede que te deje quedarte —sugirió uno de ellos.

—Cuando trabajas para otros, tienes que hacer lo que te mandan.

—No hace falta. No tiene sentido intentar quedarte donde no eres querida. Los criados tienen un pie dentro y otro fuera. Puedes entrar si las cosas van bien y salir si no. Si una familia no te quiere, vete a otra. Con un par de manos y de pies, puedes ganarte la vida en cualquier parte. Ya he mendigado mi sustento otras veces, ¿a qué debo tener miedo?

Temiendo que mi madre me estuviese buscando, volví corriendo y tiré del borde de su chaquetilla.

—¿Qué quieres? —preguntó ella.

—¡Madre!… ¡Tía Liu!… —tuve que repetir un par de veces para que me entendiese.

—Le he dicho que se marche mañana. No quiero dejarte en manos de una mujer como ella. Encontraré otra persona que te cuide, alguien bueno. —Luego, comentó como dirigiéndose a sí misma: —De hecho, es una criatura buena y honrada. El único problema es lo mucho que bebe. Lo siento por ella, aunque… le perdonaré lo que nos debe; le daré una paga extraordinaria y un traje.

A la mañana siguiente, cuando me levanté, Liu se había ido. Y desde entonces habían pasado ocho años.

Jamás hubiera soñado que vendría a vernos. Me sentía agradablemente sorprendida y un tanto conmovida.

Si mi madre no la hubiera despedido, no habría llegado a tener aquel aspecto sucio y demacrado. Pero no podía echarle toda la culpa a mi madre.

Esperaba que mi madre la dejara quedarse con nosotros.

Cuando Liu volvió de comer le pregunté:

—¿Has comido bastante?

—Una comida buenísima, gracias. Hacía dos años que no comía arroz blanco.

—¿Cómo te va la vida?

—Bueno, me las arreglo de una u otra forma. Que te vaya bien o mal es lo mismo. Aunque no te vaya bien tienes que seguir viviendo.

Me quedé callada un instante y luego le expliqué:

—Me refiero a si tienes bastante para comer.

—¡Claro que no! Apenas trae a casa lo justo para alimentarse él. Yo vivo en aquel trozo de tierra que tenemos en las colinas. Para salir adelante recojo leña todos los días. Cuando no hay leña, a veces trabajo como culí. Puedo llevar un peso de setenta u ochenta cattys.

—¿Es bueno contigo tu marido?

—No está mal… Desde que te dejé he tenido tres hombres. Todos me pegaban. Cuando vi que perdía terreno con el último, me escapé y me casé con éste…

—¿Te pega? —le pregunté enseguida.

—¿Tú qué crees? ¡Todos los hombres pegan a sus mujeres! —Me sonrió como diciendo: «¿Acaso tu padre no le pega también a tu madre?», y luego añadió: —Siempre puedo escaparme cuando se excede o cuando no aguanto más.

Estaba oscureciendo y parecía ansiosa por marchar.

—Está anocheciendo y amenaza lluvia. Tengo que caminar todavía cinco li. Voy a criar dos orondas gallinas para cuando vuelva; quiero que tú y la señora vengáis a comer en otoño, cuando haga más fresco. —Sacudió la cabeza. —Pero mi casa no es mejor que una pocilga… No vendréis.

—Quédate un poco más. Tengo algo más que preguntarte. ¿Vas a seguir así? ¿Por qué no buscas un trabajo?

—¿Qué trabajo voy a encontrar? Ni siquiera tu familia quiere una mendiga como yo. Además, me he habituado al estado salvaje y mis manos son demasiado ásperas para hacer trabajos delicados. Es mejor así… Hay que tomar la vida como viene. Después de todo, no me moriré de hambre.

Yo no tenía nada más que decir.

Incapaz de retenerla por más tiempo, mi madre le dio un celemín de arroz blanco y el resto de la botella de vino.

Al poco tiempo fui a estudiar a la capital de provincia. Mi madre nunca me dijo si visitó a Liu o si comió las rollizas gallinas especialmente criadas para nosotras.

Cuando fui a casa el año siguiente, me dijeron que Liu había vuelto a dejar a su marido. Nadie sabía dónde había ido a parar.

Creo que sigue viva y con todo mi corazón le deseo toda clase de bienes, porque comprende lo que es la vida.