Las ciruelas

AMA ATA AIDOO

Ella era una joven mamá que paseaba a su bebé en un cochecito. Más adelante, le diría a Sissie que lo hacía con mucha frecuencia. Fue y se detuvo donde estaba Sissie, en el puesto redondo del centinela, y miró la ciudad y el río.

[4]Había un castillo

que, según el folleto,

era uno de los más grandes de toda

Alemania.

¿Alemania?

¿El país de los castillos?

Y ¿quién era aquel

Príncipe,

aquel Dueño y Señor

que había construido uno de

los castillos más grandes de todos,

que poseía las

tierras

más extensas, el

número de

siervos más elevado?

Y te preguntabas,

mirando el río,

a cuántas

vírgenes

habrá desflorado en sus noches de bodas

nuestro Soberano Dueño y Señor

mientras sus jóvenes

esposos, en

una agonía de ojos inyectados

y chirriar de dientes, su

virilidad

herida…

Pero «no todos los días son iguales», dijo el viejo

muro de la ciudad

y ahora el castillo es un albergue juvenil.

—¿Eres hindú? —le preguntó a Sissie.

—No —respondió ella.

Sabiendo que podría pasar por ello

si no fuera por el cabello.

Tal vez había oído su respuesta. Tal vez no. Pero seguía hablando; las palabras salían a borbotones de su boca, como si hubiera planeado aquel encuentro e incluso escrito los comentarios iniciales.

—Sí, me gustan mucho los hindúes. Trabajaban en el supermercado. Eran muy simpáticos.

—¿Qué hindúes?

—Aquellos dos. Fue antes del invierno pasado. Durante mucho tiempo. Y luego se marcharon. Me gustan mucho.

Sissie pensó que habrían sido de sexo masculino.

Hecho descartado.

Dos hindúes en una pequeña ciudad que alberga a

los siervos,

esclavos del Señor que

poseía uno de los

castillos más grandes de toda

Alemania…

Es un

largo viaje de

Calcuta a

Munich:

los aviones te traen aquí.

Pero ¿qué más hacen

las aves migratorias del mundo,

empezando con tan

pocas plumas también, que

caen

y

caen

y

caen

desde constantes vuelos y distancias?

Mi

vecino antillano y su mujer hicieron las maletas una mañana para irse a Canadá, diciendo:

—Dicen que

los salarios

allá son bastante

suculentos.

Así que se fueron a Liverpool

a esperar un barco

que tendría que haber zarpado al

día siguiente. O eso era lo que pensaban ellos.

Pero llegó al muelle

Meses

más tarde.

No

Me

Preguntes

cómo se las arreglaron

con dos críos.

Pero

todos los viajes terminan en la puerta de una casa, y

también ellos

llegaron a Canadá,

donde

él, mi vecino,

murió

demasiado pronto:

un absurdo accidente en relación con

cámaras subterráneas,

suministros de oxígeno y

ordenadores que se echan una

siesta…

antes de que

firmaran los contratos.

Ella, la viuda de mi vecino,

resolvió dirigirse con los niños a

una prima lejana que

debía de estar

viviendo en

Newark,

New Jersey.

Pero no se habían visto

desde hacía años

desde que

la viuda de mi vecino se marchó de

Las Islas para hacer de niñera

en Gran Bretaña,

mientras que su

prima lejana se dirigía a los

EE.UU.,

Donde

todos sabemos que

un negro puede hacer más dinero

que cualquier otro de piel oscura

en cualquier otro lugar

de la Commonwealth…

¿Sí?

Pero aparte de

mantener correspondencia con

lejanas primas niñeras,

otros deberes nos reclaman:

la viuda de mi vecino antillano

desconocedora de que

cuando el Canadian Pacific

se dirigía a Nueva Inglaterra

a su prima lejana

la alcanzó un disparo…

«Todos los negros pueden morir:

todos posibles francotiradores

y

a ellos les da igual.»

¿Las plumas?

Ellas

caen

y

caen

y

caen, sobre

muchos

mares y

tierras,

hasta que

la última ala

cae: y

con la piel expuesta a los

vientos fríos o al

calor,

helada o

requemada,

nos

morimos.

Sissie miró a la joven madre y se le ocurrió que Allí,

Allí

al borde de un bosque de pinos en

el corazón de Baviera, entre las ruinas de uno de los

castillos

más grandes de toda

Alemania,

NO PUEDE SER NORMAL

que a una joven

ama de casa alemana

le gusten

dos hindúes

que trabajan en

supermercados.

—Mi marido se llama

ADOLF

y nuestro hijito también.

—¿De dónde eres? —le preguntó a Sissie.

—De Ghana.

—¿Está cerca de Canadá?

Tal vez

sudamericano precolombino con un poquito

de imaginación,

pero ¿esquimal?

No.

Demasiada

diferencia

en el color de la piel

forma de los ojos…

Gracias por el cumplido, señora,

Pero

no.

—Me gustaban mucho los dos hindúes que trabajaban en el supermercado —insistió—. ¿Y dónde está Ghana?

—En África Occidental. La capital se llama Accra. Está…

—Ah, ya, ya, es el país donde tienen al presidente Nukurumah, ¿no?

—Sí.

—Mi nombre es Marija. Pero personalmente me gusta el nombre inglés, Mary. Por favor, llámame Mary. ¿Cómo te llamas?

—¿Mi nombre? Mi nombre es Sissie. Pero también solían llamarme Mary. En la escuela.

—Mary… Mary… Mary. ¿Dices que te llamaban Mary en la escuela?

—Sí.

—¿Cómo a mí?

—¿Sí?

—¿Por qué?

—Procedo de una familia cristiana. Es el nombre que me impusieron cuando me bautizaron. También está bien para la escuela, y el trabajo y para ser una señorita.

—Mary, Mary… ¿Y eres africana?

—Sí.

—¡Pero es un nombre alemán! —dijo Marija.

¿Mary?

Pero es un nombre inglés, dijo Jane.

María, Marlene.

Es un nombre sueco, dijo Ingrid.

Marie es un nombre francés, dijo Michelle.

Naturalmente

Naturally

Naturellement

Natürlich!

Mary es el nombre de cualquier persona pero…

Es un precario consuelo que en algunos lugares,

los pacientes y sufridos

misioneros no lleguen tan lejos

como para

llamar al púlpito

a un hombre y a su mujer que

luchan por la noche

ni

les den latigazos

delante de

toda la congregación de los

REDIMIDOS

Pero con mi hermano,

fueron

demasiado

lejos.

Le enseñaron, entre otras cosas,

entre muchas otras cosas,

que

para que un niño crezca

y sea

una persona digna del cielo,

tiene

que tener,

por encima de todo,

un nombre cristiano.

Y ¿para qué le va a servir a un nativo que

tiene

sistemas de dar

a un niño

a una niña

dos

tres nombres o

más?

Yaw Mensah Adu Preko Oboroampa Okotoboe

Oh, hermano mío…

Hubo un día en que

las voces cantaron

los cuernos sonaron

los tambores redoblaron para

aclamar a

Yaw

por haber nacido en jueves

Preko

simplemente para exaltar a Yaw

Mensah

el tercero de una serie de varones

Adu

nombre del padre

después de un antepasado venerable,

Okotoboe

para ensalzar el poder de Adu.

No, hermano mío,

ya no

nos importa

esta

mierda

antropológica:

Un hombre podrá tener

diez nombres.

Todos serán lo mismo:

pagana

hereje

abominable idolatría a

juicio de

Dios,

quien, bendito sea,

es un

anciano

caballero

europeo

bastante

agradable

con una barba blanca al viento.

… Y está sentado flanqueado a ambos lados por ángeles que pasan lista a Los Elegidos.

Señor,

permite que nosotros, Tus Siervos, vayamos en paz

a nuestro descanso,

nuestro olvido, y que nunca

nos atrevamos a esperar

que los ángeles que pasan lista en

latín, probablemente,

retuerzan sus lenguas tan delicadas

para pronunciar nombres como

Gyaemehara,

puesto que, querido Señor, Vuestros

Ángeles, como Vos,

son occidentales

blancos

ingleses, para ser exactos.

¡Oh, amado César visionario!

No hay otra clase de

ángeles, aparte de

Lucifer, pobre Diablo Negro.

Marija era cariñosa.

Demasiado cariñosa

para Baviera, Alemania,

por lo que había aprendido hasta el momento.

Se reía con facilidad. Sus pequeños dientes salientes, blancos y relucientes, en contraste con sus finos labios pintados de un rojo vivo.

Los dientes blancos

solían ser una de las

poco agraciadas características de los

monos y los

negros.

Todo eso ha

cambiado ahora.

Los dientes blancos están de moda, hermano mío,

porque Alguien está

haciendo

dinero a costa de

los dientes blancos.

—Me gusta ser tu amiga, ¿sí? —preguntó Marija ilusionada.

—Sí.

—¿Y te llamo Sissie…, puedo?

—Claro.

—Y ¿qué nombre es éste, «Sissie»?

—Oh, no es más que una forma bonita de llamarme «hermana»[5] la gente que me quiere mucho. En especial si no hay muchos bebés hembras en la familia… una de las pocas maneras en que un concepto originario de nuestras viejas tradiciones ha quedado bien expresado en inglés.

—¿Sí?

—Sí… Aunque, incluso en este caso, tuvieron que imponer la palabra inglesa de algún modo.

—Tu gente presta mucha atención a las pequeñas cosas de los demás, ¿sí?

—Sí, porque, hace mucho tiempo, los demás era todo lo que la gente tenía.

—Ah, ya. Y tú, ¿tienes muchos hermanos y ninguna hermana?

—No. Bueno, en mi caso no funciona así. Me llaman Sissie por otra cosa. Otra razón… relacionada con la escuela y con estar con muchos chicos que me trataban como si fuera su hermana…

—¿Ah sí?

—Sí.

—Me gustaban muchos aquellos hindúes. Cuando te oigo hablar inglés me haces pensar en ellos.

Una herencia común. Un

dudoso convenio que nos dejó

saqueados de

nuestro oro

nuestra lengua

nuestra vida —mientras nuestros

dedos muertos estrujaban

el inglés— una

dudosa arma elaborada

en otro lugar para dar poder a un

alma que ya ha

huido.

UNA VEZ, dijo ella,

yo también conocí a un hindú

en Gottingen o por allá.

Mis sentimientos eran confusos,

no querían, o sólo querían,

escuchar a cualquier otro

amigo de cualquier otro lugar:

«Somos víctimas de nuestra Historia y nuestro

Presente. Colocan demasiados obstáculos en el

Camino del Amor. Y ni siquiera podemos disfrutar

En paz de nuestras diferencias.»

D’accord

D’accord.

Mi hindú había vivido en

Alemania «durante unos cuantos años».

Estaba claro que también durante unos cuantos

años, había sido doctor, farmacéutico general para

las dolencias imaginarias de los

barrios residenciales de Alemania.

