La luna de lluvia

COLETTE

—Yo podría —me dijo la madura señorita—, sí, podría perfectamente llevarle en persona la copia mecanografiada, ya que no le agrada la idea de enviarla por correo.

—¿De veras? Sería muy amable por su parte. No sería necesario que se tomara la molestia de venir a buscar mi manuscrito; salgo a caminar todas las mañanas, así que podría traérselo a medida que lo fuera escribiendo.

—Es un hábito muy sano —dijo la señorita Barberet.

Esbozó una ligera sonrisa, mientras se llevaba la mano al hombro derecho, un poco más abajo de la oreja, para arreglar uno de los dos pequeños tirabuzones de rubios cabellos con algunas hebras blancas, que llevaba sujetos a la nuca por un lazo de tafetán negro. Este detalle de su peinado no impedía que la señorita Barberet tuviera un aspecto correcto y agradable, desde los ojos de color azul pálido hasta sus delgados pies, desde la fina boca prematuramente envejecida hasta la mano delicada cuya piel transparente dejaba entrever el movimiento de sus huesecillos. Su impecable cuello blanco planchado y su vestido de un negro uniforme sugerían la compañía de un par de manguitos de lustrina, atributo de los antiguos escribientes. Pero las mecanógrafas, que no escriben, ya no usan esos manguitos hasta el codo…

—¿Se ha quedado usted de momento sin secretaria, señora?

—No… La muchacha que copiaba mis manuscritos acaba de casarse. Pero no tengo secretaria. La verdad es que no sé qué hacer con una secretaria. Todo lo escribo yo. Y, además, mi apartamento es tan pequeño que oiría demasiado la máquina de escribir…

—¡Oh! Comprendo, comprendo —dijo la señorita Barberet—. Por mi parte, trabajo para un señor que sólo escribe en la mitad derecha de las hojas. Otra vez escribí a máquina por un tiempo para el señor Henri Duvernois, quien no aceptaba más que papel amarillo claro.

Con una sonrisa de suficiencia, perdonó sin distinciones todas las manías de quienes emborronan papeles y ordenó dentro de una carpeta —no dejé de observar que el color del cartón combinaba con el azul de mi papel— las aproximadamente sesenta hojas que yo había llevado.

—Yo vivía en este barrio, en otras épocas. Pero ya no lo reconozco… Han modificado, han construido; hasta la calle ha desaparecido, o al menos ha cambiado de nombre. ¿Estoy en lo cierto, señorita?

La señorita Barberet se quitó las gafas con un gesto amable, de modo que sus ojos azules dejaron de verme y su mirada sin propósito se perdió en el vacío.

—Sí, creo que sí —dijo con poca convicción—. Debe de estar en lo cierto.

—¿Hace mucho que vive aquí?

—Sí, sí —dijo con voz animada. Pestañeó como si estuviera mintiendo.

—Creo que antes había una hilera de casas, enfrente, que ocultaba la pendiente…

Me puse de pie para aproximarme a la ventana y salí del círculo de claridad que la pantalla de metal verde proyectaba sobre la mesa. Pero no logré ver gran cosa del paisaje exterior. Las luces de la ciudad no hacían mella en el azul del atardecer, que llegaba temprano en febrero. Levanté con la frente la cortina de estameña y apoyé la mano sobre la falleba. Al instante experimenté el ligero vértigo, más bien agradable, que suele acompañar a los sueños de caídas y de vuelos… Pues yo apretaba en la mano la extraña falleba, la sirenita de metal fundido cuya forma mi palma no había olvidado después de tantos años. No pude evitar volverme bruscamente con aire inquisitivo.

La señorita Barberet no se había vuelto a colocar las gafas, de modo que no advirtió nada… Mi interrogación se desplazó de su rostro servicial y miope hasta las paredes de la habitación, cubiertas casi por completo con oscuros grabados en acero enmarcados de negro, litografías en color que reproducían a Chaplin —la mujer rubia con un collar de terciopelo negro— y a Henner, e incluso marcos de paja —una labor en desuso—, cuyos dorados tubos ninguna muchacha de hoy en día sabe ya cómo unir. Quedaban algunas pulgadas de empapelado desnudo entre una ampliación fotográfica y un manojo de espigas de centeno: pude distinguir en él unas rosas que apenas conservaban su color, unas campanillas violeta que se habían vuelto grises y unas fibrillas azuladas de follaje; en una palabra, la sombra de un ramo, repetido cien veces de un extremo a otro del muro y que yo no podía dejar de reconocer. Las dos puertas, a la derecha y a la izquierda de la chimenea tapiada y convertida en estufa, también me resultaron inteligibles y, más allá de sus dos hojas idénticas y cerradas, reviví todo lo abandonado hacía largo tiempo.

Tuve el presentimiento de que, detrás de mí, la señorita Barberet debía de estar impaciente, y reanudé la conversación.

—Es bonita esta vista…

—Sobre todo, hay mucha claridad por tratarse de un primer piso. Permítame que ordene sus páginas, señora; veo que hay un error de numeración. La tres está después de la siete, y no encuentro la dieciocho…

—Eso no me extraña, señorita Barberet. Ordene, ordene…

«Sobre todo, hay mucha claridad…» ¿Claridad, en ese entresuelo en el que, casi en todas las estaciones del año y a cualquier hora del día, yo encendía una pequeña araña bajo el rosetón del cielo raso? En ese mismo cielo raso se extendió una súbita aurora amarilla. La señorita Barberet acababa de encender una copa de cristal veteado que semejaba ónix, y éste reflejaba su luz sobre el rosetón central, el mismo rosetón ornamental bajo el cual, antaño, una rama de metal dorado florecía en cinco corolas de opalina azul.

—¿Muchos errores, señorita Barberet? En especial, muchas tachaduras.

—¡Oh! Suelo trabajar con manuscritos con muchas más correcciones. ¿Cómo desea que le haga la segunda copia? ¿En violeta o en negro?

—En negro. Dígame, señorita…

—Me llamo Rosita, señora. De cualquier modo, es más bonito que Barberet.

—Señorita Rosita, voy a abusar de su amabilidad… Advierto que he traído mi texto completo, y no tengo borrador. Si me mecanografiara la página sesenta y dos podría llevármela para retomar el hilo…

—Pero claro, señora, enseguida. En cuestión de unos minutos; sin vanagloriarme, mecanografío deprisa. Siéntese, por favor.

Lo único que yo quería era, justamente, quedarme unos minutos, buscar en esta habitación las trazas, si las había, de mi estancia; asegurarme de que no me equivocaba, asombrarme ante un empapelado preservado por las sombras que, con el correr de los años, no se había convertido en desfigurados jirones. «Sobre todo, hay mucha claridad…» Una operación de saneamiento, o simplemente la especulación, había, pues, demolido, en el lado opuesto de la calle, todas las casas adosadas que antaño me ocultaban la desconocida ladera de una colina parisiense…

A la derecha de la chimenea —una pequeña estufa de leños, flanqueada por su provisión de tablas, losas alquitranadas y viejos listones de madera, que emitía un suave ronquido— veía una puerta y, a la izquierda, otra igual. Por la de la derecha solía entrar en el dormitorio. La de la izquierda daba a un reducido vestíbulo, que se prolongaba en el cuartucho que yo había convertido en cuarto de baño instalando una media bañera y un calentador de gas. Otra habitación, muy oscura, bastante grande, que no utilizaba, servía de trastero. En cuanto a la cocina… Aquella minúscula cocina me devolvió a mis recuerdos con una extrema riqueza de colores; su antiguo verdulero, recubierto de cerámica azul, recibía en invierno la visita de un rayo de sol que se deslizaba hasta el hornillo también pasado de moda, encaramado sobre unas altas patas levemente Luis XV. Cuando, como suele decirse, no resistía más, me dirigía a la cocina, donde siempre encontraba algo que hacer: pulir el tubo articulado del gas, pasar un trapo de rejilla húmedo por la cerámica azul, vaciar el agua de algún ramo marchito y devolverle al vaso su diafanidad con un puñado de sal gruesa…

Dos grandes alacenas, al estilo de las alacenas para confituras, una bodega que sólo guardaba una estantería para botellas y ninguna botella…

—Enseguida acabo, señora…

Lo que me hubiera agradado especialmente ver era la habitación de la derecha, mi dormitorio con su solitaria ventana cuadrada y su antigua alcoba a la que yo le había quitado sus puertas. ¡El maravilloso dormitorio, sombreado en una parte y luminoso en la otra! Habría sido adecuado para una pareja feliz y clandestina, pero en cambio me había sido destinado cuando estaba sola y distaba mucho de ser feliz…

—Muchas gracias. No necesito un sobre; doblaré la hoja y la pondré en el bolso…

La puerta de entrada crujió, abierta por alguien sin duda con gesto enérgico. Un sonido despierta menos recuerdos que un perfume, pero, no obstante, reconocí éste y me estremecí al mismo tiempo que la señorita Barberet. Luego se oyó que una segunda puerta, la de mi cuarto de baño —una puerta de una madera delgada, melodiosa como una lámina de xilófono—, se cerraba más suavemente.

—Señorita Rosita, si mi trabajo va bien, volveré el lunes por la mañana sobre las once.

Simulando equivocarme, me dirigí hacia la derecha de la chimenea. Pero entre la puerta y yo se interpuso la señorita Barberet, infinitamente atenta:

—Perdón. Es por allí…

Una vez fuera, no pude evitar sonreírme al advertir que había descendido los peldaños sin recelo ni equivocaciones, y que mis pies aún conocían, por así decirlo, de memoria la escalera. Desde la acera, observé mi casa de arriba abajo, irreconocible bajo un afeite de revoque. Incluso el vestíbulo estaba completamente disfrazado, y ahora, con su zócalo de cerámica verde y rosado, hacía pensar en la funesta frescura de las villas de la Riviera construidas en serie. La antigua lechería, a la derecha de la entrada, vendía ahora acordeones y banjos. Pero, a la izquierda, El Palacio de la Golosina permanecía intacto, con excepción de una capa de pintura de color crema. Grageas rosadas en tazones, tarros repletos de confites de grosella, menta de color esmeralda y caramelos beige… Y los cuadraditos de café, y las ácidas medialunas de naranja… Y los bombones lenticulares envueltos en plata como pastillas vermífugas, con perfume de anís… En el fondo de la tienda reconocí también, bajo su nueva capa de pintura, los centenares de cajoncitos de salientes ombligos, el mostrador bajo con molduras, toda la bonita carpintería de las tiendas de la época del Segundo Imperio, y la antigua balanza, con sus brillantes platillos de cobre balanceándose bajo el fiel como columpios.

Sentí un súbito deseo de comprar aquellos rectángulos negros de regaliz, conocidos como «pastelillos de Pontefract», con un sabor tan vigoroso que, después de ellos, todo parece incomible… Una sexagenaria malva me atendió. Esto es lo que había sobrevivido de la hermosa confitera rubia de antaño, que tanto amaba el cielo azul. No me reconoció y, en medio de mi turbación, le pedí bombones de menta, que detesto. El lunes siguiente tendría ocasión de regresar a buscar los pastelillos de Pontefract, que tan mal gusto dan a los huevos frescos, al vino tinto y a todos los demás comestibles.

He tenido oportunidad de experimentar a mis expensas que la tentación del pasado es en mí más vehemente que la sed de conocer el futuro. La ruptura con el presente, la vuelta hacia atrás y la brusca aparición de un trozo fresco, inédito, del pasado —ocurra esto por azar o por una búsqueda paciente— van acompañadas por un impacto tal que nada puede comparársele, y del que sería incapaz de brindar una definición sensata. Jadeando de asma entre la nube azulada de las inhalaciones y el vuelo de las páginas desprendidas de él una a una, Marcel Proust perseguía un tiempo concluido. Los escritores no tienen en absoluto la función, ni la aptitud, de amar el porvenir. Ya tienen bastante trabajo con la obligación de inventar constantemente el de sus héroes, que, por otra parte, extraen de su propio pasado. Si yo me sumerjo en el mío, ¡qué vértigo! Y cuando le llega el momento de emerger, imprevisto, de ofrecer a la luz del presente su cabeza de sirena mojada, sus engañosos ojos de habitante de las profundidades, lo estimo con mayor fuerza. Me revela no sólo la persona que fui, sino la que habría deseado ser. ¿Qué sentido tiene emplear medios e individuos ocultos con el fin de conocerla mejor? Los adivinos y los astrólogos, los que leen el Tarot y las quirománticas no están interesados en mi pasado. Entre las figuras, las espadas, las copas, y los posos de café, mi pasado se inscribe en tres frases. La vidente desentierra rápidamente las «vicisitudes» pasadas, algunos «éxitos» sin consecuencias definidas, y sobre todo ello planta enseguida la rosa de yeso de un hoy desprovisto de misterio, de un mañana del que nada espero.

Entre los adivinos, son raros aquellos a quienes nuestro contacto concede el efímero don de la premonición. He conocido a algunos que se remontaban victoriosos en el tiempo; recogían de mi pasado imágenes precisas, de una veracidad cegadora, y luego me sumergían en un atrayente desorden de gente muerta, niños de otra época, fechas y sitios, para, por fin, aterrizar de un salto en mi futuro:

—Dentro de tres años, dentro de seis años, su situación se consolidará…

¡Tres años! ¡Seis años! Exasperada, los desdeñaba y olvidaba sus promesas.

