La larga espera
ANDRÉE HEDID
«Ella se parecía a esas aguas
profundas cuyos remolinos ignoramos.»
VIZIR PTAHHOTEP,
Enseñanza sobre las mujeres, 2600 a. C.
Alguien llamaba a la puerta.
Amina dejó a su hijo más pequeño en el suelo y se puso de pie.
Al sentirse abandonado, el niño tuvo un arrebato de cólera. Una de sus hermanas —semidesnuda y arrastrándose a gatas— se acercó a él.
En un primer momento, la niña permaneció inmóvil, fascinada por el diminuto rostro de su hermano menor, por sus mejillas y su frente de color carmesí. Luego rozó los párpados delicados, apartó con su índice una de las lágrimas del pequeño y se la llevó a la boca para degustar su sabor salado. De inmediato estalló en sollozos, y sus llantos se sumaron a los gemidos del hermano.
En el otro extremo de la habitación —exigua, con las paredes de tierra y el techo bajo— que constituía la totalidad de la casa, dos hermanos mayores, con sus ropas hechas jirones, los cabellos revueltos y los labios cubiertos de moscas, reñían por una cáscara de melón. Samyra, de siete años, perseguía a las gallinas con un cucharón y las espantaba en todas direcciones. Su hermano menor, Osman, se esforzaba por trepar sobre el lomo de la cabra, que se debatía haciendo cabriolas.
Antes de abrir la puerta, Amina se volvió, exasperada, hacia su retahíla de hijos:
—¡Callaos! Si despertáis a vuestro padre os azotará a todos.
Sus amenazas fueron inútiles: con nueve hijos, siempre había alguno gimoteando o llorando. Se encogió de hombros y se dispuso a quitar el cerrojo.
—¿Quién ha llamado? —preguntó Zekr, su esposo, con voz adormilada.
Era la hora en que los hombres acostumbran dormitar en sus chozas, esos cubículos de barro endurecido y resquebrajado, antes de volver a sus tareas en el campo. Pero ellas, las mujeres, siempre velan.
Amina corrió la barra del pasador —las destornilladas anillas apenas se sostenían en la madera—; el chirriar de los goznes le hizo apretar los dientes. ¡Cuántas veces le había pedido a Zekr que los engrasara! Entreabrió la puerta y lanzó un grito de alegría:
—¡Es Hadj Osman!
Hadj Osman había realizado en repetidas ocasiones el santo peregrinaje a La Meca y sus virtudes eran bien conocidas. Desde hacía años, vagaba por los campos mendigando alimento y prodigando sus bendiciones. A su paso, las enfermedades desaparecían y los cultivos se volvían más vigorosos. Aun de lejos, la gente reconocía su largo ropaje negro rematado en un chal de lana de color caqui, con el que se protegía el torso y la cabeza.
—¡Tú honras nuestra casa, santo hombre! Entra.
Con una sola visita, las plegarias eran plenamente satisfechas. Se decía que en el pueblo de Suwef, gracias a la imposición de sus manos, un muchacho que sólo había emitido gruñidos desde su nacimiento, de pronto se había puesto a hablar. Amina había sido testigo del milagro de Zeinab, una niña casi púber que aterrorizaba a sus vecinos con sus frecuentes crisis, durante las cuales se retorcía en la arena, con las piernas sin control y los labios contraídos. Se mandó llamar a Hadj Osman, quien pronunció unas pocas palabras. Desde entonces Zeinab se había mantenido tranquila. Incluso se hablaba de buscarle un esposo.
Amina abrió la puerta de par en par, y la luz inundó la habitación.
—Entra, santo hombre. Considérate en tu casa.
Éste se excusó, manifestando que prefería permanecer fuera.
—Tráeme agua y pan. He realizado una larga caminata y las fuerzas me han abandonado.
Despertándose sobresaltado, Zekr reconoció la voz. Se apresuró a colocarse su birrete y, asiendo el botijo por su asa, se irguió y avanzó en la penumbra mientras se restregaba los ojos.
