Oke de Okehurst
VERNON LEE
I
¿Aquel boceto con la gorra de chico? Sí; es la misma mujer. Me pregunto si puedes adivinar quién era. Un ser singular, ¿no? La criatura más maravillosa, con mucho, que jamás haya conocido: una elegancia exótica, sobrenatural, conmovedora; una especie de gracia y rebuscamiento perverso y artificial en cada perfil, en cada movimiento y disposición de la cabeza y el cuello, las manos y los dedos. Aquí tengo un montón de bocetos a lápiz que hice antes de pintar su retrato. Sí; todo el cuaderno de bocetos está ocupado por ella. No son más que garabatos, pero pueden dar una idea de su clase de encanto maravilloso, fantástico. Aquí, apoyada en la barandilla de la escalera; allá, sentada en el balancín. Aquí sale aprisa de la habitación. Éste es su rostro, ¿ves? No es exactamente guapa; tiene la frente demasiado grande y la nariz demasiado corta. Esto no da una idea de cómo era. Era, en conjunto, toda una cuestión de movimiento. Mira qué extrañas mejillas, hundidas y planas; pues bien, cuando sonreía se le formaban unos hoyuelos maravillosos ahí. Poseía algo exquisito y misterioso. Sí; empecé el cuadro, pero nunca llegué a terminarlo. Primero pinté al marido. Me pregunto quién tendrá ahora el cuadro. Ayúdame a apartar estos cuadros de la pared. Gracias. Éste es su retrato; un inmenso fracaso. Supongo que no te dice mucho; sólo está esbozado, y parece un poco loco. Mira, mi idea era pintarla apoyada en la pared —había una tapizada— para destacar la silueta.
Fue muy curioso que escogiese aquella pared en especial. En este estado parece una locura, pero me gusta; tiene algo de ella. Lo enmarcaré y lo colgaré, sólo que la gente me hará preguntas. Sí; lo has adivinado: es la señora de Okehurst. No me acordaba de que tenías conocidos en aquella parte del país; además, supongo que los periódicos se hicieron mucho eco en su día. ¿No sabías que todo ocurrió ante mis propios ojos? Ahora, apenas puedo creerlo: parece todo tan distante; vivido, pero irreal, como fruto de mi propia invención. Fue mucho más raro de lo que nadie podía imaginar. La gente no podía comprenderlo, de la misma manera en que no la comprendían a ella. Dudo que alguien llegara a comprender a Alice Oke aparte de mí mismo. No pienses que no tengo sentimientos. Era una criatura maravillosa, extraña, exquisita, pero uno no podía sentir compasión por ella. Yo compadecía mucho más al pobre desgraciado de su marido. Parecía un final muy apropiado para ella; yo me atrevería a decir que, si ella lo hubiera sabido, le habría gustado. ¡Ah! Nunca más tendré la oportunidad de pintar un cuadro como aquél tal como quería. Me pareció enviada del cielo o de algún otro lugar semejante. ¿Nunca te han contado la historia con detalle? Bueno, por lo general no hablo de ella, porque la gente es brutalmente estúpida o sentimental; pero te la contaré. Veamos. Hoy ya no queda luz para pintar, así que te la puedo relatar ahora. Espera; tengo que ponerla de cara a la pared. ¡Ah, era una criatura maravillosa!
II
¿Te acuerdas de que hace años te dije que me había embarcado en pintar a un matrimonio de hacendados del condado de Kent? No entiendo qué fue lo que me hizo decir que sí a aquel hombre. Un amigo mío lo había traído un día a mi estudio. El señor Oke de Okehurst, decía su tarjeta de visita. Era un hombre joven muy alto, de muy buena planta y buen aspecto, con una piel preciosa y bigote rubio, y la ropa le sentaba de maravilla; exactamente igual que cientos de hombres jóvenes que uno ve en el parque, y por completo carente de interés de pies a cabeza. El señor Oke, que había sido teniente de regimiento antes de casarse, se sentía incómodo en forma visible al encontrarse en el estudio de un pintor. Sentía recelos ante un hombre que podía llevar abrigo de terciopelo en la ciudad, pero al mismo tiempo estaba nerviosamente ansioso por no tratarme en lo más mínimo como a un hombre de negocios. Se paseó por mi estudio, lo miró todo con la más escrupulosa atención, balbuceó un par de cumplidos, y luego, dirigiendo a su amigo una mirada suplicante, trató de ir al grano, sin conseguirlo. El asunto, que el amigo explicó con amabilidad, era que el señor Oke deseaba saber si mis compromisos me permitirían pintarlos a él y a su mujer y cuáles serían mis condiciones. El pobre hombre se sonrojó de arriba abajo durante esta explicación, como si hubiera hecho la proposición más deshonesta; y advertí —la única cosa de interés en su persona— una extraña arruga nerviosa en la frente, entre las cejas, un corte longitudinal perfecto, algo que por lo general indica alguna anormalidad: un doctor de locos que conozco lo llama pliegue maníaco. Cuando le respondí, inesperadamente estalló en un montón de confusas explicaciones: su esposa…, la señora Oke…, había visto algunos de mis… cuadros…, pinturas…, retratos…, en la… la… ¿cómo se llama? Academia. Ella había… En pocas palabras, le habían impresionado mucho. La señora Oke tenía gran sensibilidad para el arte; en resumen, estaba sumamente ansiosa de que pintara su retrato y el de su marido, etcétera.
—Mi mujer —añadió de pronto— es una mujer extraordinaria. No sé si la encontrará guapa…, no lo es con exactitud, ¿sabe? Pero es tremendamente extraña.
Y el señor Oke de Okehurst dio un pequeño suspiro y frunció aún más aquel curioso pliegue, como si un discurso tan prolongado y una expresión de opinión tan decidida le hubieran costado un gran esfuerzo.
Estaba en un momento muy desafortunado de mi carrera. Una de mis clientes —¿te acuerdas de la señora gorda con la cortina colorada detrás de ella?— llegó a la conclusión, o la convencieron, de que la había pintado vieja y vulgar, lo que, de hecho, era cierto. Toda su camarilla se había vuelto contra mí, los periódicos se habían hecho eco del asunto, y en aquel momento me consideraban como un pintor a cuyos pinceles ninguna mujer confiaría su reputación. Las cosas me iban mal. Razón por la cual cogí al vuelo muy contento la oferta del señor Oke, y convinimos en que iría a Okehurst al cabo de quince días. Pero apenas se había cerrado la puerta tras mi futuro cliente, y yo ya empezaba a arrepentirme de mi precipitación; y mi descontento fue en aumento, a medida que se aproximaba el momento del cumplimiento, al pensar que desperdiciaría todo un verano pintando el retrato de un hacendado del condado de Kent totalmente carente de interés, y de su, sin duda, también insípida esposa. Recuerdo perfectamente el terrible humor en que estaba cuando cogí el tren a Kent, que empeoró todavía más cuando me apeé en la pequeña estación, la más cercana a Okehurst. Llovía a cántaros. Una reconfortante furia me invadió cuando pensé que, en un acto solidario, mis lienzos se mojarían antes de que el cochero del señor Oke los hubiese cargado en lo alto de la tartana. Me estaba bien empleado por ir a aquel maldito lugar a pintar a aquella maldita gente. Salimos bajo aquella lluvia persistente. Las carreteras eran una masa de fango amarillento; la hierba de los pastos llanos e interminables se convertía, al pie de los robles, en un horrible caldo marrón, después de haber quedado reducida a cenizas por una prolongada sequía; el campo tenía un aspecto insufriblemente monótono.
Mi estado de ánimo se hundía por momentos. Empecé a cavilar sobre la casa de campo estilo gótico moderno, con la cantidad habitual de mobiliario Morris, alfombras Liberty y novelas de Mudie, a la que sin duda me conducían. En mi mente, veía con toda claridad los cinco o seis retoños Oke —aquel hombre tendría con seguridad por lo menos cinco hijos—, las tías, las cuñadas y las primas; la eterna rutina del té vespertino y el tenis sobre hierba; sobre todo, me imaginaba a la señora Oke, robusta, bien informada, ama de casa ejemplar, una joven dama que contribuía en las campañas electorales y organizaba obras de caridad, quien, para un individuo como el señor Oke, merecía el calificativo de mujer extraordinaria. Y en mi interior se me caía el alma a los pies, y maldecía mi avaricia al aceptar el encargo y mi falta de coraje al no rechazarlo cuando aún estaba a tiempo. Entretanto, habíamos entrado en un gran parque, o más bien una larga sucesión de pastos, salpicados de enormes robles, bajo cuyas copas se apelotonaban las ovejas, resguardándose de la lluvia. A lo lejos, emborronadas por la cortina de lluvia, había una línea de colinas bajas, bordeada por un escarpado perfil de abetos azulados y un molino solitario. Debíamos de haber recorrido ya más de dos kilómetros desde que habíamos visto la última casa, y no se distinguía ninguna a la vista; tan sólo la ondulación de la hierba seca, empapada de marrón bajo los inmensos robles negruzcos, de los que se elevaba, por todos lados, un vago y desconsolado balido. Por fin la carretera daba un giro repentino, y revelaba lo que evidentemente era el hogar de mis modelos. No era lo que había imaginado. En una depresión del terreno, había una gran casa de ladrillo rojo, con los gabletes redondeados y largas chimeneas del tiempo de Jaime I; un lugar triste, vasto, en medio de tierras de pastos, sin señal alguna de jardín en la parte delantera, y sólo unos pocos árboles de gran tamaño que indicaban la posibilidad de uno en la parte trasera; no había césped: simplemente, al otro lado de la arenosa depresión, que sugería un foso relleno, se elevaba un inmenso roble, de poca altura, hueco, con ramas retorcidas y marchitas, en lo alto del cual sólo un puñado de hojas se agitaba bajo la lluvia. No se correspondía en absoluto con la imagen que me habían hecho del hogar del señor Oke de Okehurst.
Mi anfitrión me recibió en el vestíbulo, un lugar amplio, recubierto de madera trabajada, tapizado de retratos hasta su curioso techo: abovedado como el interior del casco de un barco. Me pareció aun más rubio, más rosado y blanco, más absolutamente mediocre en su traje de tweed; y creo que también más bonachón y aburrido. Me llevó a su despacho, una habitación tapizada con látigos y aperos de pesca en lugar de libros, mientras llevaban mis cosas arriba. Había mucha humedad y en la chimenea ardían unas brasas. Les dio una nerviosa patada con el pie y me dijo, ofreciéndome un cigarrillo:
—Deberá disculparme por no presentarle ahora mismo a la señora Oke. M mujer…, para ser breve, creo que mi esposa está durmiendo.
—¿Está indispuesta la señora Oke? —pregunté, al tiempo que se encendía una luz de esperanza de que me pudiera librar de todo aquello.
—¡Oh, no! Alice está muy bien; al menos tan bien como de costumbre. Mi esposa —añadió tras un minuto de pausa, y en tono muy decidido— no goza de muy buena salud…, una constitución nerviosa. ¡Oh, no! No es que esté enferma, nada serio, ya sabe. Sólo nerviosa, dicen los médicos; no hay que preocuparla o excitarla, dicen los médicos; necesita mucho reposo…, esas cosas.
Se calló bruscamente. Aquel hombre me deprimía, y no sabía por qué. Tenía una mirada apática, desconcertada, muy en desacuerdo con sus admirables salud y energía, que saltaban a la vista.
—Debe de ser usted un gran deportista —le dije, de pura desesperación, señalando con la cabeza en dirección a los látigos, las escopetas y las cañas de pescar.
—¡Oh, no! Ahora no. Lo fui en otra época. He dejado todas estas cosas —respondió, mientras continuaba de pie, de espaldas a la chimenea, mirando fijamente al oso polar que yacía bajo sus pies—. No…, no tengo tiempo para todo eso ahora —añadió, como si me debiera una explicación—. Un hombre casado…, ya sabe. ¿Le gustaría subir a sus habitaciones? —dijo, interrumpiéndose de golpe—. He hecho que acondicionaran una para que pintase. Mi mujer dijo que preferiría luz del norte. Si ésa no le satisface, puede escoger cualquier otra.
Salí del despacho tras él y atravesamos el inmenso vestíbulo. En menos de un minuto había dejado de pensar en el señor y la señora Oke y en el aburrimiento de pintar sus físicos: simplemente me conquistó la belleza de aquella casa, que yo me había imaginado moderna y prosaica. Era sin excepción alguna el ejemplo más perfecto de una vieja mansión inglesa que había visto en mi vida; la más intrínsecamente magnífica y conservada de un modo admirable. Saliendo del gigantesco vestíbulo, con una inmensa chimenea de piedra gris y negra tallada e incrustada con delicadeza y varias hileras de retratos familiares, que se extendían desde los paneles de madera hasta el techo de roble, abovedado y con cuadernas como el casco de un barco, se abría la amplia escalera de peldaños planos, cuya barandilla estaba coronada a intervalos por monstruos heráldicos, mientras la pared lucía escudos de armas tallados en roble, follaje y pequeñas escenas mitológicas, pintadas de un rojo y azul descoloridos y destacadas en un dorado deslustrado, que armonizaba con el azul y dorado desvaídos del cuero repujado que llegaba hasta la cornisa de roble, también coloreada y dorada con delicadeza. Las armaduras hermosamente damasquinadas daban la sensación de no haber sido tocadas por mano moderna, a pesar de no estar oxidadas en lo más mínimo; las alfombras que yacían a nuestros pies eran persas del siglo XVI; las únicas cosas actuales eran los grandes ramos de flores y helechos dispuestos en vasijas de mayólica en los rellanos. Todo estaba en perfecto silencio; sólo desde abajo llegaban las campanadas, cantarinas como la fuente de un palacio italiano, de un reloj anticuado.
Me parecía que me llevaban por el palacio de la Bella Durmiente.
—¡Qué casa tan magnífica! —exclamé mientras seguía a mi anfitrión por un largo pasillo, también recubierto de cuero y tallas de madera y lleno de baúles nupciales y sillas que parecían salidas de un retrato de Van Dyck. En mi interior tenía la profunda sensación de que todo aquello era natural, espontáneo; que no tenía nada del carácter pintoresco que los decoradores de buen gusto imponen a las casas ricas y estéticas. El señor Oke me malinterpretó.
—Es una casa antigua bonita —dijo—, pero demasiado grande para nosotros. Verá usted, la salud de mi mujer no permite que tengamos muchos invitados; y no tenemos hijos.
Creí advertir un vago lamento en su voz; y, evidentemente, él temía que algo así se le hubiera escapado, pues añadió de inmediato:
—Ya ve, a mí los hijos no me importan lo más mínimo; me cuesta entender que a otras personas sí.
Me dije a mí mismo que si alguna vez alguien había hecho un gran esfuerzo para decir una mentira, aquél era el señor Oke de Okehurst en ese mismo instante.