Pero subsiste la tentación, y un deseo ardiente y preciso al que no cedo, de subir unos pisos por la escalera o manipular un ascensor, detenerme en un rellano y llamar tres veces… Un día podría oír, tras la puerta, mis pasos que se acercan y mi propia voz, malhumorada, que me pregunta:

—¿Quién es?

Me abro a mí misma y, por supuesto, llevo mi ropa de antaño: algo así como una falda plisada de tela escocesa oscura y una camisola de cuello alto. A mi perra de 1900 se le eriza el pelo al verme duplicada, y tiembla… Falta la continuación. Aunque, para ser una pesadilla, es una buena pesadilla.

Al entrar en casa de la señorita Barberet yo acababa, por primera vez en mi vida, de regresar a casa. La coincidencia me obsesionó durante los días siguientes. Me atraía, me excitaba. ¿Quién me había recomendado a la señorita Barberet? Precisamente mi joven mecanógrafa, que dejaba su empleo para casarse. Se casaba con un buen muchacho que «llevaba», como suele decirse, un gimnasio en el barrio de Grenelle, y que ella se había empeñado en presentarme. Mientras él me explicaba, con la certeza de interesarme vivamente, que hoy los barrios fabriles son la fortuna de los gimnasios, yo escuchaba su leve acento provinciano.

—Soy de B…, como toda mi familia… —dijo él incidentalmente.

«… Y como el autor de lo que para mí fueron agudos sinsabores», concluí para mis adentros. Sinsabores sentimentales, se entiende. Son los menos dignos de ser relatados, pero a veces se comportan de igual modo que una herida que esconde un fragmento de cabello: cicatrizan mal.

Este segundo hombre de B… se había desvanecido, después de cumplir con sus obligaciones hacia mí, que consistieron en arrojarme, con propósitos desconocidos, en un lugar conocido. Me había parecido tierno, algo torpe, como suelen serlo los jóvenes a quienes la gimnasia mal entendida fatiga y adormece, moreno, con bellos ojos meridionales, como a menudo son los nativos de B… Se llevaba con él a la exaltada muchacha, delgada hasta la exageración, que copiaba mis manuscritos desde hacía tres años y lloraba sobre ellos cuando mi relato terminaba mal…

El lunes siguiente, alrededor de las once, llevé a la señorita Barberet el mediocre fruto —doce páginas— de un trabajo sin amor. No tenía ninguna prisa por contar con la doble copia de un mal bosquejo, ninguna, pero sí por experimentar el placer, el riesgo de enfrentarme con el antiguo y pequeño apartamento. «Lo haré una vez más —me decía—, pero después buscaré otra diversión.» Sin embargo, mi mano dotada de memoria buscó en el marco de la puerta el bonito galón de cuentas, mi pretenciosa campanilla de otras épocas, y encontró un botón eléctrico.

Una persona desconocida me abrió de inmediato, me contestó apenas con un gesto y me introdujo en la habitación de las dos ventanas, donde la señorita Barberet vino a reunirse conmigo.

—¿Ha trabajado bien, señora? ¿El mal tiempo no le ha resultado fastidioso?

Su manita fría se retiró con presteza de la mía y dispuso en su exacto lugar, sobre el hombro derecho, muy cerca del cuello, los dos tirabuzones anudados con un lazo negro. Me sonreía con la solicitud moderada que profesan las enfermeras de buena formación, las nurses de los dentistas importantes y las personas, de edad y Función mal definidas, que suele haber en los institutos de belleza.

—Una mala semana para mí, señorita Rosita. Además, tendrá dificultades para leerlo.

—No lo creo, señora. Una escritura redonda raramente es ilegible.

Me miraba con aire amable; detrás de sus gruesos cristales, el azul de sus ojos parecía diluirse.

—¿Sabe?, cuando llegué, creí haberme equivocado de piso; la persona que me abrió…

—Sí. Es mi hermana —dijo la señorita Barberet, como si, satisfaciéndola, hubiera querido limitar mi indiscreción.

Pero, cuando nos invade la curiosidad, no experimentamos la más mínima vergüenza…

—¡Ah! Es su hermana… ¿Trabajan ustedes juntas?

La transparente piel de la señorita Barberet se estremeció sobre sus pómulos.

—No, señora. En estos últimos tiempos la salud de mi hermana ha precisado de ciertos cuidados.

Esta vez no me atreví a insistir más. Aún me demoré unos instantes en mi salón convertido en despacho para contemplar su claridad incrementada, agucé en vano el oído tratando de captar lo que pudiera resonar en el corazón de la casa y en el fondo de mí misma, y me fui cargada con un romántico botín de conjeturas. ¿Y si la hermana enferma fuera loca melancólica? ¿O languideciera de un amor desgraciado? ¿O estuviera aquejada de alguna monstruosidad por la que se la mantenía oculta? Así soy cuando me dejo llevar por la imaginación.

En los días que siguieron no tuve ocasión de seguir desarrollando mi extravagancia personal. Por esas fechas, F. I. Mouthon me había solicitado una novela por entregas para Le Journal. Este hombre, con cabello rizado y aire perspicaz, ¿estaría cometiendo su primera equivocación? Con toda honestidad, yo había objetado que jamás podría escribir un folletín apropiado para el público de un gran periódico.

F. I. Mouthon, que parecía estar mejor informado sobre este tema que yo misma, se había limitado a guiñar sus ojitos de elefante, sacudir su ensortijada cabeza y encoger sus macizos hombros, de modo que comencé a escribir una novela por entregas que en vano alguien buscará entre mis obras. Sólo la señorita Barberet alcanzó a conocer los primeros capítulos antes de que yo los destruyera. Pues, a fin de cuentas, yo no me equivocaba: no sabía escribir una novela por entregas.

Al regresar de mi segunda visita a la señorita Barberet, releí las cuarenta páginas mecanografiadas.

Y me juré a mí misma que trabajaría de un tirón, como suele decirse, que prescindiría del mercado de las pulgas[2] y del cine, e incluso de los almuerzos en el Bois… No se trataba, sin embargo, de Armenonville ni de la Cascade, sino de agradables e improvisadas comidas sobre el césped, que eran aún mejores cuando Annie de Pène, una encantadora amiga, me acompañaba. A partir de febrero no escasean los días cálidos. Cogíamos nuestras bicicletas, un pan fresco rebosante de mantequilla y de sardinas, dos pastelillos de salchicha, adquiridos en una charcutería cercana a La Muette, y unas manzanas, y envolvíamos todo junto a una cantimplora llena de vino blanco… En cuanto al café, lo bebíamos al lado de la estación de Auteuil, bien negro, bien insípido, pero ardiendo, y almibarado a fuerza de azúcar…

Pocos recuerdos han conservado para mí un valor sentimental como el de estas comidas sin cubiertos ni mantel, estos paseos sobre dos ruedas. El cielo límpido, las gotas de lluvia, los copos de nieve, la hierba rala y chamuscada, la familiaridad con los pájaros… Estas imágenes bucólicas se adaptaban a cierto estado de ánimo que distaba mucho de ser feliz, temeroso pero perseverante en la esperanza. Gracias a ellas yo acertaba a enfriar una pena de lágrimas escasas y reacias, un dolor sin excesos de pasión, en pocas palabras, un amor que se había iniciado con tan poca fortuna que su desenlace había sido aún más desafortunado. ¿Es posible que el recuerdo de estos períodos, en que los remedios más anodinos triunfaban sobre un mal que yo suponía grave, palideciera con facilidad? En alguna ocasión los he comparado con los «blancos» que separan los capítulos de un libro y que les infunden aire y orden. El lenguaje de la imprenta, sin asomo de malicia, da el nombre de belle page[3] a estos claros de blancura donde el texto, reprimido, comienza en mitad de una página. Tengo grandes deseos —es cierto que algo tardíamente— de llamar «días hermosos» a esos días en los que el trabajo, los paseos, la amistad ocupan la mayor parte del tiempo, en detrimento del amor. Días hermosos, sensibles a la luz, llenos de involuntarios descubrimientos de los sentidos desganados e inactivos… No hacía mucho que había gozado de estas vacaciones, cuando conocí a la señorita Barberet.

Durante tres semanas no volví a su casa, y con motivo. Como mi novela por entregas me llenaba de disgusto cada vez que intentaba introducir en ella algo de «movimiento» y de aventura rápida y una pizca de terror, había acometido la redacción de unos cuentos para La Vie Parisienne. De modo que subí las cuestas de su distrito reanimada y con paso ligero. Al no saber si a la señorita Barberet le gustarían los pastelillos de Pontefract, compré para ella unos cuantos ramos de campanillas blancas reunidos en un solo manojo, que aún no habían perdido su tenue perfume de azahar.

Detrás de la puerta, oí acercarse su taconeo sobre la tarima sin alfombrar. Reconozco los pasos antes que la figura, la figura antes que el rostro. Se estaba bien tanto fuera como dentro de la habitación de las dos ventanas. Entre las ampliaciones fotográficas, los «estudios» de sotobosques y los marcos de paja con lazos rojos, el sol de febrero terminaba de destruir en el empapelado los últimos contornos de mis rosas y mis campanillas azules…

—¡Esta vez, señorita Rosita, no vengo con las manos vacías! Aquí hay unas flores para usted y dos cuentos, veintinueve páginas manuscritas…

—Es demasiado, señora, demasiado…

—Es la cantidad requerida. Se necesitan trece páginas de escritura apretada para un cuento de La Vie Parisienne.

—Me refería a las flores, señora…

—Eso no tiene importancia. Y, ¿sabe?, creo que el lunes le traeré…

Detrás de las gafas, la señorita Barberet tenía los ojos clavados en mí, sin ocultar ya que estaban rojos, heridos, húmedos de amargura y tan tristes que interrumpí mi frase. Ella hizo un gesto con la mano y murmuró:

—Perdóneme, tengo problemas…

Pocas mujeres conservan la dignidad cuando lloran. La madura señorita apesadumbrada lloraba sin ostentación, reprimiendo con pudor el temblor de sus manos y de su voz. Enjugó sus ojos y sus gafas, y esbozó una especie de sonrisa con un lado de la boca.

—Hay días… Es a causa de la pequeña, quiero decir, de mi hermana.

—Está enferma, ¿es verdad?

—En cierto sentido, sí… No tiene ninguna enfermedad —dijo con vivacidad—. Todo comenzó cuando se casó. Eso le cambió el carácter. Está muy irritable. Ya se sabe que no todas las parejas marchan bien…

No me agradan demasiado las desgracias conyugales de los demás, a las que les reprocho un inevitable parentesco con mis decepciones personales. De modo que me dispuse a abandonar de inmediato a la doliente Barberet y a su hermana mal casada. Pero, en el momento de dejarla, un rayo de sol atravesó una ampolla del ordinario vidrio de una de las ventanas y proyectó, sobre la pared opuesta, el pequeño halo de arco iris al que, en otras épocas, yo llamaba la «luna de lluvia». La aparición de este astro ilusorio me precipitó con tanta crudeza en el pasado que me quedé donde estaba, inmóvil, hechizada…

—Mire, señorita Rosita… Qué bonito…

Apoyé el dedo sobre el muro, en el centro del pequeño astro cercado por siete colores.

—Sí —dijo ella—. Conocemos bien ese reflejo. A mi hermana le produce miedo, imagínese.

—¿Miedo? ¿Cómo es posible? ¿Miedo? ¿Por qué? ¿Cómo lo explica ella?

Mi fogosidad provocó una sonrisa en la señorita Barberet.

—¡Oh! Ya sabe…, tonterías, invenciones de una niña nerviosa… Ella dice que es un presagio. Lo llama su pequeño sol triste, y dice que sólo brilla para anunciarle algo malo. Dios sabe qué otra cosa… Como si las refracciones del prisma pudieran en verdad influir…

La señorita Barberet sonrió con aire de superioridad.

—Tiene usted razón —dije con cobardía—. Pero ésas son hermosas fantasías de poeta. Su hermana es poeta sin saberlo.

Los azules ojos de la señorita Barberet se posaron en el sitio ocupado por el colorido fantasma, al que una nube pasajera acababa de oscurecer.

—Es sobre todo una muchacha poco razonable.

—¿Ella vive en la otra… en otra ala del apartamento?

La mirada de la señorita Barberet resbaló hasta la puerta cerrada, a la derecha de la chimenea.

—Otra ala, es mucho decir. Ellos eligieron… Su dormitorio y su lavabo están separados de mi habitación.

Hice «sí, sí» con la cabeza, pues un perfecto conocimiento del lugar me lo permitía.

—¿Se parece a usted su hermana?

Yo hablaba con esa voz afable y monótona que se emplea con los durmientes para lograr que respondan desde el fondo de sus sueños.

—¿Parecerse? ¡No, por Dios! En primer lugar, hay bastante diferencia de edad entre nosotras, y ella es morena. Por otra parte, en cuanto al carácter, no tenemos nada que ver una con la otra.