En cuanto el esposo pisó el umbral y saludó al anciano, la mujer se retiró.
Después de cerrar la puerta, Amina se dirigió hacia su horno de tierra batida.
Ninguna fatiga conseguía curvar su espalda. Tenía el paso majestuoso de esas mujeres egipcias que siempre dan la impresión de estar manteniendo en equilibrio sobre la cabeza un frágil y pesado fardo.
¿Era joven? ¡Apenas treinta años! Pero, ¿qué significa una juventud tal, por la que nadie se preocupa?
Una vez frente al horno, la mujer se inclinó para extraer de un recoveco los panes de la semana, envueltos en una tela de yute. Unas aceitunas secas languidecían en una escudilla y dos ristras de cebollas pendían de la pared. La mujer evaluó las galletas, sopesándolas; se las apoyó una tras otra sobre la mejilla, para comprobar su frescura. Después de haber elegido las dos mejores, las desempolvó con el revés de la manga y las sopló. Luego, llevándolas como una ofrenda entre sus manos abiertas, se encaminó de nuevo hacia la puerta.
La presencia del Visitante la llenaba de gozo. Su choza le parecía menos miserable, sus hijos menos gritones y la voz de Zekr más vivaz y animada.
En el camino tropezó con dos de los niños. Uno de ellos se colgó de sus faldas, estirándose para coger una galleta.
—Dame. Tengo hambre.
—Vete, Barsoum. No son para ti. ¡Suéltame!
—No soy Barsoum. Soy Ahmed.
Las sombras de la habitación desdibujaban los rostros.
—¡Tengo hambre!
Ella lo rechazó con un empujón. El niño resbaló, cayó y rodó por el suelo, aullando.
Sintiéndose en falta, la mujer aceleró el paso, empujó precipitadamente la puerta y cruzó el umbral de una zancada. Cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella con todo su peso. Con la cara cubierta de sudor y la boca crispada, se mantuvo inmóvil de cara al anciano y a su esposo, mientras llenaba de aire sus pulmones.
—El eucalipto bajo el que acostumbraba descansar, aquel que crece en medio del campo de avena… —comenzó a decir Hadj Osman.
—Sigue estando allí —suspiró la mujer.
—La última vez parecía muy enfermo.
—Sigue estando allí —repitió ella—. Aquí nada cambia. Nunca.
Sus palabras le provocaron un súbito deseo de llorar y lamentarse. El anciano sabría escucharla, y quizá la consolara. Pero ¿de qué? No lo sabía con exactitud. «De todo», pensó.
—Toma estos panes. Son para ti.
El botijo vacío descansaba en el suelo. Hadj Osman cogió las galletas de las manos de la mujer y le dio las gracias. Deslizó uno de los panes en el pecho, entre sus ropas, y mordió el otro. Masticaba con cuidado, haciendo durar cada bocado.
Sintiéndose halagada al verlo comer de buen grado su pan, Amina recuperó su sonrisa. Luego, recordando que su esposo detestaba que ella permaneciera demasiado rato fuera del lugar que le correspondía, se inclinó para saludar a los dos hombres.
—¡Que Alá te cubra de favores! —exclamó el anciano—. ¡Que te bendiga y te conceda siete hijos más!
La mujer se apoyó contra el muro para no tambalearse, se enredó en sus largas vestimentas negras y escondió el rostro.
—¿Qué tienes? ¿Estás enferma? —interrogó el viejo.
Ella no lograba encontrar las palabras. Por fin balbuceó:
—Ya tengo nueve hijos, santo hombre. Te lo ruego, retira tu bendición.
Farfullaba de tal modo que él creyó haber oído mal.
—¿Qué has dicho? Repítelo.
—Retira tu bendición, te lo imploro.
—No te entiendo —interrumpió el anciano—. No sabes lo que dices.
Con el rostro aún sepultado entre las manos, la mujer balanceaba la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
—¡No! ¡No! ¡Demasiado…! ¡Es demasiado!