Cuando me dejó solo en una de las dos enormes habitaciones que me habían asignado, me dejé caer en un sillón e intenté esclarecer la extraordinaria impresión imaginativa que aquella casa me había producido.
Soy muy susceptible a este tipo de impresiones; y aparte del tipo de espasmo de interés imaginativo que en ocasiones despiertan en mí ciertas personalidades raras y excéntricas, no conozco nada más subyugante que el encanto, más sosegado y menos analítico, de cualquier ejemplo de casa completa y que se salga de lo corriente. Estar sentado en una habitación como aquella en la que me hallaba: con las figuras de los tapices teñidas de los colores grises, lilas y rojos del atardecer, la gran cama, con dosel y cortinas, una vaga presencia en el centro, y las brasas rojizas bajo el dintel prominente de la chimenea de mampostería italiana incrustada, un tenue perfume de pétalos de rosa y especias, colocados en los cuencos de porcelana por las manos de damas fallecidas hace tiempo, mientras el reloj envía desde abajo, de vez en cuando, su suave melodía de los días olvidados, que llena la habitación. Hacer esto es una clase de voluptuosidad especial, peculiar, compleja e indescriptible, como la semiembriaguez del opio o del hachís, la cual, para ser transmitida a otros tal como uno la siente, requeriría un genio sutil y vehemente como el de Baudelaire.
Después de vestirme para cenar, volví a ocupar mi lugar en el sillón y reanudé también mi ensueño, dejando que todas aquellas impresiones del pasado —que parecían difuminarse como las figuras de la alfombra, pero seguían vivas al mismo tiempo, como las brasas de la chimenea, todavía dulces y sutiles como el perfume de los pétalos de rosa muertos y las especias troceadas en los cuencos de porcelana— me invadieran y se me subieran a la cabeza. No pensaba en Oke y su mujer; me parecía estar solo por completo, aislado del mundo, separado de él en aquel goce exótico.
Las brasas fueron palideciendo gradualmente; las figuras de los tapices se fueron cubriendo de sombras; la habitación pareció quedar a media luz; y mis ojos se dirigieron a la ventana arqueada y dividida en dos por un parteluz de la misma piedra trabajada, más allá de cuyo marco, de elaborada mampostería, se extendía un parque marrón grisáceo de hierba marchita y empapada, salpicado de grandes robles; mientras a lo lejos, tras un perfil escarpado de oscuros abetos escoceses, el húmedo cielo era invadido por el rojo ardiente de la puesta de sol. A través del goteo de las hojas de la hiedra, llegaba, más leve o más intenso, el repetido balido de los corderos separados de su madre; un llanto desdichado, trémulo y atemorizado.
Me sobresaltó un repentino golpe en la puerta.
—¿No ha oído el gong anunciando la cena? —preguntó la voz del señor Oke.
Me había olvidado totalmente de su existencia.
III
Creo que no me es posible reconstruir mis primeras impresiones de la señora Oke. Mi recopilación de ellas estaría coloreada por entero por mi posterior conocimiento de ella; de lo cual concluyo que en un principio no puede haber experimentado el extraño interés y admiración que tan pronto despertó en mí aquella extraordinaria mujer. Interés y admiración, no se me malinterprete, de una clase muy poco corriente, pues ella misma era una mujer poco común; y, si quieres verlo así, yo soy un tipo de hombre bastante inhabitual. Pero eso podré explicarlo mejor después.
Lo que sí es cierto es que debí de sentir una inconmensurable sorpresa al comprobar que mi anfitriona y futura modelo era tan absolutamente diferente de como me la había imaginado. O no —ahora que lo pienso—: apenas me sentí sorprendido; o, si lo estuve, aquel primer impacto no pudo durar ni siquiera una infinitésima de minuto. El hecho es que, habiendo visto a la Alice Oke real, era desde todo punto imposible recordar que uno se la hubiese imaginado distinta: había en su personalidad algo tan completo, tan completamente distinto de todo el mundo, que parecía haber estado siempre presente en la conciencia de uno, aunque tal vez en forma de enigma.
Deja que intente darte una idea de ella: no de aquella primera impresión, cualquiera que fuese, sino de su absoluta realidad tal como fui aprendiendo a verla gradualmente. Para empezar, tengo que repetir y reiterar una y otra vez que ella era, más allá de toda comparación, la mujer más llena de gracia y delicadeza que he visto en mi vida, pero con una gracia y una delicadeza que no tenían nada que ver con ninguna idea preconcebida ni experiencia previa de lo que dichos nombres indican: gracia y delicadeza reconocidas al instante como perfectas, pero que se veían en ella por primera, y creo que por última, vez. ¿Es concebible que una vez cada mil años pueda surgir una combinación de rasgos, un sistema de movimientos, un perfil, un porte que sean nuevos, sin precedentes, y que sin embargo respondan con exactitud a nuestros deseos de belleza y exotismo? Era muy alta; y supongo que la gente hubiera dicho que era delgada. No lo sé, pues nunca pensé en ella como un cuerpo —carne y hueso y esas cosas—, sino como una maravillosa serie de líneas, una maravillosa y peculiar personalidad. Alta y esbelta, desde luego, y sin ningún elemento de lo que constituye nuestro concepto de mujer bien hecha. Era tan espigada —me refiero a que tenía tan poco de lo que la gente denomina figura— como un bambú; tenía los hombros algo elevados y el cuello decididamente inclinado hacia adelante; nunca la vi con los brazos o los hombros desnudos. Pero aquella su figura de bambú poseía tal elasticidad y majestuosidad, tal juego de líneas a cada paso que daba, que no la puedo comparar con nada más; había allí algo del pavo real y del ciervo; pero, por encima de todo, era su propio ser. Ojalá pudiera describirla. Ojalá, ¡ay!, ojalá, ojalá pudiera; lo he pensado cien mil veces. Podría pintarla, tal como la veo ahora, con los ojos cerrados…, aunque sólo fuera una silueta. ¡Allá! La veo con tanta claridad, caminando lentamente de un lado a otro de la habitación: la ligera elevación de sus hombros no hace más que completar la exquisita composición de líneas de su espalda erguida y suave, su cuello largo y delicado, la cabeza, con el cabello peinado en pálidos y cortos rizos, siempre inclinada hacia adelante, salvo cuando de modo inesperado la echaba hacia atrás y sonreía, no a mí, ni a nadie, ni a nada que se hubiese dicho, sino como si ella sola hubiese visto u oído algo de repente, con el extraño hoyuelo en sus mejillas delgadas y pálidas y una extraña blancura en sus ojos grandes, muy abiertos: en ese momento su porte tenía algo del ciervo. Pero, ¿para qué sirve hablar de ella? Verás, yo no creo que ni siquiera el pintor más grande pueda mostrar cuál es la verdadera belleza de una mujer muy hermosa en el sentido ordinario: las mujeres de Tiziano y de Tintoretto deben de haber sido mucho más bellas de lo que las pintaron. Siempre se escapa algo —y es la esencia misma—, tal vez porque la verdadera belleza es tanto una cosa en el tiempo —como la música: una sucesión, una serie— como en el espacio. Y hablo ahora de una mujer bella en sentido convencional. Imagina, pues, cuánto más lo sería en el caso de una mujer como Alice Oke; y si el lápiz y el pincel, imitando cada línea y tono, no pueden conseguirlo, ¿cómo va a ser posible dar la más mínima idea de ella con meras, con miserables palabras, palabras que no poseen más que un miserable y abstracto significado, una asociación convencional impotente? Para abreviar, la señora Oke de Okehurst era, en mi opinión, la criatura más rara y exquisita en grado máximo, una criatura exótica cuyo encanto no se puede describir, del mismo modo en que no se puede llevar a casa el perfume de una flor tropical recién descubierta comparándolo con el de la rosa o el de las lilas.
Aquella primera cena fue bastante deprimente. El señor Oke —Oke de Okehurst, como la gente de allá lo llamaba—, era espantosamente tímido, como consumido por el temor de hacer el ridículo delante de mí y de su mujer, pensé yo. Pero aquella timidez no desapareció; y pronto descubrí que, aunque sin duda se agudizaba con la presencia de un extraño, estaba inspirada no por mí sino por su mujer. De vez en cuando, él miraba como si fuera a hacer un comentario, y luego se notaba que se reprimía y se quedaba callado. Era muy curioso ver a aquel tipo grande, joven, guapo, viril, ponerse a tartamudear de golpe y sonrojarse en presencia de su mujer. Tampoco era la conciencia de sentirse estúpido; porque, a solas, Oke, si bien lento y tímido, tenía muchas ideas, así como opiniones políticas y sociales muy definidas, junto a una cierta franqueza infantil y un deseo de lograr la certeza y la verdad, que resultaban bastante conmovedores. Por otra parte, la singular timidez de Oke no era, según pude comprobar, el resultado de algún tipo de dominación que ejerciese su mujer. Si se es observador, se puede detectar siempre al marido o a la mujer que están acostumbrados a que su media naranja les pare los pies o los corrija: hay una conciencia por ambas partes, un hábito de observar y encontrar fallos, de ser observado y hallado en falta. No era ése el caso de Okehurst. Era evidente que la señora Oke no se preocupaba lo más mínimo de su marido; él podía decir todas las tonterías que quisiese sin encontrar reproche e incluso sin que ella se enterase; y podría haberlo hecho, si así hubiera querido, desde el día en que contrajeron matrimonio. Se notaba enseguida. La señora Oke, sencillamente, ignoraba su existencia. Tampoco puedo decir que prestara mucha atención a nadie más, ni siquiera a mí. En un principio, pensé que se trataba de afectación por su parte, pues había algo forzado en su aspecto de conjunto, algo que indicaba estudio, que te podía llevar, en un primer momento, a calificarla de afectada; iba vestida de forma extravagante, sin ajustarse a ninguna excentricidad estética establecida, sino de un modo individual y extraño, como con la ropa de una antepasada del siglo XVII. Bien, al principio pensé que la mezcla de extrema deferencia y absoluta indiferencia que manifestaba con respecto a mí era una pose de su parte. Siempre parecía estar pensando en otra cosa; y, aunque hablaba bastante y dando muestras de una inteligencia superior, dejaba la impresión de ser tan taciturna como su marido.
Al llegar, en los primeros días de mi estancia en Okehurst, supuse que lo de la señora Oke era una especie de coqueteo de alto nivel; y que su actitud ausente, su mirada perdida en una distancia invisible mientras te hablaba, su curiosa sonrisa fuera de lugar eran medios de atraer la adoración y deslumbrar. La confundí con la actitud en cierto modo similar de algunas extranjeras —no suele ser propia de las inglesas— que viene a decir, si uno llega a entendería, «hazme la corte». Pero pronto descubrí que estaba equivocado. La señora Oke no tenía el más mínimo deseo de que le hiciera la corte; de hecho, no se dignaba a pensar lo suficiente en mí para eso; y yo, por mi parte, empecé a interesarme demasiado en ella desde otro punto de vista como para soñar siquiera con ello. Fui consciente, no sólo de que tenía ante mis ojos el tema más maravillosamente raro, exquisito y deslumbrante para pintar un retrato, sino también uno de los personajes más peculiares y enigmáticos que había conocido. Ahora que miro hacia atrás, me tienta el pensar que la peculiaridad psicológica de aquella mujer podría sintetizarse en un exorbitante y absorbente interés por sí misma —una actitud narcisista— curiosamente complicado con una imaginación fantástica; una especie de morboso soñar despierta, mirando hacia adentro, y sin otra manifestación característica que una cierta inquietud, un deseo perverso de sorprender y desconcertar, de sorprender y desconcertar en especial a su marido, y vengarse así del inmenso aburrimiento que le infligía la falta de reconocimiento por parte de él.
Llegué a entender todo esto poquito a poco, aunque, al parecer, no logré penetrar en ese algo misterioso que acompañaba a la señora Oke. Había en ella una indocilidad, una indiferencia que yo sentía pero no podía explicar. Era un algo tan difícil de definir como la peculiaridad de su aspecto externo, y tal vez muy íntimamente relacionado con él. La señora Oke fue centrando mi atención como si me hubiese enamorado de ella; pero no estaba enamorado de modo alguno. Ni me aterrorizaba la idea de separarme de ella, ni sentía placer alguno en su presencia. No tenía el más remoto deseo de complacerla o captar su atención. Pero la tenía metida en el cerebro. La perseguía; perseguía su imagen física, su explicación psicológica, con una pasión que llenaba mis días y no dejaba lugar al aburrimiento. Los Oke llevaban una vida notablemente solitaria. Había escasos vecinos y los veían poco; y raras veces tenían huéspedes. El propio Oke parecía de vez en cuando afectado por un ataque de responsabilidad hacia mí. Durante nuestros paseos y charlas nocturnas de sobremesa dejaba entrever que la vida de Okehurst debía de resultarme terriblemente tediosa; la salud de su mujer lo había habituado a la soledad y, además, su mujer pensaba que los vecinos eran un aburrimiento. Nunca cuestionaba los juicios de su mujer en estos temas. Se limitaba a exponer la situación como si la resignación fuera algo fácil e inevitable; pero a veces me parecía que aquella monótona vida de soledad, junto a una mujer que no le prestaba más atención que a una mesa o a una silla, le estaba produciendo una vaga depresión e irritación a aquel joven, tan claramente privado de una vida alegre y familiar. Yo me preguntaba a menudo cómo podía resistirlo, sin sentir, como me ocurría a mí, el interés por un extraño acertijo psicológico que resolver o por un gran retrato que pintar. Era, según puede comprobar, bueno en extremo, el tipo de joven inglés perfectamente responsable, el tipo de hombre que tendría que haber sido una especie de soldado cristiano: cordial, de espíritu puro, valiente, incapaz de ninguna clase de mezquindad, de intelecto no demasiado vivo y aturdido por toda clase de escrúpulos morales. Le preocupaba la situación de sus aparceros y de su partido político; era un conservador típico del condado de Kent. A diario se pasaba horas en su despacho, desempeñando su trabajo de administrador de su hacienda y de líder político, leyendo montañas de informes y de periódicos y tratados de agricultura; y aparecía a la hora del almuerzo con montones de cartas en la mano, con aquella extraña mirada confusa en su cara saludable y aquel profundo corte entre sus cejas, que mi amigo, el doctor de locos, denomina pliegue maníaco. Me hubiera gustado pintarlo con aquella expresión; pero pensé que no le habría gustado, que era más justo representarlo en el simple convencionalismo de su cutis rosado, blanco y rubio. Tal vez fui un poco descuidado con respecto al retrato del señor Oke; me contentaba con pintarlo de cualquier manera —me refiero a su forma de ser— porque toda mi mente estaba absorta pensando en cómo pintaría a la señora Oke, cómo podría trasladar al lienzo aquella personalidad singular y enigmática. Empecé con su marido, y a ella le dije con toda sinceridad que necesitaba más tiempo para estudiarla. El señor Oke no podía entender por qué necesitaba hacer ciento y pico de bocetos a lápiz de su mujer antes de decidir siquiera en qué actitud la pintaría; pero creo que estaba bastante contento de tener la oportunidad de retenerme en Okehurst; estaba claro que mi presencia rompía la monotonía de su vida. La señora Oke parecía tan absolutamente indiferente a mi permanencia como a mi presencia. Sin llegar a ser descortés, nunca había visto una mujer que prestase tan poca atención a un invitado; en ocasiones hablaba conmigo durante horas, o más bien me dejaba hablarle, pero nunca parecía escuchar. Se tumbaba en un sofá del siglo XVII mientras yo tocaba el piano, esbozando de vez en cuando aquella extraña sonrisa en sus delgadas mejillas, con aquella misteriosa blancura en los ojos; pero parecía que le trajera sin cuidado que mi música se interrumpiera o continuase. No prestaba, o fingía no prestar, el más mínimo interés al retrato de su marido; pero aquello no me importaba. Yo no deseaba que la señora Oke me encontrase interesante: sólo deseaba continuar estudiándola.