—¡Ah! Es morena… Uno de estos días tendrá que presentármela. Sin prisas. Le dejo mi manuscrito. Si no vengo el lunes…, ¿desea que le pague las copias que me ha hecho?

La señorita Barberet se sonrojó y rehusó, luego volvió a sonrojarse y aceptó. Y, aunque me detuve en la antecámara para hacerle una recomendación superflua, no me llegó ningún ruido desde mi dormitorio, y nada reveló la presencia de la hermana morena.

«Ella lo llama su pequeño sol triste. Dice que le anuncia algo malo. ¿Qué es lo que le legué entonces a ese reflejo, con apariencia de astro, coronado de vapores, donde el rojo está para siempre separado del violeta? ¿No lo habré contemplado demasiado? Antes, con los vientos intensos y los cielos nublados se oscurecía, resucitaba, desaparecía, y su capricho me arrancaba por un momento de mi estado de espera…»

Confieso que, mientras descendía la ladera de la colina parisiense, me abandonaba a la exaltación. El juego de las coincidencias proyectaba una falsa luz inesperada sobre mi vida. Comenzaba a prometerme que «la historia Barberet» figuraría en un lugar de honor en la galería fantástica que poblamos en secreto, y que estamos más dispuestos a abrir a los desconocidos que a quienes nos rodean, la galería reservada a las premoniciones, a los fenómenos del falso reconocimiento, a las visiones y predicciones. En ella alojaba ya la historia de la mujer con la bujía, la historia de Jeanne D…, la historia de la mujer que leía el Tarot y del chiquillo que montaba a caballo…

En todo caso, la historia Barberet, apenas esbozada, me servía de «cura de la becada». Así llamaba yo —y llamo todavía— a un conjunto de sucesos mediocres y bienhechores, que asemejo al vendaje de arcilla húmeda y ramitas, prodigioso entablillado que la becada dispone alrededor de su pata cuando una bala la quiebra. Una sesión de cine sirve como cura de la becada, con la condición de que los filmes sean bastante mediocres. Pero una velada en compañía de amigos inteligentes, un poco angustiados, valerosos y desprovistos de ilusiones, destruye por el contrario la cura. La música sinfónica por lo general arranca el vendaje, y me deja desollada. Vertidas por una voz monótona e indiferente, las sentencias y las predicciones actúan sobre mí como compresa y tisana…

«Voy a contarle la historia Barberet a Annie de Pène…», comencé a decirme. Pero luego no le conté absolutamente nada. El oído perspicaz de Annie, sus ojos inquietos de color castaño dorado, ¿no habrían acaso advertido y censurado en mi relato aquello que revelaba una sed que no tenía otro fin que volver sobre lo conocido, que adornar como algo nuevo lo ya pasado? «Aquella ventana, Annie, donde una muchacha abandonada, como yo misma en otras épocas, dedica la mayor parte de su tiempo a esperar, a escuchar…»

No le dije nada a Annie. Es conveniente disfrutar en soledad de un juguete que, por algún color, algún barniz ácido, alguna fortuita deformación de su sombra, anuncia que entraña peligro. Pero me dispuse a traducir en lenguaje trivial «la historia Barberet» para mi costurera por horas, una robusta morena que cosía y planchaba para otros como descanso de su actuación como cantante de opereta en Orán. Para escucharme, Marie Mallier dejó por un momento de aplastar frunces con la uña de un pulgar cruel, sopló sobre su dedo y atendió, con la aguja en alto…

—¿Y luego?

—Eso es todo.

—¡Ah! —dijo Marie Mallier—. Creía que era más bien un comienzo.

La palabra me encantó. Leí en ella el más romántico presagio, y me juré a mí misma que conocería sin demora a la hermana morena, mal casada, que habitaba en mi sombrío dormitorio y sentía tanto temor ante mi «luna de lluvia».

Estas peticiones, estos insignificantes regalos de la fatalidad, los ofrecimientos que ésta me hizo y que me habrían permitido huir de mí misma, transformarme, colmarme de matices, podrían haber alcanzado éxito si no me hubiera faltado compañía, la influencia de alguien para quien la diferencia entre lo que realmente sucede y lo que no sucede, entre el hecho y su posibilidad, entre el suceso y su narración, sea mínima.

Mucho más tarde, cuando conocí a Francis Carco, comprendí que él habría interpretado, por ejemplo, mi estancia en Bella-Vista y el encuentro con Barberet con imaginación desenfrenada. Habría desprendido de todo ello la verdad catastrófica, lo inacabado, lo interrumpido, que estimulan el despliegue de la imaginación, del miedo, en fin, de la poesía. Años después comprendí cómo un poeta utiliza la ornamentación trágica. Y atribuye a una mera crónica de sucesos la fascinación de un rostro inanimado y blanco tras un cristal.

A falta de un compañero entusiasta, me aferré a una visión razonable de las cosas, en especial del espanto y de la alucinación. Era lo más indicado, puesto que yo vivía sola. Algunas noches, recorría con cuidado mi pequeño apartamento y abría las persianas para permitir que el resplandor nocturno jugueteara en el cielo raso, mientras aguardaba la luz del día… A la mañana siguiente, cuando mi conserje me traía el café con leche, entraba blandiendo en silencio la llave que había encontrado en la cerradura, por fuera. La mayor parte del tiempo, yo no pensaba en los peligros que lo desconocido puede deparar, y acogía con poco respeto a los fantasmas.

Así procedí, el lunes siguiente, con una ventana del apartamento de la señorita Barberet, donde entré en el preciso instante en que un viento de marzo de grandes alas marinas arrasaba todos los papeles. La señorita Barberet se llevó las manos a la cabeza y lanzó un grito, al tiempo que cerraba los ojos. Empuñé con mano experta la sirena de hierro forjado y trabé la ventana en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Al primer intento! —se admiró la señorita Barberet—. ¡Qué extraordinario! Yo raras veces lo consigo. ¡Dios mío, se han volado todas las copias! ¡La novela del señor Vandérem! ¡El cuento del señor Pierre Veber! ¡Vaya viento! Por fortuna, había colocado su texto en la carpeta… Aquí está la copia, señora, y el duplicado. Hay muchos rastros de goma. Si quiere que repita las páginas corregidas, será para mí un placer hacerlo esta noche, después de cenar…

—Debería usted buscar otros placeres, señorita Rosita. Vaya al cine. ¿Le agrada el cine?

Ella dejó entrever una avidez de niña, que acentuó sus finas arrugas alrededor de la boca.

—¡Lo adoro, señora! Tenemos un cine muy bueno en el barrio, a cinco francos el asiento, que pasa buenas películas. Pero, en este momento, no puedo de ningún modo…

Se interrumpió y clavó la mirada en la puerta de la derecha de la chimenea.

—¿Siempre la salud de su hermana? ¿No podría su marido encargarse de…?

A mi pesar, estaba imitando su manera mojigata de dejar las frases en suspenso. Se ruborizó, y dijo deprisa:

—Su marido no vive aquí, señora.

—¡Ah! No vive aquí… ¿Y ella qué hace? ¿Espera que él vuelva?

—Yo… Sí, eso creo…

—¿Todo el tiempo?

—Día y noche.

Me levanté bruscamente y empecé a recorrer la habitación a grandes zancadas, de la ventana hasta la puerta, de la puerta a la pared del fondo, de la pared del fondo a la chimenea, la misma habitación donde antaño yo había esperado día y noche.

—¡Es idiota! —grité—. ¡Es lo último que hay que hacer! ¿Me entiende? ¡Lo último!

La señorita Barberet estiraba maquinalmente el tirabuzón de cabellos que le acariciaba el hombro, mientras seguía mi ir y venir con su rostro de ángel marchito.

—Si yo conociera a su hermana le diría en la cara que ha elegido la táctica más deplorable, la más… la más torpe…

—¡Ah, señora! ¡Cómo me agradaría que se lo dijese! Tendría más peso si viniera de usted y no de mí. Ella no tiene reparo en decirme que las solteronas no pueden opinar sobre ciertos temas. En lo que, por otra parte, puede estar totalmente equivocada…

La señorita Barberet bajó los ojos e hizo un leve gesto de descontento.

—Una idea fija no siempre es una buena idea. Ella está ahí, con su idea fija. Cuando no puede más, baja a la calle. Dice que tiene ganas de comprar bombones. Dice: «Voy a telefonear…». ¡A otros! ¡Y cree que me engaña!

—¿No tiene usted teléfono?

Levanté los ojos hacia el techo. Una diminuta abertura en la cornisa delataba aún el paso del cable del teléfono. Yo, en este mismo lugar, había tenido teléfono. Podía implorar sin necesidad de salir de casa.

—Todavía no, señora. Por supuesto, lo haremos instalar.

Se sonrojó, como cada vez que se tocaba el tema del dinero o de la falta de dinero, y, al parecer, tomó una resolución extrema:

—Señora, ya que usted opina como yo que mi hermana se equivoca al obcecarse, si tuviera unos minutos…

—Tengo unos minutos.

—Avisaré a mi hermana.

Atravesó la antecámara en lugar de abrir la puerta de la derecha de la chimenea. Se movía grácilmente, con sus menudos pies arqueados. Regresó casi de inmediato, turbada y con el borde de los párpados irritado.

—¡Oh! No sé cómo disculparme… Ella es terrible. Dice «no y no», dice «¿por qué te metes?», dice «quiero que todo el mundo me deje en paz»… Sólo dice cosas desagradables…

La señorita Barberet moqueó su pena, se frotó la nariz, se afeó como si lo hiciera adrede. Pensé que tenía demasiados miramientos con esas dos señoritas, y giré el picaporte de la puerta de la derecha, que me reconoció y me obedeció sin hacer ruido. No atravesé el umbral de mi dormitorio, cuyas persianas, semicerradas, lo llenaban de una oscuridad verdosa. En el fondo de la habitación, sobre un sofá-cama que parecía no haber sido movido del sitio que en otras épocas yo le había asignado, una mujer joven estaba acostada, acurrucada, y dirigía hacia mí el impreciso óvalo de su rostro. Por unos momentos, sentí que rozaba lo que sólo los sueños se atreven a crear: hostil, dolorida, obstinadamente esperanzada, tenía ante mí a mi joven yo que nunca volvería a ser, a la que continuaba repudiando y añorando.

Pero fuera del sueño, el goce de lo fabuloso no perdura. Mi joven yo se levantó, habló y no fue entonces más que una desconocida cuya voz disipó todo lo que me resultaba precioso e inexplicable.

—Señora… Pero le había dicho a mi hermana… Rosita, ¿en qué estás pensando? Mi habitación está desordenada, no me encuentro bien. Usted comprenderá, señora, por qué no he podido recibirla…

Apenas había dado dos o tres pasos hacia mí. A pesar de la penumbra, advertí que era algo menuda, pero de porte erguido y segura de sí misma. Fuera, una nube dejó al descubierto el sol y me permitió distinguir la configuración de su rostro, la nariz regular y dura, un arco ciliar pronunciado y un pequeño mentón romano. Hay una doble seducción cuando, sobre unos rasgos bien modelados, se tropieza con la juventud y la severidad.

Adopté un aire amable para hablar a esta joven mujer que me estaba indicando que me marchara.

—Comprendo perfectamente, señora. Pero su hermana sólo es culpable de haber creído, imagínese, que yo podría serle útil. Se ha equivocado. Señorita Rosita, ¿como siempre, la copia para el lunes próximo?

Las dos hermanas no se percataron de la facilidad con que encontré la puerta empapelada en el fondo de la habitación, atravesé el pequeño vestíbulo oscuro y cerré tras de mí. Rosita me alcanzó abajo:

—Señora, señora, ¿no estará enfadada?

—En lo más mínimo. ¿Por qué? Es bonita su hermana… Por cierto, ¿cómo se llama?

—Adèle. Pero prefiere que la llamen Délia. Su apellido de casada es Essendier, la señora de Essendier… Ha quedado desolada, querría verla…

—¡Y bien! Me verá el lunes —acordé con aire digno.

En cuanto me quedé sola, la trampa de las coincidencias perdió su atractivo, el resplandor de la rue des Martyrs a mediodía disipó el encanto del dormitorio y de la muchacha encogida «día y noche». A lo largo de la abrupta pendiente, ¡cuántos pollos colgados boca abajo, cuántas piernas de cordero al alcance de la mano, gruesas salchichas, barriles de cerveza esmaltados y decorados con escenas campestres, naranjas apiladas como antiguas balas de cañón, manzanas demasiado maduras, plátanos demasiado verdes, endibias anémicas, racimos de dátiles, narcisos, rosadas bragas «milanesas», enaguas— pantalón con incrustaciones que semejaban crema chantillí, bolsitas para la fabricación casera de medicamentos estomacales, medias de seda mercerizadas…! ¡Cuántos postizos —conocidos como «chichis»—, corbatas vendidas de a tres, amas de casa informes, rubias en chancletas, morenas con bigudíes, eperlanos nacarados, jóvenes carniceros rollizos como ángeles…! Tal abundancia, que no había sufrido cambio alguno, me abría el apetito y me devolvía enérgicamente a la realidad.

