Life

BESSIE HEAD

En 1963, cuando se establecieron por primera vez las fronteras entre Botswana y Sudáfrica, que serían refrendadas en forma definitiva con la independencia de Botswana en 1966, todos los ciudadanos originarios de Botswana tuvieron que volver a su país. En las viejas épocas coloniales todo era más confuso, y el tráfico de gente en ambas direcciones había constituido un flujo constante durante años y años. En la mayoría de los casos, en especial si se trataba de jornaleros emigrantes que trabajaban en las minas, su período de asentamiento era breve, pero mucha gente se había instalado con un empleo fijo. A estos últimos les destrozaron la vida enviándolos de nuevo a la placidez provinciana de un país eminentemente rural. A su regreso, trajeron consigo rasgos de una cultura extranjera y costumbres urbanas que habían asimilado. La gente de los poblados reaccionó como les es propio: asimilaron lo que les gustó, lo que los beneficiaba (por ejemplo, las iglesias para practicar el culto y curarse por la fe, que se extendieron como el fuego); lo que les perjudicaba, lo rechazaron. El asesinato de Life formó parte de este rechazo.

Life había salido del poblado con sus padres, para ir a Johannesburgo, siendo una niña de diez años. A su regreso, diecisiete años más tarde, cuando ellos ya habían muerto, se halló con que, de acuerdo con la tradición del poblado, seguía teniendo un hogar allí. Al decir que su nombre era Life Morapedi, los habitantes del poblado la llevaron de inmediato y con toda cortesía al patio de los Morapedi, situado en la parte central del poblado. El patio familiar había permanecido intacto, tal como lo habían dejado, pero ofrecía un aspecto patético y desolado. La techumbre de paja de las chozas de barro tenía placas de porquería en los sitios donde las hormigas habían hecho sus nidos, y las estacas de madera que apuntalaban las vigas del techo de las chozas se habían inclinado hacia un lado pues las hormigas las habían carcomido por la base. El arbusto de caucho había crecido de modo desproporcionado y encerraba el patio en una melancolía de sombras que dejaban fuera la luz del sol. En el suelo del patio se enmarañaban infinidad de hierbas y hierbajos, fruto de muchas estaciones lluviosas.

Las futuras vecinas de Life, un grupo de mujeres, no se apartaron de su lado.

—Podemos ayudarte a poner en orden tu patio —dijeron con amabilidad—. Estamos contentas de que uno de nuestros hijos haya vuelto a casa.

Estaban impresionadas por la elegancia de aquella chica de ciudad. Por lo común, ellas llevaban vestidos viejos y guardaban sus mejores ropas para ocasiones especiales como las bodas, y aun esas cosas mejores podían ser vulgares estampados de algodón. La muchacha llevaba un costoso vestido de lino de color crema, entallado de forma que realzaba su figura alta y llena. Tenía un aire brillante, vivaz y amistoso y se reía de un modo franco y escandaloso. Hablaba con rapidez y con cierto nerviosismo, pero ello concordaba con toda su personalidad.

—Va a traernos un poquito de luz —se decían unas a otras las mujeres, al salir en busca de sus herramientas de trabajo. Siempre declaraban ir en busca de «la luz», y con ello querían decir que siempre estaban alertas para recibir ideas nuevas que refrescaran la vulgaridad y la rutina de la vida del poblado.

