Idilio en Guatemala

JANE BOWLES

Cuando el viajante llegó a la pensión, el viento soplaba fuerte. Antes de entrar a tomar la sopa caliente en la que había estado pensando, dejó el equipaje nada más pasar la puerta y caminó unas cuantas manzanas para hacerse una idea de la ciudad. Llegó a un arco muy ancho a través del cual vio una llanura en la distancia. Creyó distinguir unas figuras sentadas en torno a una hoguera lejana; pero no estaba seguro, porque el viento le hacía saltar las lágrimas.

«Qué deprimente —pensó, dejando caer la mandíbula—. Pero no importa. Anímate. Probablemente será un grupo de chicos y chicas sentados alrededor de una fogata y pasándoselo bien. El mundo es el mundo; al fin y al cabo no hay nada nuevo, y un trozo de césped es igual de verde en un sitio que en otro.»

Dio la vuelta y anduvo de prisa, bordeando los muros de piedra de las casas bajas. Le preocupaba un poco el que no pudiera reconocer la puerta de la pensión.

—Se supone que en los Estados Unidos no existe variación alguna —dijo para sí—. Pero esta arquitectura española lo supera todo; es tan monótona…

Llamó a una puerta y enseguida apareció una niña con la cabeza pelada. Con fuerte acento norteamericano, le preguntó:

—¿Es ésta la Pensión Espinoza?

—¡!

La niña le hizo pasar, conduciéndolo hacia una fuente en el centro de un patio cuadrado. Miró al estanque y la niña también.

—Hay cuatro peces dentro —le dijo ella en español—. ¿Quiere que trate de cogerle uno?

El viajante no le entendió. Permaneció allí, incómodo, deseando ir a su habitación. La niña seguía intentando atrapar un pez cuando su madre, la dueña de la pensión, salió y fue hacia ellos. Era una mujer bastante gruesa, pero tenía un rostro pequeño y afilado y llevaba gafas sujetas al vestido por una cadena de oro. Le estrechó la mano y, en un inglés bastante bueno, le preguntó si había tenido un viaje agradable.

—Quiere ver los peces —explicó la niña.

—No faltaba más —dijo la señora Espinoza, removiendo con destreza las manos en el agua—. Casi, casi —dijo riendo cuando uno de los peces se le escurrió entre los dedos.

El viajante asintió con la cabeza.

—Me gustaría ir a mi habitación —dijo.

El norteamericano quedó un poco decepcionado de su cuarto. Había cuatro camas de bronce puestas en fila, todas ellas muy viejas y un poco torcidas.

—¡Dios mío! —exclamó para sí—. Tendrán que quitar algunas camas. Me dan escalofríos.

Del techo colgaba un cordón. En el extremo, a la altura de su nariz, había una bombilla diminuta. La encendió y se miró las manos a la luz. Las tenía sucias y agrietadas. Entró una criada descalza con una palangana y una jarra.

Calendarios decoraban las paredes del comedor, y en cada mesa había una jarra de cristal esmeradamente tallado. Varias personas habían empezado a comer en silencio. Una niña hablaba en voz alta.

—Esta noche no iré al concierto de la banda, mamá —decía.

—¿Por qué no? —preguntó su madre con la boca llena. Miró seriamente a su hija.

—Porque no me gusta oír música. ¡Lo detesto!

—¿Por qué? —inquirió su madre con aire ausente, tomando otro bocado grande. Hablaba con voz grave, como de hombre. Su cabeza, que sobresalía poco entre los hombros, estaba cubierta de rizos negros. Tenía una barbilla fuerte y la piel oscura y áspera; sin embargo, poseía unos ojos azules muy bellos. Se sentaba con las piernas separadas y un brazo descansando sobre la mesa. La niña no mostraba parecido con la madre. Era delicada, de cabellos tiesos, de ese extraño color claro que a menudo se da en los mulatos. Tenía los ojos tan pálidos que casi parecían blancos.

Cuando entró el viajante, la niña se volvió a mirarlo.

—Ya hay nueve personas que comen en esta pensión —dijo de inmediato.

—Nueve —repitió su madre—. Muchas bocas.

Dejó el plato a un lado con aire de cansancio y alzó la vista hacia el calendario de la pared que tenía al lado. Por fin se dio la vuelta y vio al extranjero. Como ya había terminado de comer, siguió con interés la comida del recién llegado. Por un momento, se encontró con su mirada.

—Que aproveche —le dijo, cabeceando suavemente, y luego miró la sopa hasta que el viajero la terminó—. Mis pastillas —le dijo a Lilina, extendiendo la mano sin volver la cabeza. Para divertirse, Lilina vació el frasco entero en la mano de su madre.

—Ahí tienes las pastillas —dijo.

Cuando la señora Ramírez se dio cuenta de lo que había pasado, le dio a Lilina una tremenda bofetada en la cara con la mano que sostenía las pastillas, dejándolas pegadas por la piel húmeda y la cabeza de la niña. El viajante se volvió. Se sintió tan molesto y al mismo tiempo tan disgustado por lo que acababa de ver, que decidió buscar otra pensión aquella misma noche.

—El músico vendrá enseguida —dijo la camarera, poniéndole delante la carne—. Por cincuenta centavos le tocará todas las canciones que quiera oír. En una noche no habrá tiempo suficiente. —Miró hacia Lilina, que chillaba como un cerdo apuñalado. —Para entonces ella no estará en el comedor.

—Esas pastillas me cuestan tres quetzales el frasco —se quejó la señora Ramírez.

Un joven se acercó desde una mesa vecina y examinó el frasco vacío. Meneó la cabeza y comentó:

—¡Qué barbaridad!

—¡Qué niña tan mala eres, Lilina! —dijo una señora inglesa que estaba sentada a bastante distancia de los demás.

Todos los comensales levantaron la cabeza. La inglesa tenía el rostro y el cuello completamente rojos de irritación. Hablaba en inglés.

—¿Es que no pueden comportarse como personas civilizadas? —preguntó.

—¡Usted cállese! —replicó el joven, que había dejado de observar el frasco de pastillas vacío. Sus compañeros se rieron a carcajadas—. Muy bien, niña —siguió en inglés—. ¿Quieres un chicle?

Ante su última salida, sus compañeros no podían tenerse de risa, y los tres se levantaron y salieron del comedor. Se oyeron sus carcajadas desde el patio, donde se reunieron en torno a la fuente, con el cuerpo doblado.

—Es una vergüenza para los adultos —manifestó la señora inglesa.

Lilina había empezado a sangrar por la nariz, y salió precipitadamente.

—¡Y dile a Consuelo que se dé prisa en venir a cenar! —gritó su madre cuando ella salía.

En aquel momento llegó el músico. Era un hombre de corta estatura vestido con un traje negro y una camisa sucia.

—Bueno —dijo la madre de Lilina—. Al fin ha venido.

—Estaba cenando con mi tío. ¡El tiempo pasa, señora Ramírez! ¡Gracias a Dios!

—¡Nada de gracias a Dios! ¿Cuándo se ha visto que se cene sin música?

El violinista se dejó caer en una silla y, agachándose mucho, empezó a tocar con todas sus fuerzas.

—¡Valses! —gritó la señora Ramírez por encima de la música. Parecía petulante y, al mismo tiempo, como si estuviera a punto de llorar. En realidad, el extranjero estaba seguro de haber visto rodar una lágrima por sus mejillas—. ¿Va usted esta noche al concierto de la banda? —le preguntó ella; hablaba muy bien inglés.

—No sé. ¿Y usted?

—Sí, con mi hija Consuelo. Si es que la infortunada muchacha se presenta alguna vez a cenar. No le gusta comer. Sólo bailar. Baila como una verdadera mariposa. Tiene mi sangre francesa. Es mucho mejor persona que la pequeña, Lilina, que siempre está haciendo daño; a mí, a su hermana, a sus amigas. Espero que Dios tenga piedad de ella. —Al decir eso derramó un par de lágrimas que enjugó con la servilleta.

—Bueno, es joven todavía —comentó el extranjero.

—Sí, es joven —convino la señora Ramírez de todo corazón. Le sonrió con dulzura y pareció muy contenta.

Entretanto, Lilina estaba en su habitación, inclinada sobre la palangana blanca en la que se lavaban las manos, dejando que la sangre goteara en ella. Respiraba fuerte, como alguien que tratara de fingir cólera.

—¡Deja de respirar así! Pareces un viejo —le dijo su hermana Consuelo, que estaba echada en la cama con un ladrillo caliente sobre el estómago.

Consuelo era morena y menuda, de cara ancha y lisa y cráneo sumamente estrecho. Tenía un carácter desabrido, lo que es un caso frecuente entre las adolescentes que apenas hacen sino soñar con un enamorado. Lilina, que era pendenciera y no sentía curiosidad hacia el mundo de los adultos, odiaba a su hermana más que a nadie que conociera.

—Dice mamá que si no bajas pronto a cenar, te pegará.

—¿Por eso es por lo que te sangra la nariz?

—No —dijo Lilina.