¡Lejos de mí esas Barberet! Esa mujer sin modales, llorona, abúlica, que debía de haber excedido los límites de la paciencia marital… Acorralado entre una irreprochable solterona temblorosa y una mujer celosa, ¡vaya vida para un hombre!

Así, mientras deambulaba por las tiendas, yo incriminaba a la señora Délia Essendier, llamada Adèle… «Adèle… Tes belle…» Delante de una suntuosa tienda de alimentación, yo canturreaba la tonta canción ya pasada de moda; admiraba las naranjas entre el arroz revuelto y el café rezumante, las rojas manzanas y los verdes guisantes. Así como en Niza uno desea comprar todo el mercado de las flores, aquí habría comprado un lote de comestibles, desde las lechugas tempranas hasta los paquetes azules de sémola. «Adèle… T’es belle…», canturreaba…

—En mi opinión —dijo bajo mis narices una muchacha del lugar, de mirada insolente—, La viuda alegre es mucho más actual.

No repliqué nada porque esta rubia robusta, con su rizado semanal, sólidamente plantada y azucarada con una espesa capa de polvo, era, después de todo, el portavoz de la generación que estaba destinada a devorar a la mía.

Sin embargo, yo no era vieja y, sobre todo, no aparentaba mi verdadera edad. Pero una vida íntima ensombrecida e incierta, una soledad que nada tenía que ver con la paz, restaban vivacidad y amenidad a mi rostro. Nunca había atraído tan poco a los hombres como en aquellos años cuya fecha exacta escondo aquí. Sólo bastante después me tributaron de nuevo miradas verdaderamente ardientes y ofensivas, y esa cordialidad de la concupiscencia que impulsa a un admirador, llegado el momento de besarnos la mano, a propinarnos un delicado pellizco en una nalga…

El lunes siguiente, una mañana bochornosa de marzo con un cielo azul blanquecino, en un París polvoriento y sorprendido que extendía por las calles un exceso de junquillos y anémonas, subí lentamente la pendiente de Montmartre. Los vestíbulos de los edificios de apartamentos abiertos de par en par arrojaban ya su aire fresco a la calle, con el olor carbónico de los braseros que se han dejado extinguir. Llamé a la puerta de la señorita Rosita; no me abrió, y acogí con placer la idea de que estaba ausente, ocupada en comprar unos pálidos escalopes o una choucroute ya preparada… Para descargar mi conciencia, llamé una segunda vez. Algo rozó con suavidad la puerta y el parqué crujió.

—¿Es usted, Eugenio? —preguntó la voz de la señorita Barberet.

Hablaba casi en susurros, y alcancé a oír su respiración junto a la cerradura.

Como si quisiera disculparme, grité:

—¡Soy yo, señorita Rosita! Traigo unas hojas manuscritas…

La señorita Barberet emitió un débil «¡ah!» pero no abrió la puerta. Cambió de voz y adquirió un tono afectado:

—¡Oh, señora! No sé dónde tengo la cabeza… Enseguida estoy con usted…

Un pestillo se deslizó y la puerta se entreabrió.

—Tenga mucho cuidado, señora, podría tropezar… Mi hermana está tendida en el suelo.

No habría empleado más cortesía y moderación si hubiera dicho: «Mi hermana ha ido al correo». En efecto, tropecé con un cuerpo cuya horizontalidad, las puntas de los pies alzadas hacia el cielo, el pálido borrón de las manos y el rostro me sumergieron en un estado de pusilanimidad por el que siento aversión. Apartándome del cuerpo, pregunté, para aparentar que ofrecía ayuda:

—¿Qué tiene? ¿Desea que llame a alguien?

Entonces advertí que la señorita Rosita, tan sensible, no parecía muy turbada.

—Es un malestar…, una especie de aturdimiento sin gravedad. Basta con traer el frasco de sales y una servilleta húmeda.

Salió deprisa. Me di cuenta de que ella no había alcanzado a encender la luz, y encontré sin dificultades la llave a la derecha de la puerta. Una lámpara de techo en forma de plato y bordes acanalados iluminó pobremente la antecámara. Me incliné sobre la muchacha acostada, que yacía con mucha corrección, con la falda extendida hasta los tobillos. Tenía uno de sus brazos plegado, con la mano a la altura de la oreja y la palma hacia afuera, de tal modo que parecía en posición de imponer atención, y su cabeza estaba ligeramente vuelta hacia el hombro. Una muchacha muy bonita, en verdad, refugiada en un desvanecimiento enojoso. Oí que la señorita Barberet, en el dormitorio, abría y cerraba un cajón, golpeaba la puerta de un armario…

Los segundos me parecieron muy largos, mientras observaba el paragüero, la mesa de caña; en especial, una cortina con dibujos argelinos despertó en mí la añoranza de un tapiz con follajes, bastante bonito, que en otras épocas pendía en ese mismo sitio. Cuando bajé los ojos hacia la muchacha inmóvil, advertí que, por una delgada rendija entre sus párpados, me estaba espiando. Me sentí, no sé bien por qué, desagradablemente sorprendida, como si se tratara de un engaño. Me incliné sobre la falsa desvanecida y le apliqué el remedio que se recomienda para los desmayos, es decir, una severa bofetada. La recibió con un ofendido gruñido y se sentó de un salto.

—¡Vaya! ¿Ya está mejor? —exclamó Rosita, que traía una servilleta húmeda y una botella de vinagre para ensalada.

—Como ves, la señora me ha golpeado en las manos —dijo Délia con frialdad—. ¿Cómo no pensaste en ello? Ayúdame a ponerme en pie, por favor.

Me sentí obligada a ofrecerle mi brazo. De ese modo, sosteniéndola, penetré en el dormitorio de donde ella prácticamente me había echado.

En la habitación resonaban los ruidos de la calle, que penetraban por la ventana abierta. Con fidelidad, reconocí en ellos el contraste entre los alegres sonidos y una luz triste. Y conduje a la joven simuladora hasta el sofá cama.

—Rosita, ¿tendrías la gentileza de traerme un vaso de agua?

Comenzaba a comprender que las dos hermanas se trataban de un modo áspero. Mientras las pasitos de Rosita se alejaban hacia la cocina, me dispuse a dejar la cabecera de su hermana menor. Pero, con un movimiento imprevisto, Délia me cogió la mano, me atrajo hacia ella y anudó sus brazos en torno a mis rodillas, contra las que apoyó con suavidad su cabeza.

Es necesario recordar que en aquella época de mi vida yo no tenía aún hijos, y que la amistad, a mi alrededor, tomaba una apariencia de pudor, de camaradería brusca y de insensibilidad. Hay que tener también en cuenta que, durante muchos meses, ese gran pan reconstituyente que son los besos, los abrazos fuertes, el fresco contacto con la infancia y la juventud, se había mantenido apartado de mí, era un bien lejano y perdido. De tal modo, la súbita efusión de una muchacha desconocida, el murmullo de sollozos y el repentino abrazo me aturdieron. El regreso de Rosita me encontró en la misma postura, y los exigentes brazos se aflojaron.

—He dejado correr el agua del grifo unos minutos —explicó la hermana mayor—. Señora, no sé cómo pedirle disculpas.

De pronto sentí rencor hacia la señorita Barberet por ese aire de solicitud mundana, por los dos tirabuzones que bailaban sobre su hombro derecho y su leve jadeo.

—Mañana por la mañana tengo que comprar unos retales en el mercado de Saint-Pierre —interrumpí—. Podría venir a buscar las copias y usted podría darme noticias de… esta joven… No, quédese aquí. Conozco el camino.

¿Qué se agita en la espesura? No, no es un conejo. Ni una culebra. Ni un pájaro, que se desplaza con pasos más menudos. Sólo el lagarto es tan ágil, tan apto para cubrir con rapidez un largo trayecto, y tan imprudente… Es un lagarto. Esa gran mariposa que vuela a lo lejos —siempre he tenido mala vista—, ¿dice usted que es una Machaon? No, es una Flambé. ¿Por qué? Porque esta que estamos viendo planea admirablemente, como sólo la Flambé puede hacerlo, mientras que la Machaon tiene un vuelo batiente. «Mi marido, un hombre tan tranquilo…», me decía una amiga. ¿Tan tranquilo? No veía que él se pasaba todo el día chupándose la lengua. Creía que masticaba chicle, sin advertir la diferencia entre el mascado de la goma y la succión nerviosa de la lengua. Por mi parte, yo creía que este hombre tenía problemas, o que la presencia de su mujer lo exasperaba…

Desde que había conocido a Délia Essendier, había llegado a «repasar» las lecciones que me brindaban mi instinto, los animales, los niños, la naturaleza y mis inquietantes semejantes. Me parecía que más que nunca tenía necesidad de saber por mí misma, y sin discutirlo con nadie, que a la dama con la que me cruzo le aprieta el zapato izquierdo; que mi interlocutor aparenta beberse mis palabras y no me escucha; que tal mujer que se engaña diciendo que no ama a ese hombre, no puede evitar seguirlo magnetizada en cuanto él aparece, pero siempre volviéndole la espalda. Un perro que tiene malas intenciones cojea a veces por nerviosismo…

Los niños y los seres que conservan dentro de sí algún rasgo ingenuo de la infancia son casi indescifrables, lo reconozco. No obstante, en el rostro del niño hay un único punto revelador, inestable, un espacio comprendido entre las fosas nasales, los ojos y el labio superior, donde afloran las ondas de un delito interior. Es algo fugaz, fulminante. Sea cual fuere la edad del niño, este mínimo destello de culpabilidad convierte al niño en un adulto destruido. He visto cómo una mentira grave, en una niña, deformaba sus fosas nasales y convertía su labio superior en un labio leporino…

—Dígame, Délia…

…pero en los rasgos de Délia nada era explícito. Se refugiaba en una sonrisa —ante mí— o en el mal humor dedicado a su hermana mayor, o bien se sepultaba en una oscura espera, en la que se instalaba como en el portillo de una torre de vigilancia. Sobre su sofá cama, cubierto con una tela verde estampada con capuchinas azules —último coletazo de la moda de los estampados liberty—, se recostaba a medias, apretaba contra sí un abultado cojín, apoyaba en él el mentón y casi no se movía. Quizá se daba cuenta de que su postura beneficiaba su belleza, a menudo un tanto áspera.

—Pero dígame, Délia, cuando se casó, ¿no tuvo el presentimiento de que…?

Instalada como estaba, con la falda estirada hasta los tobillos, parecía más bien meditar que esperar. Puesto que la meditación profunda no se preocupa por ser expresiva, Délia Essendier, incluso cuando hablaba, no volvía los ojos hacia mí. Prefería mirar la ventana entreabierta, reserva de aire, fuente de sonidos, vivero verdeado por sus cortinas verdes y azules. O bien clavaba los ojos en las pantuflas con que calzaba sus pies. Yo también, antaño, compraba esas pequeñas pantuflas que imitan el brocado de seda, sin tacones, con un peludo pompón sobre el empeine. En aquella época costaban trece francos con setenta y cinco, y su tejido de mala calidad se ajaba con rapidez. La joven reclusa voluntaria que tenía frente a mí no se preocupaba por los zapatos. Para ser una reclusa, sólo lo era a medias, ya que salía por las mañanas, compraba sus provisiones de ardilla, pan fresco, nueces, huevos y manzanas: los escasos alimentos que bastaban para saciar el apetito de las dos hermanas.

—No me ha contado, Délia…

No. No me había contado nada. Su rápida ojeada me castigaba por imaginar, por carecer de memoria. ¿Qué hacía yo allí, en un lugar que debería haber estado prohibido para mí, junto a una mujer lo bastante joven como para que nada señalara su condición de esposa, y que no manifestaba poseer virtudes, ni nobleza, ni siquiera la inteligencia de un animal despierto y afectuoso? Se trataba, insisto, de un período de mi vida en el cual la maternidad y el amor dichoso no me habían proporcionado aún sus maravillosos lugares comunes.

En ese entonces me habrían podido reprochar las compañías que elegía —quienes lo intentaron fueron muy mal acogidos por mí— y mis amigos se habrían asombrado al encontrarme, por ejemplo, recorriendo la avenida del Bois junto a un palafrenero arrugado que llevaba y traía los caballos alquilados por una escuela de equitación. Era un viejo jockey desgraciado, venido a menos, que tenía el aspecto de un guante viejo. Pero sabía muchas cosas sobre los temas hípico y canino, enfermedades, curas, brebajes de fuego capaces de devolver la vida o de quitarla, y yo amaba su sustanciosa conversación, pese a que me enseñó demasiado sobre los artificios comerciales que se emplean para vender los animales.

Yo no habría precisado saber, digamos, que untan con cerumen las orejas de un french bull cuando tiene los pabellones algo fláccidos… El resto de su ciencia era cautivadora. Con una riqueza esencialmente más reducida, Marie Mallier tenía mucho encanto. Si alguna persona de las que me rodeaban se hubiera mostrado quisquillosa con respecto a los actos y los gestos que Marie Mallier llamaba de un modo genérico «cantar opereta en una gira», yo no lo habría tolerado. Sometida a aprobaciones efímeras, Marie Mallier tuvo predilección, entre todos los pecados, por coser y planchar, un deleite que brindaba escasos frutos. Pues la sal de una ocupación, considerada inocente por la mayoría, puede tener más encanto que muchos otros actos condenables.