Lo miré

y se me despertaron

imágenes del recuerdo,

reconstruidas de los relatos

de otros viajeros sobre personas enfermas en

Calcuta.

—¿Por qué te has quedado

aquí?

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué no volviste

a casa?

—¿Adónde?

—¿Tanto

te necesitan

aquí

como doctor?

Mi voz se iba elevando nerviosa,

yo estaba a punto de estallar en sollozos.

—Mmmm —gruñó él—,

una de esas Idealistas, ¿eh?

Yo, a la defensiva:

—De acuerdo.

Si soy idealista

¡déjame ser idealista!

—¿Dices que eres de

Ghana?

—¡Sí!

—Pues bien —dijo, sonriendo encantado—.

Aquí hay tantos doctores de Ghana

ejerciendo, como hindúes… de hecho

aun más, si consideramos las medias de población respectivas.

—Lo sé.

Lo sé.

Mis estúpidos temores en aumento,

él sacudiendo la cabeza y chasqueando la lengua.

Pero preguntándose al mismo tiempo qué

le haría hacer.

Yo sin saber qué decir.

Pero teniendo que aceptar

—Ir a trabajar a un

hospital estatal es una

esclavitud

innecesaria…

A menos que seas uno de los buenos

ansioso de utilizar

camas estatales

fármacos estatales

tiempo estatal para pacientes

civilizados y privados,

magnates de los negocios,

otros astutos funcionarios

que sólo saben cómo

tratar al público despóticamente,

colocar hermanos masones y

compañeros de clase,

cualquier

bribón que pueda pagar por

él o por su

mujer.

—500 por un chico,

400 por una chica.

¿Qué tiene de sorprendente

que cueste un poco más hacer un niño?

Ocupados como estamos

en construir en serio,

firmes, sólidos cimientos para

nuestras dinastías de zombies?

Pero luego.

—Tratarán al doctor como a un perro

si pueden hacerlo.

Y él, mi hindú, en un

orden social que

se congeló hace mil años,

se moriría de hambre

hoy

si no «abriera una

consulta privada

en cualquier rincón de su

patria».

Un hijo de Dios atendiendo a los

hijos de Dios, que, aun siendo

los propios bebés de Dios,

no pueden pagar el

Seguro Social, sino que viven del

aire y de las glorias de los ricos que

van y vienen:

alimento excelente para el

alma, sin duda:

pobre dieta para un bebé.

Así que, por favor,

no me hables de la

fuga de

cerebros.

¿Quién de nosotros se queda en estos días

sino aquellos de nosotros que tienen miedo

a no sobrevivir en el extranjero,

por una u otra razón?

Oftalmólogo de Gambia en Glasgow,

especialista de pulmón filipino en Boston,

especialista de cáncer brasileño en

Brooklyn o

Basilea o

Nancy.

Mientras en casa,

dondequiera que se encuentre,

cuerpos con los miembros y los sentidos deshechos

dejan

sus corazones sanos para

ser trasplantados al

pecho de los vecinos blancos…

y

tropas de pacificación y otros voluntarios

que en sus ciudades de origen tal vez no

se acercarían a pacientes

aquejados de alergia, junto con

la incompetencia local

preparan

extrañas cajas para

los entierros…

Quedaron en que Marija iría a recoger a Sissie al albergue juvenil ex castillo al día siguiente alrededor de las cinco de la tarde y la llevaría a su casa.

Las cinco era una buena hora para planear una salida. Porque, generalmente, Sissie y los demás jóvenes regresaban del criadero de abetos sobre la una o las dos. A eso de las tres ya habían terminado de almorzar. Patatas, estofado alemán, queso, col fermentada, pescado en alguna de sus formas, otros alimentos. Y siempre, tres tipos de pan distintos: pan blanco, pan negro y pan de centeno. Toneladas de mantequilla. Frascos de mermelada. De hecho, las porciones de cada comida eran suficientes para mantener durante un mes a un trabajador de canteras de dos metros. Todo lo cual estaba muy bien para los jóvenes. Así que incluso después de un copioso desayuno, cada uno de ellos tenía que llevarse uno o dos bocadillos gigantescos para tomar a media mañana.

Se atiborraban.

Oh sí:

lindos cerditos adolescentes de

Europa

África

Latinoamérica

Oriente Medio,

dándose cuenta tan

rápidamente como sólo los jóvenes son capaces,

de que quizás allí en

Baviera,

junto al Salz, que fluía dulcemente,

nadie necesitaba su trabajo

desde luego, no su fuerza muscular:

Por supuesto, no lo necesitaban en ninguna de las maneras que Sissie había conocido, como miembro de INVOLOU:

Ayudando a un pueblo a construir la escuela,

con un sentido misionero de la gratificación,

excavando un pozo con nuevas técnicas

convirtiendo una

carretera local de séptima categoría en una

carretera local de segunda…

Y cuando pasas por allí, años más tarde,

te sube un calor desde el pecho,

cuando ves un

mercado nuevo

donde habías compartido el

arroz Jolof,

sin carne

apenas suficiente

cocido desigualmente.

Por todo el Tercer Mundo,

oyes la misma historia;

los gobernantes

dormidos a todas las cosas

en todo momento,

conscientes sólo de los

ricos, a los que reúnen en un

coma,

intravenosamente…

Para que

no se vea que estaban

comiendo, a no ser por el

ocasional churrete delator

en la periferia de la boca.

Y cuando se despiertan sobresaltados,

miran a su alrededor con

ojos que no ven, como simples

sonámbulos en una pesadilla.

En consecuencia,

no se hace nada en

pueblos y ciudades,

si

no existen voluntarios,

locales e indiferentes.

Los hay de otras clases:

importados

ilusionados,

cariñosa ayuda extranjera

que, con el tiempo, cobrará

mil

por cada caballo de vapor invertido.

Sissie y sus compañeros tenían que estar allí, riendo, cantando, durmiendo y comiendo. Sobre todo comiendo.

Así que

se atiborraban

con una cierta serenidad

que estaba por encima de toda comprensión.

No sentían necesidad de preocuparse por quién debería desear que estuvieran allá comiendo. ¿Por qué iban a hacerlo? Aunque el mundo sea duro, no está mal que te paguen por tener un orgasmo…, ¿no? Naturalmente, luego, cuando lleguemos a ser

Diplomáticos

catedráticos visitantes

expertos locales en áreas sensibles

o bien

personas de esas sin escrúpulos,

habremos perdido incluso esta pequeña conciencia de que, en primer lugar, se nos envió una invitación…

Mientras tanto, todo lo que Sissie y sus compañeros tenían que hacer como trabajo estaba en el criadero de abetos; cubrir con turba las bases y los tallos de los brotes de los abetos. Protegerlos del frío del próximo invierno. Los chicos cargaban la turba con palas en las carretillas y la llevaban hasta las chicas que la esparcían.

En el jardín había también campesinos bávaros. Mujeres de mediana edad. Al principio, los jóvenes no sabían situarlos. Luego, se dieron cuenta de que eran empleados de algún ente público y de que, en realidad, ellos estaban desempeñando su trabajo. Algunos de los jóvenes no estaban a gusto plantando pequeños abetos. Especialmente los europeos. Poco acostumbrados como estaban a ser útiles en sus hogares de clase media, se habían alistado como voluntarios internacionales con la esperanza de llegar hasta las multitudes de la tierra castigadas por la pobreza. Mala suerte: algunos de sus amigos no habían podido siquiera salir de casa. Demasiadas solicitudes. Durante algún tiempo, les habían hecho creer a algunos que irían aunque sólo fuera al sur de Italia. Pero ahora se encontraban en el sur de Alemania, ¡plantando futuros árboles de Navidad!

Las damas bávaras iban todos los días a supervisar el trabajo que realizaban los jóvenes. O, para ser más exactos, iban sólo para estar con ellos, junto a ellos, animarlos. Y cuando tenían la sensación de que die schönenkinder se tomaban el trabajo demasiado en serio, se les acercaban y les daban palmaditas en la espalda, uno tras otro, diciéndoles que fueran más despacio. Seguramente ellas sabían con toda certeza lo que los jóvenes sólo podían adivinar: que todo aquel jaleo no era más que una excusa para conseguir que las voces de los niños del mundo resonaran libremente por entre los viejos bosques.

Después

de cada experiencia traumatizante

la Madre Tierra se recupera.

Esto es verdad, por supuesto,

pero con bastante esfuerzo,

por lo apaleada que está.

No está de más que la ayudemos

de vez en cuando.

Las señoras bávaras iban vestidas de negro: todas y cada una de ellas, cada día.

Viudas

viudas

todas viudas,

por lo que había aprendido hasta el momento.

Necesitaron la sangre de sus maridos

para mezclar el cemento para

erigir los muros del

Tercer Reich. Pero

sus cimientos se desmoronaron antes de que los muros

terminaran de ser construidos.

Dios mío,

Dios mío,

cómo me recuerda esto a los

reyes Abome de Dahomey.

Por eso

se preguntan,

se preguntan si, en caso de

dejar de cultivar los abetitos, quizás

otra cosa,

sembrada allí

hace muchos, muchos años, en

aquellos bosques bávaros,

¿BROTARÍA?

Marija fue a buscar a Sissie y la llevó a su casa, que resultó hallarse al otro extremo del pueblo. El edificio, una casita de campo exquisitamente nueva, era la última de una hilera de casitas exquisitamente nuevas, favorecidas por el follaje de verano de las enredaderas.

Como las demás, tenía un jardín trasero donde Sissie vio varios tipos de verduras plantadas. Reconoció a un viejo, viejo amigo. El tomate. Aunque tan uniformes y exuberantes, aquellos tomates parecían extraños frutos exóticos. Sensuales, color carmesí, pulidos.

De todas formas, había árboles frutales auténticos en el jardín. Sissie pidió a Marija que se paseara con ella mientras trataba de identificar las manzanas, las peras, las ciruelas, rememorando las ilustraciones de sus libros de texto escolares:

Paisajes conocidos

territorios familiares

pampas de Australia

estepas de Eurasia

praderas de América

kumis

coníferas

nieve.

Aunque allá afuera, al sol africano,

hundían sus raíces durante siglos árboles gigantescos y

pequeñas plantas

florecían y

morían,

sin que las notas de geografía

los mencionaran.

Entraron en la casa, se sentaron, charlaron de esto y aquello, y por último tomaron café con galletas.

Marija se resistía a que Sissie se marchase temprano. Le explicó que el turno de Adolfo Mayor duraba todo el día y media noche. Por lo tanto, no había necesidad de hacer la cena. Podía improvisar una comida ligera y así cenar las dos juntas. Tenía mucho queso, salchichas, fruta y, sí, sí, carne fría…

—¿Carne?

—Carne, ¿sí?

—Ah, ya.