Una mujer que vivía junto al patio de los Morapedi ofreció a Life su casa hasta que hubiera arreglado la suya. Agarró las flamantes maletas nuevas y precedió a Life a su nueva casa, en la que ésta se vio pronto rodeada de todo tipo de cautivadoras atenciones. Colocaron una silla baja en un lugar a la sombra para que se sentase, y una niñita se le acercó tímidamente con un recipiente de agua para que se lavara las manos; a continuación, le pusieron delante una bandeja con carne y avena para que pudiera recuperarse del largo viaje a casa. Las otras mujeres se dirigieron al patio llenas de energía, con azadones para arrancar las hierbas malas y hierbajos, cubos de tierra para revestir de nuevo las paredes de barro e incluso dos hombres —a los que habían encontrado desocupados— para que arreglasen la peligrosa inclinación de las estacas de madera de la choza de barro. La gente de allá solía tener este tipo de gestos, pero les complacía además advertir que la recién llegada parecía poseer una interminable corriente de dinero que prodigaba con generosidad. Si el grupo de trabajo de su patio le sugería que la carne de cabra, cocida lentamente en una enorme cazuela de hierro, contribuiría a dar un impulso al trabajo, Life sacaba al instante dinero para comprar, no sólo la cabra, sino también té, leche, azúcar, botes de avena o cualquier cosa por la que los trabajadores manifestaran su preferencia, de modo que las dos semanas que tardaron en embellecer el patio de Life les parecieron una prolongada fiesta de bodas, única ocasión en que la gente solía comer tanto.

—¿Cómo es que tienes tanto dinero, querida hija? —le preguntó por fin una de las mujeres, llena de curiosidad.

—En Johannesburgo, el dinero fluye como el agua —replicó Life, con su risa alegre y nerviosa—. Sólo tienes que saber cómo conseguirlo.

Las mujeres recibieron con reparos esa información. Pensaron para sus adentros que su niña no debía de haber llevado una vida muy ejemplar en Johannesburgo. La economía y la honradez eran los dos temas dominantes de la vida del poblado y todo el mundo sabía que no se puede ser honrado y rico al mismo tiempo. Contaban cada céntimo y sabían cómo se lo habían ganado: con mucho esfuerzo. No concebían que el dinero pudiera ser un inagotable pozo sin fondo; siempre tenía un final y era difícil de conseguir en aquella tierra seca y semidesértica. Se dijeron que pronto se forjaría un futuro; tarde o temprano las chicas inteligentes siempre encuentran trabajo en correos.

Life había tenido el tipo de carrera profesional que una ciudad como Johannesburgo ofrece a infinidad de mujeres negras. Había sido cantante, reina de belleza, modelo de publicidad y prostituta. Ninguna de estas ocupaciones existía en el poblado: para las mujeres sin estudios estaba el trabajo en el campo y las tareas domésticas; para las instruidas, la enseñanza, la enfermería o el trabajo de oficina. La primera ola de mujeres que Life atrajo hacia sí fueron las campesinas y amas de casa, que constituían el núcleo más conservador del poblado. No tardaron en darle la espalda cuando empezaron a desfilar los hombres en un ir y venir interminable. Lo que causaba escándalo era que Life era la primera y la única mujer del poblado que se vendía a sí misma como un negocio: los hombres le pagaban por sus servicios. La actitud de la gente hacia el sexo era amplia y generosa. Se reconocía como una parte necesaria de la vida humana, que debía estar siempre disponible, como la comida y el agua; de lo contrario, la vida se extinguía o uno se ponía espantosamente enfermo. Para evitar estas catástrofes, hombres y mujeres tenían relaciones sexuales intensas, pero de un modo respetable y humano que dejaba en segundo término las consideraciones económicas. Cuando corrió la noticia de que eso se había convertido en un negocio en el patio de Life, llegó una segunda ola de mujeres: las cerveceras del poblado.

Las cerveceras se habían emancipado hacía un tiempo y formaban una pandilla alegre y adorable. Se emborrachaban todos los días y se las podía ver tambaleándose por el poblado, por lo general con una criatura de ojos muy abiertos sujeta a la cadera. Hablaban y se reían de un modo escandaloso, se daban palmadas en la espalda y habían creado su propio lenguaje:

—Amigos, sí. Maridos, uh, uh, no. ¡Haz esto! ¡Haz lo otro! Queremos gobernamos nosotras solas.

Pero también ellas estaban sujetas al respetable orden de la vida del poblado. Muchos hombres pasaban por sus vidas, pero todos eran compañeros pasajeros. El acuerdo habitual era:

—Madre, tú me ayudas y yo te ayudo.