«Hacer un remiendo sin que se formen pliegues en las esquinas —decía Marie Mallier—, y que las pequeñas uniones de los hilos por el revés queden bien destacadas, me produce el mismo efecto que partir un limón.» Nuestros pecados no obedecen tanto a una disposición como a una predilección. Socorrer con entusiasmo a una persona desconocida, depositar en ella esperanzas que desalentarían la sensatez y la amistad de nuestros iguales, adoptar violentamente a un niño que no es nuestro, arruinarnos, con gran obstinación, por un hombre al que probablemente odiamos, son todas extrañas manifestaciones de una lucha contra nosotros mismos, que tanto recibe el nombre de desprendimiento como de espíritu de contradicción. En la proximidad de Délia Essendier, me volvía vulnerable, inclinada a las ofrendas vanidosas, como una interna de escuela que vende sus libros para adquirir un rosario, una cinta, una sortija, y los desliza temblorosa en el pupitre de su compañera predilecta.

Sin embargo, yo no amaba a Délia Essendier, y la compañera predilecta que buscaba ¿no era acaso mi propio yo de otras épocas, su forma triste adherida, como un pétalo entre dos hojas, a los muros de un aposento levemente maldito?

—Délia, ¿no tiene por aquí una fotografía de su marido?

Desde el día en que sus brazos habían apretado mis rodillas, ningún otro reclamo silencioso había surgido de Délia, salvo, cuando yo me ponía en pie, un gesto para retenerme por la mano, el gesto de una muchacha torpe que no ha aprendido a coger, a ofrecer con franqueza la palma; sólo tiraba un poco de mis dedos y los soltaba enseguida, como disgustada, para volverse luego hacia la ventana casi siempre abierta. La primavera había llegado, rauda, atravesada por suaves chaparrones. Siguiendo la sugerencia de su mirada, yo me dirigía hacia la ventana y miraba a los transeúntes, o más bien a sus cabezas cubiertas, pues todos llevaban sombrero en esa época. Cuando, abajo, el portal engullía a un hombre que caminaba a grandes trancos, vestido con un abrigo azul, yo contaba a mi pesar los segundos y calculaba el tiempo que un visitante apresurado habría necesitado para atravesar el vestíbulo, subir hasta el piso y llamar a la puerta. Pero nadie llamaba, y mi respiración recuperó su ritmo normal…

—¿Le escribe su marido, Délia?

Sintiéndose herida, la reservada joven, a quien yo interrogaba sin miramientos, contestara o no a mis preguntas, me miró de arriba abajo con aire ofendido. Pero ya no me preocupaban sus actitudes desdeñosas, de modo que repetí:

—Sí, le pregunto si su marido le escribe alguna vez.

Mi pregunta sobresaltó a Rosita, que en ese momento atravesaba la habitación. Se detuvo súbitamente, como a la espera de la respuesta de su hermana.

—No —dijo por fin Délia—. No me escribe, y hace bien. No tenemos nada que decirnos.

Ante esto, Rosita abrió, azorada, la boca y los ojos. Luego continuó su camino con paso ligero y, a punto ya de desaparecer, levantó las dos manos hasta la altura de las orejas. Este gesto de indignación reavivó mi curiosidad, que a veces se apaciguaba. También debo confesar que, devuelta a mi pasado desagradable y atrayente, encontraba chocante que Délia —Délia y no yo— estuviera echada en el sofá cama, entreteniéndose en quitarse y volverse a poner sus pequeñas pantuflas, mientras que yo, fatigada de un asiento incómodo, me levantaba para ir y venir por la habitación, empujar la mesa más cerca de la ventana con fingida negligencia, medir el espacio antaño ocupado por un oscuro armario…

—Délia, ¿fue usted quien eligió este empapelado?

—Desde luego que no. Yo hubiera preferido un papel floreado, como el del living-room.

—¿Qué living-room?

—La habitación grande.

—¡Ah, ésa! No es un living-room, puesto que ustedes no viven en ella. Yo diría más bien el estudio, ya que su hermana trabaja allí.

Como los días ya eran más largos, yo distinguía el color de los ojos de Délia —alrededor de sus dilatadas pupilas se extendía un anillo de un gris verdoso oscuro— y la blancura de su tez, similar al color de piel de los meridionales, que ostentan una palidez sin matices desde la frente hasta los pies. Me lanzó una mirada de obstinada desconfianza.

—Mi hermana puede perfectamente trabajar en un living-room, si eso le place.

—Lo esencial es que ella trabaja, ¿no es así? —repliqué con vivacidad.

De un puntapié, lanzó a lo lejos una de sus pantuflas.

—Yo también trabajo —dijo con voz tensa—. Lo que sucede es que no se ve. Me fatigo, ¡oh!, me fatigo… aquí… aquí…

Tocaba su frente, se apretaba las sienes. Con cierto desprecio, observé sus manos de perezosa, sus dedos delicados, con las puntas afiladas y curvadas hacia arriba, sus palmas carnosas. Me encogí de hombros.

—¡Vaya trabajo, una idea fija! Debería usted sentir vergüenza, Délia.

Ella se dejaba arrastrar con facilidad por cóleras de adolescente sin educación ni voluntad.

—¡Pensar no es lo único que hago! —gritó—. ¡Yo…, yo trabajo a mi modo! ¡En mi cabeza!

—¿Está preparando una novela?

Yo había hablado en son de burla, pero Délia no se percató de nada y, halagada, se apaciguó.

—¡Oh! En realidad, no… Algo parecido, pero mejor.

—¿Qué es eso que dice que es mejor que una novela, hija mía?

Pues yo me permitía llamarla así cuando ella parecía precipitarse en una suerte de infantilismo brutal, de irresponsabilidad. Ella titubeaba siempre ante este apelativo, y me gratificaba con una ojeada brillante e inquieta, con un sobresalto involuntario.

—¡Ah! No puedo contarlo —dijo, con tono de suficiencia.

Volvió a dedicarse a pescar cerezas de un cucurucho de periódico. Cogía los huesos y apuntaba hacia la ventana abierta. Rosita atravesó la habitación, atareada, y reprendió a su hermana sin detenerse:

—Délia, no deberías tirar los huesos a la calle…

¿Qué hacía yo allí, en ese desierto? Un día, llevé unas cerezas más sabrosas. Otro día en que le había llevado a Rosita un manuscrito lleno de correcciones, le dije:

—Espere… ¿No podría rehacer esta página en… en la esquina de una mesa, no importa dónde? Allí, mire, ahí estará bien. Sí, sí, tengo suficiente luz. Sí, tengo mi pluma…

Apoyada sobre un velador mal asegurado, recibía desde la izquierda la luz de la única ventana, y desde la derecha la atención de Délia. Para mi sorpresa, se puso a trabajar. Recamaba con gran delicadeza bolsos y galones por los que la moda de esa época se apasionaba.

—¡Qué hermosa habilidad, Délia!

—No es una habilidad, es un oficio —dijo Délia con tono disgustado.

Pero no le desagradaba, según creo, entregarse ante mis ojos a una ocupación tan grata como un esparcimiento. Las agujas finas como cabellos de acero, las perlas de granos multicolores, el cañamazo, los manipulaba con la destreza de un ciego, siempre recostada a medias en un extremo del sofá cama. De la habitación vecina llegaba el lenguaje cortado de la máquina de escribir, el rezongo de su pequeño rodillo, en cada línea, y su campanilla cristalina. ¿Qué hacía yo en ese desierto? No era un desierto. Yo abandonaba, en casa, tres habitaciones estrechas y cerradas, mis libros, el perfume que me gustaba esparcir, mi lámpara… Pero no se vive de una lámpara, de un perfume, de páginas leídas y releídas. Tenía además amigos, camaradas: Annie de Péne, la mejor de las mejores. Así como el más preciado aguardiente no calma el hambre feroz de una gruesa salchicha, la amistad probada y delicada no nos despoja del gusto por lo nuevo y dudoso.

En casa de Rosita, en casa de Délia, estaba asegurada contra el riego de hacer confidencias. Mi pasado escondido subía conmigo las escaleras conocidas, se sentaba en secreto junto a Délia, colocaba en su lugar, según el antiguo orden, los muebles emigrados, reanimaba los colores de la «luna de lluvia» y afilaba una vieja arma que había servido contra mí.

—¿Es un oficio que usted ha elegido, Délia?

—No exactamente. Lo recuperé este año, en enero, porque me permite trabajar en casa.

Abrió sus finas tijeras.

—Me hace bien tocar cosas puntiagudas.

Una especie de gravedad de joven loca sentaba bien a Délia; no creí que fuera oportuno animarla con algo más que una mirada inquisitiva.

—Cosas puntiagudas —repitió—: tijeras, agujas, alfileres… Me hacen bien.

—¿Quiere que le presente un tragasables, un lanzador de cuchillos y un puerco espín?

Se dignó reír y, al oír su risa melodiosa, lamenté que no fuera feliz más a menudo. Una poderosa voz femenina, en la calle, entonó el grito de las verduleras.

—¡Oh! Es el carro de las cerezas —murmuró Délia.

Sin perder el tiempo en ponerme mi sombrero de fieltro, bajé, con la cabeza descubierta, y compré un kilo de cerezas claras. Al correr para evitar un coche, tropecé con un hombre parado delante de mi puerta.

—Un poco más, señora, y sus cerezas…

Sonreí a ese transeúnte tan típicamente parisiense, con el rostro vivaz, algunas hebras blancas en sus negros cabellos y hermosos ojos fatigados de grabador o linotipista. Encendía un cigarrillo sin despegar la mirada de la ventana del entresuelo. La cerilla encendida le quemó los dedos; la dejó caer y se volvió.

Un grito de placer —el primero que yo oía surgir de los labios de Délia— me recibió al entrar, y la joven mujer apoyó el dorso de mi mano contra su mejilla. Sintiéndome inexplicablemente recompensada, yo la miraba comer las cerezas, depositar los rabos y los huesos en la cubierta de una caja de alfileres. Su expresión de egoísmo y de glotonería satisfecha no la despojaba del encanto que nos hace sentir atraídos por los niños violentos, refugiados en sus pasiones y que no se preocupan por agradar.

—¿Sabe, Délia? Abajo, en la acera…

Dejó de comer, con una gruesa cereza hinchándole la mejilla.

—¿Qué pasó abajo, en la acera?

—Hay un hombre que mira su ventana. Un hombre muy atento, ya lo creo.

Se tragó la cereza y escupió precipitadamente el hueso.

—¿Cómo es?

—Moreno, un rostro… agradable, algunas canas en sus cabellos negros. Tiene la punta de los dedos amarillenta, como de un hombre que fuma mucho.

Con un movimiento brusco Délia recogió bajo el cuerpo sus pies descalzos y esparció por el suelo los ligeros instrumentos de su trabajo.

—¿Qué día es hoy? Viernes, ¿no es así? Sí, viernes.

—¿Es su enamorado del viernes? ¿Tiene uno para cada día de la semana?

Me lanzó la ultrajante mirada que los adolescentes reservan a quienes los tratan como a «bebés grandes».

—No puedo esconderle nada.

Se levantó para recoger sus enseres de bordado, agitó contra la luz un delicado y antiguo bolsito que estaba copiando, y advertí que sus manos temblaban. Se volvió hacia mí con una gentileza forzada:

—Es agradable mi enamorado del viernes ¿no es verdad? ¿Le gusta?

—Me gusta, pero no parece tener buena cara. Debería cuidarlo.

—¡Oh! Lo cuido, no se preocupe por él…

Comenzó a reír de un modo alocado, hasta que la sacudió un acceso de tos. Cuando cesó de toser y reír, se apoyó contra un mueble como si la hubiera invadido el vértigo, trastabilló y se sentó.

—Es la fatiga —murmuró.

Sus negros cabellos, sueltos, no descendían más allá de sus hombros. Recogidos, descubrían sus orejas, y este peinado desordenado de niña acentuaba la regularidad del perfil, su carácter infantil e inexorable.

«Es la fatiga.» Pero ¿qué fatiga? ¿Una vida poco saludable? No menos saludable que la mía, tan saludable como la de cualquier mujer o muchacha que vive en París. Unos días antes, Délia se había tocado la frente, se había oprimido las sienes: «Es de aquí que me fatigo… y de aquí…». La idea fija, sí, el ausente, el Essendier infiel. En vano yo había contemplado aquella belleza perfecta —analizándolo bien, no había un solo defecto en el rostro de Délia— para buscar la expresión del dolor, es decir, del amor.