La primera vez que la señora Oke pareció advertir mi presencia, como distinta de la de las sillas y mesas, los perros tumbados en el porche o el cura, el abogado o algún vecino que, de tanto en tanto, invitaban a cenar, fue un día —debía de llevar allí una semana— en el que se me ocurrió comentarle el singular parecido que existía entre ella y el retrato de una dama que había en la pared de aquel vestíbulo que tenía el techo como un casco de barco. El cuadro en cuestión era de cuerpo entero, ni muy bueno ni muy malo, pintado casi con seguridad por algún ignoto italiano de principios del siglo XVII. Estaba colgado en un rincón bastante oscuro, frente al retrato, obviamente pintado para servirle de pareja, de un hombre moreno, con una expresión algo desagradable de resolución y eficiencia, que llevaba un traje negro a lo Van Dyck. Era evidente que eran marido y mujer; y en la esquina del retrato de la mujer, fechado en 1626, se leía: «Alice Oke, hija del señor Virgil Pomfret, y esposa de Nicholas Oke de Okehurst». Mientras que en el retrato pequeño se leía «Nicholas Oke». La dama tenía un increíble parecido con la señora Oke actual, al menos en la medida en que un cuadro pintado con indiferencia en las primeras épocas de Carlos I puede parecerse a una mujer de carne y hueso del siglo XIX. Poseía la misma extrañeza de líneas tanto en el rostro como en la figura, los mismos hoyuelos en las delgadas mejillas, los mismos ojos muy abiertos, la misma expresión vagamente excéntrica, que ni siquiera la lánguida y convencional manera de pintar de la época habían destruido. Uno podía imaginarse que aquella mujer tenía el mismo andar, el mismo gesto hermoso en la nuca y en el cuello y la cabeza ligeramente adelantada, tal como su descendiente; pues descubrí que el señor y la señora Oke, que eran primos hermanos, descendían ambos de aquel Nicholas Oke y de la tal Alice, hija de Virgil Pomfret. Pero el parecido venía realzado por el hecho, del que enseguida me percaté, de que la actual señora Oke se maquillaba de modo evidente para parecerse a su antepasada, y se vestía con ropas que tenían algo del siglo XVII; más aún, que a veces eran una copia exacta de aquel retrato.
—Piensa que soy como ella —respondió soñadora la señora Oke a mi comentario, y su mirada se desvió hacia aquel algo invisible y la leve sonrisa dibujó los hoyuelos en sus delgadas mejillas.
—Es usted como ella, y lo sabe. Diría incluso que desea ser como ella, señora Oke —le respondí riéndome.
—Tal vez.
Y miró a su marido. Me di cuenta de que, junto a su habitual pliegue frontal, su expresión delataba a las claras que se sentía molesto.
—¿No es cierto que la señora Oke intenta parecerse a ese retrato? —le pregunté con perversa curiosidad.
—¡Oh, qué disparate! —exclamó, levantándose de la silla y caminando nervioso hacia la ventana—. Son todas tonterías, simples tonterías. Espero que no, Alice.
—¿Que no qué? —preguntó la señora Oke con una especie de desdeñosa indiferencia—. Si soy como Alice Oke, pues lo soy; y me complace mucho que alguien piense lo mismo. Ella y su marido son los únicos miembros de nuestra familia, nuestra insípida, rancia e inútil familia, que fueron un poco interesantes.
Oke enrojeció y frunció el entrecejo como sintiendo dolor.
—No veo por qué tienes que insultar a nuestra familia, Alice —dijo—. ¡Gracias a Dios, nuestra gente han sido siempre hombres y mujeres honorables y rectos!
—Exceptuando a Nicholas Oke y a Alice, su mujer, hija del señor Virgil Pomfret —respondió riéndose, mientras él salía al parque a grandes zancadas—. ¡Qué infantil es! —exclamó ella cuando nos quedamos solos—. Realmente le importa, realmente se siente desgraciado por lo que hicieron nuestros antepasados hace dos siglos y medio. Estoy convencida de que William haría descolgar esos dos cuadros y quemarlos si no fuera por miedo a mí y vergüenza de los vecinos. Y, como le digo, esas dos personas son en verdad los únicos miembros un poco interesantes de nuestra familia. Algún día le contaré la historia.
Y, en efecto, el propio Oke me relató la historia. Al día siguiente, durante nuestro paseo matutino, él interrumpió de pronto un prolongado silencio, sin dejar de hollar a diestro y siniestro la hierba marchita con el bastón que llevaba —como responsable habitante del Kent que era— a fin de arrancar los cardos de sus tierras y de las de otras personas.
—Me temo que ayer debió de pensar que fui muy grosero con mi esposa —dijo con aire tímido—; y sé que lo fui.
Oke era uno de esos seres caballerescos para los que toda mujer, toda esposa —y la suya propia más que ninguna— estaba iluminada por algo sagrado.
—… Pero… pero tengo un prejuicio que mi esposa no comparte, y es mostrar los trapos sucios de la propia familia. Supongo que Alice piensa que pasó hace tanto tiempo que ya no tiene relación alguna con nosotros; lo considera simplemente como una historia pintoresca. Me atrevería a decir que mucha gente es de este parecer, de lo contrario no saldrían a la luz tantas tradiciones familiares desprestigiadoras. Pero, para mí, no cambia las cosas que fuera hace tanto tiempo; cuando se trata de la propia familia, prefiero olvidarlo. No puedo entender cómo la gente puede hablar de asesinatos en sus familias y fantasmas y esas cosas.
—A propósito, ¿tienen fantasmas en Okehurst? —le pregunté.
Era como si el lugar requiriese uno que lo completase.
—Espero que no —dijo Oke con expresión grave.
Su seriedad me hizo sonreír.
—¿Por qué? ¿Le disgustaría si los hubiese? —le pregunté.
—Si existen los fantasmas —respondió—, no creo que deban tomarse a la ligera. Dios no permitiría que existiesen, salvo como advertencia o como castigo.
Seguimos caminando un rato en silencio, yo maravillándome del tipo extraño de hombre que era aquel joven vulgar, y casi deseando el poder incluir en mi retrato algo que pudiera ser el equivalente a aquella curiosa franqueza carente de imaginación. Entonces Oke me contó la historia de aquellos dos cuadros. Me la contó con tan poca gracia y tanta vacilación como podría hacerlo el peor de los mortales.
Él y su mujer eran, como he dicho, primos, y por lo tanto descendían de la misma estirpe antigua de Kent. Los Oke de Okehurst podían trazar sus orígenes hasta los tiempos de los normandos, e incluso hasta los de los sajones, mucho más atrás que cualquiera de las familias de la vecindad más conocidas o con títulos. Vi que William Oke, en su corazón, se sentía superior a todos sus vecinos.
—Nunca hemos hecho o sido nada especial, ni hemos ostentado ningún cargo —dijo—, pero siempre hemos estado aquí y manifiestamente cumpliendo con nuestro deber. Uno de nuestros antepasados cayó en las guerras de Escocia, otro en Agincourt…, sencillos y honrados capitanes.
Bien, a principios del siglo XVII la familia había quedado reducida a un solo miembro, Nicholas Oke, quien reconstruyó Okehurst tal como era ahora. Al parecer, este Nicholas había sido un tanto diferente del resto de la familia. En su juventud, había ido a América en pos de aventura, y, en términos generales, parece que no fue tan poca cosa como sus antepasados. Contrajo matrimonio, ya entrado en años, con Alice, hija de Virgil Pomfret, una hermosa y joven heredera de un condado vecino.
—Era la primera vez que un Oke se casaba con una Pomfret —me informó mi anfitrión—, y la última. Los Pomfret eran una gente muy diferente de nosotros: inquietos, egoístas; una de ellas había sido una favorita de Enrique VIII.
Era obvio que William Oke no sentía correr por sus venas ni una gota de sangre Pomfret; hablaba de aquella gente con un desagrado evidente por la familia…, el desagrado que sentía un Oke, uno de los de la rama vetusta, honorable y modesta que había cumplido con su deber en silencio, hacia una familia de cazadores de fortunas y parásitos de la corte. Bien, un tal Christopher Lovelock había ido a vivir cerca de Okehurst, a una casa recién heredada de un tío. Era un joven galán y poeta que se hallaba en desgracia momentánea en la corte a causa de algún asunto de faldas. Dicho Lovelock trabó una gran amistad con sus vecinos de Okehurst; demasiado grande, al parecer, con la esposa, ya fuera en opinión de su marido o de la propia interesada. Sea como fuere, una noche en que cabalgaba de vuelta a su casa, fue asaltado y asesinado, a todas luces por bandoleros, pero luego se rumoreó que había sido Nicholas Oke, acompañado por su esposa disfrazada de criado. No se encontraron pruebas legales, pero aquella tradición había perdurado.
—Solían contárnoslo cuando éramos pequeños —dijo mi anfitrión con voz ronca— y nos asustaban a mi prima, me refiero a mi esposa, y a mí con historias de Lovelock. No es más que una leyenda, que espero que llegue a desaparecer, pues rezo con todo mi corazón al cielo para que sea falsa. Alice, la señora Oke —continuó tras una pausa—, no se lo toma como yo. Tal vez yo sea morboso. Pero en verdad me molesta que se saque a relucir la vieja historia.
IV
Desde aquel momento, empecé a ser motivo de interés a los ojos de la señora Oke; o, más bien, empecé a percatarme de que tenía un medio de asegurarme su atención. Tal vez me equivoqué al actuar así; y me lo he reprochado muy seriamente en los últimos tiempos. Pero, al fin y al cabo, ¿cómo iba yo a adivinar que estaba metiendo cizaña por el solo hecho de mostrar mi concordancia —en consideración al retrato que se me había encomendado y a una manía psicológica inofensiva— con lo que no era sino el capricho, la afectación o la extravagancia algo romántica de una joven casquivana y excéntrica? ¿Cómo iba yo a pensar que estaba manipulando sustancias explosivas? No cabe duda de que un hombre no es responsable si las personas con las que se ve obligado a tratar, y a las que trata como al resto del mundo, son muy diferentes de las demás criaturas humanas.
Así que, si realmente llegué a crear discordias, no puedo sentirme culpable. Había encontrado en la señora Oke a un sujeto único para un pintor de retratos de mi estilo, y la personalidad más singular, más extraña. No podía hacer justicia a aquel sujeto si me mantenía a distancia, imposibilitado de estudiar el verdadero personaje de la mujer. Tenía que ponerla en escena. Y te pregunto qué otra manera más inocente de hacerlo encontrarías que hablando con una mujer y dejándola hablar sobre una absurda debilidad que tenía por dos antepasados del tiempo de Carlos I y un poeta al que éstos asesinaron. En particular, teniendo en cuenta que yo respetaba estudiadamente los prejuicios de mi anfitrión y me guardaba de mencionar el tema y trataba de que la señora Oke también se reprimiese en presencia del propio William Oke.
Había acertado. Parecerse a la Alice Oke de 1626 era el capricho, la manía, la pose, como quiera llamárselo, de la Alice Oke de 1880; y percibir dicho parecido era la forma segura de ganarse su favor. Era la locura más extraordinaria, de todas las extraordinarias locuras que pueden afectar a las mujeres sin hijos y ociosas, que había conocido; pero era más que eso: era admirablemente característica. El toque final de la extraña figura de la señora Oke, tal como la veía en mi imaginación —una extravagante criatura de una delicadeza enigmática y forzada—, fue que no tuviera interés alguno en el presente, sino sólo una pasión excéntrica por el pasado. Parecía llenar de sentido la mirada ausente de sus ojos, su distante sonrisa fuera de lugar. Era como la letra de una pieza siniestra de música gitana, el hecho de que ella, tan diferente y tan alejada de todas las mujeres de su tiempo, intentara identificarse con una mujer del pasado y mantuviese una especie de coqueteo. Pero de esto hablaremos después.
Le dije a la señora Oke que me había enterado por su marido de las líneas generales de la tragedia, o del misterio, lo que fuese, de Alice Oke, hija de Virgil Pomfret, y el poeta Christopher Lovelock. En su rostro hermoso, pálido, diáfano apareció aquella mirada de leve desdén, de deseo de sorprender, que ya había notado en ocasiones anteriores.
—Supongo que mi marido estaba muy afectado por todo el asunto —dijo—, y se lo explicó con los mínimos detalles posibles y le aseguró solemnemente que esperaba que toda la historia fuese una simple y horrible calumnia, ¿no? ¡Pobre Willy! Recuerdo que ya cuando éramos niños, y venía con mi madre a pasar las Navidades a Okehurst, donde mi primo pasaba las vacaciones, yo solía atemorizarlo insistiendo en vestirnos con chales e impermeables e interpretar la historia de la malvada señora Oke; y él siempre se negaba con toda hipocresía a representar el papel de Nicholas cuando yo quería hacer la escena de Cotes Common. En aquel entonces yo no sabía que era como la Alice Oke original; no lo descubrí hasta después de casarnos. ¿Realmente se lo parezco?
La verdad es que sí, en especial en aquel momento, de pie, vestida con un traje blanco estilo Van Dyck, con el verde del parque que se elevaba por detrás de ella, y el declinante sol que encendía su pelo corto y rodeaba su cabeza, su cabeza deliciosamente inclinada, con un halo pálido de luz. Pero reconozco que la Alice Oke original, por muy sirena o asesina que fuese, me parecía muy poco interesante comparada con aquella criatura rebelde y exquisita, cuya imagen me había prometido a mí mismo, de un modo algo precipitado, que guardaría para la posteridad en toda su increíble y caprichosa delicadeza.
