Capítulo 36
Veinticuatro horas después del robo en el Henley, estaba lloviendo en París. El chófer francés de Arturo Taccone acercó la limusina (un Mercedes clásico, esta vez en azul oscuro) a la acera y dejó que el hombre contemplara la estrecha calle llena de tiendecitas. No estaba preparado para el golpe en la ventana empañada ni para que una chica demasiado bajita y demasiado cansada para su edad se metiera con él en el asiento de atrás.
La chica se sacudió un poco el corto pelo y el agua salpicó los asientos de cuero tostado, pero a Arturo Taccone no le importó. En aquel momento se enfrentaba a demasiadas emociones, y la más importante (aunque no se atreviera a reconocerlo) era que lamentaba que todo acabase ya.
—He oído que a los gatos no les gusta la lluvia —dijo, bromeando sobre su nombre en inglés mientras señalaba el pelo de punta y el impermeable empapado—. Veo que es cierto.
—He estado peor —respondió ella, y, por algún motivo, el hombre no lo dudó.
—Me alegro mucho de verte vivita y coleando, Katarina.
—¿Porque temía que me hubiera quemado viva en el Henley o porque temía que me pillaran y usara nuestro trato para conseguir un acuerdo?
—Las dos cosas.
—¿O le preocupaba más que me llevara los cuadros y desapareciera? ¿Que permanecieran ocultos otros sesenta años?
El hombre volvió a examinarla. Era poco común encontrar a alguien tan joven y tan sabio, tan novato y tan hastiado.
—Reconozco que esperaba que me trajeras…, cómo decirlo…, una bonificación. Pagaría muy bien por el Ángel. Encajaría muy bien en mi colección.
—Yo no me llevé el Da Vinci —respondió Kat, y Taccone se rió.
—Y tu padre no se llevó mis cuadros —dijo por seguirle la corriente, porque seguía sin creerla—. Formáis una familia muy interesante, y tú, Katarina, eres una chica excepcional.
A ella le dio la impresión de que le tocaba devolver el cumplido, pero había algunas mentiras que ni siquiera la sobrina nieta del tío Eddie podía contar, así que sólo preguntó:
—¿Mi padre?
—Su deuda está olvidada —respondió Taccone, encogiéndose de hombros—. Ha sido muy… divertido. Quizá vuelva a robarme algo en el futuro.
—Él no… —empezó a decir Kat, pero se lo pensó mejor.
—Sí, Katarina, no terminemos con una mentira.
Kat lo miró como si deseara calcular qué porcentaje de verdad podría quedar en el alma de alguien como Arturo Taccone, si es que le quedaba alma.
—Los cuadros están en perfectas condiciones. No se ha estropeado ni una gota de pintura.
—No esperaba menos de ti —respondió él, ajustándose los guantes de cuero.
—Están listos para volver a casa —dijo ella; la voz se le quebró y Taccone supo que no mentía, que había un anhelo verdadero en sus palabras—. Están al otro lado de la calle, en un piso abandonado —añadió, señalando un punto al otro lado de las ventanas empañadas—. Ahí, el que está al lado de esa galería.
—Lo veo —respondió Taccone, siguiendo su mirada.
—Hemos terminado —le recordó ella.
—No tiene por qué ser así. Como dije antes, un hombre de mi posición podría hacer que una joven como tú ganara más dinero del que pudiera soñar.
—Sé lo que es el dinero, señor Taccone —respondió ella, volviéndose hacia la puerta—. Creo que me conformaré con la felicidad.
El hombre se rió entre dientes y la vio marchar. Estaba ya fuera del coche cuando le dijo:
—Adiós, Katarina, hasta que volvamos a encontrarnos.
Kat se quedó bajo el toldo de una tienda y lo vio salir del coche y cruzar la calle. El chófer no fue con él, se dirigió al piso solo.
Aunque no estuvo allí para verlo, sabía lo que encontraría: cinco preciadas obras de arte.
Cuatro cuadros: una de las bailarinas de Degas, el hijo pródigo de Rafael, los dos niños de Renoir y El filósofo de Vermeer. Y algo más que no se esperaba: una estatua que había sido sustraída recientemente de la galería de al lado.
Kat se preguntó qué pensaría Taccone al encontrar en el polvoriento piso abandonado los cuadros que tanto amaba junto con una estatua que no había visto nunca.
Se preguntó si se volvería para mirar la puerta, quizá oyera a los agentes de la Interpol que corrían por la calle húmeda para colocarse al otro lado de las ventanas.
¿Sabía Arturo Taccone lo que estaba a punto de pasar? La chica nunca lo averiguaría; le bastaba con quedarse en la calle y ver cómo los agentes uniformados entraban en tromba al lugar donde ella había puesto los cuadros de Taccone y su padre había escondido la escultura robada.
Tenía más que de sobra con ver cómo el chófer de Taccone salía a toda pastilla de allí. No pasaba nada, seguro que la Interpol estaba más que dispuesta a llevar a su jefe.