Ella permanecía sentada, algo jadeante, con sus afiladas tijeras apoyadas sobre su vestido negro, en el extremo de una cadena de acero. Mi atención no la molestaba, pero después de unos instantes volvió a ponerse de pie, como alguien que reemprende su carrera mientras se reprocha haberse retrasado. La luz y los ruidos de la calle, al cambiar, me anunciaron el fin de la tarde, y me dispuse a marcharme. Detrás de mí, irreprochablemente delgada y con un rubio apagado, se mantenía de pie la señorita Rosita. Desde hacía un tiempo yo había perdido el hábito de mirarla; me pareció vieja. Asimismo me pareció que, a través de la puerta grande abierta, debía de habernos escuchado bromear sobre el enamorado del viernes. En el mismo instante caí en la cuenta de que, mientras frecuentaba a las hermanas Barberet, había dejado a un lado sin motivo a la mayor, salvo las breves relaciones que manteníamos por su profesión y las expresiones de cortesía, las consideraciones meteorológicas, los comentarios sobre la carestía de la vida y el cine. Pues jamás la señorita Rosita se habría permitido una pregunta tocante a mi vida personal, a mi evidente libertad de mujer sola. Pero ¿cuántos días hacía que yo no le había testimoniado algún tipo de interés a la señorita Rosita? Me sentí incómoda por ello y, como Délia se dirigía al lavabo, decidí ser «amable» con la señorita Rosita. Una trabajadora ejemplar, llena de virtudes y de distinción natural, que mecanografiaba el manuscrito de Vandérem, las novelas por entregas de Arthur Bernède y mis páginas cubiertas de correcciones, merecía ciertas consideraciones.

Con las manos juntas palma contra palma, sus dos pequeños tirabuzones sobre el hombro derecho, ella esperaba pacientemente que yo me fuera. Al acercarme, vi que no me prestaba ninguna atención. Lo que miraba era la espalda de Délia, que salía. Endurecidos, sus ojos de un azul pálido no se separaban de la figura pequeña, algo española, de su hermana y de los negros cabellos que arreglaba con gesto distraído. Y, al igual que interpretamos como adivinación nuestros sustos y estremecimientos, pensé, mientras descendía por la colina de París, coloreada de rosa por sus altas casas: «En el interior de esta Rosita, limitada y poco brillante, debo buscar la explicación de un pequeño enigma, empollado bajo el colchón de un diván de una habitación con una única ventana donde una joven mujer pretende, absorbida por su obstinación y su temperamento celoso, revivir un momento de mi propia vida. Quizá la testaruda joven sabe poco del pequeño enigma. Y aunque supiera más, jamás me diría nada. Su misterio, o su aparente misterio, es un don gratuito que ha recibido de la naturaleza, así como habría podido recibir un mechón rubio entre sus cabellos negros, una marca en la mejilla…».

Sin embargo, seguí recorriendo las aceras, donde la presencia de las porteras en sus sillas, los juegos de los niños y las trayectorias de los balones obligaban al transeúnte, a partir de junio, a una especie de contradanza, dos pasos adelante, dos pasos atrás, apártese y regrese. El olor de los fregaderos obstruidos, en junio, se adueña de los hermosos crepúsculos rosados. Por contraste, yo amaba mi barrio del oeste y su sonoridad de corredor vacío. Una sorpresa me esperaba allí, en forma de telegrama: Sido, mi madre, llegaba al día siguiente a París para quedarse tres días. Después de éste, sólo hizo un último viaje desde su pequeña comarca.

Mientras ella estuvo allí, no me ocupé de las señoritas Barberet. No es su estancia lo que me interesa relatar. Pero su exigente presencia devolvía mi vida a la dignidad, a la solicitud. Delante de ella debía fingir una juventud similar a la suya, seguirla en sus impulsos. Quedé horrorizada al verla tan pequeña, adelgazada, febril en su alegría cautivante y casi como acosada. Pero todavía distaba mucho de dar crédito a la idea de que ella pudiera morir. ¿Acaso no emprendía, en un solo día, la tarea de ir a comprar semillas de pensamiento, de asistir a una ópera bufa, de ver una colección legada al Louvre? ¿No llegaba acaso cargada con tres potes de grosella aromatizada con frambuesa, con los primeros capullos de rosas envueltos en un pañuelo húmedo; no había cosido para mí, en un cuadrado de cartón, los granos barométricos de la avena silvestre?

Como siempre, se abstuvo de hacerme preguntas sobre mis más íntimas preocupaciones. La parte amorosa de mi vida le inspiraba, según creo, una grande y maternal repugnancia. Pero yo tenía que vigilar mis palabras, mi rostro; desconfiar de su mirada, capaz de leer a través de la carne que ella había creado. Le agradaba escuchar noticias de mis amigos y amigas, de mis camaradas más recientes. Omití sin embargo contarle la historia Barberet.

Sentada a la mesa delante de mí, apartaba el plato sin terminarlo y me interrogaba más sobre lo que yo deseaba escribir que sobre lo que había escrito. Nunca he soportado otra crítica semejante a la de Sido, pues, aunque creía en mi vocación de escritora, dudaba de mi carrera. «No olvides que sólo tienes un don —decía—. Pero ¿qué es un don? Un don nunca le ha bastado a nadie.»

Se embriagaba con el aire parisiense como una jovencita de provincias, y se agotaba. La devolví a su tren, con la inquietud de dejarla sola y la satisfacción de saber que, algunas horas más tarde, llegaría a su pequeña morada sin comodidades y sin peligros.

Después de su partida, nada me parecía digno de ser intentado. La sana melancolía, el orgullo, los méritos que ella depositaba en mí… Había vivido tanto tiempo lejos de ella que se habían vuelto efímeros. No obstante, una vez que se hubo ido, volví a mi sitio en el hueco profundo de mi ventana, encendí nuevamente mi lámpara diurna con su verde pantalla; pero estaba impelida por la necesidad, más que por el amor a una obra bien hecha. Y trabajé hasta que llegó el momento de subir, en metro, la cuesta que me agradaba bajar a pie.

La señorita Rosita vino a abrirme. Por fortuna, lanzó un pequeño «¡ah!» al verme, lo que detuvo en mis labios una similar exclamación de sorpresa. En menos de quince días, la madura señorita se había convertido en una solterona. Un pequeño moño de asistenta reemplazaba el lazo y los dos tirabuzones; llevaba un delantal anudado en la cintura. Tocó maquinalmente su hombro derecho y balbuceó:

—Me encuentra desarreglada… He tenido unos días muy agitados…

Apreté su mano enjuta y delicada, que se fundió en la mía. Un perfume bastante vulgar, mezclado con el olor que se desprendía de una sartén donde se calentaba aceite de fritura, me devolvió el recuerdo del pequeño apartamento y de la hermana menor.

—¿Se encuentra bien? ¿Y su hermana?

Hizo un movimiento con los hombros carente de un sentido preciso. Agregué, con un involuntario orgullo:

—¿Sabe? Tuve a mi madre en casa por unos días… ¿Y qué se ha hecho de Délia? ¿Sigue tan trabajadora? ¿Puedo saludarla?

La señorita Rosita bajó la cabeza como hacen los carneros cuando reúnen coraje para luchar:

—No, no puede. Es decir, puede, pero no veo para qué querría saludar a una criminal.

—¿Cómo?

—A una criminal. Yo tengo que quedarme aquí. Pero a usted, ¿qué puede interesarle una criminal?

Incluso su cortesía había cambiado. La señorita Rosita continuaba siendo cortés, pero pronunciaba con profunda indiferencia unas palabras que podían interpretarse como monstruosas. Ni siquiera reconocí su minúsculo cuello blanco, reemplazado por un ordinario bordado hecho a máquina de color azul celeste.

—Pero, señorita Rosita, yo no podía imaginar… Le traía…

—Muy bien —dijo con prontitud—. ¿Quiere pasar por aquí?

Penetré en la amplia habitación, mientras la señorita Rosita obstruía con destreza el acceso al dormitorio de Délia. Desplegué mi manuscrito bajo la insoportable luz de las ventanas sin cortinas, di indicaciones como si se tratara de una extraña. Como una extraña, Rosita escuchaba, decía: «Muy bien… Perfecto… En negro y en violeta… Estará listo para el viernes». Los frecuentes e inútiles «Señora… Sí, señora… ¡Oh, señora…!» habían desaparecido de sus réplicas. También de su conversación había suprimido los bucles…

Como en las épocas del despertar de mi curiosidad, conservé en un principio la paciencia; luego la perdí bruscamente y bajé apenas la voz para preguntarle desde muy cerca a la señorita Barberet:

—¿A quién ha matado?

Sorprendida, la pobre mujer esbozó un gesto desesperado y se apoyó con las dos manos en la mesa:

—¡Ah, señora! Aún no ha sucedido, pero él va a morir.

—¿Quién?

—Pues su marido, Eugenio…

—Su marido… ¿El que ella esperaba día y noche? Creía que él la había abandonado…

—Abandonado es una forma precipitada de decirlo. No se llevaban bien, pero no vaya a creer que era por culpa de él. Eugenio es un muchacho muy gentil. Y nunca dejó de enviarle a mi hermana algo de lo que ganaba, ¿sabe? Pero a ella, a ella se le metió en la cabeza que tenía que vengarse.

En la creciente perturbación que iba invadiendo a la señorita Barberet, creí distinguir el desvarío con que un viejo veneno de amor cumplía su cometido… La rivalidad trivial, peligrosa, entre la hermana bonita y la hermana desabrida. Un mechón, escapado del descuidado rodete de Rosita, se convirtió ante mis ojos en el símbolo de la vehemencia desatinada. La «luna de lluvia» brilló con sus siete colores sobre la pared de mi antiguo refugio, librada a unas enemigas que estaban a punto de acusarse, de batirse…

—Señorita Rosita, por favor… ¿No exagera usted un poco? Es una acusación muy grave, dese cuenta…

Le hablaba sin brusquedad, pues temo a los locos capaces de causar daño, a los que monologan en la calle sin vernos, a los borrachos violáceos que amenazan al vacío y caminan en zigzag… Quise volver a coger mi manuscrito, pero el rollo de papel, capturado por Rosita, le servía para recalcar sus frases. Hablaba con violencia, sin elevar la voz:

—He dicho bien, señora, vengarse. Cuando se dio cuenta de que él ya no la amaba, se dijo: «Ya verás, te tendré». Entonces le lanzó un maleficio.

Sus palabras fueron tan inesperadas que me regocijaron, lo que no pasó inadvertido para Rosita.

—No se ría, señora. Verdaderamente parece que usted no sabe de qué se ríe.

Un objeto metálico cayó al suelo, del otro lado de la puerta, y Rosita se estremeció.

—¡Vaya! Ahora, las tijeras… —dijo para sí misma.

Debió de leer en mi rostro algo así como el deseo de encontrarme lejos de allí y quiso tranquilizarme:

—No tenga miedo. Ella sabe que usted está aquí; pero, si usted no entra en su dormitorio, no vendrá.

—No tengo miedo —dije con acritud—. ¿Qué le dio al marido? ¿Una droga?

—Lo convocó. ¿Sabe lo que eso quiere decir, convocarlo?

—No…, es decir, tengo una idea, pero los detalles…, los detalles los ignoro.

—Convocar es hacer venir a una persona por la fuerza. Ese pobre Eugenio…

—¡Espere! —exclamé en voz baja—. ¿Cómo es su cuñado? ¿No es un hombre moreno, con algunas canas en sus cabellos negros? ¿Tiene bastante mala cara, con el color de las personas que tienen una lesión cardíaca? ¿Sí? Entonces fue a él a quien vi hace, digamos dos semanas.

—¿Dónde?

—Allí, abajo, miraba la ventana de mi…, la ventana del dormitorio de Délia; parecía estar esperando. Incluso le advertí a Délia de que tenía un enamorado bajo su ventana…

Rosita unió las manos:

—¡Oh, señora! ¡Y usted no me dijo nada! ¡Quince días!

Dejó caer los brazos a lo largo del delantal. Sus ojos claros mostraban un reproche que carecía de sentido para mí. Me miraba sin verme, con las gafas en la mano, con una mirada intensa y poco precisa.

—Señorita Rosita, ¿no estará diciendo que acusa a Délia de realizar maleficios y brujerías?

—¡Claro que sí, señora! Lo que ella ha hecho se llama convocar, pero es lo mismo.

—Escuche, Rosita, ya no estamos en la Edad Media… Reflexione un poco…

—¡Pero he reflexionado, señora; no hago otra cosa! Ella no es la única en hacer lo que hace. Es algo corriente. Fíjese que no estoy diciendo que tengan éxito todos los días… ¿Nunca había oído hablar de esto?

Hice un gesto de negación, y mi interlocutora se encogió ligeramente de hombros, como si juzgara que mi educación había sido bastante insuficiente. En alguna parte, un reloj anunció las doce del mediodía, y yo me puse de pie para irme. Ensimismada, Rosita me siguió, en una actitud maquinal de cortesía. En el vestíbulo sombrío, la luz de la lámpara del techo con forma de plato le esculpía los rasgos de una dama anciana y delgada.

—Rosita —le dije—, si su hermana se extrañara de que yo no hubiera pedido verla…

—No se extrañará —dijo, agitando la cabeza—. Está muy ocupada haciendo daño.

Me miró con una ironía de la que no la creía capaz.

—Además, ya sabe, no es un buen momento para verla. No está muy bonita en estos días. No sería muy justo que lo estuviera.

De pronto recordé las singulares palabras de Délia: «Me hace bien tocar cosas puntiagudas, tijeras, alfileres…». Presa de un nefasto deseo de murmuración, me incliné sobre la oreja de Rosita y se las repetí.