Sí, claro que Adolfo Mayor vendría a casa, pero tarde, muy tarde, y tan cansado que no comería nada. No habían acabado de pagar la exquisita casa nueva, informó Marija a Sissie, por lo que Adolfo Mayor tenía que hacer horas extraordinarias, muchas horas extras.

Cuando finalmente Sissie logró convencer a Marija de que tenía que regresar al albergue juvenil, Marija sacó de inmediato dos bolsas de papel de estraza llenas de manzanas, peras, tomates y ciruelas.

Pero

las ciruelas.

Qué ciruelas.

Aquellas ciruelas.

Sissie nunca había visto ciruelas antes de ir a Alemania. No, nunca había visto ciruelas de verdad, vivas. Ciruelas en almíbar, sí. Secas, en almíbar, confitadas, en lata…

Alabado sea el Señor por todas las cosas muertas.

Primer plato:

crema de espárragos

treinta meses en una lata

de aluminio.

Segundo plato:

pollo moriturus con

salsa de curry precocinada

en Shepherds Bush:

y como estamos aprendiendo a tomar

postres —sello auténtico de una clase ociosa—

ciruelas en lata

peras en lata

manzanas en lata

albaricoques

cerezas.

Hermano,

la lógica interna es así de dura:

la única forma de acabar siendo

buitres culturales

es alimentarse de carroña desde el principio.

No puedes alcanzar los

moribundos objetivos de una

educación peligrosa empleando

fuerzas vivas.

En consecuencia, como

«Los fantasmas saben hacer sus cálculos»,

el doctor Intelectual Nacidomuerto

—con perfecta razón—

se puede romper el alma reclutando

cadáveres académicos en Europa.

Espectrales por la edad

o simplemente vulgares.

Sissie había visto ciruelas por primera vez en su vida en Frankfurt, y lo mismo le había ocurrido con las peras, los albaricoques y otros frutos del Mediterráneo y zonas templadas. En las semanas siguientes iba a verlos a montones allá donde fuera, a lo largo y ancho de Alemania. Estaban en pleno verano y las paradas de fruta estaban repletas. Ella había decidido que, por el hecho de ser fruta, toda le gustaba, pero sus dos preferidas iban a ser las peras y las ciruelas. Y se atiborraba de ellas. Así que tenía buenas razones para sentirse fascinada por la calidad de las cerezas de Marija. Tenían un tamaño, lustre y suculencia que no había visto en ninguno de aquellos países extranjeros. De lo que se daba cuenta, sin embargo, era de que aquellas ciruelas bávaras debían su gloria, tanto a sus ojos como a su paladar, no a aquel precioso y negro suelo bávaro, sino a otras cualidades que ella misma poseía en aquel mismo momento:

Juventud

paz espiritual

sensación de libertad:

conciencia de que eres un artículo escaso,

sentirse

amado.

Nuestra Hermana se sentó, acariciando con la lengua las orondas ciruelas con un color de piel casi como el suyo, mientras Marija le contaba que las había elegido especialmente para ella, del único árbol del jardín.

En los días siguientes, Marija fue al castillo cada tarde a las cinco a buscar a Sissie. Evitaban la calle principal y tomaban un sendero a

través del parque donde paseaban a Adolfo Pequeño un rato antes de dirigirse a casa. A veces se sentaban y conversaban. O, más bien, Marija preguntaba mientras Sissie, en sus respuestas, le hablaba a su amiga de su

loco país y su

todavía más loco continente.

Otras veces, se sentaban sin más, cada una absorta en sus pensamientos. De tanto en tanto una de ellas miraba a la otra. Si sus miradas se cruzaban, se sonreían. Al final de cada jornada, volvía al castillo más tarde que la noche anterior. Y también más cargada. Porque siempre había un par de bolsas de papel de estraza, llenas de golosinas, fruta y ciruelas. Siempre había ciruelas. Sissie se percató de que Marija las cogía veinticuatro horas antes y las tenía toda la noche en una bolsa de polietileno; era un proceso que ablandaba las ciruelas y las libraba de su sabor excesivamente fuerte, conservando un suave aroma dulce.

Sí,

el trabajo es el amor hecho visible.

Y por ello los compañeros de Nuestra Hermana en el albergue juvenil, antes castillo, la conocían con el nombre de «La Portadora de Golosinas Después de Apagar la Luz».

La cena era a las siete. Y, habida cuenta de las cantidades servidas y de la abundancia general y de que no había nada que hacer después aparte de cantar canciones y charlar, la mayoría de los jóvenes estaban listos para retirarse pronto a dormir. Sólo que el entorno era perfecto para desvelar a cualquiera. Pues ¿quién conoce un mejor inspirador de amores adolescentes, al estilo europeo, que

un antiguo castillo en ruinas al borde de un

melancólico bosque de abetos, en la

orilla de un río de suave fluir que

despide destellos de plata

bajo el sol

de medianoche?

Así que había muchas manos entrelazadas y besuqueos a lo largo de los pasillos adoquinados. Miradas pensativas clavadas en los remolinos plateados del río.

Las promesas realizadas no iban a cumplirse. Pero, ¿a quién le importaba?

El amor siempre es mejor cuando está

predestinado…

Si Sonja Simonian, judía,

segunda generación de inmigrantes de

Armenia a Jerusalén

se enamora de Ahmed Mahmoud bin

Jabir, de Argelia…,

¿quién se atreve a

tener esperanzas? ¿O a no tenerlas?

Otros se perdían completamente en el gran romanticismo del conjunto. La mayoría de los compañeros de habitación de Sissie eran de ese tipo de niños. Sin embargo, también ellos permanecían despiertos. Se podían meter en sus literas, pero hacían batallas de almohadas, esperando su regreso, una hora más o menos antes de media noche. Esto tampoco era sorprendente, porque estaban en pleno verano y los días eran muy largos.

Tan pronto como oían el sonido de su figura que se aproximaba, saltaban de la cama, al grito de uno de ellos que decía:

—¡Las ciruelas!

Gritando y aullando como cachorros, saltaban sobre ella, agarraban las inevitables bolsas de papel marrón y devoraban su contenido. Ya nadie podía irse a dormir hasta que hubiese desaparecido la última ciruela.

Estaba Gertie, de Bonn; libre, ligera… era Gertie.

Jayne, de East Putney, Londres, cuya madre destrozó los oídos de Sissie con su acento:

—¡Querida, Jayne ha estado fuera todo el día!

Nuestra Hermana, cuyos profesores, nativos británicos y de formación británica, se habían pasado horas moldeando su lengua con los entresijos de la Pronunciación Recibida…

Marilyn. Llevó a Sissie a ver su universidad de magisterio una tarde. Estaba en las afueras de Londres. Y la primera cosa que hizo fue señalar a Sissie la única chica negra del campus. Con el triunfo escrito en su rostro.

Siempre ocurre así.

A los nueve años, una pieza de exhibición;

a los dieciocho, un encanto.

¿Qué serás

a los treinta?

Un perro entre los dueños, el

más magistral de los

perros.

Papá es el ministro de Educación

en mi país. Sabe dónde está la

calidad. Así que, la

educación y otras

cosas esenciales, las encarga directamente a

Europa. Y realmente es

mejor si vamos allá.

Nos matriculó

cuando teníamos seis meses,

nunca es demasiado pronto, ya sabes…

Sissie tenía un fuerte poder de convocatoria en la Baja Baviera. Parecía que cualquier función abierta que se organizase para los voluntarios se convertía en un éxito automático si ella se hallaba presente.

Porque para aquellos nativos, la mera presencia de la chica africana era algo extraordinario.

Algunos de ellos se habían cruzado con negros en algún viaje esporádico a Munich. Negros que, ya fueran soldados americanos de las bases militares de la OTAN o estudiantes africanos, siempre eran de sexo masculino y hablaban alemán con bastante fluidez. Y por lo tanto, no resultaban tan exóticos.

Mientras que Nuestra Hermana no sólo era de sexo femenino, sino que además no hablaba alemán. Decían que hablaba bien el inglés. Lo cual no cambiaba las cosas. El inglés podría ser un idioma familiar, pero ellos ni lo hablaban ni lo entendían.

En cuanto a la señorita africana, ah… h… h…, mirad su vestido. Qué encantador. Y se quedaban boquiabiertos mirándola, señalando su sonrisa. Su nariz. Sus labios. Y les brillaban los ojos. Sin esperar que ella se sintiese molesta.

Ésta es la razón por la cual, hermano mío,

tú y yo

nos quedaremos

impresionados con

la aeronáutica y todas esas

acrobacias cuando

nos traigan un

marciano que respira o un

peludo viajante

de la luna

de diez ojos…

Y entretanto, ¿quién era esta Marija Sommer que monopolizaba aquella curiosidad que brindaba tanta amenidad con su simple presencia? ¿Una simple ama de casa casada con un obrero de fábrica?

Y echaban chispas.

Y estaban rabiosos. Aquel último residuo de la aristocracia y aquellos adulones tradicionales: el pastor, el alcalde y el maestro de escuela… al lado de la última advenediza.

Los primeros nuevos llegaron con la Construcción Nacional de la preguerra, que había ampliado el tamaño del viejo pueblo. Porque, en aquellos bosques de pinos, decían que el Líder había hecho construir una de esas industrias químicas que servían al Imperio. Decían que en laboratorios muy muy grandes de aquella planta química, se realizaban experimentos con hierbas, con animales y con el hombre. Pero especialmente con el hombre; atrocidades que sólo con oírlas un hombre adulto se orinaría encima, y si las viera chillaría en sueños por lo menos durante un año entero.

Después de la guerra, convirtieron la estructura en otra planta química para la fabricación de analgésicos. Y llegó más gente al pueblo. Y con la gente, los servicios sociales y sus jefes. La mayoría de estos jefes, en especial los que tenían algo que ver con el dinero, se consideraban suficientemente importantes como para ser un foco de atención.

Y entonces, ¿por qué no eran ellos o sus mujeres los que acompañaban a la señorita africana? ¡Debe de haber algún error con esa Marija Sommer!

¿Por qué siempre se está paseando con la chica negra? —preguntó el director de la sucursal local de un banco.

Sommer no habla inglés y la africana no habla alemán. ¿Quién entonces les hace de intérprete? —preguntó el director de un supermercado.

¿De qué hablarán? —se preguntaba un agente de seguros.

¡No debe llevarla a su casa todos los días!

¡Debe de estar volviéndose neurótica!

Es una perversidad.

¡ALGUIEN TIENE QUE DECÍRSELO A SU MARIDO!

Inesperadamente, los vecinos de Marija se hicieron importantes. Pues ¿no eran ellos los que estaban cerca del drama? Y, por una vez en sus vidas, sus tardes se llenaron de significado: se sentaban y espiaban las idas y venidas de las dos. Un grupo de ellos siempre lograba una excusa para ir a ver a Marija en los momentos en que sabían que Sissie estaba con ella, fingiendo, sin embargo, que no era a causa de ella por lo que iban a verla. Entonces, ocultos tras su idioma, acribillaban a Marija a preguntas, se quedaban mucho más rato del razonable, incluso según su propio parecer, y luego las dejaban solas, pero sólo cuando notaban que ya sería demasiado si se quedaban mucho tiempo más.