Se apartó de la palangana y su mirada cayó sobre el corsé de su madre, que estaba encima de la cama. Lo cogió con un movimiento rápido, y lo llevó al patio, donde lo arrojó al estanque. Consuelo, asustada por la apropiación del corsé, se levantó apresuradamente y se arregló el pelo.

—Demasiadas molestias para una chica de mi edad —dijo para sí, dándose palmaditas en el vientre. Al cruzar el patio vio pasar a la señorita Córdoba, que llevaba la cabeza muy alta mientras se colocaba unas horquillas en el moño de la nuca. Al caminar detrás de ella, Consuelo se sintió como un sapo o un escarabajo. Entraron juntas en el comedor.

—¿Por qué no esperas hasta medianoche para causar impresión? dijo la señora Ramírez a Consuelo.

La señorita Córdoba, al creer que aquel sarcasmo iba dirigido a su persona, se detuvo y se puso rígida. Entornó los ojos y permaneció inmóvil. La señora Ramírez, que era muy cobarde, le dedicó una extraña y estúpida sonrisa.

—¿Cómo va de salud, señorita Córdoba? —le preguntó con voz queda, y luego, sintiéndose confusa, señaló al extranjero y le preguntó si conocía a la señorita Córdoba.

—No, no; no me conoce —afirmó ésta, tendiendo ceremoniosamente la mano; el extranjero la estrechó. No se mencionaron nombres.

Consuelo se sentó junto a su madre y comió vorazmente, con ojos tristes. La señorita Córdoba sólo pidió fruta. Se sentó mirando a la oscuridad del patio, dejando a los demás comensales una vista de su nuca. Al cabo de un rato, abrió una carta y empezó a leer. Los demás la observaron con atención. Los tres jóvenes que antes habían reído de tan buena gana, ahora sonreían como idiotas, esperando que volviera a presentarse una ocasión semejante.

El músico tocaba un vals a petición de la señora Ramírez, que hacía lo posible por atraer de nuevo la atención del extranjero. «Tra la la la», cantaba, y con el fin de expresar mejor la belleza del vals, juntó los brazos frente al pecho y empezó a mecerse de un lado para otro.

—¡Ay, Consuelo! A ella es a quien le toca bailar el vals —le dijo al extranjero—. Esta noche habrá mucha gente en la plaza, y hace tanto viento. Creo que deberías traerme el chal, Consuelo. Está refrescando mucho.

Mientras esperaba la vuelta de Consuelo, se puso a tiritar y a escarbarse los dientes.

El viajante pensó que estaba loca y que era un poco molesta. Había venido como comprador de una importante empresa textil. Una vez terminado su trabajo, por alguna razón decidió quedarse otra semana, tal vez porque siempre había oído que unas vacaciones en un país extranjero era algo deseable. Ya había lamentado su decisión, pero no tenía barco hasta el lunes siguiente. Al final de la cena sentía tal desesperación, que su rostro mostraba una expresión extrañamente joven y sensible. Para animarse un poco, empezó a pensar lo que comería dentro de tres semanas, sentado a la mesa de su madre el día de Acción de Gracias. Se alegrarían mucho de oír que no se había divertido en el viaje, porque siempre habían considerado como una especie de traición el que alguien de la familia expresara deseos de viajar. Pensaban que llevaban buena vida, y él se sentía inclinado a estar de acuerdo con ellos.

Consuelo había vuelto con el chal de su madre. Volvió a perderse en sus ensoñaciones cuando su madre le dio un pellizco en el brazo.

—Bueno, Consuelo, ¿vas a ir al concierto de la banda, o te vas a quedar aquí sentada como un maniquí? Supongo que el señor no vendrá con nosotras, pero a nosotras nos gusta la música, de manera que levántate, vamos a despedirnos de este caballero y a ponernos en camino.

El viajante no había entendido el discurso. Por tanto, quedó muy sorprendido cuando la señora Ramírez le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo severamente, en inglés:

—Buenas noches, señor. Consuelo y yo vamos al concierto. Lo veremos mañana, en el desayuno.

—Pero si yo también voy al concierto —dijo, presa del pánico por si lo dejaban solo con toda una velada por delante.

La señora Ramírez enrojeció de placer. Caminaron los tres juntos por la calle mal iluminada, acompañados por un grupo de famélicos perros callejeros.

—Esas ventanas de rejas antiguas son verdaderamente muy bonitas —dijo el viajante a la señora Ramírez—. Son tan viejas como las mismas montañas, ¿verdad?

—Si quiere ver edificios bonitos, debe ir a la capital —le aconsejó la señora Ramírez—. Son muy nuevos y limpios.

—Creía que esos edificios viejos constituían lo más interesante de este país, aparte de los indios y de las costumbres locales.

Durante un rato siguieron andando en silencio. Un niño se acercó a ellos con intención de venderles caramelos.

—Cinco centavos —dijo.

—De ninguna manera —contestó el viajante. Le habían advertido de que los nativos tratarían de estafarle, y se encolerizaba cada vez que se le acercaban con sus mercancías.

—Cuatro centavos…, tres centavos…

—¡No, no, no! ¡Márchate!

El niño echó a correr delante de ellos.

—Me apetece un caramelo —le dijo Consuelo.

—¿Y por qué no lo has dicho, entonces? —inquirió él.

—No —dijo Consuelo.

—No lo dice en serio —explicó su madre—. No logra aprender inglés. Tiene pájaros en la cabeza.

—Ya veo —dijo el viajante.

Consuelo parecía ofendida. Cuando llegaron al final de la calle, la señora Ramírez se detuvo e inclinó la cabeza como un toro.

—Atiende —le dijo a Consuelo—. Escucha, desde aquí se oye la música.

—Sí, mamá. Es verdad.

Permanecieron inmóviles, escuchando el débil eco de la marimba que llegaba hasta ellos. El viajante suspiró.

—Por favor; si vamos a ir, acerquémonos —dijo—. Si no, no tiene sentido.

Cuando llegaron, la plaza ya estaba llena de gente. Los viejos se sentaban en bancos bajo los árboles, y los jóvenes daban vueltas de un lado para otro: las chicas en una dirección y los chicos en otra. Los músicos tocaban en el interior de un quiosco que se alzaba en medio de la plaza. La señora Ramírez llevó a Consuelo y al extranjero a la línea de las muchachas, y no habían andado más de un minuto cuando adoptó un paso cómodo con expresión muy parecida a la de alguien que descansara en un sofá.

—Tenemos tres horas —le dijo a Consuelo.

El extranjero miró alrededor. Muchas chicas iban descalzas y eran indias puras. Seguían la fila fuertemente agarradas entre sí, y a menudo se retorcían de risa.

Los músicos tocaban una melodía informe pero de aire agresivo que alcanzaba muchos puntos culminantes sin fin. El percusionista era el hombre que acababa de tocar el violín en la pensión de la señora Espinoza.

—¡Mire! —dijo animadamente el viajante—. ¿No es ése el hombre que acaba de tocar para nosotros en la cena? Apuesto a que debe de estar un poco cansado.

—Sí, el mismo —dijo la señora Ramírez—. La rata asquerosa. Me gustaría sacarlo a rastras del quiosco. ¿Te acuerdas del que había en el Gran Hotel, Consuelo? Se paraba en todas las mesas, señor, y jamás en la vida he visto unos dientes tan bonitos. No dejó de sonreír desde el momento en que entró en el salón hasta que salió. Ése tiene la vista fija en los zapatos mientras toca, y parece que le gustaría matarnos a todos.

Unos muchachos corpulentos arrojaron confetis al rostro del viajante.

«Me pregunto… —dijo para sí—. Me pregunto qué clase de diversión sacan con dar vueltas y vueltas a este pequeño parque y tirarse confetis unos a otros.»

En la fila de los chicos se producía un tumulto constante sobre alguna cosa. Cuanto más anchas se hacían sus sonrisas, más sospechaba el extranjero que tramaban algo, probablemente contra él, porque al parecer era el único turista que había allí aquella noche. Finalmente se sintió tan inquieto que echó a andar mirando a las estrellas e incluso cerrando los ojos durante tramos cortos, porque le parecía que en cierto modo eso lo hacía menos visible. De pronto vio a la señorita Córdoba. Estaba al otro lado de la calle, comprando caramelos a un niño.

—¡Señorita!

Agitó la mano desde su sitio y luego salió alegremente de la fila y cruzó la calle. Se quedó a su lado, jadeando, y ella se ruborizó bastante sin saber qué decirle.

La señora Ramírez y Consuelo se detuvieron y permanecieron inmóviles como dos estatuas, siguiéndolo con la mirada, mientras las filas pasaban a cada lado de ellas.

Lilina miraba por la ventana a unos niños que jugaban en la esquina de la calle, a la luz de un farol. Uno de ellos sacaba una culebra del bolsillo y luego volvía a guardarla. Lilina ansiaba tener la culebra. Eligió los juguetes que, según su criterio, la revestirían de mayor poder o responsabilidad a ojos de los niños. Pensaba que si podía conseguir la culebra, tal vez daría una pequeña representación llamada «Lilina y la víbora», cobrando la entrada. Se imaginó llevando ropa de fantasía y dejando que la culebra se retorciera bajo el cuello de su vestido. Salió de su cuarto y se dirigió a la calle. El viento era más fuerte que antes e, incluso desde donde se encontraba, la música llegaba a sus oídos. Sintió frío y se apresuró hacia los niños.