A su alrededor, los niños se metamorfoseaban en saltamontes, se abalanzaban sobre ella, la cercaban, la transformaban en un terrón inerte de tierra. Con sus centenares de manos convertidas en garras, en ortigas, tironeaban de sus ropas, desgarraban su carne.
—¡No, no…! ¡No puedo más! —se sofocaba—. Retira tu bendición.
Zekr, petrificado por el aplomo de su mujer, continuaba frente a ella sin pronunciar palabra.
—Las bendiciones están en manos de Dios; no puedo cambiarlas.
—Sí puedes… ¡y debes retirarlas!
Con una mueca de desdén, Hadj Osman giró la cabeza.
Pero ella no cesaba de hostigarlo:
—¡Retira tu bendición! ¡Hazlo! Tienes que retirar tu bendición. —Apretó los puños y avanzó hacia él. —¡Debes hacerlo!
El viejo la empujó con las dos manos.
—Nada. No retiro nada.
La mujer se encolerizó y volvió a avanzar. ¿Era la misma mujer de hacía unos momentos?
—Retira tu bendición —le ordenó.
¿De dónde sacaba aquella mirada, aquella voz?
—¿Para qué servirá domesticar el río? ¿Para qué servirán los cultivos prometidos? Para entonces, habrá millares de nuevas bocas para alimentar. ¿Has mirado a nuestros hijos? ¿Has visto su aspecto? ¿Acaso los has mirado?
Abrió por completo la puerta y gritó, dirigiéndose hacia el interior:
—¡Barsoum, Fatma, Osman, Naghi! Venid. ¡Venid todos! Los mayores, traed en brazos a los más pequeños. Salid, los nueve. ¡Mostraos!
—¡Estás loca!
—¡Mostrad los brazos, los hombros! ¡Levantaos la ropa, mostrad el vientre, los muslos, las rodillas!
—¡Estás rechazando la vida! —se indignó el anciano.
—¡No hables de la vida! ¡Tú no sabes nada de la vida!
—¡La vida son los hijos!
—¡Demasiados hijos, es la muerte!
—¡Amina! ¡Estás blasfemando!
—¡Invoco a Dios!
—Dios no te escucha.
—¡Me escuchará!
—Si yo fuera tu esposo, te castigaría.
—Hoy nadie me levantará la mano. ¡Nadie! —Atrapó en el aire el brazo de Hadj Osman. —¡Ni siquiera tú! Retira tu bendición o no te soltaré.
Lo sacudía para obligarlo a desdecirse de sus palabras.
—Haz lo que te digo: ¡retira tu bendición!
—¡Estás poseída! Apártate, no me toques. No retiro nada.
Aunque el anciano lo había apostrofado en repetidas ocasiones, Zekr no salía de su mutismo y su inmovilidad. De pronto, bruscamente, se movió. ¿Pensaba lanzarse sobre Amina y pegarle tal como acostumbraba?
—¡Tú, Zekr, arrodíllate! Debes hacer que comprenda. ¡Suplica conmigo!
¡Había hablado sin pensar! ¿Cómo se había atrevido a decir tales cosas y con ese tono imperioso? Súbitamente empezó a temblar, paralizada por sus antiguos temores; los dedos se le aflojaron y sintió que las piernas se le volvían de algodón. Levantando los codos para protegerse de los golpes, se encogió contra la pared.
—La mujer tiene razón, santo hombre. Retira tu bendición.
Ella no podía creer a sus oídos. Ni a sus ojos. Zekr la había escuchado. ¡Zekr estaba allí, arrodillado a los pies del anciano!
Alertados por los gritos, los vecinos acudieron desde todas partes. Zekr buscó la mirada de Amina, arrodillada a su lado: desbordaba gratitud.
—Santo hombre, retira tu bendición —imploraron al unísono.
A su alrededor se había formado un círculo compacto. Creyéndose apoyado por aquella multitud, el viejo se irguió sobre la punta de los pies y levantó un índice amenazador:
—Este hombre y esta mujer rechazan la obra de Dios. ¡Son culpables! Expulsadlos. De otro modo, la desgracia se abatirá sobre vuestra aldea.