Una mañana en que el señor Oke despachaba su montón de manifiestos conservadores y decisiones rurales, como todos los sábados —era juez de paz en el sentido más literal de la palabra: se personaba en granjas y chozas, defendía a los débiles y amonestaba a los de mala conducta—, una mañana, digo, mientras realizaba uno de mis muchos bocetos a lápiz (¡ay, es todo lo que me queda ahora!) de la señora Oke, ésta me dio su versión de la historia de Alice Oke y Christopher Lovelock.
—¿Cree que había algo entre ellos? —le pregunté—. ¿Que ella estaba enamorada de él? ¿Cómo explica el papel que la leyenda le asigna a ella en el presunto asesinato? Se suele hablar de mujeres y sus amantes que han matado al marido; pero una mujer que se alía con su marido para matar a su amante, o, al menos, al hombre que está enamorado de ella…, no deja de ser un tanto singular.
Estaba absorto en mi dibujo y pensando muy poco en lo que decía.
—No lo sé —respondió pensativa, con aquella mirada distante en sus ojos—. Alice Oke era muy orgullosa, estoy segura. Puede que amase mucho al poeta, y que aun así estuviese indignada con él, que odiase tener que amarlo. Puede que se sintiese con derecho a deshacerse de él y a acudir a su marido para que la ayudase.
—¡Cielos, qué idea más descabellada! —exclamé yo, medio riéndome—. ¿No le parece, después de todo, que tal vez el señor Oke tenga razón al decir que es mucho más fácil y más cómodo considerar toda la historia como una pura invención?
—No puedo tomarla como una mera invención —respondió la señora Oke con voz desdeñosa—, porque resulta que sé que es cierta.
—¿De veras? —exclamé yo mientras seguía con el boceto y disfrutaba al hacer que aquella extraña criatura volviese sobre sus pasos, como me dije a mí mismo—. ¿Cómo es eso?
—¿Cómo se sabe que algo es verdad en este mundo? —replicó ella evasivamente—; sabiéndolo, sintiendo que es verdad, supongo.
Y con aquella mirada forzada en sus ojos claros se volvió a sumir en un silencio.
—¿Ha leído algún poema de Lovelock? —me preguntó de improviso al día siguiente.
—¿Lovelock? —le respondí, pues había olvidado el nombre—. El Lovelock que… —pero me interrumpí, recordando los prejuicios de mi anfitrión, que estaba sentado a mi lado en la mesa.
—El Lovelock que fue asesinado por los antepasados del señor Oke y míos.
Y miró de lleno a su marido, como disfrutando con perversidad de la evidente molestia que le causaba.
—Alice —le suplicó en voz baja, con el rostro totalmente rojo—, por el amor de Dios, no hables de estas cosas delante de los criados.
La señora Oke estalló en una carcajada sonora, ligera, bastante histérica, la carcajada de un niño maleducado.
—¡Los criados! ¡Dios mío! ¿Piensas que no han oído la historia? Pues es tan famosa en la vecindad como el mismo nombre de Okehurst. ¿No creen ellos que Lovelock ha sido visto rondando la casa? ¿No han oído sus pisadas en el pasillo grande? ¿No han notado, mi querido Willie, que nunca permaneces solo un minuto en la sala amarilla, que te escapas de ella como un niño, si yo te dejo allí un instante?
¡Era cierto! ¿Cómo no me había dado cuenta? O, más bien, ¿cómo era que hasta ahora no recordaba haberme dado cuenta? La sala amarilla era una de las habitaciones con mayor encanto de toda la casa: una habitación grande, clara, tapizada de damasco amarillo y madera labrada, que daba directamente al césped, mil veces superior a la habitación en la que por lo general nos instalábamos, que en comparación con ella era relativamente sombría. Esta vez sí que me sorprendió que el señor Oke fuera tan infantil. Sentí un intenso deseo de fastidiarlo.
—¡El salón amarillo! —exclamé—. ¿Acaso ese interesante personaje literario ronda el salón amarillo? Cuéntemelo. ¿Qué pasó allí?
El señor Oke hizo un doloroso esfuerzo por reírse.
—Que yo sepa, allí nunca ha pasado nada —dijo, y se levantó de la mesa.
—¿De veras? —pregunté yo incrédulo.
—Nunca ha pasado nada —respondió con lentitud la señora Oke, jugando de un modo mecánico con un tenedor con el que seguía el contorno de los dibujos del mantel—. Eso es lo extraordinario: que no hay nadie que pueda decir que allí ocurriese algo; y sin embargo, esa habitación tiene una fama maldita. Dicen que ningún miembro de nuestra familia puede resistir sentado en ella a solas durante más de un minuto. Ya ha visto que William no puede.
—¿Ha visto u oído algo raro en ella alguna vez? —le pregunté a mi anfitrión.
Meneó la cabeza a ambos lados.
—Nada —respondió lacónicamente, y encendió un puro.
—Deduzco que usted tampoco —le dije medio riendo a la señora Oke—, pues no le importa estar sentada a solas durante horas en esa habitación. ¿Cómo explica esa siniestra reputación si nunca ha ocurrido nada allí?
—Tal vez algo está predestinado a suceder en un futuro —contestó con su voz ausente. Y luego añadió de pronto—: ¿Y si pintara mi retrato en esa habitación?
El señor Oke se volvió al instante. Estaba muy pálido, y parecía que iba a decir algo, pero desistió.
—¿Por qué mortifica al señor Oke de esa manera? —pregunté a su mujer cuando él se marchó al salón de fumar con su habitual fajo de papeles—. Es muy cruel por su parte, señora Oke. Debería tener más consideración para con la gente que cree en esas cosas, aunque tal vez no sea capaz de ponerse en su lugar.
—¿Quién le ha dicho que no creo en esas cosas como usted las llama? —replicó bruscamente—. Venga —dijo un segundo después—. Quiero mostrarle por qué creo en Christopher Lovelock. Acompáñeme a la sala amarilla.
V
Lo que me mostró la señora Oke en la habitación amarilla fue un gran fajo de papeles, algunos manuscritos y otros impresos, pero todos ellos amarillentos por el paso del tiempo, y que extrajo de una antigua cómoda italiana con incrustaciones de marfil. Tardó bastante rato en sacarlos pues había que activar un complicado sistema de dobles llaves y cajones falsos; y mientras hacía todo esto, yo recorría con la mirada aquella habitación en la que sólo había estado tres o cuatro veces. Sin duda alguna, era la habitación más hermosa de aquella preciosa casa y, en aquel momento, me pareció también la más extraña. Era alargada y baja de techo, con un algo que hacía pensar en un camarote de barco, y una gran ventana con parteluz que recogía una perspectiva del parque marrón verdoso, salpicado de robles, que se elevaba en la distancia hacia el lejano perfil de los azulados abetos con el horizonte detrás. Las paredes estaban tapizadas de damasco floreado de color amarillo que poco a poco se tornaba marrón, unido al color rojizo de los paneles y las vigas de madera de roble tallada. El resto me recordaba más una habitación italiana que inglesa. El mobiliario era toscano de principios del siglo XVII, de madera labrada y marquetería; había un par de pinturas alegóricas descoloridas en las paredes, obra de algún maestro boloñés; en una esquina, en medio de un montón de naranjos enanos, había un pequeño clavicordio italiano de exquisita curvatura y esbeltez, cuya cubierta estaba pintada con flores y paisajes. En un entrante había una estantería de libros, principalmente de poetas ingleses e italianos de la época isabelina; y junto a ella, colocado sobre un baúl nupcial, un grande y hermoso laúd en forma de melón. Ambos lados de la ventana estaban abiertos, y aun así el aire estaba como cargado de un perfume indescriptiblemente pesado, no de flores vivas sino de cosas viejas que han estado guardadas entre especias durante muchos años.
—¡Es una habitación preciosa! —exclamé—. Me gustaría muchísimo pintarla en ella.
Pero apenas había pronunciado aquellas palabras, tuve la sensación de haber hecho mal. El marido de aquella mujer no podía soportar ese lugar, y me pareció que, de algún modo, tenía razón al detestarla.
La señora Oke no hizo caso alguno a mi exclamación, sino que me hizo señas de acercarme a la mesa sobre la que estaba ordenando los papeles.
—¡Mire! —dijo—. Todo esto son poemas de Christopher Lovelock.
Y, tocando los amarillentos legajos con delicadeza y reverencia, empezó a leer algunos en voz baja y casi imperceptible. Eran poesías al estilo de las de Herrick, Waller y Drayton, la mayoría de las cuales se lamentaban por la crueldad de una dama llamada Dryope, en cuyo nombre se ocultaba, evidentemente, una referencia a la señora de Okehurst. Las poesías eran elegantes y no carecían de una cierta pasión mitigada; pero yo no estaba pensando en ellas, sino en la mujer que me las estaba leyendo.
La señora Oke estaba de pie, con la pared amarillopardusca como fondo a su vestido blanco de brocado, cuyo severo estilo siglo XVII no hacía sino realzar todavía más la ligereza, la exquisita flexibilidad de su alta figura. Sostenía los papeles en una mano y descansaba la otra, como en busca de apoyo, en la cómoda de marquetería junto a la que se hallaba. Su voz, que era delicada, vaga, como su persona, poseía una curiosa cadencia trémula, como si estuviera leyendo la letra de una melodía y reprimiendo a duras penas sus ganas de cantarla; y, a medida que leía, su cuello alargado y esbelto vibraba ligeramente y en su rostro aparecía un suave color rosado. Era evidente que se sabía los versos de memoria, y sus ojos estaban fijos con aquella sonrisa distante en ellos, con la que armonizaba la media sonrisa trémula y constante de su boca.
¡Así es como me gustaría pintarla!, exclamé para mis adentros; y apenas noté entonces lo que luego, al recordar la escena, me sorprendió: que aquel extraño ser leía esos versos como uno podía imaginar que los leería la mujer a la que iban dirigidos.
—Todos fueron escritos para Alice Oke. Alice, la hija de Virgil Pomfret —dijo lentamente mientras doblaba los papeles—. Los encontré en el fondo de esta cómoda. ¿Puede dudar ahora de la realidad de Christopher Lovelock?
La pregunta carecía de lógica, porque una cosa era dudar de la existencia de Christopher Lovelock y otra de la forma en que murió; pero, de alguna manera, me sentí convencido.
—¡Mire! —dijo cuando hubo guardado los poemas en su sitio—. Le enseñaré algo más.
Entre las flores que había en el parte superior de su escritorio —pues descubrí que la señora Oke tenía un escritorio en la habitación amarilla— había, como en un altar, un pequeño marco negro tallado, con una cortina de seda por encima: el tipo de cosa tras la cual uno espera encontrar la cara de un Cristo o de una Virgen María. Corrió la cortina descubriendo una miniatura de gran tamaño que representaba a un hombre joven, con rizos y barba puntiaguda de color castaño, vestido de negro, pero con encajes en el cuello, y enormes perlas en forma de lágrima en sus orejas: un rostro lleno de nostálgica melancolía. La señora Oke alzó la miniatura de su base con devoción y me mostró en el reverso, escrito en caracteres medio borrados, el nombre de «Christopher Lovelock» y la fecha de 1626.
—Lo encontré en el cajón secreto de esta cómoda, junto con el montón de poemas —dijo, tomando la miniatura de mi mano.
Me quedé callado por un momento.
—¿Sabe…, sabe el señor Oke que lo tiene aquí? —le dije, y me pregunté de inmediato qué demonios me habría impulsado a formular aquella pregunta.
La señora Oke me ofreció aquella sonrisa de desdeñosa indiferencia.
—Nunca se lo he ocultado a nadie. Si a mi marido no le gustase que lo tuviera, supongo que podría haberlo sacado de aquí. Le pertenece, puesto que fue hallado en su casa.
No le respondí, sino que caminé sin pensarlo hacia la puerta. Había algo cargado y opresor en aquella bonita habitación; algo repulsivo, pensé, en aquella mujer exquisita. De repente me pareció perversa y peligrosa.
No sé por qué, pero aquella tarde abandoné a la señora Oke. Fui al despacho del señor Oke y me senté frente a él, que fumaba, absorto en sus cuentas, sus informes y sus documentos de campaña política. En la mesa, sobre el montón de volúmenes de cubiertas blandas y de documentos clasificados, había, como único adorno de su cuarto de trabajo, una pequeña fotografía de su mujer, tomada unos años antes. No sé por qué, pero, cuando me senté a observar cómo continuaba trabajando concienzudamente, con su vivaz, honrada y varonil belleza, y con aquel frunce de perplejidad tan característico, sentí una profunda compasión por él.
Pero el sentimiento duró poco. No se podía evitar: Oke no era tan interesante como la señora Oke; y exigía un esfuerzo demasiado grande sentirse solidario con aquel joven hacendado normal, excelente, ejemplar, en presencia de una criatura tan maravillosa como su mujer. Así que adquirí la costumbre de permitir que la señora Oke me hablase a diario de su extraña manía, o más bien de sonsacarla acerca de aquel tema. Confieso que me producía un morboso y exquisito placer el hacerlo: ¡era tan propio de ella, tan apropiado a aquella casa! ¡Completaba tan perfectamente su personalidad, y me facilitaba tanto la búsqueda de una forma de pintarla…! Tomé la decisión poco a poco; mientras trabajaba en el retrato de William Oke (demostró ser un tema menos fácil de lo que había previsto y, a pesar de sus conscientes esfuerzos, era un modelo nervioso, incómodo, silencioso y taciturno), decidí que pintaría a la señora Oke de pie junto a la cómoda en la habitación amarilla, con el vestido estilo Van Dyck copiado del retrato de su antepasada. El señor Oke podría tomárselo a mal, incluso la señora Oke podría tomárselo a mal; podrían negarse a aceptar el cuadro, a pagarlo, a permitirme que lo expusiera; podrían obligarme a atravesarlo con mi paraguas. No importaba. Había que pintar aquel cuadro, aunque sólo fuera por el placer de haberlo pintado; pues sentía que era lo único que podía hacer y que sería, con mucho, mi mejor obra. No comuniqué mi decisión a ninguno de los dos, pero fui preparando uno tras otro los bocetos de la señora Oke, mientras continuaba pintando a su marido.
La señora Oke era una persona muy callada, incluso más que su marido, pues no se sentía obligada, como él, a hacer caso a un invitado o a mostrarle interés. Parecía pasarse la vida —una peculiar vida inactiva, casi de inválida, interrumpida por repentinos ataques de infantil jovialidad— en un eterno soñar despierta, deambulando por la casa y sus alrededores, colocando las cantidades de flores que llenaban siempre todas las habitaciones, empezando a leer y luego dejando a un lado novelas y libros de poesía, de los que poseía un gran número; y, creo yo, tumbada durante horas sin hacer nada, en un sofá de aquella habitación amarilla en la cual, con su sola excepción, ningún miembro de la familia Oke había permanecido a solas. Poco a poco empecé a sospechar y a comprobar otra extravagancia de aquel excéntrico ser y a comprender por qué había órdenes estrictas de no molestarla cuando estaba en aquella habitación amarilla.