—¿Por cuánto venderías la culebra? —preguntó al niño de más edad, Ramón.

—¿Te refieres a Victoria? —dijo Ramón. Su voz empezaba a cambiar y tenía una sombra encima del labio superior.

—Victoria es demasiado reina para que la tengas tú —dijo uno de los niños más pequeños—. Es una belleza, y tú no lo eres.

Todos rieron estrepitosamente, incluso Ramón, que enseguida dio la impresión de ser muy estúpido. Lanzaba risitas tontas, como una niña. A Lilina se le encogió el corazón. Estaba decidida a conseguir la culebra.

—¿Vais a dejar de reíros alguna vez para empezar a tratar conmigo? Si no lo hacéis, volveré a casa, porque mi madre y mi hermana vendrán pronto y no me dejarían quedarme aquí, hablando con vosotros. Soy de buena familia.

Eso calmó a Ramón, que ordenó a los chicos que se callaran. Sacó a Victoria del bolsillo y jugó con ella en silencio. Lilina miró fijamente a la culebra.

—Ven a mi casa —dijo Ramón—. Mi madre querrá saber por cuánto la vendo.

—De acuerdo. Pero rápido, y no quiero que éstos vengan con nosotros —repuso Lilina, señalando a los demás chicos.

Ramón les ordenó volver a su casa y reunirse con él más tarde en el jardín que había cerca de la catedral.

—¿Dónde vives? —le preguntó Lilina.

—En la calle de las Delicias, número seis.

—¿Es tuya la casa?

—La casa es de mi tía Gudelia.

—¿Es más rica que tu madre?

—Pues sí.

No volvieron a dirigirse la palabra.

En casa de Ramón había ocho habitaciones que daban al patio, pero sólo una estaba amueblada. En ese cuarto guisaba y dormía la familia. Su madre y su tía estaban sentadas una enfrente de otra, en sillas pintadas de colores vivos. Ambas eran gruesas e iban vestidas de negro. La única luz la desprendía un brasero de carbón de leña que ardía en el suelo.

Habían comprado las sillas aquella misma mañana, y en consecuencia se sentían animadas y alegres. Cuando llegaron los niños, estaban cantando a coro una cancioncilla.

—¿Por qué no compramos algo para beber? —sugirió Gudelia cuando dejaron de cantar.

—Ya veo que te estás volviendo loca —dijo la madre de Ramón—. Te pones muy desagradable cuando bebes.

—No, no me pongo desagradable —protestó Gudelia.

—Madre —terció Ramón—. Esta niña viene a comprar a Victoria.

—No te he visto nunca —le dijo la madre de Ramón a Lilina.

—Ni yo —dijo Gudelia—. Yo soy Gudelia, la tía de Ramón. Ésta es mi casa.

—Yo me llamo Lilina Ramírez. Quiero comprar a Victoria, que es de Ramón.

—A Victoria —repitieron en tono grave.

—Ramón le tiene mucho cariño a Victoria, lo mismo que Gudelia y yo —dijo la madre—. Es una pena que vendiéramos a Alfredo, el loro. Lo vendimos por muy poco. Cantaba y bailaba. Cuidamos a Victoria desde hace mucho, y nos ha salido muy cara. Come mucha carne.

Era evidente que se trataba de una mentira. Todos miraban a Lilina.

—¿Dónde vives, cariño? —preguntó Gudelia a Lilina.

—En la capital, pero ahora estoy en la pensión de la señora Espinoza.

—Todos los días me la encuentro en el mercado —comentó Gudelia—. María de la Luz Espinoza. Hace mucha compra. ¿Cuánta gente tiene en su casa? ¿Cinco, seis?

—Nueve.

—¡Nueve! ¡Santo Dios! ¿Tiene muchos animales?

—Desde luego —confirmó Lilina.

—Vamos —dijo Ramón a Lilina—. Salgamos fuera a tratar este asunto.

—Quiero mucho a esa culebra —recordó la madre de Ramón, mirando fijamente a Lilina.

—Victoria…, Victoria —suspiró la tía.

Lilina y Ramón treparon por un agujero que había en la pared y se sentaron juntos en medio de unos arbustos.

—Escucha —comenzó Ramón—. Si me das un beso, te regalaré a Victoria. Tienes los ojos azules. Me he fijado cuando estábamos en la calle.

—¡Oigo lo que estás diciendo! —gritó su madre desde la cocina.

—¡Qué lástima, qué lástima! —dijo Gudelia—. Dar a Victoria a cambio de nada. Tu madre se quedará sin comida. Yo puedo comprar la mía, pero ¿qué hará tu madre?

Lilina, impaciente, se puso en pie de un salto. Vio que no iban a parte alguna, y a diferencia de la mayoría de sus compatriotas, siempre estaba deseosa de terminar las cosas cuanto antes.

Volvió a toda prisa a la cocina, abrió mucho los ojos para asustar a las dos señoras y gritó tan fuerte como fue capaz:

—¡Véndanme esa culebra ahora mismo o nunca volveré a poner los pies en esta casa!

Las dos mujeres no estaban acostumbradas a tales manifestaciones de ira por el solo hecho de acordar un precio. Se levantaron de las sillas y empezaron a deambular por la habitación, recogiendo cosas y volviéndolas a dejar en el suelo. No estaban muy seguras de lo que debían hacer. Gudelia estaba tremendamente inquieta. Iba de acá para allá con la mano debajo del pecho, atisbando con cautela a todas partes. Finalmente, se escabulló al patio y desapareció.

Ramón sacó a Victoria del bolsillo. Acordaron un precio y Lilina se marchó, llevándola en una cajita.

Mientras, la señora Ramírez y su hija volvían del concierto a casa. Las dos estaban de mal humor. Consuelo no estaba dispuesta a decir una palabra. Parecía enfadada con las casas ante las que pasaban y suspiraba a cada cosa que decía su madre.

—No tienes alegría en el corazón —decía la señora Ramírez—. Sólo venganza. —Como Consuelo se negó a responder, continuó: —A veces me parece que voy con una asesina.

Se paró en medio de la calle y miró al cielo.

—¡Jesús María! —exclamó—. No permitáis que diga esas cosas de mi propia hija.

Tomó del brazo a Consuelo.

—Venga, vamos. Apresurémonos. Me duelen los pies. ¡Qué ciudad tan fea!

Consuelo empezó a lloriquear. La palabra asesina, la había herido profundamente. Aunque en su imaginación no tenía una idea muy clara de lo que era una asesina, sabía que constituía un insulto grave, contrario a todos los usos si se aplicaba a una joven educada. Le asustaba de tal manera el hecho de que su madre hubiera utilizado semejante palabra refiriéndose a ella, que llegó a sentir náuseas en el estómago.

—¡No, mamá, no! —gritó—. ¡No digas que soy una asesina! ¡No lo digas!

Le empezaron a temblar las manos y sus ojos ya estaban llenos de lágrimas. Su madre la abrazó y por un momento permanecieron estrechamente unidas.

Cuando Consuelo y su madre llegaron a la pensión, María, la criada, estaba de pie junto a la fuente, mirando al agua. El viajero y la señorita Córdoba estaban charlando, sentados uno al lado del otro.

—¿Es que no le interesa el amor? —preguntaba el extranjero.

—No…, no —respondió la señorita Córdoba—. La vida de la ciudad, los negocios, el teatro…

Parecía un tanto displicente respecto al teatro.

—Pues es curioso —dijo el viajante—. En mi país, a la mayoría de las muchachas les atrae el amor. Claro que hay algunas interesadas en tener una carrera, o en los negocios o en el teatro. Pero he oído decir que, en lo más recóndito de su corazón, esas mujeres ansían un hogar y todo lo que ello lleva aparejado.

—¿Y qué? —dijo la señorita Córdoba.

—Pues sí —dijo el viajero—. ¿No espera usted siempre, en lo más hondo de su alma, que algún día aparezca el hombre adecuado?

—No…, no…, no… ¿Y usted? —dijo con indiferencia.

—¿Quién, yo? No.

—¿No?

Era la mujer más abstraída con que había hablado jamás.

—Miren, señoras —dijo María a Consuelo y a su madre—. ¡Miren lo que flota en el estanque! ¿Qué es eso?

Consuelo se inclinó sobre el estanque y agitó un poco el agua con la mano. Al fin sacó el corsé rosa de su madre.

—¡Pero mamá! —exclamó sorprendida—. Es tu corsé.

La señora Ramírez examinó el corsé empapado. Estaba cubierto de fango del fondo del estanque. Se acercó a una silla y se sentó, ocultando la cara entre las manos. Empezó a mecerse hacia atrás y hacia delante, sollozando blandamente. La señora Espinoza salió de su habitación.