—¡Siete niños más! ¡Nos ha deseado siete niños más! ¿Cómo haremos? —gemía Amina.
Fatma, su prima, ya tenía ocho. Soad, seis. Fathia, con su hija menor —de dientes corroídos y mirada hosca— siempre a cuestas, tenía cuatro varones y tres mujeres. ¿Y las demás? ¡Todas en similar situación! Sin embargo, todas esas mujeres, temerosas, vacilantes, clavaban los ojos en Amina con desconfianza.
—Los nacimientos están en manos de Dios —declaró Fatma, buscando la aprobación del anciano y de los hombres.
—Somos nosotros quienes debemos decidir si deseamos hijos —proclamó Zekr, poniéndose de pie de golpe.
—Es un blasfemo —se indignó Khalifé, un muchacho con las orejas muy separadas del cráneo—. ¡Atraerá la desgracia sobre nosotros!
—¡Expulsadlos! —insistió el viejo—. Están profanando este lugar.
Amina colocó una mano fraternal sobre el hombro de su esposo.
—Debemos escuchar a Hadj Osman; es un santo hombre —murmuraron algunas voces intranquilas.
—¡No! —gritó Zekr—. ¡Es a mí a quien debéis escuchar! ¡A mí, que soy como vosotros! Es a Amina a quien debéis escuchar. A Amina, que es una mujer como todas. ¿Cómo hará ella con siete niños más? ¿Cómo haremos los dos?
Sus mejillas parecían de fuego. A lo lejos, alguien repitió como en un tímido eco:
—¿Cómo harán?
De boca en boca, las palabras fueron aumentando de volumen:
—¿Qué harán?
—¡No más niños! —vociferó de pronto una chiquilla ciega que se refugiaba en las faldas de su madre.
¿Qué había sucedido con esta aldea, estos habitantes, este valle? Hadj Osman meneó dolorosamente la cabeza.
—¡No más niños! —repitieron las voces.
Brincando con sus muletas y su única pierna, Mahmoud se acercó al anciano y le murmuró al oído:
—¡Ya lo ves, no pueden más! Retira tu bendición.
—No retiraré nada.
Mientras propinaba codazos para liberarse de la multitud, el santo hombre comenzó a lanzar imprecaciones. Con gesto enfurecido dio un empellón al enfermo y éste, perdido el apoyo de sus muletas, rodó por el suelo.
¡Aquello fue la señal!
Fikhry se lanzó sobre el viejo.
Zekr lo golpeó a su vez, para vengar al muchacho inválido. Salah se acercó, fustigando el aire con una caña de bambú.
Fue un frenesí de golpes y de gritos. Hoda acudió con un trozo de manguera. Un chiquillo arrancó del suelo uno de los jalones de madera que delimitaban los campos. La abuela cortó una rama de un sauce llorón y se incorporó a la refriega.
—¡No más niños!
—¡Retira tu bendición!
—¡Ya no podemos más!
—¡Queremos vivir!
—¡Vivir!
Al atardecer, los gendarmes encontraron a Hadj Osman tendido de bruces en el suelo, cerca de una galleta pisoteada y de un botijo hecho añicos. Lo pusieron en pie, sacudieron el polvo de sus vestiduras y lo condujeron al dispensario más próximo.
A la mañana siguiente, se llevó a cabo una redada en la aldea y se introdujo en un furgón gris a todos los hombres que habían tomado parte en la revuelta. El vehículo penitenciario se alejó traqueteando por el camino de sirga, en dirección al puesto de policía.
Amina y sus compañeras estaban reunidas a la salida de la aldea, con los ojos brillantes clavados en el camino.
Las nubes de polvo tardaban en disiparse. Por más que sus esposos se alejaran y se alejaran… ellas nunca los habían sentido tan próximos. Jamás.
Aquel día no era un día como todos.
Aquel día, la larga espera había llegado a su fin.