Mientras tanto, Marija le explicaba a Sissie que había gente que ella ni siquiera recordaba, que la saludaba por la calle y a menudo la detenía para preguntarle cosas muy familiares, como si fueran amigos de toda la vida. Marija siempre estaba tranquila.

Pero algo de todo aquel alboroto llegó a afectarla, de modo que las dos mujeres acordaron por fin retrasar sus encuentros un par de horas.

Esto mejoró relativamente las cosas. No oscurecía hasta tarde, pues era verano, y los días, largos. Sin embargo, en las horas que constituían el anochecer, la criatura humana reaccionaba a los trabajos del cuerpo y sucumbía a un sentimiento de cansancio. Hacia las ocho, las actividades del día habían finalizado y dado paso a las de la noche. La calle principal estaba desierta y la misteriosa quietud característica de la noche envolvía las moradas humanas, aunque el sol brillase.

Marija estaba un poco rara la primera vez que fue a buscar a Sissie por la noche. Tenía un resplandor en los ojos que a la chica africana le habría resultado inquietante si la sonrisa que parecía estar siempre en danza en sus labios no hubiera estado también allí. Estaba sofocada y colorada. Sissie podía sentir el calor.

Y siempre había tenido que cumplir una serie de formalidades antes de que Sissie pudiera marcharse del albergue. Como buscar a uno de los tutores del campamento y decirle que iba salir. Y dejarlo dicho en recepción.

Aquella noche, las cosas resultaron más difíciles de lo normal. El tutor del campamento consideraba que era demasiado tarde y el conserje dijo tajantemente que salir a aquellas horas iba en contra de las normas.

Sissie estaba allí de pie, con expresión ansiosa, mientras Marija discutía con ellos en su idioma y lo único que conseguía era irritarlos todavía más.

El conserje era inamovible. Al final, el tutor cedió y de mala gana le explicó al conserje que, a pesar de las reglas, estaba claro que no podían negarle nada a la señorita africana.

Una vez fuera, Marija dio un suspiro de alivio afirmando que no hubiera podido soportar que hubiesen impedido que Sissie la acompañase a casa.

En cuanto a Nuestra Hermana, no hizo más comentarios sobre el tema. Lo que pensaba era que la situación no era para tanto. Pues si hubiera sido por ella, podría haber permanecido con sus compañeros, quedando en verse al día siguiente a una hora más temprana.

—Estoy tan contenta de que esta noche vayamos a casa, Sissie —insistió Marija.

—Yo también —asintió Sissie.

Soplaba una brisa fresca. El río era de un gris oscuro a la luz crepuscular y lamía quedamente el malecón de piedra y cemento. Era uno de esos momentos en el tiempo en que uno se siente seguro, como si toda la realidad estuviera hecha de lo que puede verse, olerse, tocarse y explicarse.

—Sissie —comenzó Marija, pronunciando su nombre de aquella forma tan especial. Como si estuviera haciendo un esfuerzo consciente para que la música contenida en él no muriese demasiado rápido, sino que se prolongase hasta distancias lejanas.

—Sí, Marija —respondió ella.

—Te he hecho un pastel.

—Mmmmm —se relamió Nuestra Hermana, fingiendo estar más ilusionada por la noticia de lo que en realidad estaba.

Lo cierto es que se sentía incómoda.

Desde que había llegado a aquel país ya había engordado unos cuatro kilos y medio. Por lo tanto, ya no era capaz de sentirse entusiasmada ante el hecho de que alguien hubiera hecho un pastel, del tipo que fuese, en su honor. ¿Aunque tan sólo fuera una estudiante africana inconsciente?

¿Quién no sabe que

la obesidad y

la fealdad son lo

mismo, una

invitación a un

no sé qué coronario o algo así?

¿Que

los hidratos de carbono debilitan

sea como sea

?

Además, hermana mía,

si quieres creer a los

hermanos

cuando

te

dicen

lo gordas

que les gustan sus

mujeres,

piensa en las

formas de las que escogen

para casarse;

qué

delgadas

qué

estilizadamente

delgadas.

—Es un pastel de ciruelas —continuó Marija.

—¡Ah! —exclamó con suavidad Nuestra Hermana. Angustiada. Recordando que los pasteles que hacía la gente de aquel país eran muy dulces y que a ella no le gustaban las cosas demasiado dulces.

Continuaron caminando. Contentas simplemente de estar vivas. Pero, al rato, se cruzaron con una pareja de ancianos que se detuvieron de golpe. Dos pares de ojos que se salían de sus órbitas. El anciano que hablaba en su idioma: un montón de palabras; señalando a su propio brazo y luego al de Sissie, luego al suyo, luego al de ella, de nuevo a su propio brazo y otra vez al de Sissie. Pobre anciano, respirando con dificultad y sudando. La anciana que hablaba en su idioma con mucha ansiedad. Muchas palabras. Marija que sonreía, sonreía, sonreía. Sissie que pedía a Marija una explicación de lo que estaba sucediendo. Marija que se sonrojaba como un T-O-M-A-T-E. Marija sofocada pero sin querer contestar a la pregunta de Sissie.

Sí, hermana mía,

ciertas cosas que

realmente

nos ocurren mientras paseamos son

más raras

que ciertas situaciones cómicas que surgen

cuando vas a un país extranjero.

Continuaron caminando. Por la calle principal de la ciudad. Las alegrías internas se habían esfumado, demasiado conscientes de los aspectos tristes del ser humano.

¿Quién era Marija Sommer?

Una hija de la

autodenominada

raza con mayor línea real de

la humanidad,

la Casa de Ario,

la heredera de un

legado que te haría

inclinar

la cabeza

de vergüenza y

llorar.

¿Y Nuestra Hermana?

Una mujercita

negra que

si las cosas hubieran ido como debieran,

y el tiempo no tuviera una forma de

reducir a la nada los sueños

del Hombre,

no

habría

estado

allí,

paseando

por los lugares que

habían pisado los

pies del Führer:

A-C-H-T-U-N-G!

Llegaron a casa de Marija. Sólo entonces, Sissie se dio cuenta de que el Pequeño Adolfo no había venido con ellas.

—¿Dónde está el Pequeño Adolfo, Marija?

—Se ha quedado en casa, durmiendo…

—Claro, claro —se dijo Sissie para sí. Había olvidado que era mucho más tarde y que aquéllas no eran horas para sacar a un bebé a pasear. Marija seguía hablando.

—Deseaba estar sola. Conversar contigo… ¿Sabes, Sissie?, a veces una desea estar sola. Aun sin el hijo al que tanto se quiere. Sólo un ratito… quizá.

Terminó vacilando, mirando a Sissie, que no tenía hijos, como para que le diera su aprobación. Para que la reconfortara. Que no estaba diciendo barbaridades.

Es una

herejía.

En

África,

Europa,

en todos lados.

Esto es algo

que no debe salir

de los labios de una buena madre:

toca madera.

Sissie estaba callada. Pensaba que ella no sabía de bebés. Pero, de todas formas, ¿acaso Marija no estaba sola muy a menudo?

Con todo,

¿quién dijo también que

estar sola no es lo mismo que

estar

sola?

Entraron en la casa. Como siempre, estaba muy tranquila. Fueron directamente a la cocina, que, al parecer, hacía las veces de salita de estar. Era grande y cómoda.

—Siéntate, Sissie.

Las sillas eran unos artilugios modernos de fibra artificial. Y dos de ellas habían sido colocadas más juntas, como si Marija lo hubiera querido así. Sissie se sentó en una de ellas.

Marija tomó el jersey que Sissie había llevado, a pesar de que el día había sido muy caluroso. Pues a Nuestra Hermana parecía no importarle el calor que hiciese. No se fiaba nunca de aquel clima que cambiaba tan a menudo y de manera tan brutal, acostumbrada como estaba a la promesa eterna del calor tropical.

Marija le preguntó a Sissie si se tomaría un café.

Sissie le dijo que no, que todavía no. Pero, ¿había agua? Sissie se había percatado de que, por alguna razón, el pedir agua parecía desconcertar a sus anfitriones y anfitrionas, independientemente de la región del país donde se encontrasen. Al parecer, ellos no bebían agua bajo ningún concepto.

—Sí —dijo Marija—, pero, ¿no te apetece un poco de zumo de casis?

Era del jardín de su madre. El casis. Crecía a montones. Y cada verano desde que era pequeña su único placer era hacer conservas de casis —en mermelada, en zumos…—. Y ahora todavía iba a casa de sus padres a ayudar. O, más bien, iba a darse el placer, la belleza, el gusto de disfrutar de la época de la cosecha: de estar con mucha gente, la familia. Trabajar en grupo. Si se hubieran conocido antes, podría haber llevado a Sissie a su casa aquel año. No quedaba lejos. Su casa. Estaba segura de que Sissie le hubiera gustado mucho a su madre.

Sissie sorbía la exquisita bebida… Marija le preguntó si le gustaría ver al Pequeño Adolfo. Sissie dijo que sí, levantándose. Pero Marija le dijo que podía terminarse la bebida. Después subirían a ver al pequeño Adolfo, y a Sissie, ¿le gustaría tal vez que le enseñara la parte superior de la casa? Pues hasta entonces siempre se habían quedado abajo.

Sissie asintió. Luego prosiguió diciendo lo precioso que le parecía el niño. La madre sonrió, encantada. Ya le había dicho a Sissie que Adolfo iba a ser su hijo único. Había tenido complicaciones en el parto y el doctor le había aconsejado no tener más. Podría poner su vida en peligro. Y, con una sonrisa todavía más amplia, dijo que, ya que Adolfo iba a ser su único hijo, estaba muy contenta de que fuese un varón.

Toda mujer de bien

en sus cabales

diría lo

mismo

en Asia,

Europa

en todos lados:

pues

aquí, bajo el sol,

ser mujer

no es

no puede ser

nunca será un

juego de niños

por lo que había aprendido hasta ahora…

Así que ¿por qué echar una maldición a tu hijo

deseando que sea mujer?

Además, hermana mía,

las filas de los desdichados están

repletas,

están repletas.

Ahora Marija estaba diciendo que sentía tanto, tanto no poder ir a visitar a Sissie a África. Pero rezaba porque, algún día, el Pequeño Adolfo pudiese ir, tal vez.

Y está siempre

SUDÁFRICA

y

RHODESIA,

¿sabes?

—¿Sissie?

—Sí, Marija.

—Tú eres de África. Y, oh, es maravilloso. Muy maravilloso. Y viajas mucho. ¿Pero a qué otros lugares me dijiste que habías ido?