Ella me cogió con familiaridad del brazo y me arrastró afuera, hasta el rellano.

—Le devolveré sus hojas mecanografiadas mañana por la tarde, a las seis y media o siete. Váyase, ella va a pedirme el almuerzo.

El placer que yo había supuesto que gozaría cuando dejé a Rosita Barberet, no lo experimenté. Sin embargo, al examinar la extravagancia, la ambición de esta anécdota que intentaba emular a una crónica de sucesos, llegué a la conclusión de que no le faltaba nada, salvo la naturalidad. Un defecto de inocencia estropeaba su excitante color, su cariz de cháchara de comadres, drama de herboristería, receta de filtro. A decir verdad, no me agrada lo pintoresco cuando está basado en un sentimiento odioso. Ya en mi barrio, comparé la historia Barberet con la «historia de la calle Truffaut», y esta última me pareció mucho más agradable, con su círculo de bravas mujeres de Batignolles que, con las manos unidas sobre una mesa de comedor, conversaban con el más allá, recibían noticias de sus hijos difuntos, de sus maridos muertos; no indagaron mi nombre, pues había sido presentada por el peluquero de la calle y hasta me dieron de paso el consejo de desconfiar de una dama X… Sucedió que el consejo resultó excelente. Pero el principal atractivo de la reunión residía en el lugar aislado de los ruidos, el tapete de la mesa ribeteado con una orla que hacía juego con la de las cortinas, el espíritu de un joven marinero, asistente asiduo, invisible y travieso, que volvía en días determinados y se encerraba en el aparador para hacer tintinear tazas y platos. «¡Ah, ése…!», suspiraba con indulgencia la voluminosa dueña de la casa.

—Le consientes todo, mamá —le reprochaba su hija médium—. Pero sería una lástima que rompiera la taza azul.

Al acabar la sesión, estas damas servían a la concurrencia un té descolorido y tibio… ¡Qué paz, qué gentileza en casa de estas anfitrionas cuya sociabilidad sólo dependía de un mundo extraterrestre! ¡Cuán agradable me resultaba también esa curandera, la señorita Lévy, que se encargaba de curar las almas y los cuerpos y pedía a cambio tan poco dinero! Hacía fricciones, imponía las manos, en el secreto de las profundas porterías de las pálidas porteras, en los cuartuchos de artistas de la calle Biot y en el café de la Fauvette. Bordaba bellos caracteres hebraicos en pequeños saquitos para llevar colgados del cuello: «Puede estar tranquila sobre la eficacia, está preparado con las manos de la inocencia». Y mostraba sus hermosas manos, suavizadas por las pomadas y los ungüentos, para después agregar: «Si esto no marcha mejor mañana, puedo encender en su nombre, cuando me vaya, un cirio a Nuestra Señora de las Victorias. Yo me llevo bien con todo el mundo».

Ciertamente, yo no era, en el tema de las magias inocentes y populares, la novicia que había simulado ser ante la señorita Barberet. Pero, con mis sibilas de diez y veinte francos, sólo había querido divertirme, escuchar la íntima riqueza de antiguos vocablos exclusivos, abandonar mis manos a manos tan extrañas, tan pulidas por el contacto con otras manos humanas, que yo me beneficiaba a través de ellas, en un momento, como si hubiera estado en contacto directo con la muchedumbre, de un relato insignificante y locuaz, de un analgésico, en fin, de todo aquello que se destina a los niños…

Por el contrario, estas Barberet enemigas… Un callejón sin salida perturbado por malas intenciones, ¿en eso se había convertido el pequeño apartamento donde antaño yo había sufrido sin amargura, bajo la vigilancia de mi «luna de lluvia»? De este modo, yo reflexionaba sobre aquello que, dentro de lo inexplicable, me había más o menos pertenecido merced a obtusos intermediarios, criaturas disponibles cuyo vacío refleja fragmentos de destinos, mentirosas modestas y vehementes visionarias. Ninguna me había hecho daño, ninguna me había asustado. Pero estas dos hermanas tan diferentes…

Había almorzado tan poco que me alegré de ir a cenar a un modesto albergue, de cuya dueña se decía: «Esa mujer gorda que cocina tan bien». Fue extraño que no encontrara, bajo la suave luz de sus lámparas, a alguno de aquellos a quienes llamamos «amigos» y que de vez en cuando, en efecto, son afectuosos. Creo recordar que con el conde de Adelsward de Fersen coroné mi orgía —buey à l’ancienne y sidra normanda— con dos horas de cine. Fersen, rubio, con un tostado de color ladrillo, escribía versos y no se sentía atraído por las mujeres. Pero estaba tan bien conformado para gustar a éstas que una exclamó al verlo: «¡Ah! ¡Qué desperdicio de algo tan bueno!». Intolerante e instruido, tenía un carácter irascible, y escondía tras sus frecuentes estallidos una timidez básica. Cuando salimos del restaurante, Gustave Téry acababa de dar comienzo a su tardía cena. Pero el fundador de L’Œuvre no me brindó más recibimiento que lanzarme una de sus miradas de búfalo, como cada vez que estaba harto de polémicas y se sentía acosado. Esférico, con paso ligero, entró como un cúmulo impulsado por el viento. Si no me equivoco, esa noche yo reconocía de inmediato a las personas con las que me cruzaba, pero éstas parecían tener una aptitud singular para desplazarse y desaparecer. El último encuentro fue con una muchacha que acechaba a los peatones desde un rincón de la acera, un centenar de pasos más adelante de donde yo habitaba. No olvidé decirle unas palabras, así como al gato vagabundo que le hacía compañía. Una luna amplia y cálida, una luna amarilla de junio, iluminaba mi regreso. La mujer, de pie sobre su corta sombra, le hablaba al gato Mimine. Sólo se interesaba por la meteorología, o al menos eso es lo que parecía a juzgar por sus extrañas palabras. Desde hacía seis meses la veía con un informe abrigo y un sombrero de alas caídas, con un pequeño penacho militar, que ocultaba la parte superior de su rostro.

—El tiempo está templado —me dijo a guisa de saludo—. Pero no hay que creer que esto vaya a durar: la niebla está suspendida a todo lo largo del río. Cuando está formada por grandes bocanadas aisladas, como fogatas de hierba, es señal de buen tiempo. Y usted, ¿caminando como siempre?

Le ofrecí uno de los cigarrillos que me había dado Fersen. Ella se mantuvo fiel al barrio durante más tiempo que yo, con su sombra acurrucada a sus pies, esta pastora sin ovejas que hablaba de fogatas de hierba y llamaba río al Sena. Confío en que, desde hace mucho y para siempre, duerma sola, y sueñe con heniles, con amaneceres que endurecen el rocío en escarcha, con brumas que se adhieren al agua que fluye y se deslizan con ella…

El pequeño apartamento que por aquella época yo ocupaba provocaba la envidia de mis ocasionales visitantes. Pero pronto supe que no lograría retenerme por mucho tiempo. No era que sus tres habitaciones —digamos dos habitaciones y media— fueran incómodas, pero ponían en evidencia los objetos impares que, en otro entorno, habrían sido pares. No poseía más que uno de los dos hermosos jarrones de porcelana transformados en lámpara. El segundo sillón Luis XV, ausente, extendía en otra parte sus delgados brazos ofreciendo reposo a alguien que no era yo. Mi biblioteca baja esperaba en vano, y la espera aún, la otra biblioteca baja. Estas amputaciones mobiliarias sólo me incomodaban a mí, y Rosita Barberet no pudo por menos que exclamar: «¡Oh, es un verdadero nido!», mientras unía sus manos enguantadas en un gesto de admiración. Un débil rayo de luz —Honnorat no estaba aún libre de presiones, y las siete en el péndulo de Carlos X señalaban con exactitud siete horas después del mediodía— llegaba hasta mi escritorio, atravesaba una pequeña garrafa de vino de Lunel y rozaba al pasar un ramito de esas rosas de junio que en junio, en París, se venden por docenas.

Me alegré de ver de nuevo a Rosita correcta, vestida de negro, con su lencería blanca en el cuello. La moda de la época gustaba de las esclavinas cortas cuyos faldones, cruzados por delante, se sujetaban detrás de la espalda. La señorita Barberet sabía cómo llevar un sombrero de París, es decir, un sombrero muy simple. Pero parecía haber repudiado definitivamente los dos pequeños tirabuzones sobre el hombro. El ala de su sombrero descendía sobre el triste moño en espiral, símbolo de todas las renuncias, que remataba su pobre nuca encanecida, y resguardaba su rostro deteriorado por las preocupaciones. Mientras llenaba para Rosita un vaso de vino de Lunel, sentí deseos de ofrecerle también carmín para los labios, polvo, algún afeite reparador…

Comenzó por rechazar el vino de color topacio encendido y los bizcochos.

—No estoy acostumbrada, señora. Únicamente bebo agua con unas gotas de vino y a veces un poco de cerveza.

—Sólo un trago. Es un vino para niños.

Bebió un trago, lanzó una exclamación, bebió otro más y otro mientras hacía muecas, pues no había aprendido a ser sencilla salvo en su interior. Entretanto, admiraba todo lo que su miopía no le permitía distinguir. Pronto tuvo una mejilla roja y una mejilla pálida, y unas fibrillas de sangre en sus escleróticas alrededor del azul reavivado de sus iris. Una mujer madura habría rejuvenecido, pero la señorita Barberet no era más que una mujer todavía joven madura a destiempo.

—Es un brebaje mágico —dijo con su sonrisa entre comillas.

Como si retomara un parlamento de teatro, suspiró:

—¡Ah! Si ese pobre Eugenio…

Por sus palabras comprendí que no tenía mucho tiempo, y quise saber cuánto.

—¿Su hermana ha salido? ¿No la espera?

—Le he dicho que le traería las copias y que pasaría también por casa del señor Vandérem y del señor Lucien Muhlfeld para aprovechar la salida. Si tiene prisa por cenar, tiene sopa de verduras que quedó de ayer, una alcachofa cocida y compota de ruibarbo.

—Por otra parte, el restaurante que está a la derecha, bajando por su calle…

La señorita Barberet sacudió la cabeza.

—No. Ella no sale. Ya no sale nunca.

Sorbió una gota de vino del fondo de su vaso y luego cruzó con decisión los brazos sobre mi escritorio, justo delante de mí. El declinante sol se detuvo un momento sobre los rasgos de su cara, a medias caliente, a medias fría, y sobre un broche de turquesa que cerraba su cuello. Quise acudir en su ayuda y evitarle los preámbulos.

—Le confieso, Rosita, que ayer no comprendí bien lo que usted me contó…

—Ya me había dado cuenta —dijo con una ruidosa risita—. Primero creí que se burlaba un poco de mí. Una persona tan instruida como usted… Para decirlo en pocas palabras, mi hermana está a punto de hacer que muera su marido. Por la memoria de mi madre, señora, que va a matarlo. Han pasado seis lunas y se acerca la séptima, que es la luna fatal. El pobre desgraciado sabe que está convocado; además, ya tuvo dos accidentes, de los que se recuperó por completo, pero de todos modos es un handicap que lo coloca en un estado de menor resistencia y que le hace más fácil la tarea a ella…

En el primer aliento habría sobrepasado las cien palabras, si su precipitación y, sin duda, el calor del vino no le hubieran estrangulado un poco la voz. Aproveché su acceso de tos:

—Señorita Rosita, una sola pregunta. ¿Por qué querría Délia hacer morir a su marido?

Ella levantó las manos como si quisiera indicar que no se sentía responsable y que era impotente.

—¡Ah! En cuanto a eso, ¡vaya uno a saber la verdadera razón! Son las razones habituales entre un hombre y una mujer: tú ya no me quieres y yo aún te quiero, y tú quieres mi muerte, y vuelve te lo suplico, y querría verte en el infierno…

Lanzó un violento «¡ah!» e hizo una mueca.

—Si todas las parejas que no se entienden terminaran en homicidio, mi pobre Rosita…

—¡Pues claro que lo hacen! —se irritó—. ¡No tienen reparos en hacerlo!

—No son más que unos pocos casos de la crónica de sucesos.

—Porque sucede en familia. Por lo general, no se detiene a nadie. Se habla un poco en el barrio. ¡Vaya a buscar los vestigios! Las armas de fuego y los venenos están pasados de moda. Mi hermana lo sabe muy bien. Y la confitera de abajo, ¿qué hizo acaso con su marido? Y el lechero del 57, ¿no es bastante curioso que se haya quedado dos veces viudo?

Su precioso vocabulario de vendedora distinguida se desmigajaba, y adelantaba el mentón como una gárgola. De un manotazo, echó hacia atrás el sombrero que le apretaba la frente. Me desagradó tanto como si se hubiera sujetado la liga en el muslo sin excusarse. Descubrió una amplia frente que yo nunca había observado en toda su extensión, con los costados biselados, por donde yo imaginaba que debían de escaparse las confidencias, los secretos, peligrosos o no. Sin embargo, no me atreví a encender enseguida la lámpara.

—Rosita —dije con seriedad—, ¿acostumbra usted decir… lo que acaba de decirme… a cualquiera?