Esto era una gran patraña. Los hombres se quedaban, vivían de los recursos de las mujeres y en todo ese tiempo apenas se desprendían de uno o dos rands de su dinero. Transcurridos unos tres meses ellas les pedían cuentas:

—Compañero —decía la mujer—: el amor es el amor, y el dinero es el dinero. Me debes dinero.

Y él no volvía a poner los pies por allá, pero otro bribón ocupaba su puesto. Y la historia se repetía una y otra vez. En Life reconocieron a su reina y, como ocurre con todas las reinas, se situaron al margen de sus actividades; nunca intentaron sacar dinero del constante río de hombres, porque no sabían cómo, pero les gustaba su patio. Muy pronto las juergas y el alboroto de la ciudad de Johannesburgo tuvieron su duplicado, a menor escala, en la parte central del poblado. Los hombres y las mujeres se tambaleaban por allí borrachos y riéndose, y la comida y la bebida manaban como leche y miel. La gente del poblado circundante observaba este fenómeno con la boca contraída y comentaba sombríamente:

—Todos serán destruidos un día, como Sodoma y Gomorra. Life, al igual que las cerveceras, tenía su propio lenguaje. Cuando sus amigos le hicieron patente su sorpresa ante las ingentes cantidades de carne, huevos, hígado, riñones y arroz que comían en su patio —comidas que, además, constituían un lujo que sólo podían permitirse de vez en cuando, pero que nunca habrían imaginado comprar—, ella respondió de forma desenfadada y espontánea:

—Estoy acostumbrada a manejar mucho dinero.

Ellos no le creyeron; eran demasiado formales como para confiar en este tipo de suerte con cimientos tan frágiles, y, como un intento de compensar cualquier fatalidad que pudiera ocultarse a la vuelta de la esquina, llevaban a menudo sus propios pollos, escuálidos, criados en sus patios, como presentes para la ronda de comidas del día.

Una de las filosofías de la vida de Life, que recordarían temblando meses después, era: «Mi lema es: vive rápido, muere joven y que tu cadáver tenga buen aspecto». Decía todo esto con la alegría pura y libre de una mujer que había quebrantado todos los tabúes sociales. Pero nadie la siguió hasta aquellas vertiginosas alturas.

Pocos meses después de la llegada de Life al poblado, abrieron el primer hotel con bar. Inicialmente, todas las mujeres lo evitaron e incluso las cerveceras consideraron que no habían caído tan bajo (asociaban el bar con la idea de vender sus cuerpos). El bar se convirtió en el ámbito favorito de la actividad de Life, pues simplificaba el trabajo de concertar las citas para el día siguiente. Ningún hombre se cuestionó su comportamiento ni se preguntó cómo habían permitido que se llegase a aquella situación tan poco natural. En el poblado podían tener de forma gratuita todo el sexo que deseasen, pero parecía fascinarles la idea de pagar por ello, por primera vez. Pronto llegaron a un nivel en que se comunicaban con Life en un lenguaje taquigráfico:

—¿Cuándo?

Y ella contestaba:

—A las diez.

—¿Cuándo?

—A las dos.

—¿Cuándo?

—A las cuatro.

Y así una y otra vez.

Se movía en el bullicio de las conversaciones triviales y muchas palmaditas en el trasero. Estaba en su ambiente, y sus ojos negros febriles, chispeantes y brillantes recorrían la barra buscando todo y nada al mismo tiempo.

Una noche, la muerte entró silenciosamente en el bar. Era Lesego, el ganadero, que acababa de llegar del puesto donde tenía el ganado, en el que había estado ocupado durante un período de tres meses. Los hombres del poblado se creaban su propia reputación, y la de Lesego era una de las más respetadas y admiradas. La gente decía de él:

—Cuando Lesego tiene dinero y tú lo necesitas, te dará lo que tiene y no te pondrá problemas en cuanto a la fecha de su devolución…

También lo admiraban por otra razón: por su lucidez y la tranquila ecuanimidad de su pensamiento. A veces, a la gente le costaba resolver una cuestión o descubrir la verdad de un tema que se debatía. Él tenía una forma especial de mantener la cabeza serena, escuchar los argumentos y pronunciar siempre la sentencia final:

—Bueno, la verdad de esta cuestión es…

Era también uno de los ganaderos más prósperos, con un saldo de siete mil rands en el banco, y siempre que volvía se dedicaba a pasear y comadrear o asistía a la reunión kgotla del poblado, por lo que la gente tenía un dicho: «Bueno, me tengo que marchar a trabajar. No soy como Lesego, que tiene dinero en el banco».