—Mi hermana Lilina lo tiró al estanque —anunció Consuelo a todos los presentes.

La señora Espinoza miró el corsé.

—Tiene arreglo. Puede arreglarse —afirmó, acercándose a la señora Ramírez y rodeándola con los brazos—. Mire, amiga mía. Mi querida amiga, ¿por qué no se va a la cama a dormir un poco? Ya pensará mañana en que lo limpien.

—¿Cómo podemos soportarlo? ¡Oh!, ¿cómo podemos soportarlo? —preguntó implorante la señora Ramírez, con los bellos ojos rebosantes de pena; y con voz temblorosa, añadió—: A veces apenas tengo más fuerza que un gorrión. Me gustaría enviar a mis hijas a los cuatro vientos, y dormir, dormir, dormir.

Al oír tales palabras, Consuelo dijo con voz suave:

—¿Y por qué no lo haces, mamá?

—¿Lo ven? —continuó su madre—. Son como dos puñales clavados en mi corazón.

—No, no lo son —afirmó la señora Espinoza—. Son flores que dan color a su vida.

Se quitó las gafas y las limpió en la blusa.

—Puñales en mi corazón —repitió la señora Ramírez.

—Tome un poco de sopa caliente —recomendó la señora Espinoza—. María se la hará, yo la invito, y luego podrá irse a la cama y olvidar todo esto.

—No, creo que me quedaré aquí sentada, gracias.

—Mamá va a tener uno de sus ataques —previno Consuelo a la criada—. Le dan de cuando en cuando. En vez de enfadarse se pone como un niño, y no se preocupa de comer ni de dormir, sino que se queda sentada en una silla o le da por pasear, y su cara tiene una expresión muy diferente a la habitual.

La criada asintió con la cabeza y Consuelo se fue a dormir.

—Tengo sangre francesa —decía la señora Ramírez a la señora Espinoza—. Por esa razón soy muy delicada; demasiado delicada para mi marido.

La señora Espinoza pareció preocupada por la confesión de su amiga. No le interesaba el cotilleo ni lo que la gente contara de su vida. Para la señora Ramírez, la dueña era como un hombre, y a veces tenía sueños en los que aparecía convertida en hombre.

El viajante se divertía mucho.

—¡Que me aspen! —exclamó—. Todo esto por un corsé viejo. Hay personas que no tienen nada que pensar en este mundo. Pero es divertido; tan divertido como un barril lleno de monos.

A la señorita Córdoba no le resultaba tan divertido.

—Es una pena —afirmó—. Es una verdadera lástima que se haya estropeado el corsé. ¿Qué hace usted en este país?

—Compro tejidos. Bueno, los compraba; ahora paso aquí unas vacaciones cortas hasta que salga el próximo barco para los Estados Unidos. Echo de menos a la familia y estoy deseando volver. No entiendo lo que la gente pretende sacar de los viajes.

—Ah, sí, sí. Seguro que sí —dijo cortésmente la señorita Córdoba—. Y ahora, si me disculpa, me voy dentro a dibujar un poco. No vaya a olvidárseme en esta tierra de campesinos.

—¿Acaso es usted artista? —preguntó el extranjero.

—Dibujo vestidos —contestó mientras salía.

—¡Vaya por Dios! —pensó el viajante cuando ella se hubo marchado—. Me han dejado aquí solo, y todavía no tengo sueño. Este patio vacío es tan aburrido y tan poco interesante…; y por lo que se refiere a la señorita Córdoba, es un iceberg. Pero me gusta su cuello. Tiene un cuello de cisne, tan largo, blanco y delgado…, la clase de cuello que tienen las chicas soñadas. Aunque más parece una virgen que un cisne.

Se volvió y observó que la señora Ramírez seguía sentada en la silla. Cogió la suya y se acercó a ella.

—¿Me permite? —preguntó—. Veo que ha decidido tomar un poco el aire de la noche. No es mala idea. A mí tampoco me apetece mucho acostarme.

—No —convino ella—. No quiero irme a la cama. Me quedaré aquí sentada. Me gusta sentarme fuera de noche, si estoy bien abrigada, y mirar a las estrellas.

—Sí, es una gran fuente de paz —asintió el viajero—. Hoy día la gente no lo hace a menudo.

—¿No le gustaría mucho ir a Italia? —le preguntó la señora Ramírez—. Los árboles frutales y las flores deben de ser maravillosos por la noche.

—Bueno, yo diría que aquí tiene bastantes flores y frutales. ¿Para qué quiere ir a Italia? Apuesto a que allí no hay tanta variedad de fruta como aquí.

—¿No? ¿Hay muchas flores en su país?

El viajante fue incapaz de decidirse.

—En realidad —continuó la señora Ramírez—, me gustaría estar en cualquier otro sitio; en su país o en Italia. Me apetecería vivir en alguna parte donde la vida fuera hermosa. Me importa muchísimo el que la vida sea hermosa o fea. A la gente que vive aquí le importa poco. Porque no piensan. —Se llevó un dedo a la frente. —Me encanta todo lo bonito: casas bonitas, jardines bonitos, canciones bonitas. De muchacha estaba verdaderamente loca de felicidad: haciendo cosas, pensando, saliendo y entrando. Era tan feliz que mi madre tenía miedo de que me cayera y me rompiera una pierna o tuviera un accidente de alguna clase. Era una mujer muy religiosa, pero no recuerdo que de niña me diera cuenta de esas cosas. Siempre me levantaba antes que nadie, aparte de los indios, y todas las mañanas me iba con ellos al mercado a hacer la compra para todas las casas. Eso lo hice durante muchos años. Incluso cuando era muy pequeña. Me resultaba muy fácil hacer cualquier cosa. Me encantaba aprender inglés. Tenía un profesor, y solía arrodillarme ante mi padre para que el profesor se quedara más tiempo conmigo todos los días. Me paseaba por los parques cuando mis hermanas estaban durmiendo. Tenía unos ojos muy grandes —hizo un círculo con dos dedos— y relucientes como dos diamantes. Estaba siempre tan arrebatada… —Agitó el aire con el puño apretado y explicó: —Así. Como una tormenta. Mis hermanas me llamaban Sofía la impetuosa. Al tiempo que me llamaban Sofía la impetuosa, yo estaba enamorada de mi tío, Aldo Torres. Antes no venía mucho a casa, pero oí decir a mi madre que se había quedado sin dinero y que teníamos que darle de comer. Éramos muy ricos, y cada año nos hacíamos más. Yo le tenía mucha lástima y pensaba en él todo el tiempo. Nos enamoramos el uno del otro, y cuando no había nadie que pudiera vernos, nos besábamos y abrazábamos. Habría vivido con él en una cabaña de hojas. Se casó con una mujer que tenía algo de dinero y que también lo quería mucho. Cuando se casó, engordó y empezó a gastarle muchas bromas a mi padre. Yo estaba contenta de que fuera más rico, pero lo sentía mucho por mí. Entonces, mi hermana Juanita, la mayor, se casó con un hombre muy acaudalado. Todos nos alegramos mucho por ella y celebramos una boda por todo lo alto.

—Debió quedarse con el corazón destrozado cuando su tío, Aldo Torres, se marchó con otra, después de haberlo querido tanto cuando era pobre.

—Sí, me gustaba mucho —dijo ella.

Su memoria pareció abandonarla de pronto, y ya no parecía interesada en hablar más del pasado. El viajante se sintió incómodo.

—Me gustaría viajar —continuó la señora Ramírez—, mucho, mucho; y creo que sería estupendo llevar la vida de una actriz, sin hijos. ¿Sabe una cosa?, me siento inclinada por naturaleza a querer y besar a los hombres.

—Bueno —dijo el viajante—, nadie besa tanto como quisiera. La mayoría de las personas están frustradas. Se sorprendería usted de la cantidad de gente que hay en mi país, frustrada y al mismo tiempo bien parecida.

La señora Ramírez volvió el rostro hacia él. La única bombillita iluminada apenas arrojaba la luz suficiente para permitirle mirar en sus bellos ojos. Aún había lágrimas recientes en sus pestañas, que agrandaban sus ojos hasta tal extremo que parecían tener el doble de su tamaño normal. Al mirarlo, ella contuvo el aliento.

—¡Oh, mi hombre querido! —le dijo de pronto—. No quiero separarme de usted. Vamos a donde lo pueda tener en mis brazos.

El viajante se sentía excitado. Ella le había cogido la mano y se la apretaba muy fuerte.

—¿Adónde quiere ir? —preguntó estúpidamente.

—A su cama.

Cerró los ojos y esperó a que respondiera.

—Muy bien. ¿Está segura?

Asintió vigorosamente con la cabeza.

«No hay duda —se dijo el viajante— de que ésta es una de esas cosas que uno no quiere recordar a la mañana siguiente. Querré quitármela de encima como un perro que se sacude el agua del lomo. Pero ¿qué puedo hacer? Ya hemos ido demasiado lejos. Pronto volveré a casa y todo el asunto no será más que una pompa de jabón entre otras muchas pompas de jabón.»