—A Nigeria.

—¿Ah sí?

—Sí.

—Niigeria. Ahhh!, Nii-ge-ria. ¿Qué fuiste a hacer a Niigeria? Sissie abrió la boca para contestarle. Pero, al parecer, Marija deseaba saber otra cosa antes.

—Nii-ge-ria. ¿Cómo es Niigeria?

—Oh, como mi país. Pero en grande. O, más bien, tiene en grande todo lo que mi país tiene.

Sissie le dijo a Marija que siempre que los amigos extranjeros sólo podía visitar un país de África, los convencía de que fueran a Nigeria.

Marija estaba sorprendida, porque aquello le parecía muy poco patriótico por parte de Sissie.

—¿Por qué, Sissie?

Nuestra Hermana intentó explicarse. Que, en su opinión, Nigeria no sólo poseía todas las características típicas de cualquier país africano, sino que las presentaba con mayor intensidad. Por lo tanto, ¿qué sentido tiene convencer a un amigo de que vaya a ver la versión en miniatura de algo, cuando lo auténtico está allá?

Nigeria.

Nigeria nuestro amor

Nigeria nuestra pena.

De los hijos de África

su semejanza

Oh Nigeria.

Más que nada somos todos,

más que nuestro calor

nuestra inocencia

nuestra humanidad

nuestra fealdad

nuestra riqueza

nuestra belleza

un gran espejo de

nuestros problemas

nuestras tragedias

nuestras glorias.

Mon ami,

las peleas domésticas de

África se convierten en

GUERRA en

Nigeria:

—¿Y Ghana?

—¿Ghana?

¿Ghana?

Tan sólo una

porción diminuta de territorio precioso en

África… le

impusieron la grandeza

una vez.

Pero tenía ojos que no veían…

Eso fue hace mucho tiempo…

Ahora se dedica a recoger minúsculos trozos

de comida no-digerida de la

basura del mundo industrial…

Oh Ghana.

Sissie se estremeció.

—¿Qué te ocurre?

—Tengo frío.

—Te traigo el jersey, ¿eh?

—No, no es el aire lo que me da frío. Se me pasará enseguida.

—¿Has estado en algún otro lugar de África?

—Sí.

—¿Dónde?

—En el Alto Volta…

—Y ¿dónde está el Alto Volta?

—Encima de Ghana.

—¿Qué fuiste a hacer?

—Turismo.

Marija se rió.

¿Acaso sería Alto Volta también bonito?

—Sí —dijo Sissie—. Pero de una forma más pobre, más seca, más triste.

—¿Sí?

—Sí.

Ignoraba que pensara así entonces.

Lo iba a saber.

La Biblia habla del

desierto

Lleva a tus ojos a ver el

Alto Volta, hermano mío…

Tierra seca. Arboles desgarrados. Piedras.

La carretera desde la frontera de Ghana a

Ouagadougou era

¡invisible!

Los franceses, con

su desprecio característico y

su sentido

casi

infantil de la perfidia,

habían

asfaltado,

hacía mucho tiempo,

dos estrechas

franjas de tierra, para vehículos de motor.

Cada uno de la anchura de

una rueda.

Resultado: Cuando se cruzaban dos vehículos, ambos tenían que salirse de las franjas asfaltadas, sumergiéndose en el polvo y las piedras, o fango y piedras, según la época del año. En una época en que no había diferencia alguna entre las franjas y el resto, tres amigos viajaban por aquel camino. Las franjas eran una sucesión de baches mortales, y el resto, tan sólo una larga zanja. Mientras lo recorrían, el automóvil se cayó en un bache y se incendió. El destino los salvó. Pues entre los tres, todo lo que sabían de automóviles era cómo sacar una rueda y arreglar el pinchazo, y nada más. Pero, tanteando a ciegas en medio del humo, el más listo de los tres arrancó algunos cables y el humo cesó. Estaban en medio de ninguna parte, por lo cual, todo lo que podían hacer era sentarse junto a la carretera y esperar a que llegara ayuda. Al poco pasó un francés. Los amigos le preguntaron por qué el país permitía que su carretera internacional estuviera en aquel estado, años después de la independencia.

—El propio presidente la utiliza todos los días —dijo el francés, encogiéndose de hombros, y partió en su coche.

Una historia conocida y desesperante.

Pobre Alto Volta, también.

Hay países

más ricos, mucho

más ricos en este continente

en los que

los problemas nacionales más graves

permanecen

ocultos mientras

los grandes hombres viven sus

grandes vidas

dentro de ellos…

Al final del día, los tres amigos llegaron a una minúscula ciudad provincial francesa llamada Ouagadougou. Allá, en medio del calor del Sahara y del calor del ecuador, colgaban tiras de algodón en las ventanas a modo de nieve, porque era la fiesta de Navidad.

También nosotros sabemos,

¿o no?, de países de

África en los que las

esposas de los

presidentes proceden de

Europa.

Traen a sus hermanos o…, ¿quién sabe?,

a dirigir la

Economía.

Excelente idea…

¿Cómo va a poder un

negro dirigir bien

si sus

pelotas y su cartera no están

agarradas por

expertas Manos Blancas?

Y los presidentes y sus

primeras damas

gobiernan desde el Norte

Provenza, Ginebra, Milán…

Y se dirigen al sur, a África,

una vez al año

de vacaciones.

Mientras tanto,

¡mira!

En las capitales,

ex convictos de las cárceles

europeas conducen los autobuses de la ciudad y

los obreros negros de la construcción

sudan bajo el sol tropical, construyendo

pistas de patinaje sobre hielo para

la Gente Bonita…

Mientras otros Negros permanecen sentados con la mirada perdida

u

ocupados, escupiendo sus pulmones.

IGUAL QUE EN LOS BUENOS VIEJOS TIEMPOS

ANTES DE LA INDEPENDENCIA.

Sólo que

¡el presente es

mu-u-u-cho

mejor!

Pues

en estos gloriosos días en que

los analfabetos tuberculosos

arrancan ñames de la tierra con sus

manos sangrantes,

los ministros y comisionados

firman

concesiones

de minas y maderas

mientras beben champán, a cambio de

trigo amarillo que

la gente no puede comer.

Y, por la tarde,

sus esposas van en Mercedes-Benz a

la peluquería, para acicalarse para

el acontecimiento nocturno

mientras en el mercado

los buenos ñames se pudren por

falta de transporte y

los pocos que logran moverse

se envían por

cuatro céntimos

a lugares del extranjero como

bonitos objetos de adorno

en mesas de lujo.

Tenemos que cantar y bailar

porque algunos africanos lo lograron.

LA EDUCACIÓN SE HA VUELTO DEMASIADO

CARA. EL PAÍS NO PUEDE

GARANTIZARLA A TODO EL MUNDO.

Dios mío,

¿qué podemos hacer entonces

con los niños que no van a la escuela,

cuando

nuestros representantes e intérpretes,

los académicos de medio pelo

en política de poca monta

se corren las juergas de su vida

sonriendo en cócteles y en

mesas de conferencias?

Por lo menos ellos lo lograron, ¿no?

No,

no sólo de gari o de ugali

vive el hombre.

En consecuencia

no nos quejamos de los

costosos viajes a

«facultades» extranjeras donde

los nombran doctores honorarios

y lo celebran con té e

insípidos pasteles sajones

hechos por señoras sajonas todavía más insípidas…

Tampoco nos importa

que cuando regresan aquí,

habiendo hipotecado el país

por más de mil años

para mantenerse sobre nuestras espaldas

con navíos capitalistas y aviones fascistas,

nos

digan

que el agua de sus

tazas de wáter

es mejor que la que beben

los aldeanos…

Oh, gloria.

Mientras

el cólera se cobra las vidas

de sanos y fuertes pescadores,

los demás, bajo

techos llenos de goteras y calles sin iluminar,

harán repicar los tambores

y cantarán

bailarán

con

alegría

este año del aniversario de los lingotes de hierro

porque

tiene un apasionante atractivo

el morir a manos de un

hermano

que

lo

consiguió.

Ahora dicen que la carretera

a Ouagadougou es de primera categoría,

que la han reparado con dinero prestado por

los que saben dónde sembrar

—aun en un desierto—

para cosechar un millón de veces más.

—¿Y ahora has venido a Alemania? —preguntó Marija.

—Sí —repuso Nuestra Hermana.

Pero antes de Baviera, había estado en Francia, Bélgica, Holanda. Un día en Salzburgo, seis en los dos Berlines.

Berlín Occidental,

tan llamativa como

una prostituta tímida en una

bulliciosa fiesta de despedida

a bordo de un barco que se hunde.

Berlín Oriental,

tranquila como una casa encantada

la tarde de un domingo.

Dada la neutralidad de sus gustos, a Sissie no le gustó ninguna de las dos.

—Sissie, ¿quién paga todos esos viajes?

—Marija, hubo una época en que estaba de moda ser africano. Y compensaba mucho ser un estudiante africano. Y si eras un estudiante africano con ganas de viajar, viajabas.

Movimientos de Juventudes Cristianas

Movimientos de Juventudes Musulmanas

La Conferencia de los No-creyentes para la Juventud

Los Comités Coordinados para Estudiante

del Mundo Libre

Las Primeras Internacionales para Juventudes Socialistas,

Campos de Trabajo Internacionales para

Estudiantes No Alineados…

«Es dinero bien gastado.

Nadie tiene la culpa de que no sepan

cómo emplear sus

asombrosos recursos naturales.

»¡Pero antes

hay que apoyar a sus líderes

por siempre jamás!

»Y es bastante lícito

lograr la presencia de

una

o dos de estas personalidades,

para adornar sus aburridos discursos y resoluciones.

»Sabemos

lo

que

queremos:

las líneas aéreas también dan sus beneficios.»

Y algunos de nosotros nos parábamos preguntándonos

cuánto tiempo iba a durar aquello.

Marija tenía los ojos enrojecidos. Decía que desde que había conocido a Sissie le habría gustado tener más educación para poder viajar… No como cualquier turista. Sissie le dijo que lo sentía. Como no deseaba compasión, Marija sonrió, diciendo que era una suerte tener al Pequeño Adolfo, que iría a la universidad, viajaría y regresaría a contarle todos sus viajes.

—Sí —dijo Sissie.

Recordando a su propia madre,

a quien enviaba

versiones

descaradamente mutiladas

de sus viajes.

¿Cartas?

Una vez por viaje, aunque un viaje dure

toda una vida.

Se quedaron sentadas y el tiempo pasó volando. El falso crepúsculo había dado paso a la verdadera noche. La oscuridad había traído sus regalos de silencio y pesadez, haciendo que el más despreocupado de los mortales se preguntase, estando solo, sobre el lugar que ocupaba en todo aquello.