Como de costumbre, los ojos brillantes y al acecho de Life recorrieron febrilmente el bar. Aquella noche efectuaron la ronda dos veces de la misma manera, y cada una de ellas se detuvieron por un breve instante en la tenue expresión oscura y concentrada del rostro de Lesego. No había ningún otro hombre en el bar con aquella expresión; todos tenían caras pusilánimes, expresiones vacías. Él era lo más parecido que había visto desde hacía tiempo a los gangsters de Johannesburgo con los que se había relacionado: los mismos gestos mesurados y precisos, la misma fuerza, el mismo control. A su alrededor, los hombres se apaciguaban y empezaban a conversar con él en voz baja y seria; le hablaban de las noticias del día, que nunca llegaban a los puestos remotos donde se hallaba el ganado. A diferencia de los otros hombres, que tenían que acercarse a ella, la tercera vez que los ojos de Life recorrieron la sala, él se mantuvo firme, giró con lentitud la cabeza y la echó apenas hacia atrás como ordenándole en silencio:

—Ven.

Ella se acercó de inmediato al extremo del bar donde él se hallaba.

—Hola —dijo él con una voz sorprendentemente tierna, y una sonrisa pasó por un momento por su rostro oscuro y reservado.

Así era Lesego en realidad: un hombre amable y tierno, al que le gustaban las mujeres y que había tenido tanto éxito en aquel terreno que daba por supuestos su dominio y su triunfo. Pero se miraron desde sus diferentes mundos y llegaron a conclusiones fatales: ella vio en él el poder y la maldad de los gangsters; él, la frescura y la sorpresa de un tipo de mujer absolutamente nuevo. Él solía abandonar a todas las mujeres después de un tiempo porque le aburrían, y, como le sucede a quien lleva una vida rutinaria y corriente, le atraía ese aire nervioso que ella poseía.

Enseguida se levantaron y salieron juntos. Un silencio de desconcierto cayó sobre el bar. Los hombres intercambiaron miradas y, sin necesidad de hablar, supieron que, mientras Lesego estuviera allí, todas las citas se habían anulado. Y, como formulando en voz alta sus pensamientos, Sianana, un amigo de Lesego, comentó:

—Lesego sólo quiere probar, como hemos hecho todos nosotros, porque es algo nuevo. La dejará a un lado cuando descubra que está podrida hasta la médula.

Pero Sianana iba a descubrir que no acababa de entender a su amigo. Durante una semana, Lesego no se dejó ver por sus lugares de paseo habituales, y cuando volvió a aparecer fue para anunciar que iba a casarse. La noticia fue recibida con fría hostilidad. No se hablaba de otra cosa; era tan imposible como que se estuviese cometiendo un crimen delante de sus narices. Una vez más, Sianana se erigió en portavoz. Abordó a Lesego, que iba de camino al poblado kgotla:

—Me sorprenden mucho los rumores que corren acerca de ti, Lesego —le dijo sin rodeos—. No te puedes casar con esa mujer. Es una auténtica zorra.

Lesego le aguantó la mirada con firmeza y luego le dijo con su estilo sosegado e indiferente:

—¿Quién no lo es aquí?

Sianana se encogió de hombros. Era incapaz de sutilezas; pero allí no era cuestión de un trato comercial sino humano, aunque era difícil decir si eso representaba una ventaja. A Lesego le gustaba cortar una discusión como aquélla con una frase directa. Mientras caminaban juntos, Sianana sacudió la cabeza varias veces como indicando que algo importante se le escapaba, hasta que, por fin, Lesego le dijo sonriendo:

—Me ha hablado de su mala vida. Ya se ha acabado.

