Introducción
ANGELA CARTER
«Niñas malas, mujeres perversas»: por supuesto, el título de esta recopilación es irónico. Muy pocas de las mujeres de estas historias son culpables de actos delictivos, aunque todas tienen una cierta Inclinación por ellos y, en mi opinión, una o dos son realmente diabólicas, o poseen el potencial para serlo. Es el caso de la abominable adolescente de «La adolescente», de Katherine Mansfield, por ejemplo; egoísta, orgullosa, grosera con su madre, descortés con los extraños, despiadada con su hermano pequeño. (Si bien la propia Katherine Mansfield, que era una aventurera comedida y se jactaba de su reputación de niña mala, aparece aquí en el papel de narradora, como una mujer de una buena voluntad tan clara que los críos confían sin reparos en ella cuando los invita a comer costosos helados.)
Sin embargo, la mayoría de las niñas y mujeres diversamente caracterizadas que pueblan estas historias habrían parecido mucho, muchísimo peores si hubieran surgido de mentes masculinas. Habrían sido brujas depredadoras y borrachas; estafadoras; niñas de una precocidad monstruosa, embusteras y tramposas; rompecorazones promiscuas. Por el contrario, aquí se nos presentan como si fueran perfectamente normales.
En general, las escritoras se portan bien con los personajes femeninos. Tal vez demasiado bien. Es cierto que las mujeres cometemos muchos menos delitos que los hombres: no tenemos las mismas oportunidades de hacerlo. Pero, si analizamos la ficción que escribimos, vemos que nos cuesta mucho censurar nuestros actos aun cuando hayamos delinquido. Tenemos tendencia a considerar las circunstancias atenuantes, que dificultan la tarea de imputar culpas y vuelven imposible la de juzgar o incluso la de llegar a reconocer efectivamente la responsabilidad para asumir luego la terrible carga del remordimiento que tan bien resume la frase de Samuel Beckett: «mi crimen es mi castigo».
No se me ocurre ningún personaje femenino de la ficción literaria escrita por mujeres que se enfrente con esta revelación final de horror moral. Nosotras perdonamos; no juzgamos.
De las mujeres que protagonizan estas historias, sólo una se ajustaría cabalmente a las características dostoyevskianas: la heroína de la historia de George Egerton, «Contrato matrimonial». «Contrato matrimonial» está escrita con un realismo documental del más duro estilo; es casi demasiado desgarrador para el género de ficción, hasta el punto de que se sospecha que su origen podría ser un recorte de periódico. Y resulta que existen circunstancias atenuantes para lo que en un principio parecía un crimen sin explicación, para el que no cabía perdón alguno; circunstancias atenuantes de lo más enternecedoras, de modo que el lector se ve sobrecogido por la compasión.
En el desenlace, George Egerton absuelve a su heroína, pero de la manera más peculiar: hace que se vuelva loca. Al parecer, la mujer no sabía lo que hacía ni lo sabrá nunca. Al final de la historia, loca, se siente feliz por primera vez desde el comienzo del relato. De una manera bastante horrenda, su delito no es su castigo sino el instrumento de su recompensa.
Lo que le ocurre al peregrino sagrado en el pueblo marroquí, en «La larga espera», de Andrée Chedid, es un acontecimiento de otro orden; no es tanto un asesinato como un triunfo sobre la historia.
Pero, en términos generales, para la mujer, la moralidad no tiene nada que ver con la ética; significa moralidad sexual, y nada más que moralidad sexual. Ser una niña mala se suele asociar con tener relaciones prematrimoniales; ser una mujer perversa tiene que ver con el adulterio. Esto significa que para una mujer es mucho más fácil llevar una vida intachable que para un hombre: lo único que tiene que hacer es evitar las relaciones sexuales como si se tratase de la peste. ¡Qué hipocresía!