Empezaba a sentirse inspirado y no lo entendía, porque no había bebido.

«Una pompa de jabón entre otras muchas pompas de jabón», se repitió a sí mismo. Su vida interior no era muy definida, pero por lo general estaba bien controlada. Fueron juntos a su habitación.

—¡Ah! —dijo la señora Ramírez después de que hubieron cerrado la puerta—, esto me hace feliz.

Se dejó caer cruzada sobre la cama, como si estuviera agotada. Sus pies quedaron en el aire y su respiración jadeante llenó la habitación. El viajante pensó que jamás había visto a una persona comportarse de aquella manera a menos que estuviera saturada de alcohol, y no sabía qué hacer. Según todas sus normas y las de sus amigos, la mujer no era muy atractiva para acostarse con ella.

Ella se estaba desabrochando el cuello del vestido. Debajo de la almohada guardó el broche con el que se sujetaba el escote.

—Estoy muy gorda —dijo—. Muy gorda.

Le sonreía con mucha ternura. Por alguna razón, eso lo excitó; se quitó la ropa a su vez y se acostó a su lado. Era muy huesudo y estaba tan frío como una almeja, pero ella era una mujer verdaderamente apasionada, no se dio cuenta de nada.

—¿De veras quiere que sigamos con esto? —dijo él, pues era incapaz de encontrar palabras nuevas para una situación que desde luego era diferente a cualquier otra que hubiera experimentado jamás.

La mujer se abalanzó sobre él y le tocó la cara y el cuello con excitación febril.

—¡Santo Dios! —exclamó. Estaban en pleno acto sexual—. ¡Santo Dios! He esperado este momento durante veinte años, y creo que ni el cielo mismo puede ser más maravilloso.

El viajante apenas escuchó esa observación. Tenía el rostro oculto entre la almohada y sentía punzadas de culpabilidad en medio del placer. Cuando todo terminó, ella le dijo:

—Esto es lo único que quiero hacer siempre. —Le dio unas palmaditas en las manos y le sonrió. —¿También tú eres feliz? —le preguntó.

—Sí, claro —dijo él. Se levantó de la cama y salió al patio.

«Desde luego, esta mujer estaba en malas condiciones —pensó—. Ha sido casi como la muerte misma.»

No quería pensar más. Se quedó junto al estanque tanto tiempo como le fue posible. Cuando volvió, ella estaba de pie frente a la cómoda, arreglándose el pelo.

—Me avergüenzo del aspecto que tengo —dijo—. No refleja mi estado de ánimo.

Se echó a reír y él le dijo que tenía un aspecto perfecto. Ella lo arrastró de nuevo a la cama.

—No me mandes a mi habitación —le dijo—. Me encanta estar aquí contigo, cielo mío.

Rompía el alba cuando el viajante despertó. La señora Ramírez seguía a su lado, durmiendo a pierna suelta. Tenía el brazo doblado bajo la nuca, encima de la almohada.

«¡Dios mío! —dijo para sí el viajante—. Mejor será que salga de aquí.»

La zarandeó tan fuerte como pudo.

—Señora Ramírez. Señora Ramírez, despierte. ¡Despierte!

Cuando finalmente despertó, pareció llevarse un susto de muerte. Se volvió y lo miró con los ojos en blanco durante un rato. Antes de que él observara cambio alguno en su expresión, sintió que la mano de ella se movía por su cuerpo.

—Señora Ramírez —dijo—. Me preocupa que se levanten sus hijas y organicen un alboroto. Ya sabe, que empiecen a lamentarse por su falta o algo parecido. Me parece que su sitio está allí.

—¿Qué? —preguntó ella. Él se había retirado al otro extremo de la cama.

—Digo que, en mi opinión, debería irse a su habitación, pues ya ha amanecido.

—Sí, cariño, me iré a mi habitación. Tienes razón.

Con un movimiento furtivo, se acercó a él y lo rodeó con sus brazos.

—Luego te veré en el comedor, y no dejaré de mirarte porque te quiero mucho.

—No sea loca —replicó él—. No querrá que se le note nada en la cara. No querrá que la gente adivine lo que pasa. Debemos mostrarnos indiferentes el uno con el otro.

Ella se llevó la mano al corazón.

—¡Ay! —exclamó—. Eso es imposible.

—Venga, señora Ramírez. Sea sensata, por favor. Mire, váyase a su habitación y ya hablaremos de esto por la mañana…, o mejor dicho, dentro de un rato.

—Yo no puedo mostrarme indiferente.

Para ilustrar sus palabras, lo miró fijamente a los ojos.

—Lo sé, lo sé —convino él—. Es usted una mujer muy apasionada. Pero, ¡por Dios!, estamos en un absurdo país hispánico.

Saltó de la cama y ella lo siguió. Cuando la señora Ramírez se puso los zapatos, la acompañó a la puerta.

—Adiós —dijo.

Ella apoyó la mejilla en las manos juntas y levantó la vista hacia él. El viajante cerró la puerta.

La señora Ramírez se sentía demasiado feliz para irse a la cama de inmediato, de manera que se acercó a la cómoda y sacó de ella una virgencita de azúcar rancio que rompió en tres pedazos. Se acercó a Consuelo y la zarandeó con fuerza. Consuelo abrió los ojos y al cabo de algún tiempo, con irritación, le preguntó a su madre qué quería. La señora Ramírez metió la golosina en la boca de su hija.

—Come, cariño —dijo—. Es la virgencita de la cómoda.

—¡Ay, mamá! —suspiró Consuelo—. ¿Quién sabe lo que harás a continuación? Ya es de día y todavía estás vestida. Estoy segura de que en estos momentos no hay en todo el mundo ninguna otra madre vestida. Por favor, no me hagas comer ahora más virgen. Mañana comeré otro poco. Pero ya es mañana, ¿verdad? Vaya lío. No me gusta.

Cerró los ojos y trató de dormir. En su rostro había una expresión de hondo disgusto. Esta vez el ataque de su madre era un poco alarmante.

La señora Ramírez se acercó entonces a la cama de Lilina y la despertó. La niña abrió los ojos de par en par y enseguida se puso en tensión, porque creyó que iba a reñirla por lo del corsé y también por haber salido sola después de oscurecer.

—Hola, pequeñina —dijo su madre—. Come un poco de virgen.

Lilina estaba encantada. Comió la golosina rancia y se dio palmaditas en el estómago para mostrar lo contenta que estaba. La culebra dormía en una caja, junto a su cama.

—Y ahora dime, ¿qué has hecho hoy? —preguntó su madre.

Había olvidado completamente lo del corsé. Lilina estaba rebosante de alegría. Pasó los dedos por los labios de su madre, metiéndoselos luego en la boca. La señora Ramírez trató de hacer presa en los dedos, como un perro. Entonces se rió a carcajadas.

—Mamá, cállate, por favor —rogó Consuelo—. Quiero dormir.

—Me he comprado una culebra, mamá —anunció Lilina.

—¡Bien hecho! —exclamó la señora Ramírez.

Y tras meditar un poco con la mano de su hija entre las suyas, se fue a la cama.

La señora Ramírez se estaba vistiendo en su habitación mientras hablaba con sus hijas.

—Quiero que os pongáis los vestidos de fiesta —dijo—, porque voy a invitar al viajante a comer con nosotras.

Consuelo ya estaba enamorada del viajante y sentía muchos celos de la señorita Córdoba, que, según la conclusión a la que había llegado, era su novia.

—Me figuro que ya habrá invitado a almorzar a la señorita Córdoba —manifestó—. Han estado hablando cerca del estanque casi desde el amanecer.

—¡Santa Catarina! —gritó airadamente su madre—. Tienes los ojos del loco que ve flores donde sólo hay boñigas de vaca.

Se cubrió la cara con una profusión de polvos que tenían un tinte violeta claro y se echó sobre los hombros un pañuelo de gasa verde, prendiéndolo con un broche en forma de palo de golf. Luego, ella y las niñas, que llevaban vestidos de satén rosa, salieron al patio y se sentaron juntas, un poco retiradas del sol. El loro estaba cantando y columpiándose en su percha hacia delante y hacia atrás. La señora Ramírez empezó a cantar con él; su voz era un poco más baja que la del loro.

Pastores, Pastores, vamos a Belén

a ver a María y al Niño también.

Dirigía al loro con la mano. Una señora anciana, la madre de la señora Espinoza, daba vueltas alrededor del patio. Se detuvo un momento a jugar con la pulsera de conchas marinas que llevaba la señora Ramírez.

—¿Quieres un dulce? —le preguntó.

—No puedo. Tengo muy mal el estómago.

—¿Quieres un dulce? —repitió.

La señora Ramírez sonrió y levantó la vista al cielo. La anciana le dio unas palmaditas en la mejilla.

—Guapa —dijo—. Eres guapa.

—¡Mamá! —gritó la señora Espinoza, que salía a la carrera de su habitación—. ¡Ven a la cama!

La anciana se aferró a los travesaños de la silla de la señora Ramírez como un pájaro testarudo, y su hija se vio obligada a abrirle las manos para poder llevársela.