Sianana se limitó a apretar los labios y a guardar silencio.

También Life dio la noticia, después de casada, a todas sus amigas cerveceras.

—Se acabó mi mala vida —les dijo—. Ahora ya soy una mujer casada.

Seguía pareciendo feliz y nerviosa. Todo le llegaba con demasiada facilidad: hombres, dinero y, ahora, el matrimonio. Las cerveceras no tardaron en advertirle, con la misma sorpresa que habían demostrado ante la carne y los huevos, que había muchas mujeres en el poblado que se habían consumido por Lesego. Ella se sintió muy halagada.

Sus vidas, al menos la de Lesego, no cambiaron mucho con el matrimonio. A él le seguía gustando darse una vuelta por el poblado; había llegado la estación de las lluvias y la vida de los ganaderos era fácil en aquella época, pues había suficiente agua y pastos para los animales. No era el tipo de hombre que se mete en las cosas de la casa, y durante esa época hizo sólo tres precisiones con respecto a la vida doméstica. Se hizo cargo de todo el dinero; ella tenía que pedírselo y explicarle en qué iba a gastarlo. Luego, no le gustó que el aparato de radio sonara escandalosamente todo el día.

—Las mujeres que lo tienen encendido todo el día no tienen nada en la cabeza —dijo.

Por fin, la miró desde una gran altura y comentó con tono tranquilo:

—Si vuelves a ir con esos hombres otra vez, te mataré.

Lo dijo con tales indiferencia y serenidad como si no esperase que su poder y dominio fueran a tropezarse con ningún reto.

Ella no tenía la preparación mental suficiente para analizar qué era lo que le había afectado, pero le pareció que algo le propinaba un golpe tremendo detrás de la cabeza. Al instante sucumbió al impacto y empezó a desintegrarse a gran velocidad. El curso de la vida cotidiana del poblado era mortalmente aburrido en su insulsa monotonía jamás interrumpida; los días transcurrían uno tras otro, yendo a buscar agua, triturando maíz, cocinando. Pero, en el interior de todo aquello, había un fuerte tira y afloja entre la gente. La tradición exigía que la gente se ocupara del prójimo, y a lo largo de toda la jornada había un tráfico constante de gente entrando y saliendo de las vidas de los demás. Si había que enterrar a alguien, este acontecimiento exigía la comprensión y solidaridad de todos; había préstamos de dinero, recién nacidos, penas, problemas, regalos. Durante mucho tiempo, Lesego había sido el rey de este mundo; cada día, una larga hilera de gente se presentaba ante él en busca de algo o deseando darle algo en muestra de gratitud a cambio de un favor pasado. Aquí residía la fuerza elemental de la vida del poblado. Todo esto despertaba en la gente respuestas solidarias y emocionales, y las recompensaba llenando un vacío que era un enorme y asfixiante bostezo. Cuando la despojaron de su nerviosismo y de la juerga barata, Life cayó en el bostezo; no poseía nada en su interior que la ayudara a enfrentarse con aquel estilo de vida que también para ella había llegado. Las cerveceras seguían estando allí; les seguía agradando su patio porque Lesego tenía buen carácter y porque todo lo que ocurría en él —como los ancianos agazapados en los rincones con regalos: «Lesego, hoy he tenido suerte cazando. He atrapado dos conejos y quiero compartir uno contigo…» —no era más que el tipo de vida tswana que también ellas vivían. En armonía con el nuevo estado de su reina, dijeron:

—Somos mujeres y tenemos que hacer algo.