Había sido costumbre en Okehurst, al igual que en otras casas campestres inglesas, conservar una cierta cantidad de ropa de cada generación, en especial vestidos de boda. Había un baúl de madera labrada, cuyo contenido me mostró el señor Oke en una ocasión, que constituía un auténtico museo de trajes, masculinos y femeninos, desde principios del siglo XVII hasta finales del XVIII, algo que dejaría sin aliento a un coleccionista de antigüedades, a un anticuario o a un pintor especialista en el género. El señor Oke no era ninguna de estas cosas, por lo cual no tenía gran interés en la colección, salvo en lo tocante a su sentimiento de familia. Sin embargo, parecía estar muy familiarizado con el contenido de aquel baúl.
Estaba desplegando los vestidos para que yo los admirase, cuando de pronto noté que fruncía el entrecejo. Ignoro qué fue lo que me impulsó a decir:
—Por cierto, ¿tiene algún vestido de aquella señora Oke a quien su esposa se parece tanto? ¿No tendrá por casualidad aquel vestido blanco que lleva en el cuadro?
Oke de Okehurst se sonrojó intensamente.
—Lo tenemos —respondió vacilando—, pero en este momento no está, no lo encuentro. Supongo —balbuceó con un esfuerzo— que lo habrá cogido Alice. A veces la señora Oke tiene el capricho de llevarse alguna de estas cosas viejas. Supongo que se inspira en ellas.
De repente se encendió una lucecita en mi memoria. El vestido blanco que llevaba la señora Oke en la habitación amarilla el día en que me mostró los versos de Lovelock no era, como yo había creído, una copia moderna; era el vestido original de Alice Oke, la hija de Virgil Pomfret; el vestido con el que tal vez Christopher Lovelock la había visto en aquella mismísima habitación.
La idea me produjo un delicioso y pintoresco estremecimiento. No dije nada. Pero me imaginé a la señora Oke sentada en aquella habitación amarilla —una habitación en la que ningún Oke de Okehurst salvo ella se había aventurado a permanecer solo— con el vestido de su antepasada, como enfrentándose a aquel algo vago y obsesionante que parecía llenar el lugar, aquella vaga presencia, me parecía a mí, del caballero poeta asesinado.
Como he dicho, la señora Oke era muy callada, como resultado de ser sumamente indiferente. En verdad, no le importada nada en absoluto aparte de sus propias ideas y su soñar despierta, salvo cuando, a veces, la invadía un repentino deseo de zarandear los prejuicios o supersticiones de su marido. Muy pronto pasó a no hablarme de otra cosa que de Alice y Nicholas Oke y de Christopher Lovelock; y entonces, cuando le cogía el ataque, se pasaba horas hablando, sin preguntarse si yo estaría o no interesado como ella en la extraña manía que la fascinaba. Resultó que yo sí lo estaba. Me encantaba escucharla, discutir durante horas los méritos de los poemas de Lovelock y analizar los sentimientos de ella y de sus dos antepasados. Era maravilloso contemplar a la exquisita y exótica criatura en uno de aquellos estados, con la mirada distante de sus ojos grises y la sonrisa ausente de sus delgadas mejillas, hablando como si hubiese conocido íntimamente a aquellas personas del siglo XVII, comentando todos y cada uno de sus estados de ánimo, detallando cada escena vivida por ellos y su víctima, hablando de Alice, Nicholas y Lovelock como lo haría de sus amigos más íntimos. Especialmente de Alice y de Lovelock. Parecía conocer todas y cada una de las palabras que Alice había pronunciado, cada idea que había cruzado su mente. A veces tenía la sensación de que me estaba contando —hablando de sí misma en tercera persona— sus sentimientos personales, como si estuviera escuchando las confidencias de una mujer, el recital de sus dudas, escrúpulos y agonías por un amante que vivía. Pues la señora Oke, que parecía la más egocéntrica de las criaturas en todos los demás aspectos, e intrínsecamente incapaz de comprender los sentimientos de otras personas o de ponerse en su lugar, compartía de un modo completo y apasionado los sentimientos de aquella mujer, aquella Alice que, en determinados momentos, no parecía ser otra mujer sino ella misma.
—Pero ¿cómo pudo hacerlo? ¿Cómo pudo matar al hombre que amaba? —le pregunté una vez.
—¡Porque lo amaba más que a nada en el mundo! —exclamó y, levantándose súbitamente de su sillón, se dirigió a la ventana cubriéndose la cara con las manos.
Por el movimiento de su cuello, pude ver que estaba sollozando. No se volvió, pero hizo un gesto como para que me fuera.
—No hablemos más de ello —dijo—. Hoy estoy enferma y tonta.
Salí y cerré la puerta con suavidad. ¿Qué misterio había en la vida de aquella mujer? Aquella apatía, aquel extraño egocentrismo y aquella todavía más extraña manía sobre una gente muerta hacía tanto tiempo, aquella indiferencia y aquellos deseos de disgustar a su marido, ¿significaban que Alice Oke había amado o seguía amando a alguien que no era el señor de Okehurst? Y la melancolía de él, su preocupación, ese algo que hacía pensar en una juventud truncada, ¿significaban que él lo sabía?
VI
En los días que siguieron, la señora Oke estuvo de un buen humor muy poco habitual. Esperaban algunas visitas —parientes lejanos— y, aunque había manifestado el mayor disgusto ante la idea de su llegada, ahora la había invadido un acceso de actividad casera y estaba todo el día de un lado para otro haciendo preparativos, dando órdenes, por más que, como siempre, su marido se había encargado de todos los preparativos y todas las órdenes.
William Oke estaba muy radiante.
—¡Ojalá Alice fuera siempre así! —exclamó—. Si se tomara…, si pudiera tomarse un poco de interés por la vida, ¡qué distintas serían las cosas! Pero —añadió, como temiendo dar la impresión de acusarla de alguna manera—, ¿cómo va a hacerlo, con su salud por lo común tan débil? De todas formas, me siento tremendamente feliz de verla así.
Asentí. Pero no puedo decir que me sintiera de acuerdo con él. A mí me parecía, en particular al recordar la escena del día anterior, que el excelente humor de la señora Oke no era normal en absoluto. Había algo en su desacostumbrada actividad, y todavía más desacostumbrada jovialidad, que era puramente nervioso y febril; y yo tuve todo el día la impresión de tratar con una mujer enferma y que se desplomaría en un abrir y cerrar de ojos.
La señora Oke se pasó el día yendo de una a otra habitación y del jardín al invernadero, viendo que todo estuviera en orden cuando, de hecho, todo estaba siempre en orden en Okehurst. No posó para mí y no se pronunció palabra sobre Alice Oke o Christopher Lovelock. En realidad, a un observador eventual le podría haber parecido que toda aquella locura de Lovelock había desaparecido por completo o que nunca había existido. Hacia las cinco, me hallaba yo paseando por entre los anexos a la casa, de ladrillo rojo y gabletes redondeados —cada uno con su roble heráldico—, y por el antiguo huerto, cuando vi a la señora Oke de pie, con las manos llenas de rosas de York y de Lancaster, en los escalones frente a los establos. Había un mozo que cepillaba a un caballo y afuera de la cochera estaba la calesa del señor Oke.
—¡Vayamos a dar una vuelta! —exclamó de pronto la señora Oke al verme—. ¡Mire qué atardecer tan bonito y qué monada de calesa! Hace tanto que no la llevo, y siento como si tuviera que hacerlo de nuevo. Venga conmigo. Y tú, engancha a Jim enseguida y llévalo a la puerta.
Yo me quedé perplejo; y todavía más cuando la calesa apareció ante la puerta y la señora Oke me gritó que la acompañara. Despidió al mozo y, al cabo de un segundo, trotábamos a un ritmo vertiginoso por la carretera de arena amarillenta, con las tierras de pastos marchitos y grandes robles a ambos lados.
Apenas podía dar crédito a mis sentidos. Aquella mujer, con su pequeño abrigo y sombrero de estilo masculino, que llevaba un brioso y joven caballo con la mayor habilidad y charlaba como una colegiala de dieciséis años, no podía ser la criatura delicada, morbosa, exótica, de invernadero, incapaz de caminar o de hacer cualquier cosa, que pasaba sus días tumbada en sofás en la densa atmósfera, cargada de extraños perfumes y asociaciones, de la habitación amarilla. El movimiento del ligero carruaje, el viento fresco, el rechinar de las ruedas sobre la gravilla, parecían subírsele a la cabeza como un vino.
—Hace tanto que no había hecho esta clase de cosas —repetía una y otra vez—, tanto tiempo, tanto. Oh, ¿no le parece delicioso ir a esta velocidad con la idea de que en cualquier momento el caballo puede tropezar y matarnos a los dos? —Y soltó su risa infantil, girando hacia mí su rostro ya no pálido, sino sonrojado por el movimiento y la excitación.
La calesa avanzaba cada vez con mayor velocidad. Una cerca tras otra se cerraban a nuestro paso, al tiempo que nosotros volábamos colinas arriba y abajo, atravesando los pastos, los pueblecitos de gabletes de ladrillo rojo, en los que la gente salía a vernos pasar, corriendo junto a hileras de sauces que bordeaban los arroyos y a compactos campos de lúpulo de un verde oscuro, mientras las puntas azuladas e imprecisas de los árboles del horizonte se hacían más azules y brumosas a medida que la luz dorada empezaba a acariciar la tierra. Por fin llegamos a un espacio abierto, un trozo elevado de terreno comunal, rarísimo en aquella campiña aprovechada de un modo tan cruel con terrenos de pastos y campos de lúpulo. Rodeado de las bajas colinas de Weald, parecía sobrenaturalmente elevado, y daba la sensación de que su extensión de brezo y aulaga, delimitada por los lejanos abetos, se hallaba en verdad en el techo del mundo. El sol se estaba poniendo al otro lado y sus rayos descansaban horizontalmente en el suelo, formando manchas con el rojo y el negro del brezo, o más bien convirtiéndolo en la superficie de un mar de púrpura, cubierto por un banco de nubes más oscuras, mientras que el brillo ascendente del brezo y la aulaga secos daba un toque al color púrpura como si de pequeñas olas de luz se tratase. Un viento frío nos azotó la cara.
—¿Cómo se llama este lugar? —pregunté.
Era el único paisaje impresionante que había visto en los alrededores de Okehurst.
—Se llama Cotes Common —respondió la señora Oke, que había aminorado la marcha del caballo y había dejado las bridas colgando del cuello—. Fue aquí donde Christopher Lovelock fue asesinado.
Hubo una pausa momentánea y luego continuó, espantando las moscas de las orejas del caballo con el extremo de la fusta y mirando de frente la puesta de sol, que ahora avanzaba como un torrente púrpura oscuro, atravesando el brezo hasta llegar a nuestros pies.
—Lovelock volvía a su casa a caballo un atardecer de verano desde Appledore, cuando, hallándose en medio de Cotes Common, más o menos por aquí —pues siempre he oído que el lugar era el estanque de la cantera de gravilla— vio que dos hombres se acercaban a caballo y reconoció a Nicholas Oke de Okehurst acompañado por un mozo. Oke de Okehurst lo saludó y Lovelock llegó trotando hasta él. «Me alegro de encontrarlo, señor Lovelock», dijo Nicholas, «porque tengo una importante noticia para usted»; y diciendo esto acercó su caballo al de Lovelock y, girándose en redondo de repente, le disparó a la cabeza con una pistola. Lovelock alcanzó a moverse y la bala, en lugar de darle a él, fue directa a la cabeza de su caballo, que se le desplomó encima. No obstante, Lovelock se había caído de una manera que le permitió liberarse con facilidad del caballo; y, desenvainando su espada, se abalanzó sobre Oke y agarró las riendas de su caballo. Oke saltó a tierra rápidamente y desenvainó; y, en un momento, Lovelock, que era mucho mejor espadachín, lo derrotó. Lovelock lo había desarmado por completo y había colocado su espada en la garganta de Oke, gritándole que si le pedía perdón le perdonaría la vida por la amistad que los unía, cuando el mozo se acercó inesperadamente a caballo y disparó a Lovelock por la espalda. Éste se desplomó y al instante Oke intentó rematarlo con la espada, mientras el mozo se acercaba y sostenía las riendas del caballo de Oke. En aquel momento, el sol dio de lleno en el rostro del mozo y Lovelock reconoció en él a la señora Oke. Gritó: «¡Alice, Alice, eres tú quien me ha asesinado!», y murió. Luego Nicholas Oke saltó a su montura y se marchó con su esposa, dejando a Lovelock muerto junto a su caballo. Nicholas Oke había tenido la precaución de llevarse el dinero de Lovelock y tirar la bolsa en el estanque, de modo que el asesinato fuera atribuido a unos bandoleros que merodeaban en aquella parte del país. Alice Oke falleció muchos años después, muy anciana, durante el reinado de Carlos II; pero Nicholas no vivió mucho y poco antes de su muerte se puso en un estado muy extraño y melancólico, llegando a veces a amenazar con matar a su mujer. Dicen que en uno de esos ataques, poco antes de morir, contó toda la historia del asesinato y profetizó que cuando el cabeza de familia y dueño de Okehurst contrajera matrimonio con otra Alice Oke, descendiente suya y de su mujer, sería el fin de los Oke de Okehurst. Ya ve, parece que se está cumpliendo. No tenemos hijos y no creo que los tengamos nunca. Yo, al menos, nunca los he deseado.
La señora Oke hizo una pausa y volvió su rostro hacia mí con su sonrisa ausente dibujada en sus delgadas mejillas: en sus ojos ya no había aquella mirada distante; estaban extrañamente impacientes y fijos. No supe qué contestarle; aquella mujer me asustaba de veras. Permanecimos un rato en aquel mismo lugar, mientras la luz del sol se iba apagando en ondas rojizas sobre el brezo y dorando las amarillas orillas, las negras aguas del estanque, rodeado de estrechos torrentes, y la cantera de gravilla amarillenta; y el viento nos azotaba la cara y doblada las puntas azuladas, desiguales e inclinadas de los abetos. Entonces la señora Oke tocó al caballo y partimos en una furiosa carrera. Creo que no cruzamos ni una sola palabra en el camino de regreso. La señora Oke tenía los ojos fijos en las riendas, y sólo rompió el silencio de vez en cuando para dirigir alguna palabra al caballo con la que lo apremiaba a emprender una marcha todavía más frenética. La gente que nos encontramos por los caminos debía de pensar que el caballo estaba desbocado, a menos que se fijaran en el porte sereno de la señora Oke y en la mirada de excitado goce de su rostro. A mí me parecía estar en manos de una loca y me preparaba en silencio para volcar o ser lanzado contra otra carreta. Cuando empezamos a avistar los rojos gabletes y las altas chimeneas de Okehurst había refrescado mucho y el viento que nos daba en la cara estaba helado. El señor Oke estaba de pie en la puerta. Cuando nos acercamos vi en su rostro una mirada de alivio, de intenso placer.
