Capítulo 3

De todas las casas de la familia Hale, la favorita de W. W. Hale V no era el ático de Park Avenue (demasiado pretencioso), ni el piso de Hong Kong (demasiado ruidoso), ni siquiera la mansión de Martha’s Vineyard (demasiada arena por todas partes). No, el más joven de los Hale sólo sentía cariño por la vieja propiedad de dos kilómetros cuadrados y medio situada en el Nueva York rural. Al menos, era el único lugar en el que Kat le había oído decir:

—Ya estamos en casa.

El vestíbulo tenía dos plantas de altura y medía nueve metros de largo, como mínimo. Hale se adelantó y pasó a toda prisa por delante del Monet de la entrada para que ella no lo viera… o no lo robara. Hizo un gesto hacia las escaleras.

—Marcus te ha instalado en la habitación azul. Puedes subir, si quieres. O podemos salir al porche y pedir que te traiga algo de comer. ¿Tienes hambre? Ni siquiera te lo he preguntado. ¿Quieres…?

—Quiero que me cuentes qué está pasando.

Después de varias horas viendo pasar la campiña de Nueva Inglaterra y escuchando los ronquidos de Hale, Kat estaba harta de elaborar planes y estrategias para recuperar su vida en el internado. Se le habían acabado las opciones, así que recurrió al método más antiguo y más fiable de los ladrones para obtener lo que desean: pedirlo con amabilidad.

—Por favor, Hale.

Sin embargo, él no respondió, estaba demasiado ocupado caminando por el pasillo principal para llevar a Kat a una habitación oscura en la que no había estado antes. La luz de la luna entraba por las ventanas que ocupaban una pared entera. Había estanterías con libros y sofás de cuero, licoreras de brandy, y el olor rancio a puros viejos y dinero aún más viejo. A Kat no le cabía duda de que se trataba de un cuarto importante para hombres importantes, aunque entró sin pensárselo dos veces… hasta que vio el cuadro.

Acercarse era como acercarse a una ventana a otro país, a otro siglo. Examinó los vivos colores y las fuertes pinceladas.

—Es precioso —susurró mientras contemplaba la obra de un antiguo maestro a la luz de la luna.

—Es Vermeer.

Kat se volvió hacia el chico, que permanecía en el umbral.

—Es robado.

—¿Qué quieres que te diga? —repuso Hale, colocándose detrás de ella para examinar el cuadro por encima de su hombro—. Conocí a un hombre muy agradable que se apostó conmigo a que tenía el mejor sistema de seguridad de Estambul. —La chica notó su cálido aliento en la nuca—. Se equivocó.

Kat se quedó muy quieta mientras su amigo se acercaba al escritorio de la otra esquina de la enorme habitación, levantaba el teléfono y decía:

—Marcus, estamos en casa. Podrías traernos un poco de… Sí. La biblioteca —explicó, y tapó el auricular con la mano—. ¿Te gusta la cecina? —Kat le lanzó una mirada asesina, pero él se limitó a sonreír—. ¡Le encanta! —exclamó.

Después colgó y se dejó caer en uno de los sofás de cuero como si aquel sitio fuera suyo. Claro que, en realidad, era suyo.

—Bueno —dijo el chico esbozando lentamente una sonrisa—, ¿me has echado de menos?

Un buen ladrón es siempre un buen mentiroso, es parte de las habilidades, de las herramientas, del arte. En aquel momento, Kat pensó que había hecho bien alejándose del negocio porque, cuando dijo que no, la sonrisa de Hale se hizo más amplia.

—Me alegro mucho de verte, Kat.

—Tendrías que haber recordado quién soy antes de intentar estafarme.

—No, tendrías que haberlo recordado tú. Quieres volver al Colgan, ¿no? ¿Después de que te haya salvado de ese lugar?

—El Colgan no estaba tan mal, allí podría haber sido normal.