Recogieron tierra y estiércol y remozaron y decoraron el patio de Life. Le iban a buscar el agua, le trituraban el maíz y, al parecer, las cosas tenían un aspecto bastante normal, pues a Lesego también le gustaba una jarra de cerveza. Nadie advirtió la expresión de angustia que se había apoderado del rostro de Life. El aburrimiento de la jornada diaria la asfixiaba hasta casi matarla, y, mirara donde mirase, desde las cerveceras a su marido, o a cualquiera que los visitara, no encontraba a nadie a quien poder comunicar lo que se había convertido en un auténtico dolor físico. Después de un mes de soportarlo, se hallaba al borde de una crisis. Una mañana habló de su agonía a las cerveceras.

—Creo que he cometido un error. La vida de casada no está hecha para mí.

Y ellas respondieron en actitud comprensiva:

—Sólo te estás acostumbrando a ella. Después de todo, es distinta de la vida de Johannesburgo.

Los vecinos fueron aun más lejos. Estaban impresionados por un matrimonio que pensaron que nunca prosperaría. Empezaron a decir que no se debía juzgar nunca a un ser humano, porque siempre tenía una parte buena y una mala, y que Lesego había convertido a una mala mujer en una buena, cosa que nunca se había visto. En el preciso instante en que habían comenzado a hacer tales comentarios y a asentir en señal de aprobación, Sodoma y Gomorra estallaron de nuevo por todos lados. A Lesego le habían avisado, entrada la noche, que las terneras recién nacidas de su puesto se estaban muriendo, y a la mañana siguiente se marchó temprano en su camión.

Con un inmenso suspiro de alivio, la antigua mujer salvaje y temeraria despertó de un estado próximo a la muerte. El aparato de radio volvió a vociferar, la comida a manar, y hombres y mujeres a salir tambaleándose completamente borrachos. Bastó su alboroto para ahuyentar a todos los huéspedes indeseados, que movieron la cabeza con expresión severa: cuando Lesego regresase, le dirían que aquella mujer no era la esposa que se merecía.

Tres días después, Lesego se presentó de improviso en el poblado. Todas las terneras estaban anémicas y tenía que llevarlas al veterinario para que les diera una inyección. Atravesó el poblado en su camión hasta el campamento del veterinario. Una de las cerveceras lo vio y se precipitó alarmada a prevenir a su amiga.

—El marido ha vuelto —le susurró temerosa, apartando a Life.

—¡Aj! —replicó ella irritada.

Puso fin al alboroto, despidió a los hombres y a la bebida, si bien una rabia salvaje la estaba llevando a escapar de aquel tipo de vida que para ella era como una muerte. Le dijo a uno de los hombres que se verían a las seis. Sobre las cinco, Lesego entró en el patio con las terneras. No había nadie afuera para saludarlo. Saltó del camión, caminó hasta una de las chozas y abrió la puerta de par en par. Life estaba sentada en la cama. Alzó la mirada en silencio y malhumorada. A él le sorprendió un poco, pero tenía la mente ocupada con las terneras. Tenía que instalarlas en el patio para que pasaran la noche.

—Haz un poco de té —le dijo—. Tengo mucha sed.

—No hay azúcar —dijo—. Tendré que ir a buscar.

Se sintió algo irritado, pero volvió deprisa con las terneras, y su mujer salió del patio. Lesego acababa de instalar las terneras cuando se acercó un vecino, muy enojado.

—Lesego —le dijo sin más rodeos—, te dijimos que no te casaras con esa mujer. Si vas al patio de Radithobolo la encontrarás en la cama con él. ¡Ve y comprueba con tus propios ojos que tienes que dejar a esta mala mujer!