—Lo siento, señora Ramírez —se disculpó—. Pero ya sabe lo que pasa cuando una se hace vieja.

—Mala cosa —comentó la señora Ramírez. Miraba al viajante y a la señorita Córdoba. Ambos le daban la espalda—. Lilina —dijo—, ve a invitarle a comer con nosotras…, vamos. No, por escrito. Tráeme papel y pluma.

«Cariño —escribió cuando volvió Lilina—. ¿Querrás comer luego en mi mesa? Las niñas también estarán conmigo. Las tres te enviamos nuestro afecto sincero. Le he dicho a Consuelo que ordene a la criada colocar todos los platos a la misma mesa. Sinceramente tuya, Sofía Piega de Ramírez.»

El viajante leyó la nota, aceptó, y poco después estaban todos sentados a la mesa del comedor.

«Pero todo esto es más raro que una novela —dijo para sí—. Aquí estoy, sentado a la mesa de esta gente con la sensación de haber pasado aquí toda la vida, y la verdad del asunto es que sólo he estado en esta pensión unas catorce o quince horas en total. Ni siquiera un día entero. Ayer me sentía tan deprimido que creía estar en una isla de zulúes. El ser humano es el animal más extraño de todos.»

La señora Ramírez había dispuesto la mesa para sentarse junto al extranjero, y apretó el muslo contra él durante el tiempo que tardó en tomar la sopa. El viajante no tenía buen apetito. Se sentía animado y con ganas de hablar.

Después de comer, la señora Ramírez decidió salir a dar un paseo en vez de echarse la siesta. Se puso los guantes y cogió una sombrilla para protegerse del sol. Tras caminar un rato, llegó a un camino largo, completamente desolado salvo unas pocas ruinas y algunos árboles altos y hermosos que lo bordeaban. Miró alrededor y meneó la cabeza al imaginarse el terrible terremoto que había destruido la ciudad, famosa por haber sido en otro tiempo la más bella de todo el hemisferio occidental. Frente a ella, hacia el final del camino, podía ver el volcán llamado Fuego. Se santiguó y se mordió los labios. Había salido a pasear con la idea de pensar en su amante, pero la vista del volcán, que había hecho erupción muchos siglos atrás, alejó de su mente toda ensoñación amorosa. Con la imaginación vio derrumbarse los muros de las casas, y los techos cayendo sobre las cabezas de los niños pequeños…, y a las madres, con las faldas cubiertas de barro, corriendo desesperadas por las calles.

«Los inocentes —dijo para sí—. Estoy segura de que Dios tenía una razón perfecta para ello, pero ¿cuál podría ser? ¡Santa María, pero cuál podría ser! Si semejante desorden ocurriese otra vez en esta tierra, me convertiría en una absoluta gelatina, en una idiota impotente.»

Volvió a mirar el volcán que tenía frente a ella, y aunque nada había cambiado, le pareció que había pasado una nube por delante del sol.

«Estás loca —prosiguió— si piensas que un terremoto volverá a derribar esta ciudad. Tú no pasarás por la desgracia que sufrieron esas madres, porque ahora todo es diferente. Dios ya no manda esas grandes pruebas, como las plagas y el diluvio por todo el mundo.»

Agradeció a su estrella el que viviera en aquella época, y no antes. Se sentía desfallecer ante la idea de las mujeres que se habían visto obligadas a vivir antes de que ella naciera. Había oído decir que el futuro también iba a ser muy turbulento a causa de las guerras.

«¡Ay! —exclamó para sí—. ¡Estoy rodeada de precipicios!»

Salir a pasear no había sido buena idea, después de todo. Volvió a pensar en el viajante y cerró los ojos durante un momento.

—¡Mi amante! ¡Amante querido! —musitó; y recordó los libritos con letras doradas en la portada, libros de amor, que había leído de muchacha, cuando no soportaba la carga de una familia. Tales libritos le habían hecho pensar que el saber leer constituía la habilidad más meritoria y placentera. Por supuesto, nunca rozaban los aspectos más vulgares del amor, pero años después no encontraba raro que fuera por aquellos objetivos físicos por los que suspiraban los héroes y heroínas. Jamás encontró dificultades para asociar dichos y cancioncillas con las manifestaciones más groseras del amor.

Se desvió por otro camino para no mirar de frente el volcán, que se le aparecía de manera constante. Pensó en el viajante sin acordarse realmente de él. Le brillaban los ojos con el placer de estar enamorada, y decidió que había sido muy estúpida al pensar en un terremoto justo en el día en que Dios le había preparado un lecho de rosas.

—Gracias, gracias —susurró hacia Él—, desde lo más profundo de mi corazón. ¡Ah!

Se alisó el vestido por el pecho. Todo la complacía de repente. Observó que más adelante había un convento muy grande, en estado bastante ruinoso, frente al cual jugaban unos niños. Y no muy lejos, también se veía un pabellón pequeño. Resultaba difícil entender por qué estaba situado en aquella parte, donde no había ningún jardín propiamente dicho, ni árboles, ni césped; sólo basura y algunos arbustos. Ofrecía el extraño y estático aspecto de un barco encallado. La señora Ramírez lo miró con disgusto; de todos modos, era un quiosco pequeño y le hacía mucha falta una mano de pintura. Pese a estar cansada, pronto se vio subiendo los endebles escalones, con la cara encendida de miedo por si cedían y caía al suelo. Dentro del quiosco extendió un periódico sobre el banco y se sentó. Enseguida desaparecieron de su mente todos los sueños acerca de su amante y se sintió incómoda por el calor. Impaciente, movió los pies por el suelo ante la idea de tener que volver andando. Se levantó polvo y tuvo que taparse la boca con el pañuelo.

«¡Ojalá viniera a sacarme en brazos de este quiosco!», dijo para sí.

Se quedó inmóvil, viendo jugar a los niños en el polvo frente al convento. Uno de ellos era bastante más alto que los demás. Mientras contemplaba sus juegos, inclinó la cabeza hacia delante y se durmió.

No llegaban turistas, de modo que los niños más pequeños decidieron acercarse a la plaza principal al encuentro de los autobuses para vender sus caramelos y postales. El de más edad anunció que se quedaría.

—Estás chalado —le dijeron los otros—. Completamente loco.

Los miró con altivez y no contestó. Los demás echaron a correr por el camino, gritando que iban a ganar mil quetzales.

El muchacho se quedó porque hacía un rato había observado que había alguien en el quiosco. Incluso desde donde estaba, sabía que era una mujer, porque veía que su vestido era de colores brillantes como un jardín de flores. Llevaba largo rato allí sentada, y se preguntó si no estaría muerta.

«Si está muerta —pensó—, llevaré su cuerpo a cuestas hasta la ciudad.»

La idea le entusiasmó y se acercó al pabellón conteniendo el aliento. Entró y se inclinó sobre la señora Ramírez, pero al ver que era gorda y bastante mayor, y sin duda madre de una buena y rica familia, se asustó y su fantasía se desvaneció. Pensó en marcharse, pero luego cambió de idea y le movió un pie. No hubo respuesta alguna. Continuó durmiendo con la boca abierta. El muchacho le cogió un buen trozo de carne del antebrazo entre el pulgar y el índice, y lo retorció con fuerza. Ella se despertó con un estremecimiento y miró perpleja al muchacho.

El chico tenía ojos tiernos.

—La he despertado —dijo— porque tengo que marcharme a casa, y aquí no está usted segura. Antes, había aquí un hombre, en el estrado de los músicos, tratando de mirar bajo sus faldas. Ya sabe que cuando uno está dormido, la gente hace cosas raras. También había unos borrachos cantando una canción obscena ahí abajo, justo a sus pies. Si la hubiera oído, se le habrían puesto coloradas las orejas. Se lo puedo asegurar.

Se encogió de hombros y escupió en el suelo. Parecía realmente disgustado.

—¿Qué te pasa? —le preguntó la señora Ramírez.

—¡Bah! Esta ciudad me da asco. Quiero ser carpintero en la capital, pero no puedo. Mi madre está sola. Todos mis hermanos y hermanas han muerto.

—¡Ay! —exclamó la señora Ramírez—. ¡Qué triste debe de ser para ti! Yo tengo una casa muy bonita en la capital. Si no tuvieras que quedarte con tu madre, mi marido a lo mejor te colocaba de carpintero.

Los ojos del muchacho centellearon.

—Me voy con usted —dijo—. Mi tío está con mi madre.

—Sí —dijo la señora Ramírez—. Quizá podamos hacerlo.

—Mi novia está allí, en la ciudad —continuó el muchacho—. Antes vivía aquí.

La señora Ramírez cogió la larga mano del muchacho entre las suyas. La palabra novia le había evocado muchas cosas.

—Siéntate, siéntate —le dijo—. Siéntate aquí, a mi lado. Yo también tengo novio. Ahora está en su habitación.

—¿Dónde trabaja?

—En los Estados Unidos.