Sissie había estado mirando al suelo de un modo inconsciente, sin percatarse de que Marija la había estado observando todo el rato. Cuando Sissie levantó la cabeza y sus ojos se encontraron, a Marija se le arrebolaron las mejillas. Intensamente rojas.

Sissie se sintió incómoda, sin saber la razón. La atmósfera cambió.

Al comienzo de su amistad, Sissie había pensado un par de veces, mientras caminaban por el parque, el delicioso romance que habría vivido con Marija, si una de las dos hubiera sido un hombre.

En especial si ella, Sissie, hubiera sido un hombre. Había imaginado y paladeado las lágrimas, su angustia al saber que su amor era maldito. Pero se habrían hecho promesas el uno al otro que, como es natural, no habrían superado la prueba de su cumplimiento. Había imaginado las lágrimas de Marija…

Aquello era un juego, un juego que la había absorbido de tal manera que había olvidado quién era, y que era una mujer. En su imaginación, era uno de esos chicos negros en una de esas relaciones con muchachas blancas en Europa. Recordando algunas historias que había oído, se estremeció, horrorizada.

Primera Norma:

el invitado no Deberá Comer Sopa de Palmito.

Demasiado íntimo, demasiado pesada.

Pero mis hermanos no saben,

o, si lo saben, se olvidan.

¿Sí?

Hay

excepciones,

preciosas excepciones,

¿éxitos maravillosos?

Pero ¿y los demás?

Lloro a

los Negros que perdieron el juicio

—a todo Negro que haya perdido el juicio—

porque un sastre de pobres

no se puede permitir el lujo de tirar sus

retales:

Cuerpos Negros Preciosos

convertidos en cadáveres de un gris elefante,

desparramados por todo el mundo occidental,

echados en las vías del tren para que

los expresos de medianoche los desfiguren

todavía un poco más,

expuestos a chorros de agua fría

enterrados bajo matorrales y nieve

con el pene mutilado.

Marija dijo quedamente:

—¿Querrás comer algo ahora, Sissie?

—No, Marija, no tengo hambre. Es muy tarde, creo que tendría que regresar.

—Yo tampoco tengo hambre. Pero has dicho que te gustaría ver al Pequeño Adolfo, ¿verdad? ¿Y puedo enseñarte también el piso de arriba de la casa?

—De acuerdo —dijo Sissie, saliendo lentamente de su miseria para entrar en un mundo donde la necesidad de pagar las hipotecas y de irse de vacaciones hacía que las habitaciones de los matrimonios estuvieran vacías y pudieran ser visitadas por los extraños.

Ambas se pusieron en pie y se estiraron. Mientras subían las escaleras, a Sissie se le borraron todas las imágenes de la modernidad del siglo XX. Por el contrario, debido a lo avanzado de la noche, le parecía como si no estuviera ascendiendo sino descendiendo hasta el fondo de una primitiva caverna. A la derecha, a la izquierda, otra vez a la derecha, ya.

Sissie silbó.

«La que silba

o es puta

o bien es una bruja», decían los viejos.

Sissie silbó.

No conocía dioses desagradables.

Sólo había oído hablar de ellos.

Lo cierto es que la habitación parecía haber sido excavada en una roca gigantesca existente en la imaginación del arquitecto. Triángulos y rincones perdidos por todos lados. Paredes blancas. Una cama blanca gigante, blanda, que esperaba ser utilizada.

Habla bajito

pisa suavemente.

Es un lugar sagrado

un santuario de sueños velados.

Y en verdad Sissie estaba segura de que no tenía derecho a estar allí. ¿Y Marija? Sissie no podía relacionarla con aquel dormitorio de aspecto desolado o con su sencilla elegancia funeraria. Pero, de cualquier forma, allí estaba ella, moviéndose silenciosa, aquella extraña Marija, tocando esto y aquello, como si también fuese la primera vez que entraba en aquel cuarto.

Había una mesilla a cada lado de la cama. En una no había nada. La otra tenía un libro, un pañuelo… Justo enfrente del lecho había un tocador empotrado, una estantería en forma de media luna que salía de la pared, haciendo que esa parte de la habitación pareciese un bar. En la estantería se alineaban productos embotellados de la industria cosmética. Frágiles armas para una guerra feroz. Se erguían, altos y elegantes, con cuellos estilizados y abdómenes panzudos, con tapones dorados que brillaban sobre cuerpos que exudaban una delicada femineidad en su exquisitez de color pastel. Cremas rosas y azules. Más lociones rosas y azules. Alimentos para la piel, de color blanco lechoso o verde aguacate, que pregonaban solemnes orígenes científicos.

Sissie no tenía la más ligera idea del uso que se hacía de algunos de ellos. Todos tenían aspecto de ser caros. Algunos estaban todavía dentro de la caja, por lo que no parecía que se utilizasen en exceso.

Sissie sintió los dedos fríos de Marija en su pecho. Marija acariciaba el pecho de Sissie con los dedos de una mano mientras con la otra tanteaba su talle una y otra vez, buscando algo a lo que agarrarse.

La mano izquierda la hizo despertar a la realidad del abrazo de Marija. El calor de sus lágrimas en su cuello. El ardor de sus labios contra los suyos.

Impulsivamente, como se hace en una pesadilla, Sissie se soltó. Lo hizo con mucho esfuerzo, lo que era innecesario; de modo que golpeó sin querer a Marija en la mejilla derecha con el dorso de la mano derecha.

Todo ocurrió en un segundo. Dos personas mirándose fijamente. Dos bocas abiertas de incredulidad.

Sissie pensó en su casa natal. En el tiempo en que era una niña en el poblado. En lo mucho que le gustaba dormir en la alcoba cuando llovía, envuelta por completo en una de las telas akatado de su madre, mientras ésta trituraba fufu en la antealcoba que también hacía las veces de cocina cuando llovía. Oh, acurrucarse envuelta en la tela de madre mientras llovía. Cada vez que llovía.

Y ahora, ¿dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Quién manejaba las cuerdas que la habían atraído hasta aquellas tierras de abetos donde no mucho tiempo atrás los seres humanos alimentaban sus piras funerarias con otros seres humanos, y donde ahora una joven ama de casa aria besaba a una joven negra con tal desesperación, en medio de su cámara nupcial, en la intimidad de su clase media baja? ¿Un nido de amor en una buhardilla que ahora sólo parece un nido, pues el amor se fue con las hipotecas y las expectativas de vacaciones?

La voz de Marija le llegó desde muy lejos, leve, temblorosa y henchida de lágrimas viejas.

—Éste es nuestro dormitorio. El de Adolfo Mayor y yo.

¿Quién es Adolfo Mayor?

¿Cómo es?

Adolfo Mayor, el padre del Pequeño Adolfo,

naturalmente.

¿Pero cómo va a creer uno en la existencia de este ser? Te haces amiga de una mujer. Una mujer cualquiera. Y tiene un hijo. Y visitas su casa. Invitada por la mujer, claro. Todas las tardes durante muchos días. Y cada vez te quedas durante horas, pero nunca ves al marido, y una tarde la mujer te atrapa en un abrazo, sus dedos fríos en tu pecho, sus lágrimas cálidas en tu cara, sus labios ardientes en tus labios. ¿Te vas a tu poblado de África y dices…, qué dices, incluso desde el principio de la historia: que conociste a una mujer casada? No, no resultaría fácil hablar de esta mujer blanca con alguien del poblado… Mira qué pálida se ha puesto de pronto, mientras se mueve temblorosa, como perdida en su propia casa.

Marija lloraba en silencio. En uno de sus ojos empezaba a apuntar el brillo de una lágrima. Sólo del ojo izquierdo. El ojo derecho estaba completamente seco. Sissie sintió dolor al ver aquella lágrima solitaria. Que siempre brota de un solo ojo. De pronto Sissie comprendió. Lo había visto una vez y no lo iba a olvidar jamás. Vio el cuadro del humo espeso que era como una nube de lluvia sobre las chimeneas de Europa…

S

O

L

E

D

A

D

Cayendo siempre en forma de lágrima del ojo de una mujer.

¿Así que era aquello?

Negreros y traficantes de esclavos prepotentes.

Descubridores solitarios.

Aventureros caminantes y cazadores de leones.

Misioneros que se arriesgaban a acabar en la olla de los

caníbales para llevar el mundo a las hordas paganas.

Especuladores de oro, diamantes, uranio y cobre,

para no hablar del petróleo.

Predicadores del apartheid y celosos educadores.

Guardianes de la Paz Imperial y propietarios

de plantaciones homicidas.

El Señor Comandante y la Señora

Esposa del Comandante.

Miserables rufianes y desgraciadas prostitutas cuya única

distinción en la vida fue que al menos fueron mejores que

los nativos…

Cuando la habitación empezó a dar vueltas alrededor de ella, Sissie supo que tenía que aguantarse las ganas de llorar. ¿Por qué iba a llorar por ellos? De hecho, era más fuerte en ella el deseo de preguntarle a alguien por qué el mundo entero ha tenido que pagar y está pagando todavía la desdicha de algunas personas. Allá estaba. Seguía cayendo.

Una vez, hace muchos años, una misionera fue a la costa de Guinea. No a buscar el polvo de oro legendario que hacía relucir las arenas de la orilla. Tal vez no. Sino para ser la directora de una escuela femenina… Transcurrido un tiempo, dicen que se convirtió en una acechante tigresa cuyas inmensas mamas jamás alimentaron a un cachorro. Dedicó primero su juventud y luego el resto de su vida a educar y enderezar a chicas africanas. Pero había en ellas una cosa que no podía soportar ni entender, y era que «nunca decían la verdad» y siempre se estaban riendo por lo bajo. La volvían loca.

Dicen que lo que le descompuso el alma fue que una noche, en una de sus rondas nocturnas regulares, descubrió a dos chicas juntas en una cama. Aunque era noche cerrada, dicen que vieron que primero se ponía pálida. Luego, colorada.

—¡Por Dios, niña!

¿Es que tu madre es salvaje?

No, señorita.

—¿Es tu padre salvaje?

—No, señorita.

—Entonces,

¿por

qué

vosotras

sois

salvajes?

Risitas, risitas, risitas.

Atrevidas niñas africanas

que se tronchan

al oír y

ver

a una mujer soltera europea

descompuesta ante

dos niñas en la misma cama.

Pero,

señora,

no se trata

simplemente

de salvajes…

Por lo aprendido hasta ahora.

Viva

la maravilla del inglés

el glorioso

eufemismo.

Porque,

señora,

no es exactamente s-a-l-v-a-j-e

sino un

D-e-l-i-t-o

un Pecado

S-o-d-o-m-í-a,

por lo aprendido hasta ahora.

Sissie miró a la otra mujer y volvió a desear que, por lo menos, fuera un chico. Un hombre.

—¿Y por qué lloras? —le preguntó a la otra.

—Por nada —le respondió la otra.

Y ¿cómo

se consuela a la

que llora por

una pérdida colectiva?