Tomó en sus fuertes brazos a su mujer para bajarla de la calesa con caballeresca ternura.
—¡Estoy tan contento de que hayas vuelto, querida! —exclamó—, ¡tan contento! Me he alegrado mucho al enterarme de que habías salido con la calesa, pero como hace tanto tiempo que no la llevabas, empezaba a sentirme preocupado, queridísima. ¿Dónde habéis estado todo este tiempo?
La señora Oke se había liberado rápidamente de su marido, que se había quedado sosteniéndola como alguien puede sostener a un delicado bebé que le ha estado causando ansiedad. Era evidente que la gentileza y el cariño del pobre hombre no la habían conmovido; por el contrario, parecía que le repugnaran.
—Lo he llevado a Cotes Common —dijo con aquella perversa mirada que ya había advertido antes, mientras se sacaba los guantes de montar—. Es un lugar muy espléndido.
El señor Oke se sonrojó como si hubiera mordido con una muela dolorida y el corte doble entre las cejas se le tiñó de rojo.
Afuera, las neblinas empezaban a elevarse velando el parque salpicado de grandes robles negros desde el cual, a la pálida luz de la luna, se alzaba por todos lados el balido atemorizado de los corderos separados de sus madres. El tiempo estaba húmedo y frío, y yo me estremecí.
VII
Al día siguiente, Okehurst estaba lleno de gente, y la señora Oke, para mi sorpresa, les hacía los honores como si una casa llena de criaturas jóvenes, vulgares y escandalosas entregadas a coquetear y a jugar al tenis fuera su idea normal de la felicidad.
El tercer día por la tarde —habían venido para una fiesta política y se quedaron tres noches— el tiempo cambió; de repente empezó a hacer mucho frío y a llover a cántaros. Todo el mundo tuvo que meterse en casa y de pronto se produjo una tristeza general en el grupo. La señora Oke parecía haberse hartado de sus invitados y se hallaba tumbada en actitud apática en un sofá, sin prestar la más mínima atención a las conversaciones y a las tentativas de tocar el piano, cuando inesperadamente uno de los invitados propuso jugar a charadas. Era un primo lejano de los Oke, una especie de bohemio artístico en boga, llevado a un grado de engreimiento intolerable por la moda de ser actores aficionados de una temporada.
—Sería fantástico en este lugar tan maravilloso —gritó—, simplemente vestirse y desfilar y sentir como si perteneciésemos al pasado. He oído que tienes por ahí una maravillosa colección de trajes antiguos, que se remontan más o menos a los tiempos de Noé, primo Bill.
Todo el grupo gritó alborozado ante aquella propuesta. William Oke pareció desconcertado por un instante y lanzó una mirada a su esposa, que seguía tumbada con indiferencia en el sofá.
—Hay un baúl lleno de ropas pertenecientes a la familia —respondió vacilando, al parecer abrumado por el deseo de complacer a sus huéspedes—; pero…, pero no sé si es respetuoso vestirse con las ropas de gente fallecida.
—¡Oh, bobadas! —gritó el primo—. ¿Qué van a saber las personas muertas? Además —añadió con una seriedad burlesca—, te aseguro que nos comportaremos de la forma más reverente y le daremos una gran solemnidad, si nos das la llave, viejo.
De nuevo, el señor Oke volvió a mirar en dirección a su mujer, y otra vez volvió a encontrarse únicamente con su mirada vaga y ausente.
—Muy bien —dijo, y acompañó a sus invitados al piso superior.
Una hora más tarde la casa estaba llena de la comparsa más estrambótica y de los ruidos más extraños. Yo compartía, hasta cierto punto, el sentimiento de renuencia de William Oke a dejar que las ropas y la personalidad de sus antepasados fueran tomadas en vano; pero, cuando la mascarada estuvo completa, debo decir que el efecto era magnífico. Una docena de hombres y mujeres jóvenes —los que se alojaban en casa y algunos vecinos que habían venido para jugar al tenis y cenar— ataviados, bajo la dirección del teatral primo, con el contenido del baúl de roble: y no he visto en mi vida nada más bonito que los pasillos revestidos de madera, la escalera labrada y blasonada, los salones tenuemente iluminados con sus tapicerías difuminadas, el gran vestíbulo de techo abovedado y con cuadernas, salpicado de grupos o de figuras solas que parecían llegar directamente del pasado. Incluso William Oke, quien, aparte de mí y de algunas personas mayores, era el único hombre sin disfrazar, parecía encantado y excitado de verlo. De repente, surgió en él un cierto rasgo de colegial; y, viendo que no quedaba ningún disfraz para él, se precipitó escaleras arriba y regresó al poco rato con el uniforme que había llevado antes de su matrimonio. Creo que nunca había visto un ejemplo tan magnífico del perfecto caballero inglés; a pesar de todos los detalles modernos de su traje, tenía un aspecto de antigüedad más genuino que todos los demás, un caballero para el Príncipe Negro o Sidney, con sus rasgos de una regularidad admirable, su precioso cabello rubio y su tez clara. Un instante después, hasta las personas mayores se habían agenciado algún tipo de disfraz —atuendos improvisados, capuchas y todo tipo de disfraces hechos con pedazos de encaje antiguo y materiales y pieles orientales; y muy pronto aquella nutrida comparsa se había emborrachado, por decirlo de algún modo, completamente con su propia diversión, con el infantilismo y, si me lo permiten, el barbarismo, la vulgaridad que yace en la mayoría de los hombres y mujeres, aunque sean ingleses de buena cuna. El propio señor Oke hacía de charlatán farsante como un niño el día de Navidad.
—¿Dónde está la señora Oke? ¿Dónde está Alice? —preguntó alguien de pronto.
La señora Oke se había esfumado. Yo podía entender a la perfección que para aquel ser excéntrico, con su pasión fantástica, imaginativa, morbosa por el pasado, un carnaval como aquél debía de resultar sin duda algo repugnante; y, siéndole absolutamente indiferente que alguien se sintiese ofendido, pude imaginar que se habría retirado, asqueada y agraviada, a soñar despierta a su habitación amarilla.
Pero un instante más tarde, mientras nos disponíamos a ir a cenar en medio de un gran alboroto, la puerta se abrió y entró una extraña figura, más extraña que cualquiera de aquellos que estaban profanando las ropas de los difuntos: un muchacho, ligero y alto, con un abrigo marrón de montar, cinturón de piel y enormes botas de ante, además de una pequeña capa gris sobre un hombro, un enorme sombrero del mismo color que le caía por encima de los ojos, un puñal y una pistola en la cintura. Era la señora Oke, con sus ojos sobrenaturalmente brillantes y todo su rostro iluminado por una osada y perversa sonrisa.
Todo el mundo lanzó una exclamación y se apartó. Luego, hubo un momento de silencio, roto por un tímido aplauso. Hasta para una pandilla de muchachos y muchachas alborotados que hacen el indio vestidos con la ropa de hombres y mujeres muertos y enterrados hace tiempo, hay algo sospechoso en la súbita aparición de una joven mujer casada, la señora de la casa, con una chaqueta de montar y botas hasta las rodillas; y la expresión de la señora Oke no contribuía a hacer la broma menos sospechosa.
—¿Qué disfraz es ése? —preguntó el teatral primo, que, transcurrido un segundo, había llegado a la conclusión de que la señora Oke era una mujer de maravilloso talento a la que intentaría convencer para que se uniera a su compañía de teatro de aficionados de la temporada siguiente.
—Es el atuendo con el que una antepasada nuestra, mi tocaya, Alice Oke, solía ir a montar a caballo con su marido en la época de Carlos I —respondió, y tomó asiento en el extremo de la mesa.
Sin querer, mis ojos buscaron los de Oke de Okehurst. Él, que se sonrojaba con la facilidad de una niña de dieciséis años, estaba blanco como las cenizas, y observé que se llevaba la mano a la boca de manera casi convulsiva.
—¿No reconoces mi atuendo, William? —preguntó la señora Oke, fijando en él sus ojos con una cruel sonrisa.
Él no respondió y siguió un momento de silencio, que el teatral primo tuvo la feliz idea de romper subiendo a la silla de un brinco y bebiéndose de un trago el vino después de proclamar:
—¡A la salud de las dos Alice Oke, del pasado y del presente!
La señora Oke asintió y, con una expresión que nunca antes había visto en su rostro, respondió en tono alto y agresivo:
—¡A la salud del poeta Christopher Lovelock, si su fantasma honrase esta casa con su presencia!
De pronto me sentí como si estuviese en una casa de locos. Al otro extremo de la mesa, en medio de aquella habitación llena de escandalosos infelices, disfrazados de rojo, azul, púrpura y multicolor, como hombres y mujeres de los siglos XVI, XVII, XVIII, de turcos, de esquimales, máscaras y payasos improvisados, con sus caras pintadas con corcho quemado o con harina, me parecía ver aquella sangrienta puesta de sol, inundando el brezo como en un mar de sangre, hasta el lugar donde, junto al estanque negro y los abetos combados por el viento, yacía el cuerpo de Christopher Lovelock, junto a su caballo muerto, y el cascajo amarillento y el brezo lila empapados de carmesí por todas partes; y por encima emergían como de todo aquel rojo, cubiertos por el sombrero gris, el cabello rubio pálido, los ojos ausentes y la extraña sonrisa de la señora Oke. Me pareció horrible, vulgar, abominable; como si me hubiera metido en un manicomio.
VIII
Desde aquel momento advertí un cambio en William Oke; o mejor dicho, se hizo visible un cambio que era probable que hubiera estado latente durante un cierto tiempo.
No sé si tuvo unas palabras con su mujer después de su mascarada de aquella desafortunada velada. Pensándolo bien, creo que no. Oke era un hombre desconfiado y reservado con todo el mundo y más que nadie con su mujer; además, puedo imaginarme que experimentaría una imposibilidad total de expresar con palabras cualquier sentimiento profundo de desaprobación hacia ella y que su disgusto sería necesariamente mudo. Pero, sea como fuere, me percaté muy pronto de que las relaciones entre mis anfitriones se habían hecho sumamente tensas. Desde luego, la señora Oke nunca había hecho mucho caso de su marido y sólo parecía algo más indiferente a su presencia de lo que había sido antes. Pero era más que evidente que el propio Oke, aunque fingía dirigirse a ella en las comidas en un afán de ocultar sus sentimientos y de evitarme una situación incómoda, apenas podía soportar el hablar o ver a su esposa. El alma honesta del pobre hombre rebosaba de dolor, dolor que estaba decidido a no permitir que se vertiese y que parecía filtrarse en su propio ser envenenándolo. Aquella mujer lo había herido y maltratado más de lo que puede expresarse con palabras, y sin embargo era evidente que no podía dejar de amarla ni empezar a comprender su verdadera naturaleza. Yo sentía a veces, durante nuestros largos paseos por aquel paisaje monótono, atravesando los pastos salpicados de robles y al borde de las abigarradas hileras de los campos de lúpulo de un verde apagado, hablando a escasos intervalos del valor de las cosechas, del drenaje del terreno, de las escuelas del pueblo, de la Liga Primrose, y de las iniquidades del señor Gladstone, mientras Oke de Okehurst iba cortando con sumo cuidado todos los cardos altos que detectaban sus ojos…, decía que a veces sentía un intenso e impotente deseo de ilustrar a aquel hombre respecto del personaje de su mujer. Me parecía comprenderlo muy bien, y entenderlo bien parecía implicar una cómoda aceptación; y me resultaba injusto que precisamente él se viera condenado a sufrir eternamente el desconcierto de aquel enigma, y agotar su alma intentando comprender aquello que a mí me parecía tan simple. ¿Pero cómo iba a ser posible que aquel ser tan serio, responsable y lento de pensamiento, representante de la simplicidad, la honradez y la profundidad inglesas, llegara a comprender la mezcla de vanidad centrada en sí misma, de superficialidad, de visión poética, de amor por la excitación morbosa, que caminaba sobre la faz de la tierra con el nombre de Alice Oke?
Por ello, Oke de Okehurst estaba condenado a no entender nunca; pero estaba condenado también a sufrir por aquella incapacidad. El pobre hombre se esforzaba constantemente por encontrar una explicación a las peculiaridades de su mujer; y aunque es probable que el esfuerzo fuera inconsciente, le causaba un profundo dolor. El corte —el pliegue maníaco, como lo llama mi amigo— entre sus cejas parecía haberse convertido en un rasgo permanente de su rostro.
Por su parte, la señora Oke hacía lo posible por empeorar la situación. Tal vez se resentía del tácito reproche de su marido tras su extravagancia en la noche de la mascarada, y había decidido hacerle tragar más de todo aquello, porque estaba convencida de que una de las peculiaridades de William, y por la cual lo despreciaba, era que nunca podía acosárselo tanto como para que expresara abiertamente su desaprobación por algo; que tragaría sin quejarse cualquier cantidad de amargura que procediese de ella. En todo caso, ella adoptó una política perfecta de asustar a su marido y tomarle el pelo con el asesinato de Lovelock. Aludía a él de continuo en su conversación, hablando en su presencia de los sentimientos de los diversos actores de la tragedia de 1626 e insistiendo en su parecido y casi identidad con la Alice Oke original. Algo había sugerido a su excéntrica mente que sería delicioso interpretar en el jardín de Okehurst, bajo los inmensos acebos y olmos, un pequeño drama alegórico que había descubierto entre las obras de Lovelock; y empezó a sondear la región e inició una abundante correspondencia con el fin de llevar a cabo aquel plan. Un día sí y otro no, llegaban cartas del teatral primo, cuya única objeción era que Okehurst era una localidad demasiado distante para un espectáculo del que derivaría gran fama para él. Y de vez en cuando llegaba un hombre o una mujer a los que Alice Oke había hecho llamar para ver si servían a sus propósitos.
Yo veía con toda claridad que el espectáculo nunca se representaría y que la propia señora Oke no tenía ninguna intención de que se hiciese. Era una de esas criaturas para las que la realización de un proyecto no es nada, y que disfrutan tanto más haciendo planes si saben que se interrumpirán de golpe. Mientras tanto, aquel invariable tema de conversación de la pastoral y de Lovelock, aquel continuo adoptar la actitud afectada de la esposa de Nicholas Oke, le resultaban cada día más atractivos y provocaban en su marido un estado de espantosa aunque contenida irritación, de la que ella disfrutaba con el deleite de un niño malvado. No debes pensar que yo lo contemplaba indiferente, aunque reconozco que para un estudiante aficionado a la psicología como yo aquello era un perfecto regalo. Realmente sentía toda la compasión del mundo por el pobre Oke y, con frecuencia, indignación hacia su esposa. En varias ocasiones estuve a punto de rogarle que tuviese más consideración con él, incluso a sugerirle que aquella conducta, en especial delante de una persona relativamente desconocida como yo, era de muy mal gusto. Pero había en la señora Oke algo huidizo que me hacía casi imposible poder hablar de un modo serio con ella; y, además, no estaba en absoluto seguro de que una intervención por mi parte no hiciera más que animar su perversidad.