—Créeme: nunca habrías sido normal en el Colgan —repuso él, entre risas.

—Podría haber sido feliz.

—Te han echado, Kat.

—¡Porque me tendiste una trampa!

—Vale, es justo —respondió Hale, encogiéndose de hombros y estirando los brazos sobre el respaldo del sofá—. Te saqué porque tengo un mensaje para ti.

—¿No tiene tu familia una empresa de telefonía móvil?

—Una pequeñita —le aseguró él, separando los dedos unos dos centímetros para ilustrar su respuesta—. Además, se trata de un mensaje de los que hay que dar cara a cara.

—Creía que mi padre no hablaba con… —pero dejó la frase en el aire porque Hale sacudió la cabeza.

De repente, Kat lo entendió todo un poco mejor. Se dejó caer en el sofá que había frente al de Hale y preguntó:

—Entonces, ¿cómo está el tío Eddie?

—Está bien —respondió el chico—. Te envía un abrazo. Dice que el colegio Colgan te robará el alma. —Ella empezó a protestar, pero Hale la detuvo—. Pero ése no es el mensaje.

—Hale —suspiró Kat, cada vez más harta.

—Kat —la imitó él—. ¿Quieres oír el mensaje del tío Eddie o no?

—Sí.

—Dice que tiene que devolverlos.

—¿Qué? —La chica no sabía si lo había oído bien—. ¿El tío Eddie tiene que devolver el qué…?

—No, ése es el mensaje, y cito: «Tiene que devolverlos».

—No lo entiendo —contestó ella, sacudiendo la cabeza.

—Hubo un trabajo hace una semana, en Italia.

—No he oído de ninguno —insistió ella antes de recordar que había estado apartada del mundo, del mundillo, del circuito. Sabía lo que la cafetería del Colgan servía cada día del mes, pero de lo demás…

—Colección privada —siguió explicando Hale—. Cuadros muy valiosos. Mucha seguridad. Muchísimo riesgo. Hay dos, quizá tres equipos en el mundo que podrían haberlo hecho y…

—¿Mi padre es el primero de la lista?

—No hay ninguna lista. Sólo está…

—Mi padre —dijo Kat; después meditó durante un momento y suspiró—. ¿Y? —preguntó; de repente, todo parecía absurdo—. ¿Qué pasa? Es lo que hace, Hale, es lo que hacemos todos. ¿Por qué es distinto esta vez?

Se levantó y se dirigió a la puerta, pero Hale se levantó de un salto y le agarró la muñeca.

—Es diferente porque es diferente, Kat. Este tipo, el tío de los cuadros, es un mal tipo.

—Soy la hija de Bobby Bishop, Hale. Conozco a muchos tipos malos.

Intentó zafarse de él, pero el pecho de Hale se apretaba contra el suyo; tenía las manos calientes.

—Escúchame, Kat —le susurró con insistencia—, no es un mal tipo como tu padre o el tío Eddie —aseguró antes de respirar hondo—. O como yo. Se llama Arturo Taccone y es un mal tipo completamente distinto.

Se conocían desde hacía dos años, así que Kat había visto muchas expresiones en el rostro de Hale: juguetona, intrigada, aburrida… Sin embargo, nunca antes lo había visto asustado, y eso, más que nada, la hizo estremecer.

—Quiere que le devuelvan sus cuadros —siguió explicando Hale con voz más suave; había cambiado el tono duro por otra cosa—. Si no los recupera en el plazo de dos semanas…

Estaba claro que Hale no quería terminar la frase, lo que a ella le parecía bien, ya que no quería oírla.

Kat se dejó caer en el sofá intentando recordar la última vez que se había quedado sin palabras. Aunque, claro, tampoco recordaba la última vez que le habían tendido una trampa para acusarla de un delito que no había cometido, la habían expulsado de un internado al que había tardado tres meses enteros en entrar y después, técnicamente, la había secuestrado un chico que podía comprarse un Monet pero no se resistía a robar un Vermeer. Teniendo en cuenta las circunstancias, quedarse sin palabras estaba bien.