Volvieron a la enorme cocina. Tenían que hacerlo. Y Marija tendría que haber puesto la mesa para dos. Sacar los fiambres fríos. Lonjas de jamón frío. Lonjas de cordero frío. Trozos de pollo frío. Rodajas de salchichas frías. Lonjas de queso. Aceitunas. Pepinillos en vinagre. Chucrut. Todo frío como una piedra. Pero todo sacado del frigorífico o de algún rincón de la cocina con una afectuosa familiaridad.

A Sissie siempre le chocaría aquello. Comida fría. Aun después de haber enseñado a su lengua a aceptarla, nunca llegó a entender por qué la gente comía comida fría. Comer alimentos cocinados normalmente que se habían enfriado, sin preocuparse en volver a calentarlos, ya era bastante desagradable. Pero llegar a enfriar la comida para comérsela después, estaba por encima de su entendimiento. Al final, decidió que tendría algo que ver con los cutis blancos, los cabellos rubios sedosos y los climas muy fríos.

Marija preparó café y llevó el pastel. Plano, esponjoso y, encima, el rojo oscuro y derretido de la jalea de ciruelas. Ciruelas. Aquello sí que era una mermelada de fiesta. Sin embargo, también estaba claro que ninguna de las dos tenía el estómago como para comer pastel de ciruelas. Ni ninguna otra cosa. Cortaban trocitos pequeños, en intervalos muy espaciados, se los metían en la boca, masticaban, tragaban, masticaban, tragaban.

Marija preguntó a Sissie por su familia.

—Siete de nosotros somos hijos de mi madre y dieciséis de mi padre.

Las dos estallaron en una carcajada. Después de la risa, Sissie explicó a Marija más cosas sobre su familia…, sobre la poligamia. Sobre lo que le habían parecido sus ventajas, pero admitiendo también que, básicamente, era muy injusto.

Cuando Sissie se dio cuenta de que ya habían roto el hielo, se le ocurrió también que si Quienquiera que nos creó nos dio tanta capacidad para la pena, también nos había dotado de risa para hacer que la vida, de alguna forma, fuera más llevadera.

—¿Cuándo es tu cumpleaños? —preguntó Marija a Sissie. Esta última le dio una respuesta.

Habían sido gemelos.

Su madre estaba embarazada tres meses

antes del gran terremoto, y

estuvieron diez meses en su seno.

Ella también preguntó a Marija su fecha de nacimiento. Por pura cortesía. Sabiendo además que se iba a olvidar de aquello y de muchas otras cosas. Ella, que nunca recordaba el día en que había nacido.

Como de costumbre, Marija acompañó a Sissie hasta la puerta del albergue juvenil. Entonces, de repente, cuando se daban las buenas noches, Sissie se acordó de que se marchaba dentro de una semana. Dentro de unos días se habría marchado.

Adiós a

uno de los castillos más grandes de toda Alemania,

a la pompa silenciosa y a las miserias podridas.

Adiós a Marija. Sabía que no podía hablarle a Marija de su partida inminente de la región. Aquella noche no. No era aquélla una noche para sugerir lucubraciones sobre el paso del tiempo, o sobre nuestra mortalidad.

Veía que hay tantos adioses como holas, y que nos morimos en cada separación. Sissie no tenía el tipo de valor que se necesitaba para comunicar a Marija, a esas horas, que pronto se iría de aquella región.

Se separaron. Cuando entró en su dormitorio, descubrió que todos sus compañeros estaban durmiendo. Tanto mejor, pues ni ella ni Marija se habían acordado de la habitual bolsa de papel y su delicioso contenido.

En los pocos días que quedaban, los jóvenes dejaron de ir al criadero de abetos. En su lugar, como punto final del programa, los llevaron por los pueblos de Baviera, a ver los festivales y conocer las danzas populares. Siempre había un aire de fiesta en los lugares donde iban. Y bebían en famosas jarras en forma de zapato, les presentaban a funcionarios de distrito y locales que les hablaban de las reformas educativas y de las aportaciones de su país a la ayuda extranjera internacional destinada a las naciones en desarrollo. Y de paz…

Por lo aprendido hasta ahora,

una se pregunta si sus

esposas habrán sido alguna vez

cerdos de Guinea para probar

a píldora y otros

medicamentos

como dicen

que ocurre con

las mujeres de los mineros, con

las mujeres de los agricultores de los

rincones remotos de las

repúblicas bananeras y otros

denominados países en vías de desarrollo.

Oh.

Déjame llorar por

el Hombre al que traicionamos

el Hombre al que asesinamos.

Pues

¿qué otro hombre vive

aquí

que se atreva a decir a

estos guardianes de mi paz, y

a aquellos

benefactores explotadores

que olviden

mis problemas de

ignorancia

enfermedad

pobreza…

que interrumpan

sus mediocres préstamos humanos

que se metan

las píldoras donde

les quepan?

Conozco a un

profesor de geopolítica loco

al que nadie escucha:

que dice

que el peligro no ha sido nunca

la superpoblación.

Porque

la Tierra tiene capacidad para sostener

más del doble de los millones de gente

y suficiente para alimentarla.

Pero

preferimos

matar

que

pensar

o

sentir.

Hermano mío,

el nuevo juego es tan

eficiente,

menos sucio…

Un puñado de miembros arrugados

tan sólo

un puñado de semillas marchitas.

Ah-h-h,

Señor,

sólo una mujer Negra

puede

«agradecer

una humanidad suicida»

con su

muerte.

Llegó su última noche. Poco después de que Sissie y sus compañeros llegaran de un viaje por los famosos lagos y montañas de la región, le dijeron que Marija la estaba esperando en recepción. Se cambió rápidamente y salió a su encuentro.

Marija pudo ver que Sissie estaba cansada. Tal vez no tan cansada como para que la conversación se le hiciera pesada. Pero hacerle atravesar la ciudad hasta su casa hubiera sido excesivo. Acordaron, pues, dar sólo un paseo alrededor del castillo y mirar el río. Marija había traído al Pequeño Adolfo y Sissie la notaba algo excitada. Pero como no sabía cómo decirle que aquélla era su última noche en la ciudad, esperó a que ella empezara a hablar.

—Mañana al mediodía vienes a comer a casa, ¿sí? Voy a cocinar. Adolfo Mayor estará en casa.

Sissie le dijo suavemente:

—No puedo ir. Lo siento.

La otra detuvo sus pasos de inmediato, soltando el cochecito del niño. Su reacción asustó al niño, que empezó a llorar. Su madre lo cogió en brazos e intentó consolarlo. Se había puesto muy pálida. Y luego muy colorada. Sissie estaba casi encantada con esta magia del sonrojarse y palidecer. Al conocer a Marija había tenido su primer encuentro personal con el fenómeno.

—¿Por qué no puedes venir?

En este momento, Sissie empezó a sentirse avergonzada y desdichada, pues, aparte de todo lo demás, temía que, en su agitación, a Marija se le cayera el niño de los brazos.

—¿Por qué no puedes venir?

—Tenía que habértelo dicho antes. Mucho antes, Marija.

—¿Qué? —preguntó Marija, mientras volvía a colocar a su hijo, algo más tranquilizado, en el cochecito. Está claro que a las madres no se les caen los niños así como así.

—Me voy mañana.

—¿Adónde vas?

—Vuelvo al norte.

—¿Qué norte?

—Frankfurt, Hannover, Gotinga, donde estaré en otro campamento de la frontera oriental. Luego, después del campamento, regresaré a mi país.

—¿Y te tienes que ir ahora a ese campamento? ¿Mañana mismo?

—Sí, Marija. Tengo que aparecer por allá por lo menos unos días.

—Esto es muy triste, Sissie.

Lo era. La tristeza no estaba en sus palabras sino en su voz. Sus ojos. De pronto, del otro lado del río llegó una bocanada de aire, como si hubiese pasado un fantasma. Y lo que quedaba del día se replegó sobre sí mismo y murió.

¿Tal vez

hay ciertos encuentros

que no deberían producirse?

¿Niños que no deberían nacer?

Que llegan sin nada que nos enriquezca,

demasiado breve la duración de su estancia…

Sólo

nos dejan

las penas y dolores de

lo-que-podría-haber-sido-pero-no-fue

¿Tiempo y energías perdidas que

destrozan nuestra juventud

nos hacen más viejos, pero

no más sabios,

más pobres a pesar de todo?

—Y, de todas formas, dentro de un mes volverán a abrir mi universidad.

—Un mes, Sissie; ¿y te vas ahora?

No se iban a quedar paradas allí para siempre, así que, sin ser conscientes de lo que hacían, Marija empezó a empujar de nuevo el cochecito de su hijo, mientras Sissie le seguía el paso.

Sissie se sentía absolutamente acorralada.

—Un mes no es demasiado cuando se viaja —dijo a la defensiva.

—¿Ah, no?

—Y además tengo que hacer dos paradas por el camino.

—¿Por qué?

—Tengo que visitar a algunas personas.

—¿Aquí? ¿En Alemania?

—Una aquí. En Hamburgo.

—¿Qué hace en Hamburgo? ¿Quién está allá?

—Es una amiga. Una chica…

—…

—Cuando me marché de mi país, su madre me hizo prometer que no volvería a casa sin haber visto a su hija con mis propios ojos. —¿Por qué?

—Para poder decirle cómo está realmente.

—¿Sí?

—Sí. ¿Sabes? En el fondo, a nuestra gente no le acaba de gustar que sus hijos vengan a Europa o a cualquier otro sitio al otro lado del mar.

—¿Por qué?

—Porque les puede suceder cualquier cosa.

—Pero a la gente que está en casa, también le puede pasar algo, ¿no?

—Marija, no es fácil ser razonable en todo momento.

—Sí —asintió Marija en voz baja, consciente tal vez de que en ocasiones también a ella le costaba ser razonable. Luego, dijo con timidez—: Los estudiantes… ¿escriben cartas a sus casas?

—Sí —respondió Sissie—. Pero si no puedes mirar a alguien a los ojos, ¿cómo puedes saber si está diciendo la verdad?

—No puedes —corroboró la otra mujer.

—¿Y si está hablando desde el otro lado de los mares?

—Es imposible, ¿no?

—Sí, Marija. Por eso nuestra gente tiene un dicho que afirma que el que diga que su testigo está en Europa es un embustero.

—¿Testigo? ¿Qué es testigo?

—Como en los juicios, alguien que habla a tu favor.

—Eso es un abogado.

—No. No necesariamente. Me refiero a alguien que puede demostrar que está en una posición que le permite saber que el acusado no dijo o hizo lo que se le imputa.

—Ah, ya. Y ¿qué dice tu gente de los testigos?

—Que el que insista en que su testigo está en Europa es un embustero.

Marija soltó una risita que traicionó su estado de ánimo anterior.

—¿Y qué vas a hacer a Londres?

—Voy a ver a un amigo.