Lesego lo miró fijamente un instante; luego, con su paso habitual, como si en su vida no existiesen las prisas o el caos, fue a la choza que utilizaban como cocina. Había una lata llena de azúcar. Se volvió para agarrar un cuchillo que guardaba en un rincón, uno de los grandes que utilizaba para matar al ganado, y lo deslizó en su camisa. A continuación, sin modificar su paso, fue caminando al patio de Radithobolo. Parecía desierto, pero la puerta de una de las cabañas estaba medio abierta, y otra, cerrada. De un puntapié abrió la puerta que estaba cerrada y el hombre que había en su interior gritó asustado. Al ver a Lesego dio un brinco y se refugió en un rincón. Lesego le hizo señas con la cabeza de que saliese de la habitación. Pero Radithobolo no fue lejos; quería divertirse, así que se acurrucó contra las sombras del arbusto de caucho. Esperaba presenciar la típica escena de marido y mujer: el marido airado maldiciendo hasta desgañitarse, y la mujer histérica con embustes y excusas. Pero Lesego salió de la habitación con un enorme cuchillo en la mano, manchado de sangre. Al ver el cuchillo, Radithobolo se desplomó desmayado en el suelo. Había algunas personas más en el patio, y se refugiaron junto al arbusto de caucho al ver aquel cuchillo.

Muy pronto se oyó el clamor de los lamentos. La gente empezó a correr en todas direcciones con las manos en la cabeza gritando «¡oh! ¡oh! ¡oh!», con total desconcierto. Pasó bastante rato hasta que a alguien se le ocurrió llamar a la policía. Estaban así de aturdidos porque un asesinato, de frente y violento, era el suceso menos habitual y más extraño de la vida del poblado. Parece que Lesego fue el único que conservó la sangre fría aquella noche. Estaba sentado tranquilamente en su patio, cuando la policía llegó de pronto. Lo miraron horrorizados y empezaron a cubrirlo de reproches por aparentar aquella impavidez.

—Has acabado con una vida humana y estás tan ancho —le decían enfadados—. Te van a colgar por esto. Truncar una vida humana es un delito muy serio.

No lo colgaron. Mantuvo aquella mirada indiferente y fría, de estar por encima de las circunstancias, hasta el mismo día del juicio. Entonces alzó la vista, miró al juez y dijo con toda calma:

—Bueno, lo cierto de este asunto es que yo acababa de llegar del puesto de ganado. Aquel día había tenido problemas con mis terneras. Llegué a casa tarde y, como tenía sed, le pedí a mi mujer que hiciese té. Dijo que no teníamos azúcar y salió a comprar. Después de esto, llegó mi vecino, Mathata, y me dijo que mi mujer no estaba en la tienda sino en la choza de Radithobolo. Me dijo que fuera al patio de Radithobolo y viera lo que estaba haciendo. Pensé que, antes, comprobaría si había azúcar en la cocina, y encontré una lata llena. Aquello me disgustó y sorprendió. Entonces me pareció que el corazón se me llenaba de fuego. Pensé que si estaba haciendo algo malo con Radithobolo, como me había dicho Mathata, era mejor que la matase, porque no entiendo que una mujer pueda ser tan corrupta…

Lesego había hecho aquello durante años: juzgar los aspectos de la vida de un modo directo y simple. El juez, que era blanco, y por lo tanto no versado en las tradiciones tswana y sus polémicas, se quedó tan impresionado por el comportamiento de Lesego como los propios hombres del poblado.

—Es un crimen pasional —dijo compadecido—. De modo que hay circunstancias atenuantes. Pero segar una vida humana no deja de ser un delito grave, por lo que lo condeno a cinco años de cárcel…

Sianana, el amigo de Lesego que iba a hacerse cargo de sus asuntos mientras estuviera en prisión, fue a visitar a Lesego, todavía sacudiendo la cabeza. Algo se le escapaba de todo aquel asunto, como si hubiera sido planeado desde el principio.

—Lesego —le dijo con profundo pesar—, ¿por qué mataste a aquella zorra? Tenías un par de piernas para dar media vuelta y marcharte. Te podrías haber largado. ¿Estás intentando demostramos que aquí nunca se cruzan los ríos? Hay mujeres y hombres buenos, pero raramente unen sus vidas. Siempre estos líos y estos disparates…

En aquella época era muy famosa una canción de Jim Reeves: Esto es lo que ocurre cuando dos mundos entran en colisión. Cuando las cerveceras estaban borrachas solían cantarla y se ponían a llorar. Tal vez ellas tuvieran la última palabra de todo aquel asunto.