Una noche sucedió un extraño incidente. Nos acabábamos de sentar a cenar, los Oke, el teatral primo, que había ido a pasar un par de días, y tres o cuatro vecinos. Era la hora del crepúsculo y la luz amarilla de las velas se mezclaba delicadamente con la oscuridad de la noche. La señora Oke no se sentía bien, y había estado notablemente callada todo el día, más diáfana, extraña y distante que nunca; y su marido parecía haber recuperado de pronto la ternura, casi compasión, hacia aquella delicada y frágil criatura. Habíamos estado hablando de temas muy intrascendentes, cuando de repente vi que el señor Oke se ponía muy pálido, y por un instante fijaba la mirada en la ventana que se hallaba frente a su asiento.
—¿Quién es ese tipo que mira por la ventana y te hace señales, Alice? ¡Maldito desvergonzado! —gritó y, dando un brinco, se levantó, se dirigió a la ventana, la abrió y desapareció en la luz del crepúsculo.
Todos nos miramos sorprendidos; alguno del grupo comentó la negligencia de los criados que dejan que ronden por la cocina individuos con mal aspecto, y otros explicaron historias de vagabundos y ladrones. La señora Oke no dijo nada; pero me fijé en aquella extraña sonrisa distante en sus delgadas mejillas.
Un minuto después William Oke entró con su servilleta en la mano. Cerró la ventana tras él y volvió a ocupar su lugar en silencio.
—Y bien, ¿quién era? —preguntamos todos nosotros.
—Nadie. Debe… debe de haber sido un error —respondió, sonrojándose mientras pelaba aprisa una pera.
—Debía de ser Lovelock —comentó la señora Oke, de la misma forma en que podría haber dicho «Debía de ser el jardinero», pero con aquella leve sonrisa de placer todavía en su rostro.
Excepto el teatral primo, que soltó una sonora carcajada, ninguna de las personas del grupo había siquiera oído el nombre de Lovelock, y no dijeron nada, sin duda imaginando que sería algún dependiente de la familia Okehurst, mozo de caballerizas o campesino; así que se olvidó el asunto.
A partir de aquella noche, las cosas empezaron a tomar un cariz distinto. Aquel incidente fue el inicio de un sistema perfecto de bromas de mal gusto por parte de la señora Oke, de supersticiosas imaginaciones por parte de su marido —¿un sistema de misteriosas persecuciones por parte de un inquilino de Okehurst poco terrenal? —Pues, sí; al fin y al cabo, ¿por qué no? Todos hemos oído hablar de fantasmas, y hemos tenido tíos, primos, abuelas, niñeras que los han visto; todos les tenemos un poco de miedo en el fondo; ¿por qué no iban a existir? Por mi parte, ¡soy demasiado escéptico para creer en la imposibilidad de algo! Además, cuando un hombre ha vivido todo un verano bajo el mismo techo que una mujer como la señora Oke de Okehurst, llega a creer en la posibilidad de un montón de cosas improbables, te lo aseguro, como simple resultado de creer en ella. Y si te pones a pensar en ello, ¿por qué no? Que una extraña criatura, manifiestamente no de este mundo, la reencarnación de una mujer que asesinó a su amante hace dos siglos y medio, que una tal criatura (que es por completo superior a los amantes terrenales) tenga el poder de atraer al hombre que la amó en su anterior vida, cuyo amor por ella fue su muerte…, ¿qué hay de asombroso en ello? La propia señora Oke —estoy plenamente convencido— lo creía, aunque fuese a medias; desde luego admitió con toda seriedad la posibilidad, un día que se lo sugerí medio en broma. En todo caso, me encantaba pensar que sí; se ajustaba tan bien a toda la personalidad de aquella mujer; explicaba las horas y horas transcurridas completamente sola en la habitación amarilla, donde hasta el aire, con su perfume de embriagadoras flores y olorosas antiguallas, parecía evocar presencias fantasmales. Explicaba aquella extraña sonrisa que no iba dirigida a ninguno de nosotros, pero tampoco era sólo para ella…, aquella mirada extraña y distante de sus pálidos ojos. Me gustaba la idea, y me gustaba bromear, o, mejor dicho, deleitarla con ella. ¿Cómo iba a saber que el desdichado marido se tomaría aquellas cosas en serio?
A medida que pasaban los días se hacía más silencioso, y su expresión, más confusa; como resultado, trabajaba más, y es probable que con menos resultado, en sus planes de mejora de las tierras y de propaganda política. Me daba la sensación de que continuamente estaba escuchando, observando, esperando que sucediese algo: una palabra pronunciada de repente, una puerta que se abría con brusquedad, hacían que se sobresaltase, se sonrojase y casi se pusiese a temblar; si se mencionaba a Lovelock, su mirada se hacía impotente y le producía una especie de convulsión en el rostro, como la de un hombre agobiado por un calor muy intenso. Y su mujer, lejos de interesarse por su aspecto alterado, continuaba irritándolo más y más. Cada vez que el pobre hombre se turbaba de aquella manera o se sonrojaba al oír unos pasos inesperados, la señora Oke le preguntaba, con desdeñosa indiferencia, si había visto a Lovelock. Pronto empecé a darme cuenta de que mi anfitrión se estaba poniendo seriamente enfermo. En las comidas no decía ni una palabra; se quedaba con los ojos fijos escrutando a su mujer, como tratando de resolver en vano un espantoso misterio; mientras, su mujer, etérea, exquisita, seguía hablando con indiferencia sobre la representación, sobre Lovelock, siempre sobre Lovelock. Durante nuestros paseos a pie y a caballo, que seguíamos dando con bastante regularidad, se sobresaltaba siempre que veíamos una figura en la distancia, en los caminos y senderos de los alrededores de Okehurst, o en sus terrenos. Lo veía temblar ante lo que, al acercarse —yo apenas podía contener la risa al descubrirlo—, resultaba ser un campesino, un vecino o un criado conocido. Cierta vez que regresábamos a casa cuando caía la noche, me agarró del brazo de repente señalando en dirección al jardín, a través de los pastos salpicados de robles, y luego se echó casi a correr, seguido de su perro, como persiguiendo a un intruso.
—¿Quién era? —le pregunté.
Y el señor Oke se limitó a menear la cabeza apesadumbrado. Algunas veces, en los crepúsculos de principios de otoño, cuando del parque empezaban a elevarse las blancas neblinas y los cuervos formaban largas hileras en las cercas, casi me daba la sensación de que se asustaba de los árboles y arbustos, de los perfiles lejanos de los secaderos de lúpulo, con sus tejados cónicos y sus aspas prominentes, como una mano burlona a media luz.
—Su marido está enfermo —me atreví a comentar un día a la señora Oke, mientras posaba para el boceto número ciento treinta (por alguna razón, con ella no podía ir más allá de los bocetos preparatorios). Alzó sus preciosos ojos, grandes y pálidos, al tiempo que se dibujaba aquella curva exquisita de hombros, cuello y cabeza que yo intentaba en vano reproducir.
—No lo creo —respondió ella con toda tranquilidad—. Si lo está, ¿por qué no va a la ciudad a que lo vea el doctor? No es más que uno de sus ataques de melancolía.
—No debería tomarle el pelo con Lovelock —añadí muy serio—. Acabará creyendo en él.
—¿Por qué no? Si lo ve, pues lo ve. No será la única persona que lo haya visto. —E hizo una leve sonrisa, casi perversa, mientras sus ojos buscaban aquel algo distante, indefinible, de siempre.
Pero Oke empeoró. Estaba completamente trastornado, como una mujer histérica. Una noche estábamos él y yo en el salón de fumar y de modo inesperado empezó un discurso divagador sobre su mujer; cómo la había conocido cuando eran niños y habían ido a la misma escuela de danza cerca de Portland Place; cómo su madre, su tía política, la había llevado a Okehurst en Navidad cuando él estaba de vacaciones; cómo por fin, hacía trece años, teniendo él veintitrés y ella dieciocho, se habían casado; lo mucho que había sufrido cuando habían perdido el hijo y ella había estado a punto de morir de la enfermedad.
—No me importaba el niño, ¿sabe? —dijo con una voz excitada—; aunque ahora será nuestro fin, y Okehurst pasará a los Curtis. Sólo me importaba Alice.
Era casi inconcebible que aquella agitada criatura, que hablaba casi con lágrimas en los ojos y en la voz, fuera el mismo joven ex teniente, reservado, bien plantado, irreprochable, que había entrado en mi estudio un par de meses antes.
Oke se quedó callado un momento, con los ojos fijos en la alfombra que yacía a sus pies, y luego soltó con una voz casi imperceptible:
—Si supiera cuánto quería a Alice…, cuánto la quiero aún. Podría besar el suelo que pisa. Daría cualquier cosa, incluso mi vida, por que me mirase durante dos minutos como si yo le gustara un poco, como si no me despreciase profundamente.
Y el pobre hombre estalló en una carcajada nerviosa, que era casi un sollozo. Luego, se puso a reír de repente, exclamando con una especie de entonación vulgar que le era absolutamente ajena:
—¡Maldita sea, viejo amigo, qué mundo más extraño éste en que vivimos! —E hizo sonar la campanilla para pedir más coñac y agua de soda, cosa que estaba empezando a tomar con bastante regularidad, aunque, cuando yo había llegado, era un hombre casi abstemio, en la medida en que puede serlo un hospitalario caballero del campo.
IX
Entonces me quedó claro que, por increíble que resultase, lo que aquejaba a William Oke eran los celos. Estaba locamente enamorado de su mujer y locamente celoso. Celoso, pero ¿de quién? Con seguridad, él mismo habría sido incapaz de decirlo. En primer lugar —y para descartar cualquier posible duda—, desde luego no de mí. Aparte del hecho de que la señora Oke me prestaba tan sólo un poco más de atención que al mayordomo o a la primera doncella, creo que el propio Oke era el tipo de hombre cuya imaginación se resistiría a aceptar cualquier objeto de celos definido, aunque los celos lo estuvieran matando por momentos. No pasaba de ser un sentimiento vago, que iba calando en él, de un modo continuo; el sentimiento de que la amaba, y que a ella él no le importaba en lo más mínimo, y de que todo lo que entraba en contacto con ella recibía algo de aquella atención que a él le era sistemáticamente negada; todas las personas, cosas, o árboles o piedras: era el reconocimiento de aquella extraña mirada forzada en los ojos de la señora Oke, de aquella extraña sonrisa ausente en los labios de la señora Oke, ojos y labios que no tenían miradas ni sonrisas para él.
De manera gradual, su nerviosismo, su estado de alerta, sus suspicacias lo fueron llevando al sobresalto y tomaron forma definitivamente. El señor Oke se pasaba el día hablando de pisadas o voces que había oído, de figuras que había visto rondando la casa. El súbito ladrido de uno de los perros lo hacía levantarse de un brinco. Limpió y cargó con toda meticulosidad todos los fusiles y revólveres de su despacho e incluso algunas escopetas ligeras y pistolas de funda del vestíbulo. Los criados y aparceros pensaron que a Oke de Okehurst le había invadido el terror a vagabundos y ladrones. La señora Oke sonreía con desdén a la vista de todas estas actividades.
—Mi querido William —dijo ella un día—: las personas que te preocupan tienen el mismo derecho que tú y yo a ir pasillos arriba y abajo y por la escalera, o a rondar por la casa. Estaban en ella, con toda seguridad, mucho antes de que hubiéramos nacido, y les divierten mucho tus absurdas ideas de privacidad.
El señor Oke se rió enojado.
—Supongo que me vas a decir que es Lovelock, tu eterno Lovelock, cuyas pisadas oigo cada noche en la gravilla. Supongo que tendrá el mismo derecho que tú y yo de estar ahí.
Y, diciendo esto, salió de la habitación.
—¡Lovelock, Lovelock! ¿Por qué está siempre con Lovelock? —me preguntó aquella noche el señor Oke, mirándome fijamente a los ojos de repente.
Yo me limité a reír.
—Sólo porque tiene ese juego de niños metido en la cabeza —le respondí—; y porque cree que usted es supersticioso y le gusta tomarle el pelo.
—No lo entiendo —dijo Oke suspirando.
¿Cómo iba a entenderlo? Y si yo hubiera intentado explicárselo, únicamente habría pensado que estaba insultando a su mujer y tal vez me habría echado a patadas de la habitación. Así que no hice ninguna tentativa de explicarle problemas psicológicos y ya no me hizo más preguntas hasta un día en que… Pero primero tengo que mencionar un curioso incidente que sucedió.
El incidente no fue más que éste: una tarde, al regresar de nuestro paseo habitual, el señor Oke le preguntó de pronto al criado si alguien había ido a la casa. La respuesta fue negativa, pero Oke no pareció quedar satisfecho. Nos acabábamos de sentar a cenar cuando se volvió a su mujer y le preguntó, con una extraña voz que apenas reconocí, quién había ido a casa aquella tarde.
—Nadie —respondió la señora Oke—, al menos que yo sepa.
William Oke clavó sus ojos en ella.
—¿Nadie? —repitió con un tono inquisidor—. ¿Nadie, Alice?
La señora Oke meneó la cabeza.
—Nadie —repitió.
Hubo un silencio.
—¿Quién era entonces la persona que paseaba contigo cerca del estanque hacia las cinco de la tarde? —preguntó Oke lentamente.
Su mujer levantó la vista y la fijó en su marido, para luego contestar con desdén:
—No había nadie caminando conmigo cerca del estanque ni a las cinco ni a ninguna otra hora.
El señor Oke se sonrojó, y emitió un extraño sonido ronco, como el de un hombre que se asfixia.
—Me…, me ha parecido verte paseando con un hombre esta tarde, Alice —consiguió decir con un esfuerzo, y luego añadió, para guardar las apariencias en mi presencia—: He pensado que podría haber sido el párroco, que me traía su informe.
La señora Oke sonrió.
—Sólo puedo repetirte que no se me ha acercado ningún ser vivo en toda la tarde —dijo muy despacio—. Si has visto a alguien cerca de mí, debe de haber sido Lovelock, porque te aseguro que no había nadie más.
Y dio un breve suspiro, como el de una persona que intenta evocar en su memoria alguna impresión deliciosa, pero demasiado evanescente.
Miré a mi anfitrión; su rostro había pasado del rojo intenso a una total palidez, y respiraba como si alguien estuviera estrujándole la tráquea.
No se habló más del asunto. Yo sentí vagamente que se cernía un gran peligro. ¿Para Oke o para la señora Oke? No podía adivinarlo; pero era consciente de una imperiosa voz interna que me prevenía de un mal espantoso, que me impulsaba a hacer algo, a explicar, a intervenir. Me decidí a hablar con Oke al día siguiente, porque confiaba en que me escucharía en silencio, y en cambio no confiaba en la señora Oke. Aquella mujer se me escurriría entre los dedos como una serpiente si yo intentara agarrar su esquivo personaje.