Clavó con franqueza su mirada en la mía.

—Se burla usted, señora. ¿Habría acudido tan lejos si hubiera tenido cerca a alguien que mereciera mi confianza?

Le tendí la mano y ella la cogió. Sabía apretar la mano, con firmeza, cálidamente, y sin prolongar el apretón.

—Si cree que Délia le causa daño a su marido, ¿por qué no intenta usted compensar ese mal, puesto que le desea el bien, según creo, al menos, a Eugenio Essendier?

Me miró desanimada.

—¡No puedo, señora! Sería necesario que hubiera habido amor entre Eugenio y yo. ¡Y nunca lo hubo! ¡Nunca lo hubo, nunca!

Sacó de su bolso un pañuelo y lloró, cuidando de no mojar su pequeño cuello almidonado. Creí haber comprendido todo. «Claro, claro, los celos…» De inmediato, las acusaciones de Rosita —y ella misma— se me hicieron sospechosas, y giré la llave de mi lámpara.

—¿No me estará despidiendo, señora? —preguntó con ansiedad.

—En absoluto, en absoluto —dije con poca firmeza.

La verdad es que me costaba soportar, bajo la potente luz de la lámpara, su rostro con los ojos enrojecidos, su sombrero echado hacia atrás como el de una mujer ebria. Pero Rosita apenas había comenzado a hablar.

—Eugenio nunca se habría interesado por mí —dijo con humildad—. Si se hubiera interesado por mí, incluso una sola vez, estaría en condiciones de luchar contra ella, ¿comprende?

—No, no comprendo. Como ve, tengo mucho que aprender. ¿Le atribuye usted tanta importancia al hecho de haber…, de haber pertenecido a un hombre?

Cruzó los brazos sobre la mesa y tendió la cabeza hacia mí de un modo casi provocador:

—¿Y usted? ¿No se lo atribuye?

Preferí reír.

—No, no, Rosita. Por desgracia, no soy tan frívola. Pero tampoco creo que eso constituya un lazo, que quedemos marcadas…

—¡Bueno! Se equivoca, simplemente. La posesión le da el derecho de llamar, de convocar, como se dice. ¿Usted nunca «llamó» a nadie?

—Sí —dije riendo—. Pero debía de ser sordo. No me respondió.

—Porque usted no llamó lo suficiente, por las buenas o por las malas. Mi hermana sí que llama. Si usted la viera… Está irreconocible. Hace un buen trabajo, puedo asegurarle.

Se quedó en silencio y, por unos instantes, dejó visiblemente de pensar en mí.

—Pero a él, a Eugenio, ¿no puede advertirle?

—Le he advertido. Pero Eugenio es un escéptico. Me dijo que tenía bastante con una chiflada, que la segunda chiflada le haría un favor dejándolo en paz. Tiene bolsas bajo los ojos y está del color de la manteca. De cuando en cuando tose, pero no del pecho; tose por palpitaciones del corazón. Me dijo: «Lo único que puedo hacer por usted es prestarle Fantomas. Es exactamente lo que le interesa…». Lo que prueba —añadió la señorita Barberet con una amarga sonrisa— que los hombres más inteligentes pueden razonar como imbéciles. Confundir las historias fantásticas con cosas tan verdaderas…, con manejos tan criminales…

—Pero, ¿de qué manejos habla? —prorrumpí.

La señorita Barberet desplegó sus gafas y se las puso, bien caladas en las magulladuras oscuras que aquéllas habían marcado a cada lado de su transparente nariz. Su mirada se fijó con precisión; recuperó su seguridad y una expresión escrutadora.

—¿Sabe usted —murmuró— que nunca es demasiado tarde para llamar? ¿Comprende que se puede llamar por las buenas o por las malas?

—Lo sé porque usted me lo ha explicado.

Empujó mi lámpara un poco hacia un lado y se inclinó aún más hacia mí. Estaba acalorada, y nada me resulta tan penoso como el olor humano, a menos que lo encuentre —cosa bastante poco usual— embriagador. Para colmo, repetía en el aliento el vino al que no estaba habituada. Quise ponerme de pie, pero ella ya había comenzado a hablar.

Lo que no está escrito en ninguna parte, salvo por manos torpes en cuadernos escolares, o en papel gris cuadriculado, delgado, plegado y cortado, amarillento en los bordes y cosido con hilo de algodón rojo; lo que la bruja legó al curandero, que el curandero vendió a la que padece obsesiones de amor y que la obsesionada cedió a alguna otra mujer presa de una maldición; lo que la credulidad y la memoria mancillada de una joven pura pueden recoger en los antros que una insondable ciudad alberga entre una sala moderna de cine y un bar-express; todo eso oí de labios de Rosita Barberet, transmitido a ella y alabado por viudas victoriosas, esposas lúbricas, novias abandonadas y atentatorias: las desenfrenadas fantasías de las mujeres solas…

—… Se dice un nombre, únicamente el nombre, cien veces, mil veces el nombre de la persona… Por lejos que ésta esté, acaba por oírlo. Sin comer, sin beber, todo el tiempo que se pueda soportar, se dice el nombre, ninguna otra cosa más que el nombre. ¿Recuerda un día en que Délia se sintió mal? De pronto sospeché… En nuestro barrio hay muchos que repiten el nombre…

Murmullos, una fe estúpida e incluso una costumbre del barrio… ¿Eran ésas las fuerzas, los filtros que consiguen el amor, deciden sobre la vida y la muerte, hacen mover a esa altiva montaña que es un corazón indiferente?

—Un día en que usted llamó y mi hermana estaba tendida en el suelo detrás de la puerta…

—Sí, lo recuerdo. Usted me preguntó: «¿Es usted, Eugenio?».

—Ella me había dicho: «Rápido, rápido, él viene, lo siento, rápido, cuando entre tiene que pasar sobre mí, ¡es muy importante!». Pero era usted.

—Era yo, simplemente.

—Se quedó acostada allí, aunque usted no lo crea, más de dos horas. Y un poco después, volvió a lo de las puntas. Los cuchillos, las agujas de bordar… Es algo muy conocido pero muy peligroso. Si no se posee fuerza suficiente, las puntas pueden volverse en contra de uno. ¿Pero cree usted que a ésa le va a faltar fuerza? Si yo llevara la vida que ella lleva, ya estaría muerta; yo no tengo ningún apoyo.

—¿Y ella sí lo tiene?

—Por supuesto. Siente odio. Eso la alimenta.

Esta Délia tan joven, hermosa con una hermosura un poco arrogante, con la suave mejilla que apoyaba en mi mano… Era la misma que jugaba con veinte pequeños rayos brillantes que ella deseaba que fueran mortales, y con sus agudas puntas trazaba flores de perlas…

—… Pero no bordó más bolsos. Trabajaba con las agujas, les ensuciaba las puntas…

—¿Cómo ha dicho?

—Digo que las ensuciaba sumergiéndolas en una mezcla.

Y Rosita Barberet se internó por el camino, sembrado de desperdicios, al que son arrastrados los que practican una magia innoble. Lo recorrió sin pestañear, sin omitir una sola palabra, pues la capacidad de sentir aversión no es una virtud femenina. No permitió que yo ignorase de ningún modo a qué se sometía su hermana —la misma que amaba las cerezas frescas— con la esperanza de causar daño. Era muy joven, con uno de esos cuerpos un poco menudos que los brazos de un hombre estrechan con facilidad y, bajo unos negros cabellos rizados, la palidez que un amante anhela colorear de púrpura…

Felizmente, la narradora cambió de dirección, se puso a hablar sólo de la muerte, y yo respiré. La muerte no es nauseabunda. Discurrió sobre la muerte inminente de ese pobre Eugenio, que se parecía tanto a la muerte del marido de la confitera… ¿Y el farmacéutico, que estaba todo negro cuando murió?

—… Tiene que reconocer, señora, que el hecho de que a un farmacéutico le ajuste las cuentas de tal modo su mujer, ¡es el mundo al revés!

Lo reconocí plenamente. Incluso, con una cierta complacencia. ¿Qué podían importarme el farmacéutico y el desgraciado marido de la confitera? Lo único que yo esperaba de la minuciosa narradora era una última imagen: Délia, que llegaba a la encrucijada donde se encuentran, entre vapores aportados por la ilusión de cada una, las servidoras del pie hendido…

—Bien, ¿y el diablo, Rosita?

—¿Qué diablo, señora?

—El diablo puro y simple, supongo. ¿Acaso su hermana le da un nombre en particular?

Un honesto asombro se pintó en el rostro de Rosita, y sus cejas se elevaron hasta lo alto de su amplia frente.

—Pero, señora, ¿de qué está hablando? El diablo es para los imbéciles. El diablo, imagínese…

Se encogió de hombros y, tras las gafas, lanzó una mirada desafiante al desacreditado Satanás.

—¡El diablo! Admitiendo que exista, ¡echaría todo a perder!

—Rosita, me recuerda usted ahora a una joven mujer que decía: «El buen Dios, ¡qué embuste! Pero nada de bromas en mi presencia sobre la Virgen María…».

—Cada uno tiene sus propias ideas, señora. ¡Dios mío! ¡Las ocho menos diez! Ha sido usted muy amable al recibirme —suspiró, con un tono que revelaba su decepción.

Pues yo no le había ofrecido ni ayuda ni complicidad. Volvió a colocarse —por fin— el sombrero sobre la frente. Justo a tiempo, recordé que no le había pagado su último trabajo.

—¿Quiere un sorbo de Lunel antes de ponerse en camino, señorita Rosita?

Involuntariamente, al tratarla otra vez de «señorita» la apartaba de mí. Bebió de un trago el dorado vino y la felicité por ello.

—¡Oh! Tengo la cabeza firme —dijo.

Pero, como se había quitado las gafas, me buscaba con una mirada vaga y, al salir, tropezó con el marco de la puerta y le hizo un leve gesto de disculpa.

Una vez que se hubo ido, el aire de la noche irrumpió en la habitación. Suponiendo que la exasperación en que su visita me había sumido era auténtica fatiga, cometí la equivocación de acostarme temprano. Mis sueños se resintieron por esa causa y, a través de ellos, supe que aún no estaba libre de las dos hermanas enemigas —ni de otro recuerdo—. Mi sobresaltado sueño respetaba unas veces mi auténtica personalidad, y me identificaba en otras con Délia. Tendida a medias como ella en nuestro sofá cama, en la parte sombría de nuestro dormitorio, yo «convocaba» con un reclamo poderoso, pronunciando un nombre mil veces repetido, a un hombre que no se llamaba Eugenio…

El amanecer me encontró empapada en esas lágrimas abundantes que vertimos durante el sueño, y que siguen brotando cuando, despiertos, ya no sabemos retroceder hasta su fuente. El nombre mil veces repetido se desvanecía, perdía su virtud nocturna. Le dije adiós en mi interior, rechacé su eco empujándolo hacia el pequeño apartamento donde había sufrido con gusto, y que ahora abandonaba a otras existencias femeninas, sofocadas, audaces, apasionadas por los conjuros, que sabían cómo instalar el maleficio entre las tareas cotidianas y el cine del sábado, entre la colada de la ropa y los escalopes fritos…

Cuando aquella corta noche llegó a su fin, me prometí no subir más la colina parisiense de calles abruptas y bulliciosas. El porte furtivo de Rosita, su graciosa manera de caminar apoyando apenas sus delicados pies, y los dos pequeños tirabuzones de cabello que jugueteaban sobre su hombro, todo lo convertí en recuerdo de un día para otro. Con aquella Délia que no quería que la llamaran Adèle tuve un poco más de trabajo. Tanto que, cuando ya habían transcurrido unos quince días, intenté cruzarme accidentalmente con ella. Una vez, la vi hurgando entre unos retales cerca de la puerta de una gran tienda y, tres días después, la encontré comprando pastas en una tienda de comestibles italiana. La hallé pálida y disminuida como una convaleciente que ha salido demasiado pronto, con un color nacarado bajo los ojos y sumamente bonita. Un mechón de cabellos, sobre su frente, le rozaba las cejas. En lo más profundo de mí algo indecible se agitó y habló en su favor. Pero no respondí.

Otra vez la vi de espaldas y alcancé a reconocer su andar. Íbamos por la misma acera y tuve que disminuir el ritmo de mi marcha para no adelantarme. Pues ella avanzaba con pasitos cortos, hacía de tanto en tanto una pausa, como si estuviera sin aliento, y reanudaba su paso. Por fin, un domingo en que volvía con Annie de Pène del mercado de las pulgas y que, cargadas de tesoros tales como lámparas de opalina y platos de Rubelles, descansábamos bebiendo una limonada, vi a Délia Essendier. Llevaba un vestido cuyo negro, a la luz del sol, se tornaba violeta, como le sucede a las telas teñidas. Se detuvo no muy lejos de nosotras, en un puesto de frituras ambulante, se hizo llenar un gran cucurucho con ellas y las comió con apetito. Luego se quedó de pie por unos momentos con aire indolente. El sombrero que llevaba hacía recordar, por su forma, los capuchones del Renacimiento y, por debajo del pequeño mentón romano de Délia, cruzaba la venda de crespón blanco de las viudas.