Volvió a sonrojarse vivamente.

—Ya, ya, ya. Vas a ver a un amigo. Es muy importante, ¿verdad? Y te tienes que ir de aquí enseguida, ¿verdad?

Sissie se estaba poniendo un poco nerviosa con Marija y la excitación que le producía aquella noticia. Desde luego, sería muy agradable ir a ver a Quien fuese. Pero, que fuera tan importante, ya no estaba tan segura. ¿Acaso Marija sentía celos?

Marija le dijo:

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Me olvidé. Lo siento, Marija.

—Es muy triste que te hayas olvidado.

¿Por qué

pensamos siempre

que los otros están

locos,

sólo porque nos quieren?

Sissie se sentía como una hija de puta. No una puta. Una hija de puta.

Marija dijo temblorosa:

—¿Sabes lo que he hecho, Sissie?

—No. ¿Qué has hecho?

—Sí. Encargué un conejo al carnicero. Me lo ha traído hoy. Es tierno y limpio. Lo cocinaba especialmente en tu honor. Mañana lo cocinaré… Adolfo Mayor estará en casa… Comeremos todos juntos. Yo. El Pequeño Adolfo. Adolfo Mayor.

—Oh. Bueno, Marija, yo no puedo ir. Escucha, ¿sabes cómo programan a un visitante extranjero como yo? Han enviado toda clase de billetes, tren, avión, todo con las reservas confirmadas.

—…

—Marija, no puedo hacer nada. Creo incluso que el jefe del campamento…

—Pero no me lo dijiste. Y yo dije, el domingo haré conejo para Sissie.

De improviso, algo estalló en Sissie, como si fuera fuego. No sabía exactamente de qué se trataba. No era doloroso. No dolía. Por el contrario, era un calor agradable. Porque mientras observaba a la otra mujer allí de pie, mordisqueándose los labios, agarrando con fuerza el cochecito del niño y tan descompuesta, ella, Sissie, sentía ganas de reír, y reír y reír. Era evidente que estaba disfrutando al ver a aquella mujer dolida. No era algo que hubiese deseado. Y tampoco parecía que pudiese controlarlo, esa dulce sensación inhumana de ver retorcerse a otro ser humano. El descubrimiento de que herir a alguien puede producir placer la golpeó como una piedra. Un placer intenso, tridimensional, un deleite exclusivamente masculino, estimulante más allá de toda medida. Y se preguntaba si también aquello sería un don de Dios al hombre.

—¿Por qué no me lo dijiste antes de hacer todos estos planes? —preguntó Sissie a la otra mujer.

—Era una sorpresa para ti —respondió Marija con timidez.

—Bueno, mala suerte. Tendréis que comeros mi porción de conejo.

La perplejidad de Marija no tenía límite.

Sissie se daba cuenta de ello. Lo veía en sus ojos incrédulos, en sus manos inquietas y en sus labios, que no dejaba de mordisquear.

Pero, oh, su piel. Parecía que la piel de Marija fuese al compás de sus emociones, encendiéndose y apagándose como un letrero luminoso. Y mirándola a la luz del sol estival del crepúsculo, Sissie no pudo dejar de pensar que debía de ser algo muy peligroso eso de ser blanco. Te hacía estar horriblemente indefenso, terriblemente vulnerable. Como haber nacido sin piel o algo así. Como si el Creador hubiera dado forma al cuerpo humano y luego lo hubiera metido en una bolsa de polietileno en lugar de darle la capa protectora ordinaria, y lo hubiera soltado en el mundo.

Dios mío, se preguntaba, ¿será ésta la razón por la cual en general tienen que ser extremadamente feroces? ¿Es así como se sienten seguros aquí, sobre la tierra, bajo el sol, la luna y las estrellas?

En aquel momento se dio cuenta de que si seguía aquella línea de pensamiento, podía hacer alguna locura… Por fortuna, Marija continuaba hablando.

—Decía…, decía, Sissie, ¿a qué hora te vas mañana?

—… Perdona, no te había oído bien… A una hora espantosa, muy de mañana. Muy temprano.

—A las seis y treinta, ¿verdad? Sólo hay un tren que vaya de aquí a Munich a primera hora de la mañana.

—Sí…, sí. Debe de ser ése.

—Iré a despedirte.

—¿Por qué te vas a molestar? No tienes por qué perder horas de sueño… Y, de todas formas, detesto las despedidas de última hora.

Marija se limitó a mirarla con fijeza. Y ella comprendió que su última frase había sido totalmente innecesaria. Se produjo una prolongada pausa durante la cual ninguna de las dos dijo una palabra. Luego Marija reanudó su batalla.

—Iba a cocinarlo con salsa francesa, el conejo, mit vine und garlic und käse…, queso. ¿Sabes, Sissie?

Y Sissie se percató por primera vez de que, en el poco tiempo que había durado su amistad, cuanto peor se sentía Marija, más alemán se volvía su inglés.

—Marija —dijo Sissie, intentando no traslucir su enojo—, has dicho que Adolfo Mayor estaría en casa mañana.

—Sí.

—Mmmm. ¿Seguro que el conejo no era para él?

—Pues no…, sí…, pero… pero…

—Bueno, haremos ver que era para él y nos animaremos… Además, no está bien que una mujer disfrute cocinando para otra mujer. Bajo ningún concepto. No se hace. No es posible. Las comidas especiales son para los hombres. Son el único sexo al cual el Creador le dio una boca para disfrutar de la comida. Y la mujer, la eterna cocinera, nunca está tan contenta como cuando ve a un hombre disfrutando lo que ella le ha cocinado; ¿eh, Marija? Así que dale el conejo a Adolfo Mayor y observa cómo lo disfruta. Por mí. Y aun mejor, por ti misma.

También esta vez Marija observó a Sissie con una extraña concentración. Pero no entendía ni una sola palabra. Porque, por serio que pareciese, Sissie sólo estaba contando un chiste bastante sutil.

Después de hacer daño

intentamos ser graciosos

y caernos de bruces,

olvidándonos de que para

el que sufre

la Comedia es

la Tragedia y

ésta es la

respuesta al

acertijo.

Se dijeron adiós y se separaron.

Al día siguiente, al despuntar el alba, Sissie se marchó del albergue junto con otros del grupo que también iban hacia el norte del país.

Dejó uno de los castillos más grandes de toda

Alemania…

Su río

su foso seco

sus gritos silenciosos en las mazmorras

se los llevó el tiempo…

Ambiciosos propietarios guerreros

y sus

blanqueados huesos.

El tren llegó al cabo de pocos minutos de esperarlo. Entonces Sissie vio a Marija corriendo hacia ellos, con una bolsa de papel de estraza en la mano. Sin que viniera a cuento, pensó en que Marija debía de haberse levantado muy temprano.

Marija chocó contra Sissie, la abrazó, sonriendo y con la sospechosa lágrima brillándole ya en las pestañas.

—Oh, Marija —dijo Sissie.

Y eso fue todo lo que pudo decir. Luego, el tren estaba allí. Se quedaron de pie mirándose, sin encontrar palabras, que, de todas formas, hubieran sido vacías.

Por fin, Marija se inclinó y besó a Sissie en la mejilla. Nuestra Hermana no dio rienda suelta a un sentimiento de ultraje que le brotaba, reconociendo en aquel gesto una maldita costumbre.

Mientras tanto, sus compañeros de viaje le hacían señas para que se diera prisa y subiera al tren. Marija le tiró a las manos la bolsa de papel cuando se apresuraba a subir al vagón. Era un tren local y no iba muy lleno.

Ella sentada junto a la ventana, el tren que anunciaba la partida, Marija que hablaba precipitadamente.

—Sissie, si tienes tiempo, en Munich, si el tren te da tiempo, Sissie, antes de ir al norte, por favor, no te lo pierdas, párate en Munich, aunque sólo sea para pasar un rato… Por favor, Sissie, tal vez sólo un par de horas. Tal vez esta mañana. Y te vas por la tarde. ¿Sí?

—¿Sí, Marija?

—Porque München, Sissie, es nuestra ciudad, Baviera. Nuestra propia ciudad… Tan bonita que tienes que verla, Sissie. Te iba a llevar allá. Las dos. A pasar un día. Por favor, Sissie, visita München. Hay mucha música. Museos.

El tren empezó a moverse. Allí, en el andén, estaba Marija. Para quienes las cosas son sólo lo que parecen, una joven mujer bávara…, no una adolescente, pero tampoco anciana, con cabello castaño corto, muy corto, sonriendo, sonriendo, sonriendo, mientras una enorme lágrima le corría mejilla abajo.

¿München

Marija

Munich?

No, Marija.

Puede que ella lo prometa,

pero no que lo cumpla.

No perderá

un minuto precioso

para ver Munich y perder un tren.

Marija,

nada del

mundo occidental es una

necesidad…

Ninguna ciudad es santa,

ningún lugar es sagrado.

Ni Roma,

ni París,

ni Londres…

Ni Munich, Marija,

y los porqués y paraqués

deberían ser evidentes.

Munich no es más que un sitio…

otra conexión donde encontrar a

un hermano y cambiar impresiones.

Ella dijo: —Hola Hermano.

Él dijo: —Hola Hermana.

—Soy de Surinam.

—Yo soy de Ghana.

Se sentaron en un restaurante de la estación

comieron con fornidos obreros alemanes

la versión centroeuropea de un

plato afrohispanocaribeño:

carne, maíz y guindillas

¿te gusta?

Y hablaron de

Barcelona y de toros,

España…

Donde un viejo

está sentado sobre los sueños de un pueblo…

Donde dicen que no hay

discriminación contra los NEGROS

¿Ah, sí?

Cuando un imperio está en declive,

cae,

sus esclavos son

perdonados

tolerados

amados.

Podría suceder otra vez, hermano,

está sucediendo ahora…

Deja pues a la Pantera que mantenga

afilados

sus garras y

colmillos…

Munich, Marija,

es el Adolfo Original de los tipos agitadores

y pendencieros que buscaban

un

Führer…

Munich es

el primer ministro Chamberlain

apresurándose a salir de su isla para

apaciguar,

mientras las Mamás Judías

recién enviudadas se preguntaban

qué cacerolas y sartenes

podían salvar.

En 1965

Rhodesia se proclamó independiente

y el primer ministro dijo, lógicamente,

desde su isla:

—La situación

no ha cambiado,

no podemos luchar contra

nuestros propios parientes.

O algo así.

Ah. München,

Marija,

Munich…

Es una lástima, Marija.

Pero

son los seres humanos,

no los lugares,

los que forman los recuerdos.

¿Nein?

El tren estaba decidido a devolver a Nuestra Hermana a sus orígenes. Pronto la ciudad desapareció de la vista. Era demasiado pronto para tener hambre, pero por curiosidad abrió la bolsa marrón. Había bocadillos de salchicha, algunos dulces, una lonja de queso y ciruelas.