—¿Están ahí dentro?
A Kat no debería haberla sorprendido oír la voz, pero, aun así, no pudo evitar sobresaltarse.
—¿Tú qué crees? —repuso.
—No estoy en la cárcel, por cierto —dijo Nick, sonriendo—. Por si te lo preguntabas.
—No me lo preguntaba.
Como, por un segundo, el chico pareció dolido, Kat añadió:
—Nadie detiene al hijo de una poli por estar en una sala en la que no se ha robado nada.
Sin embargo, sí que se robó algo en el Henley. Se quedaron allí un buen rato, callados, hasta que por fin Nick comentó:
—Nos usó… Bueno, supongo que os usó. Ese tal Romani os utilizó como distracción, ¿verdad? —Kat no respondió, no hacía falta. Nick se acercó más—. Un golpe dentro de otro —dijo, mirándola—. ¿Estás enfadada?
Kat pensó en el Ángel del Henley que, en aquellos momentos, seguramente volaba de vuelta a su verdadero hogar. No pudo evitar sacudir la cabeza y responder:
—No.
Sin embargo, su sorpresa fue mayúscula cuando Nick sonrió a su vez y repuso:
—Yo tampoco.
—¿Estás ligando conmigo? —le soltó Kat.
Le pareció una pregunta científica válida hasta que Nick se acercó un par de centímetros y respondió:
—Sí.
La chica se apartó de él y del tonteo.
—¿Por qué lo hiciste, Nick? ¿Y por qué no me dices la verdad esta vez?
—Al principio creía que me ayudarías a cazar a tu padre.
—Y después…
Nick se encogió de hombros y le dio una patada a un guijarro de la acera. La piedrecita cayó en un charco, aunque Kat no la oyó salpicar.
—Quería impresionar a mi madre. Y después…
—¿Sí?
—Y después creí que podría cazarte a ti, impedir un robo en el Henley y ser un héroe. Pero…
Kat se quedó mirando la lluviosa calle y se estremeció.
—No me llevo nada que no me pertenezca —afirmó.
Nick hizo un gesto hacia la pareja de agentes que sacaba del piso a Arturo Taccone, esposado.
—Te llevaste cosas de él.
—Tampoco eran suyas —respondió ella, pensando en el señor Stein.
Un minuto después, otro coche se abrió paso entre la multitud que empezaba a reunirse en la calle. Una guapa mujer de pelo negro salió del asiento de atrás. Si vio a su hijo debajo del toldo, no lo saludó ni sonrió, ni le preguntó por qué había desobedecido su orden de no salir del hotel sin permiso.
—Eres buena de verdad, Kat —le dijo Nick.
—¿Te refieres a buena en mi trabajo o simplemente… buena?
—Ya sabes a qué me refiero —repuso él, sonriendo.
Kat lo vio alejarse hasta que el coche que llevaba a Arturo Taccone salió a la calle y lo tapó. Por lo que ella sabía, el chico no miró atrás, cosa que no le pareció justa porque, a partir de ese momento, ella se pasaría toda la vida mirando atrás por si la seguía alguien.
Más que verla, Kat percibió que una limusina negra se paraba lentamente en la acera, a su lado. Oyó un ligero sonido deslizante cuando el cristal oscuro de la ventana trasera bajó y un joven se asomó por ella.
—Bueno, entonces, ¿ése es el tipo que robó esa galería tan mona? —preguntó Hale con los ojos muy abiertos, señalando al coche de policía que se largaba con Taccone.
—Eso parece —respondió Kat—. He oído que metió la estatua por un agujero de la pared que daba a ese piso vacío.
—Un genio —dijo Hale con más entusiasmo de la cuenta.
Kat se rió y Hale le abrió la puerta para que entrara.
—Sí —comentó ella—. En teoría. El problema es que robar una galería hace que la policía pase demasiado tiempo dentro de la galería…
—Entonces, ¿cómo iba a sacar su estatua?
Kat sabía que era su turno, su línea del guión, pero estaba demasiado cansada para seguir jugando. Además, quizá Hale también lo estaba; quizá.
El chico miró afuera, hacia el lugar por el que se había ido Nick.
—¿No te vas con tu novio?
—Puede —respondió Kat, apoyando la cabeza en el suave cuero; cerró los ojos y pensó que, al final, lo del tonteo tampoco era tan difícil—. Puede que no…, ¿Wyndham?
Oyó a Hale reírse un poco y decir:
—Marcus, llévanos a casa.
Mientras avanzaban entre los coches, Kat dejó que el calor de la limusina la bañara. No protestó cuando Hale le pasó un brazo por encima y la atrajo hacia su pecho para que apoyara la cabeza. Por algún motivo, era más blando de lo que recordaba.
—Bienvenida a casa, Kat —le dijo él mientras se quedaba dormida—. Bienvenida.