Capítulo 9

Si la villa de Taccone era un lugar que no solía recibir invitados, no dio muestras de ello.

El hombre que abrió la puerta le recordó curiosamente a Marcus en la forma de quitarle el abrigo mojado y pedirle con amabilidad que lo siguiera. Había suelos de mármol y candelabros, flores frescas y chimeneas encendidas en dos de las cuatro habitaciones por las que pasaron. Sin embargo, no había pilas de correo en las mesas, ni abrigos ni bufandas colgados con descuido en los respaldos de las sillas. Era un sitio en el que se valoraba a partes iguales la belleza y el orden. Así que guardó silencio y siguió a su guía hasta unas puertas dobles que resultaban más intimidatorias que el puente levadizo. Siguió callada, a la espera de una audiencia con Arturo Taccone.

Cuando las puertas se abrieron, Taccone estaba sentado detrás de un antiguo escritorio, cerca de otra chimenea encendida parecida a la del estudio de la casa de la familia de Hale. Había libros y licoreras, ventanas altas y un majestuoso piano que, Kat supuso, el dueño tocaba con frecuencia. Aunque la mansión tenía al menos mil ochocientos metros cuadrados, a la chica le dio la impresión de que Taccone en realidad vivía en aquella habitación.

—Déjanos —ordenó al guía de Kat.

Ella oyó cómo se cerraban las puertas y supo que, como poco, era un poco tonto no temblar al quedarse a solas con él. Aun así, mantuvo las manos firmes y no se le aceleró el pulso.

—Debería darte la bienvenida a mi hogar, Katarina —le dijo Taccone, inclinando un poco la cabeza—. Esto es una sorpresa, y me gusta considerarme una persona a la que no es fácil sorprender.

—Bueno —respondió ella lentamente—, de repente me apetecieron unos espaguetis.

—Y has venido sola —dijo Taccone, sonriendo, aunque no era una pregunta.

—Podría decir que sí y que piense que miento —respondió Kat, dando un paso adelante para acariciar el cuero de un sillón orejero, suave como la piel de un bebé—. O podría decir que no y que piense que me tiro un farol. Así que mejor diré… sin comentarios.

Él se echó atrás y la estudió.

—Entonces, ¿traes… refuerzos, como decís los estadounidenses?

—La verdad es que no.

—Pero no tienes miedo, ¿verdad?

Aunque estaba en la habitación favorita de Taccone, lo importante era que Kat volvía a encontrarse en su elemento.

—No, supongo que no.

Taccone la miró y, después de una insoportable pausa, preguntó:

—A lo mejor es porque crees que no le haría daño a una niña pequeña…

Por razones que Taccone nunca entendería, a Kat le sorprendió oír aquello. Era raro que la llamaran así. Suponía que no podía negar lo de «pequeña», pero lo de «niña» era extraño. Mujer o dama tampoco habrían sido mejores. Había pasado tanto tiempo dentro de un club de chicos que, a veces, se le olvidaba que, al menos anatómicamente, no era una versión más joven y bajita de los hombres que se sentaban a la mesa de la cocina del tío Eddie. Que era, desde un punto de vista biológico, muy parecida a Gabrielle.

—Un mueble precioso —dijo Kat, señalando el aparador Luis XV que había junto a la chimenea.

El hombre arqueó las cejas.

—¿Has venido a robarlo?

—Maldita sea —contestó Kat, chasqueando los dedos—, debería haber traído el bolso grande.

Los hombres aterradores hacen cosas aterradoras, pero, para Kat, no había nada más horroroso que el sonido de la risa de Arturo Taccone.

—Qué pena que no nos hayamos conocido en diferentes circunstancias, Katarina. Creo que habría disfrutado de tu compañía. Pero no ha sido así —dijo, y se levantó para acercarse a un armario y servirse un vaso de algo que parecía viejo y caro—. Supongo que no tienes mis cuadros.

—Es lo que llevo diciéndole desde el principio.

—Si has venido a pedirme más tiempo…

—Como le expliqué a sus chicos en Las Vegas, estoy trabajando en ello. —Le echó una mirada asesina al matón número dos, que se había metido en el cuarto y estaba colocado junto a la puerta como una estatua—. ¿O no le llegó mi mensaje?

—Sí, sí —respondió él, sentándose en el sofá de cuero del centro de la habitación—. Lo cierto es que has realizado unas investigaciones muy interesantes. Lo de la casa de tu tío abuelo en Nueva York lo entiendo. Tu tío es la clase de hombre a la que hay que consultar. Pero el viaje a Las Vegas… —comentó, parándose a darle un trago a la bebida—. Eso fue una sorpresa. Y después me avisaron de que teníamos visita esta noche. Bueno, comprenderás que esté perplejo.

—Se lo conté todo en París —explicó Kat sin alterarse—. Mi padre no robó sus cuadros. Con un poco de tiempo y algo de ayuda, quizá pueda decirle quién lo hizo. Puede que incluso consiga que se los devuelvan…

—Vaya, qué proposición más interesante —repuso el hombre, sonriendo.

—Pero, primero…

—¿Ayuda?

—Dice que mi padre es el culpable —respondió ella, asintiendo.

—Sé que lo es.

—¿Cómo?

—Oh, Katarina, cualquier ladrón medio decente sabría que he tomado… precauciones… para protegerme y proteger mis pertenencias.

Arturo Taccone levantó una mano y abarcó con ella la lujosa estancia.

—Las Stig 360 —respondió ella con una sonrisa—. Bonitas. Personalmente prefiero las cámaras de los modelos 340. Son más ruidosas, aunque tienen más alcance.

En el exterior de la villa llovía a cántaros, pero, dentro, la voz de Taccone era tan seca como la yesca:

—Esperaba que aceptaras mi palabra de que tu padre cometió ese terrible acto, Katarina, pero si…

—Mire —lo interrumpió ella con una actitud más brusca de la que creía posible; se acercó a Taccone y el matón número dos hizo ademán de moverse hacia ella, pero el jefe lo detuvo con la mano—. No es cuestión de orgullo ni de confianza: es cuestión de información. Usted es un hombre que toma decisiones meditadas basadas en la mejor información que pueda conseguir, ¿verdad, signor Taccone?

—Por supuesto.

—Pues ayúdeme, ayúdeme a recuperar sus cuadros. ¿Dice que tiene pruebas?

Taccone acercó su bebida a la luz, como si brindara por Kat y su valor.

—Por supuesto.

Kat sonrió, pero sin alegría, antes de decir:

—Pues enséñeme lo que tiene.

Aunque Kat todavía no lo sabía, con el tiempo, en la cocina del tío Eddie, contarían una y otra vez la historia de su conversación con Taccone. En la historia, lo que caía sobre ella mientras cruzaba el puente levadizo serían balas, y no lluvia; su petición de ayuda a Arturo Taccone incluiría amenazas, ventanas y algo sobre un par de antiguas pistolas de duelo (que, según la leyenda, Kat después robaría).

Sin embargo, Kat nunca contó la historia. Hale y Gabrielle estaban tumbados a oscuras, mirando el terreno, cuando el puente se bajó y Kat salió por su propio pie, tomándose su tiempo.

Mientras caminaba bajo la lluvia, Hale y Gabrielle no se dieron cuenta de que llevaba el pequeño disco de Taccone metido bajo el brazo. Pero, claro, al final lo verían.

Y, claro, al final lo cambiaría todo.