—Antes mi padre era más cuidadoso —dijo en voz baja.

—Antes te tenía a ti.

Kat se comió su sándwich de cecina y bebió limonada. Era vagamente consciente de que Hale la miraba, aunque sólo porque era Hale y la parte femenina de Kat no lograba olvidar que él estaba en el cuarto. Por lo demás, la chica no hizo ruido alguno; su familia habría estado orgullosa.

Una hora después, Marcus condujo a Kat por la amplia escalera y ella lo miró intentando averiguar si el hombre de pelo plateado rondaba los cincuenta o los ochenta años. Lo escuchó para determinar si su acento era escocés o galés. Sin embargo, sobre todo, Kat se preguntaba por qué Marcus era el único empleado doméstico que había visto orbitar alrededor del planeta Hale.

—Me he tomado la libertad de ponerla en la habitación de la señora Hale, señorita.

Marcus abrió unas puertas dobles enormes y Kat empezó a protestar; al fin y al cabo, la mansión tenía catorce dormitorios. Pero, cuando Marcus encendió la luz, ella respiró el aire rancio de un dormitorio que estaba limpio, aunque abandonado. Tenía una cama de matrimonio, una chaise-longue y al menos veinte cojines con fundas de seda en distintos tonos azules. Era precioso, aunque triste. Necesitaba que alguien lo habitara.

—Si necesita algo, señorita, estoy en el número siete del teléfono de la casa —le dijo Marcus desde la puerta.

—No —masculló Kat—. Quiero decir, sí. Quiero decir…, que no necesito nada. Gracias.

—Muy bien, señorita —respondió él mientras empezaba a cerrar las puertas.

—¿Marcus? Los padres de Hale…, es decir, el señor y la señora Hale…, ¿cuánto tiempo pasarán fuera? —preguntó Kat; no sabía qué era más triste: no tener padres o tener padres que, simplemente, desaparecían de tu vida.

—La señora de la casa no va a necesitar el dormitorio, señorita.

—¿Me piensas llamar Kat alguna vez, Marcus?

—Hoy no, señorita. Hoy no —repitió él en voz baja.

Cerró las puertas y ella oyó cómo sus pasos se alejaban por el largo pasillo. Se tumbó en la cama vacía de la madre de Hale; la funda del edredón estaba fría. Se sentía muy sola en aquel dormitorio tan grande, pensando en su padre y en el tío Eddie, en un Porsche Speedster y en Monet.

Pasaron las horas y sus ideas se mezclaron hasta parecer un cuadro impresionista: estaba demasiado cerca de la imagen para verla con claridad. Pensó en la delincuencia, como había hecho tantas otras veces en sus quince años de vida, desde el día en que su padre le había dicho que le compraría un helado si gritaba sin parar hasta que uno de los guardias de la Torre de Londres dejara su puesto para ver qué sucedía.

Volvió a oír las palabras de Hale: «Antes te tenía a ti».

Bajó de la cama de un salto y rebuscó en sus maletas hasta encontrar el pasaporte. Lo abrió y vio el nombre de Melanie O’Hara al lado de una foto suya con peluca roja. Rebuscó otra vez y sacó otra tapadera: Erica Sampson, una rubia esbelta. Otros tres intentos dieron con otros tres recuerdos, hasta que Kat se encontró… a sí misma.

Guardó a las otras chicas por el momento, levantó el auricular del teléfono y marcó.

—¿Marcus?

—Sí, señorita —contestó él, demasiado despierto para ser las cuatro de la mañana.

—Creo que voy a tener que irme.

—Por supuesto, señorita. Si mira al lado del teléfono verá que me he tomado la libertad de…

Entonces lo vio: un sobre con un billete de avión en primera clase a París para las ocho de la mañana.