Por ello, he tenido el cuidado de escoger niñas malas que no fueran libertinas sexuales. La heroína de mi propia historia, «Los amoríos de lady Purple», es una libertina sexual con una conducta por completo reprochable, pero, al mismo tiempo, no es real. Es una muñeca creada por un hombre, quien ideó toda su biografía como «mujer fatal» y le dio vida porque deseó intensamente que existiera. Si ella lo destruye en el preciso momento en que despierta a la vida es, ante todo, por culpa de él, por ser lo bastante estúpido para idear cosas tan espantosas.
A Life, la heroína de la maravillosa historia de Bessie Head, se la considera mala, hasta perversa, no porque distribuya sus favores sexuales sino porque cobra por ellos, y, haciéndolo, rompe la fácil armonía del pueblo y convierte sus relaciones íntimas en transacciones monetarias. Introduce el siglo XX en un pueblo africano que se halla fuera del tiempo, y pagará por ello en manos del hombre que se cree en el derecho de actuar así porque la ama.
Si no te ajustas a las normas, sino que intentas empezar un nuevo juego, no necesariamente prosperarás; ni siquiera es seguro que el nuevo juego sea mejor que el anterior. Pero ello no significa que no valga la pena intentarlo.
La mayoría de las mujeres de estos relatos, si bien no cosechan grandes éxitos, por lo menos procuran esquivar el papel de víctimas mediante el uso juicioso de su ingenio, y todas tienen en común una cierta obstinación, una especie de malicia, aunque las historias sean muy variadas y procedan de todo el mundo.
La madre de «La última cosecha», de Elizabeth Jolley, es una de las pocas estafadoras femeninas del mundo de la ficción. Las voraces y maníacas protagonistas de «Idilio en Guatemala», de Jane Bowles, pertenecen a esa clase de mujeres con las que uno no desearía que su hijo o su hermano se relacionasen. Al parecer, la joven de «La luna de lluvia», de Colette, intenta deshacerse de su marido por medios ocultos, y no la induce a ello motivo más noble que el del despecho.
La Violeta de Frances Towers no está exenta de cierta brujería doméstica con tendencia a lo genuinamente perverso, si bien el relato está contado con algo de ligereza. La historia de Vernon Lee trata de una esposa aburrida que prefiere un fantasma a su marido; desde luego, es consciente de que nada bueno puede salir de eso, pero ¿acaso esto la frena? Por supuesto que no. La debutante de Leonora Carrington cede su lugar a una hiena en su propio baile de presentación en sociedad, con las previsibles consecuencias desastrosas. La heroína menor de edad de Grace Paley en «Mujeres y niñas» constituye una amenaza cierta para los jóvenes. Pero… ¿qué es lo que debemos hacer para ser buenas? La madre de Jamaica Kincaid aporta algunas sugerencias, y las fábulas agridulces de Suniti Namjoshi vienen a decirnos que, haga lo que haga una mujer, en última instancia nunca estará realmente bien.
Pero la protagonista de «Las ciruelas», de Ama Ata Aidoo, una estudiante de Ghana en Europa, está por completo en lo cierto; con una clarividencia fuera de lo común, con la suficiente clarividencia y con la dosis también suficiente de la necesaria dignidad virulenta, se ve etiquetada de «mala» si no está alerta todo el tiempo. «Las ciruelas» forma parte del libro Nuestra hermana aguafiestas: Reflexiones desde la profundidad de unos ojos negros.
Todas las historias que he elegido son reflexiones a partir de una mirada de soslayo, oblicua, penetrante. (Algunas son además muy divertidas.)
Y todas estas mujeres distintas entre sí, poseen algo más en común: cierto sentido de autoestima, por trastornado que esté. Se saben dignas de algo más que lo que el destino les ha deparado. Están preparadas para conspirar e intrigar; para arrebatar; para luchar; para salir de su madriguera y hacerse con esa porción extra ya sea de amor, de dinero, de venganza, de placer o de respeto. Aun en la derrota, no se dan por vencidas; como la tía Liu de la última historia del libro, son mujeres «que saben de la vida».