Pregunté a Oke si se vendría a dar un paseo la tarde siguiente y aceptó con una peculiar ansiedad. Salimos hacia las tres. Era una tarde desapacible, de tormenta, y en el cielo frío y azul rodaban a gran velocidad grandes bolas de nubes blancas, interrumpidas por esporádicos y tenues rayos de sol, anchos y amarillos, que hacían que la negra cresta de la tormenta, concentrada en el horizonte, tomase un color negro azulado, como de tinta.
Atravesamos deprisa la hierba marchita y empapada del parque y tomamos la carretera que llevaba a las colinas bajas, no sé por qué, en dirección a Cotes Common. Ambos íbamos callados, porque ambos teníamos algo que decir y no sabíamos cómo empezar. Por mi lado, me daba cuenta de la imposibilidad de empezar a hablar del tema: el meterme donde no me llamaban no haría más que indisponer al señor Oke y dificultarle aún más la comprensión. Así que, si Oke tenía algo que decir, algo visible a todas luces, era mejor esperarlo.
No obstante, Oke rompió el silencio sólo para señalarme el estado del lúpulo, cuando pasamos por uno de sus muchos campos.
—Será un mal año —dijo, parándose en seco y mirando fijamente ante él—. Nada de lúpulo. Este otoño, nada de lúpulo.
Lo miré. Estaba claro que no sabía lo que decía. Las ramas verde oscuro estaban cargadas de fruto; y el día anterior me había dicho que hacía años que no había visto tal abundancia de lúpulo.
No dije nada y seguimos caminando. En una depresión de la carretera nos cruzamos con un carro, y el hombre que lo llevaba inclinó su sombrero y saludó al señor Oke. Pero Oke no le prestó atención; parecía no haber advertido la presencia de aquel hombre.
Las nubes se iban apiñando sobre nuestras cabezas; negras cúpulas entre las que corrían redondas masas grises algodonosas.
—Creo que nos va a coger una tormenta tremenda —dije—. ¿No será mejor que demos media vuelta?
Asintió y se volvió en redondo.
Bajo los robles, el sol pintaba manchas amarillas en los pastos y lustraba los verdes setos. El aire estaba cargado, pero frío, y parecía que todo se estuviera preparando para una gran tormenta. Los cuervos volaban en círculos, como nubes negras, alrededor de los árboles y de los casquetes rojos en forma de cono de los secaderos de lúpulo, que daban al paisaje el aspecto de estar claveteado con torreones de castillos; luego descendían —como una línea negra— sobre los campos en medio de escandalosos y aterradores graznidos. Y por todos lados se elevaba el agudo y trémulo balido de las ovejas y los gritos que reagrupaban el rebaño, mientras el viento empezaba a azotar las ramas más altas de los árboles.
De repente, el señor Oke rompió el silencio.
—No lo conozco bien —empezó de modo precipitado y sin girar la cara hacia mí—; pero creo que es honrado y que ha visto mucho mundo…, mucho más que yo. Quiero que me diga, pero con confianza, se lo ruego, qué cree que tendría que hacer un hombre si… —y se detuvo por unos instantes—. Imagine —continuó a toda prisa— un hombre que quiere mucho, muchísimo a su esposa, y descubre que ella…, bueno…, que lo engaña. No, no me malinterprete; quiero decir que ella está acosada constantemente por otro, y no lo admite… Otro al que oculta, ¿entiende? Tal vez no sea consciente del riesgo que corre, ¿sabe? Pero no retrocederá, no se lo confesará a su marido…
—Mi querido Oke —lo interrumpí, tratando de quitar importancia al asunto—, estas cosas no se pueden resolver en abstracto, ni por personas que no las han vivido. Y, desde luego, no nos ha ocurrido a mí ni a usted.
Oke ignoró mi interrupción.
—Mire —continuó—, este hombre no espera que su mujer lo quiera mucho. No es eso; no está simplemente celoso. Pero siente que ella está a punto de deshonrarse a sí misma…, porque no creo que una mujer pueda en verdad deshonrar a su marido; la deshonra está en nuestras propias manos, y sólo depende de nuestros propios actos. Él tendría que salvarla, ¿lo entiende? Tiene, tiene que salvarla de uno u otro modo. Pero si ella no lo escucha, ¿qué va a hacer él? ¿Tiene que ir tras el otro y tratar de sacarlo de en medio? Toda la culpa es del otro, no de ella, no de ella. Si ella confiara en su marido, estaría a salvo. Pero el otro no la deja.
—Escuche, Oke —le dije con aspereza, pero algo asustado—; sé perfectamente de qué me está hablando. Y veo que no entiende ni lo más mínimo. Yo sí. Lo he observado y he observado a la señora Oke durante seis semanas, y veo de qué se trata. ¿Me va a escuchar?
Lo cogí del brazo y traté de explicarle cómo veía la situación: que su mujer era simplemente excéntrica y un poco teatral y soñadora, y que se divertía tomándole el pelo. Que él, por su lado, se estaba sumiendo en un estado patológico; que estaba enfermo y tendría que ir a un buen doctor. Incluso le ofrecí que viniese a la ciudad conmigo.
Derroché inmensas cantidades de explicaciones psicológicas. Hice la disección del carácter de la señora Oke unas veinte veces, y traté de demostrarle que no había nada en absoluto en el fondo de sus sospechas más que una pose imaginaria y un montaje pueril en su cerebro. Lo ilustré con una veintena de ejemplos, la mayoría inventados para la ocasión, de damas conocidas mías que habían sufrido manías semejantes. Le indiqué que su mujer tenía que encontrar una salida a sus excesos de energía imaginaria y teatral. Le aconsejé que la llevase a Londres y la introdujera en algún círculo en el que todos estuvieran más o menos en un estado parecido. Me reí de la idea de que hubiera alguien escondido por la casa. Le expliqué a Oke que padecía imaginaciones visuales y exhorté a un hombre tan consciente y responsable a que tomara todas las medidas necesarias para librarse de ellas, añadiendo innumerables ejemplos de personas que se habían curado de sus alucinaciones y de extrañas tristezas provocadas por morbosas manías. Luché y me debatí, como Jacob con el ángel, y tuve esperanzas de haber hecho mella en él. Al principio, vi que ninguna de mis palabras llegaba al cerebro de aquel hombre; que, aunque callaba, no escuchaba. Parecía inútil exponerle mi opinión de una forma que él pudiera comprender. Me sentía como si estuviera hablando con una piedra. Pero cuando opté por recordarle sus deberes hacia su esposa y hacia sí mismo apelando a sus ideas morales y religiosas, me dio la sensación de que reaccionaba.
—Diría que tiene usted razón —dijo tomándome la mano cuando aparecieron los rojos gabletes de Okehurst y hablando con una voz débil, cansada, humilde—. No acabo de entenderlo, pero estoy seguro de que lo que dice es verdad. Me atrevería a decir que todo lo que ocurre es que estoy enfermo. A veces me siento como si estuviera loco de atar. Pero no piense que no lucho contra ello. Lo hago, lo hago continuamente; sólo que, a veces, parece más fuerte que yo. Le pido a Dios día y noche que me dé la fuerza para superar mis sospechas y para arrancar de mí estos espantosos pensamientos. Dios sabe, yo sé qué desdichada criatura soy y qué poco apto para cuidar de esta pobre chica.
Y Oke volvió a estrecharme la mano. Al entrar en el jardín, se volvió a mí una vez más.
—Le estoy muy agradecido —dijo— y le aseguro que haré todo lo que pueda para ser más fuerte. Ojalá —añadió con un suspiro—, ojalá Alice me diera un momento de respiro y dejara de burlarse de mí un día tras otro con su Lovelock.
X
Había empezado el retrato de la señora Oke, quien, en aquel momento, estaba posando para mí. Aquella mañana estaba desacostumbradamente callada; pero, me pareció a mí, con el silencio de una mujer que está esperando algo, y me dio la sensación de que se sentía sumamente feliz. Había estado leyendo, siguiendo mi sugerencia, la Vita Nuova, de la que antes no había oído hablar, y en torno a la cual acabó girando la conversación y sobre si era posible un amor tan abstracto y tan paciente. Una plática de aquel tipo, que podría haber tomado el cariz de un coqueteo en el caso de cualquier otro hombre joven y una hermosa mujer, se convertía en el caso de la señora Oke en algo diferente; parecía distante, intangible, no de este mundo, como su sonrisa y la mirada de sus ojos.
—Un amor como ése —dijo, mirando a la lejanía del parque salpicado de robles— es muy raro, pero puede existir. Se convierte en toda la existencia de una persona, toda su existencia, toda su alma; y puede sobrevivir a la muerte, no sólo de la persona amada, sino también del amante. Es inextinguible y continúa su existencia en el mundo espiritual hasta que encuentra una reencarnación de la amada; y cuando esto sucede, hace salir y atrae hacia sí todo lo que quede del alma de aquel amante, y toma forma y rodea a la persona amada una vez más.
La señora Oke hablaba con suavidad, casi para sí misma, y creo que nunca la había visto tan extraña y tan bella con aquel rígido vestido blanco que realzaba aun más la exótica delicadeza e incorporalidad de su persona.
No supe qué responderle y dije medio en broma:
—Me temo que ha estado leyendo demasiada literatura budista, señora Oke. Hay algo terriblemente esotérico en todo lo que dice.
Ella sonrió con desdén.
—Sé que la gente no puede entender estos temas —replicó, y se quedó en silencio un rato.
Pero en su tranquilidad y silencio, yo sentía como el palpitar de una extraña excitación en aquella mujer, casi como si hubiera estado tomándole el pulso.
No obstante, tenía esperanzas de que las cosas empezaran a ir mejor a raíz de mi intervención. La señora Oke apenas había mencionado a Lovelock una vez en los dos o tres últimos días; y Oke había estado mucho más jovial y natural desde nuestra conversación. Ya no parecía estar tan preocupado; y una o dos veces había advertido en él una mirada de gran amabilidad y cariñoso afecto, casi de compasión, como la que se podría sentir ante algo de muy tierna edad y muy frágil, cuando se sentaba frente a su mujer.
Pero había llegado el final. Después de aquella sesión, la señora Oke se había quejado de cansancio y se había retirado a su habitación, y Oke se había marchado a la localidad más cercana por motivos de trabajo. Me sentí completamente solo en la gran casa y, después de trabajar un rato en un boceto que estaba haciendo en el parque, me divertí vagando por la casa.
Era una tarde de otoño cálida, enervante; esa temperatura que extrae el perfume de todas las cosas, de la tierra húmeda, las hojas caídas, las flores de los jarrones, la madera labrada y las telas; que parece hacer emerger a la superficie de nuestra conciencia todo tipo de vagos recuerdos y esperanzas, un algo medio placentero, medio doloroso, que hace imposible actuar o pensar. Yo era víctima de aquella especial inquietud, en absoluto desagradable. Deambulé de un lado a otro por los pasillos, deteniéndome a mirar los cuadros, que me sabía de arriba abajo, a seguir los dibujos de la madera labrada y de las telas antiguas, a contemplar las flores otoñales, dispuestas en magníficos ramos de color en los enormes cuencos y jarrones de porcelana. Cogí un libro tras otro y los fui dejando; luego, me senté al piano y empecé a tocar fragmentos intrascendentes. Me sentía bastante solo, aunque había oído el chirriar de las ruedas sobre la gravilla, lo cual significaba que mi anfitrión había regresado. Estaba pasando con cierta indolencia las páginas de un libro de versos —lo recuerdo perfectamente, era El amor basta, de Morris—, en un rincón del salón, cuando la puerta se abrió de pronto y apareció William Oke en persona. No entró, sino que me hizo señal de que saliese con él. Había algo en su cara que me hizo levantarme de un brinco y seguirlo al instante. Estaba sumamente quieto, incluso rígido, sin mover ni un solo músculo del rostro, pero muy pálido.
—Tengo que mostrarle algo —dijo, atravesando delante de mí el vestíbulo, cuyas paredes estaban adornadas con pinturas ancestrales, hasta el espacio cubierto de gravilla que parecía un foso relleno, donde se erguía el gran roble ajado, con sus ramas puntiagudas y retorcidas.
Lo seguí por el césped o, mejor dicho, el pedazo de parque que llegaba hasta la casa. Caminábamos deprisa, él delante, sin intercambiar una sola palabra. De repente se detuvo, justo donde sobresalía la galería de la habitación amarilla y sentí que la mano de Oke me agarraba con fuerza el brazo.
—Lo he traído aquí para que vea algo —me susurró con voz ronca; y me condujo hasta la ventana.
Miré al interior. La habitación, en comparación con el exterior, estaba bastante oscura; pero, contrastada con la pared amarilla, vi a la señora Oke con su vestido blanco, sentada a solas en un sofá, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y una enorme rosa en la mano.
—¿Me cree ahora? —me susurró al oído la voz de Oke—. ¿Me cree ahora? ¿Era todo imaginaciones mías? Pero esta vez lo atraparé. He cerrado la puerta con llave y a fe mía que no escapará.
Aquellas palabras no habían salido de boca de Oke. Me hallé luchando con él en silencio junto a aquella ventana. Pero logró desasirse, abrió la ventana y saltó al interior de la habitación, y yo tras él. Al cruzar el vano, algo me deslumbró; hubo una fuerte detonación, un grito agudo y el golpe sordo de un cuerpo al caer al suelo.
Oke estaba de pie en el centro de la habitación con una tenue humareda en torno a él; y a sus pies yacía la señora Oke, con su rubia cabeza apoyada en el asiento del sofá, mientras se formaba un círculo de color rojo en su blanco vestido. Tenía la boca crispada, como en aquel alarido automático, pero sus enormes ojos abiertos parecían sonreír vaga y remotamente.
Perdí la sensación del tiempo. Todo pareció suceder en un segundo, pero un segundo que duró horas. Oke la miró fijamente; luego se dio media vuelta y se puso a reír.
—¡Maldito bribón, me ha vuelto a dar esquinazo! —gritó; y abriendo la puerta con la llave se precipitó afuera de la casa, dando unos espantosos gritos.
Éste es el fin de la historia. Aquella noche, Oke intentó pegarse un tiro, pero sólo consiguió fracturarse la mandíbula y murió pocos días después, delirando. Hubo toda clase de investigaciones judiciales, que viví como en un sueño; y de las cuales resultó que el señor Oke había asesinado a su mujer en un ataque de locura pasajera. Aquél fue el fin de Alice Oke. A propósito, su doncella me trajo un medallón que encontraron colgado de su cuello, todo manchado de sangre. Contenía un mechón de cabello castaño muy oscuro, que no era en absoluto el color de William Oke. Estoy seguro de que era de Lovelock.