—¡Qué suerte tiene usted! Pero mi novia no lo querría a él más que a mí. Me quiere hasta la muerte. Me lo dice siempre que se lo pregunto. Y si usted se lo preguntara, le diría lo mismo. Es la verdad.

La señora Ramírez tiró de él hasta que se sentó junto a ella en el banco. El muchacho estaba confuso y miraba hacia la carretera por encima del hombro. Ella le hacía cosquillas en el dorso de la mano y le sonreía con coquetería. El muchacho la miró y su rostro pareció ablandarse.

—Tiene los ojos azules —dijo.

La señora Ramírez no podía esperar un momento más. Le tomó la cabeza con las dos manos y lo besó varias veces en los labios.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó.

Al muchacho le encantaban su elegante vestido, sus ojos azules y sus modales femeninos. Tomó en sus brazos a la señora Ramírez con verdadera ternura.

—Te quiero —dijo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y como se sentía rebosante de amabilidad y gratitud, añadió—: Quiero a mi novia y te quiero a ti también.

La ayudó a bajar los escalones del quiosco y, con el brazo alrededor de su cintura, la condujo a un lugar recóndito en los terrenos del convento.

El viajante estaba tumbado en la cama, consumido por un sentimiento de culpa. Había vuelto a pasar la noche con la señora Ramírez, y se preguntaba si su madre leería aquel asunto en sus ojos cuando volviera. Nunca había hecho antes nada parecido. Hasta ahora, jamás había tenido un comportamiento sin precedentes y se sentía como un monstruo de dos cabezas; como si en cierto modo hubiese pasado del universo real a otro distinto, al mundo que de pequeño siempre había imaginado lleno de asesinos, de huérfanos y de niños cuyas madres salían a trabajar. Metió la cabeza entre las manos y se preguntó si alguna vez podría olvidar a la señora Ramírez. Recordó haber leído que las carreras de muchos hombres habían quedado truncadas por mujeres que tenían cierto dominio físico sobre ellos, del cual les resultaba imposible escapar. Sabía que tales mujeres siempre eran malas y que jamás eran norteamericanas. Aunque también estaba seguro de que no se parecían a la señora Ramírez. Era horrible haber hecho algo que sus amigos no habían hecho antes que él, y que tampoco harían después. Estaba convencido de que aquella experiencia debía permanecer en secreto, y nada le sentaba peor que tener un secreto. Le gustaba imaginar que él y el grupo a quienes consideraba amigos suyos hablaban libremente de todo lo que había en su alma y en su corazón. Él también empezaba a hablar a las mujeres de esa manera liberada; les hablaba mucho, e instaba a sus amigos a que hicieran lo mismo. Se dio cuenta de que él y la señora Ramírez jamás hablaban, y aquello le horrorizó.

«Somos como dos gorilas», dijo para sí, encogiéndose de hombros.

Cierto era que había estado con una o dos prostitutas, pero no se las había llevado a su cama, ni tampoco había permanecido con ellas más de una hora. Además, habían sido chicas norteamericanas, de cabellos rubios y rizados, que le habían recomendado sus amigos.

«Bueno —pensó—, es inútil que me destroce los nervios. Lo hecho, hecho está, y de todos modos creo que podría disculpárseme por las razones siguientes; primera, que estoy en un país extraño que casi me ha sacado de quicio; segunda, que he comido guisos raros, a los que no estoy acostumbrado, y que vivo a una altitud considerablemente grande para mí, y tercera, que hace tres semanas enteras que no hablo con ningún compatriota.»

Se sintió mucho más contento después de haber enumerado las circunstancias atenuantes, y añadió:

«Cuando suba al barco me despediré del muelle con un gesto y al fin me libraré de estos disparates; y si alguna vez trata el jefe de enviarme fuera del país, le diré: “¡Ni por un millón de dólares!”»

Deseó cambiar de pensión si fuera posible, pero ya había pagado por lo que quedaba de semana. Era muy ahorrativo, exactamente como le correspondía. Se tumbó de nuevo en la cama, muy satisfecho de sí mismo, pero pronto volvió a sentirse culpable, y como un viejo caballo de tiro pasó otra vez por el laborioso proceso de tranquilizarse a sí mismo.

Lilina había metido a Victoria en una caja y paseaba con ella por la ciudad. No lejos de la plaza principal había una mercería cuya dueña era judía. Lilina había ido varias veces con su madre a comprar lana. Conocía al hijo de la propietaria, con quien se paraba a hablar a menudo. Era muy callado, pero a Lilina le gustaba. Decidió ir a la tienda con Victoria.

Cuando entró, la madre del niño estaba detrás del mostrador, estampando unos viejos rollos de tela con tinta púrpura. Vio a Lilina y sonrió alegremente.

—Enrique está en el patio. Eres muy amable de venir a verlo. ¿Por qué no nos visitas más a menudo?

Estaba muy deseosa de complacer a Lilina, porque conocía el alcance de la fortuna de la señora Ramírez y se sentía orgullosa de tenerla de cliente.

Lilina se dirigió a la puertecita que conducía al patio, detrás de la tienda, y la abrió. Enrique estaba agachado sobre el polvo, junto a la pila de lavar. Lilina se sorprendió al ver que el niño tenía la cabeza vendada. Desde lejos las vendas sucias daban la impresión de ser un turbante blanco.

Se acercó un poco más y vio que estaba colocando unas canicas en fila.

—Buenos días, Enrique —le saludó.

Enrique reconoció su voz y, sin volver la cabeza, empezó a recoger despacio las canicas y a guardárselas una a una en el bolsillo.

Su madre había seguido a Lilina al patio. Cuando vio que Enrique, en vez de ponerse en pie y saludar a la niña, continuaba absorto en las canicas, se acercó a él y le dio un fuerte empujón en el brazo.

—Deja en paz las dichosas canicas y habla con Lilina —ordenó.

Enrique se levantó y se acercó a Lilina, mientras su madre, inclinándose con dificultad, terminaba de recoger las canicas que había dejado en el suelo.

Lilina miró la gran mancha de color rojo oscuro que había en el vendaje de Enrique. Los dos volvieron a la tienda. A Enrique no le gustaba estar con Lilina. Siempre que ella aparecía en la tienda, apenas podía esperar a que se marchara.

Se acercó a un rollo de tela estampada y empezó a desenvolverlo. Cuando hubo extendido varios metros, empezó a seguir con el dedo índice las evoluciones del dibujo. Lilina, sin comprender que aquel gesto era un insulto cuidadosamente disimulado, lo observó con cierto interés.

—Tengo algo dentro de esta caja —dijo al cabo de un rato.

Enrique, al oír que se acercaban los pasos de su madre, se volvió y sonrió con tristeza a la niña.

—Enséñamelo, por favor —dijo.

Lilina alzó la tapa y tendió a Enrique la caja de la culebra.

—Ésta es Victoria —dijo.

Enrique pensó que era preciosa. La sacó de la caja sosteniéndola con mucha firmeza por debajo de la cabeza. Luego alzó el brazo hasta que los ojos de la culebra quedaron a la altura de los suyos.

—Buenos días, Victoria —le dijo—. ¿Te gusta estar en la tienda?

Esas palabras molestaron a su madre. Se había escabullido por el otro lado del mostrador porque la culebra la aterrorizaba.

—Hablas como si estuvieras borracho —dijo a Enrique—. Esa culebra no entiende una palabra de lo que dices.

—Es muy bonita —manifestó Enrique.

—Volvamos a meterla en la caja y llevémosla a la plaza —dijo Lilina. Pero Enrique no la oyó, tan encantado estaba con la sensación de tener a Victoria en la mano.

Su madre volvió a hablar.

—¿Has oído lo que te ha dicho Lilina? —gritó—. ¿O es que la venda te tapa los oídos lo mismo que la cabeza?

Había pensado que aquella observación era punzante e ingeniosa, pero comprendió que carecía de sentido.

—Bueno, vete con la niña —añadió.

Lilina y Enrique salieron juntos en dirección a la plaza. La niña había vuelto a guardar a Victoria en su caja.

—¿Por qué vamos a la plaza? —preguntó Enrique.

—Porque vamos con Victoria.

Se habían juntado seis o siete autobuses en una de las calles que rodeaban la plaza. Procedían de la capital y de otras ciudades más pequeñas de la región. Los pasajeros que no iban más lejos ya se habían apeado y estaban en grupo, charlando y comprando comida a los vendedores. Una señora llevaba un abanico de cartón con un anuncio de cerveza. Se estaba abanicando, pero no sólo a ella, sino también a todo el que pasara a su lado.

Los chóferes calentaban los motores, y algunos trataban de llevar los autobuses a una posición más ventajosa para la salida. A Lilina le entusiasmaban el ruido y la gente. En cambio, Enrique había buscado un sitio tranquilo, y ahora estaba a la sombra de un árbol. Al cabo de un rato la niña corrió hacia él anunciándole que iba a soltar a Victoria de la caja.

—Y luego veremos lo que pasa —le dijo.

—¡No, no! —insistió Enrique—. Reptará por debajo de los autobuses y morirá aplastada. Las culebras viven en los bosques o en las peñas.

Lilina le prestaba poca atención. Pronto estuvo en cuclillas al borde de la acera, desatando afanosamente la cuerda que envolvía la caja de Victoria.

A Enrique le empezaba a doler la cabeza y se encontraba un poco mal. Se preguntó si podría salir de la plaza, pero decidió que no tenía valor. Aunque se había levantado viento, el sol calentaba mucho y el árbol le daba poca sombra. Miró a Lilina durante un rato, pero pronto apartó la vista de ella y, en cambio, empezó a pensar en su propia muerte. Estaba seguro de que hoy le dolía la cabeza más que de costumbre. Aquello lo sumió en la más negra de las melancolías, como le ocurría siempre que recordaba el día en que se había caído y atravesado el cráneo con un clavo oxidado. Hasta donde podía recordar, la vida siempre le había sido preciosa y parecía serlo aún más ahora, cuando comprendía que podía interrumpirse de manera violenta. No le gustaba Lilina; tal vez porque intuitivamente sospechaba que era una persona que podría caerse una y otra vez sobre el mismo montón de cristales rotos y gritar siempre con la misma intensidad.

Para entonces, Victoria se había arrastrado bajo los autobuses y ya estaba completamente aplastada. Cuando los autobuses se marcharon. Enrique vio lo que había pasado. Sólo la cabeza de la culebra, cercenada del cuerpo, permanecía intacta.

Se acercó a donde estaba Lilina.

—¿Ya te vas a casa? —le preguntó, mordiéndose el labio.

—Mira qué cabeza tan chica tiene. Debía de ser una culebra muy pequeña —dijo Lilina.

—¿Te vas a casa? —volvió a preguntarle.

—No. Voy a la catedral, a jugar en los columpios. ¿Quieres venir? Voy a ir corriendo.

—Yo no puedo correr —dijo Enrique, tocándose las vendas con los dedos—. Y no estoy seguro de que quiera ir al parque.

—Bueno —dijo Lilina—. Me adelantaré y allí estaré si decides venir.

Enrique estaba muy cansado y un poco mareado, pero decidió seguirla al parque para preguntarle por qué había dejado que Victoria se metiera debajo de los autobuses.

Cuando llegó, Lilina ya se estaba columpiando. Se sentó en un banco cerca de los columpios y levantó la vista hacia ella. Cada vez que los pies de Lilina rozaban el suelo, intentaba preguntarle por Victoria, pero la pregunta se le quedaba en la garganta. Al fin se puso en pie, metió las manos en los bolsillos y le preguntó a gritos:

—¿Vas a conseguir otra culebra?

No era eso lo que quería decirle. Lilina no le contestó, pero lo miró fijamente desde el columpio. A Enrique le resultaba imposible saber si había oído o no su pregunta.

Al fin clavó el talón en el suelo y paró el columpio.

—Tengo que irme a casa —dijo—, o mi madre se enfadará conmigo.

—No —cortó Enrique, sujetándola del vestido—. Ven conmigo y deja que te invite a un helado.

—Iré —dijo Lilina—. Me encantan.

Se sentaron juntos en un tiendecita y Enrique compró dos helados.

—Me gustaría tener un columpio colgado del techo de mi casa —dijo Lilina—. Haría que me sirvieran el desayuno y la comida mientras me columpiara.

Esa idea la divirtió, y empezó a reírse tan fuerte, que el helado se le escurrió de la boca cayéndole por la barbilla.

—Desayuno, comida, cena y baño en el columpio —continuó—. Y hacer pipí desde el columpio sobre la cabeza de Consuelo.

Enrique se iba poniendo cada vez más nervioso, porque se estaba haciendo tarde y seguían sin hablar de Victoria.

—¿Podría columpiarme contigo en tu casa? —le preguntó a Lilina.

—Sí. Tendríamos dos columpios y tú también podrías hacer pipí sobre la cabeza de Consuelo.

—Me encantaría —dijo Enrique.

Su pregunta parecía cada vez más difícil de formular. Para entonces tenía la impresión de que más semejaba una declaración de amor que una simple pregunta. Finalmente, lo intentó de nuevo.

—¿Vas a comprar otra culebra?

Pero siguió sin poder preguntarle por qué había tenido tan poco cuidado.

—No —contestó Lilina—. Voy a comprar un conejo.

—¿Un conejo? Pero los conejos no son tan inteligentes ni tan bonitos como las culebras. Será mejor que compres otra culebra como Victoria.

—Los conejos tienen muchos hijos —observó Lilina—. ¿Por qué no compramos a medias un conejo?

Enrique lo pensó durante un rato. Empezó a sentirse casi alegre, y hasta un poco malvado.

—De acuerdo —dijo—. Compraremos dos conejos, un macho y una hembra.

Acabaron los helados y, cada vez más entusiasmados, hablaron de los conejos.

De camino a casa, Lilina apretó la mano de Enrique y le llenó de besos las mejillas. El niño se puso colorado de placer.

Se despidieron en la plaza, tras prometer que se verían de nuevo por la tarde.

Era un día nublado, bastante más fresco de lo habitual, y la señora Ramírez decidió vestirse con la ropa de luto, que siempre llevaba consigo. Se colgó del cuello un collar de varias vueltas de cuentas negras y se dio muchos polvos en la cara. Ella y Consuelo empezaron a pasear despacio por el patio. Consuelo se sonó la nariz.

—¡Ay, mamá! —dijo—. ¿No es cierto que en el mundo abunda más la tristeza que la felicidad?

—No sé por qué piensas en eso —contestó su madre.

—Porque he hecho un recuento de mis días felices y de mis días tristes. Hay muchos más días tristes, y ahora estoy en la mejor edad de una chica. No hay más que lucha, incluso en los bailes. Si un hombre me dijera que preferiría bailar a luchar, no le creería.

—Es cierto —convino su madre—. Pero no todos los hombres son así. Hay algunos tan tiernos como corderitos. Aunque no muchos.

—Me siento como una anciana. Creo que tal vez me sentiré mejor cuando me case.

Pasaron despacio por delante de la puerta del viajante.

—Me voy dentro —dijo Consuelo de repente.

—¿No vas a sentarte en el patio? —le preguntó su madre.

—Con todos esos niños chillando, las gallinas, el perro blanco y el loro parloteando, no. Y hace un día horrible. ¿Por qué?

La señora Ramírez no encontró ninguna razón para que su hija debiera quedarse en el patio. En cualquier caso, prefería estar sola si el extranjero decidía hablar con ella.

—¿Qué perro blanco? —preguntó.

—La señora Espinoza les ha comprado a los niños un perro blanco.

Soplaba el viento y los niños se perseguían unos a otros por el patio. La señora Ramírez se sentó en una sillita con las manos entrelazadas sobre el regazo. Se le ocurrió la idea de que posiblemente la mayoría de los días iban a ser fríos y ventosos en vez de lo contrario, y de que vendrían muchos exactamente iguales a aquél. Inconscientemente, siempre había pensado que aquellos días eran los preferidos de Dios, aunque nunca habían sido muy de su agrado.

El viajante estaba haciendo la maleta con la vivacidad de quien está acostumbrado a realizar pequeñas excursiones lejos del redil encantado, para volver casi de inmediato.

«¡Vaya! —dijo alegremente para sí—. Seguro que he sido un poco casquivano en este lugar, pero la pesadilla ya ha terminado.»

Casi era la hora del autobús. Sacó las maletas al patio y se aturdió al ver a la señora Ramírez allí sentada. Decidió ser amable.

—Señora —dijo, acercándose a ella—. Debo despedirme hasta que volvamos a vernos.

—¿Cómo dice? —preguntó ella.

—Tomo el autobús de las doce. Regreso a casa.

—¡Ah! Debe de estar muy contento de volver. —No pensó en desviar la mirada de su rostro— ¿Va usted en barco? —preguntó, poniendo más fuerza en la mirada.

—Sí. Cinco días en barco.

—Qué maravilloso debe de ser. ¿O tal vez se marea?

Se llevó la mano al estómago.

—Nunca en la vida me he mareado en un barco.

Ella no dijo nada.

El viajante retrocedió y tropezó con el loro, que se columpiaba en su percha; dio un rápido paso al frente cuando el loro se inclinó para darle un picotazo.

—¿Quiere usted que vaya a ver a alguien en los Estados Unidos?

—No. Supongo que no tardará mucho en volver.

—No, no creo que vuelva otra vez por aquí. Bueno…

Tendió la mano y ella se puso en pie. Estaba muy impresionante con la ropa de luto. Él miró el collar que le cubría el pecho.

—Pues adiós, señora. Me alegro mucho de haberla conocido.

—Adiós, señor, y que Dios lo proteja en el viaje. Quizá vuelva otra vez. Nunca se sabe.

El viajante meneó la cabeza y se dirigió hacia el muchacho indio que aguardaba junto a su equipaje. Salieron a la calle y la pesada puerta se cerró de golpe. La señora Ramírez echó una mirada por el patio. Vio que la señorita Córdoba se retiraba de la puerta entreabierta de su dormitorio, desde donde había estado mirando.