Capítulo 16

Mientras Kat veía pasar la ciudad desde la parte de atrás de un largo coche negro, era plenamente consciente de que tenía tres (puede que cuatro) opciones.

La primera: podía llamar a Arturo Taccone y decirle que se reuniera con ella en el Henley. Lo de sacar sus cuadros de allí era problema de él. Obviamente, era la opción que tenía más sentido, menos riesgos y, dado lo que les había contado el señor Stein, seguramente acabaría con Kat en el fondo del foso de Arturo Taccone. Por tanto, no dedicó mucho tiempo a considerarla.

De haberse tratado de otra clase de cuadros (o si Arturo Taccone hubiera sido otra clase de persona), la opción número dos habría sido la clara ganadora. Sólo hacía falta una llamada de cinco minutos al director del Henley para sugerirle que quizá Visily Romani hubiera dejado en el museo algo más que su tarjeta. Sin embargo, Kat no podía estar segura de que Taccone fuera el propietario legal de los cuadros y, por tanto, los recuperase, ni tampoco de que su posesión fuera lo bastante ilegal como para que lo detuvieran. Lo único que Kat sabía a ciencia cierta era que si hacía que Taccone perdiera algo que amaba, él le devolvería el favor.

La tercera opción seguía formándose vagamente en su cabeza, pero seguramente supondría un sermón de su padre y poner en zafarrancho de combate a todos los expertos en cerraduras, incendiarios, chanchulleros e informadores del negocio. Dados los recientes acontecimientos, probablemente también supondría que todos miraran mucho a Kat y la trataran como correspondía a la hija y la sobrina de alguien. Sin duda se arriesgaría al peligro, muy real, de que los cuadros de Taccone no fueran los únicos en salir del Henley. Es decir, si el tío Eddie lo ordenaba.

Sin embargo, el tío Eddie había dicho que se había acabado. El tío Eddie había dicho que era sagrado, y si él no creía que Kat pudiera (o debiera) deshacer lo hecho por Visily Romani, ningún ladrón en el mundo lo intentaría. Aun así, Kat volvía una y otra vez a la tercera opción, quizá porque era la mejor o quizá, se temía, porque era la opción que llevaba en la sangre.

—No tenemos mucho tiempo —decía Hale—. Para un objetivo del tamaño del Henley tenemos que…

—Es una locura —soltó Kat, más para sí que para Hale—. Robar a este Visily Romani, sea quien sea, es una cosa, pero robar… —Dejó la frase a la mitad, miró la nuca de Marcus y bajó la voz—. ¿Robar el Henley?

Cuando el coche se detuvo, Kat y Hale salieron. Kat caminaba a toda prisa aplastando la gravilla a su paso mientras se acariciaba el pelo, el mismo gesto que le había visto hacer mil veces a su padre… justo antes de decidir alguna estupidez.

—Quiero decir que, aunque lo hagamos —dijo, mirando a Hale, que intentaba seguirla—, bueno, es el Henley.

—Sí —respondió Hale, muy tranquilo.

—Nadie ha robado jamás un cuadro del Henley.

—Sí —repitió Hale, más emocionado.

—Y nosotros robaríamos cinco —concluyó ella, deteniéndose.

—Bueno, técnicamente los estaríamos rerrobando —repuso él, irónico—. Es como que negativo por negativo da positivo.

Ella le dio de nuevo la espalda y siguió caminando por el césped sin dirección concreta.

—Suponiendo que pudiéramos hacerlo, haría falta un equipo grande.

—Sí, y como no le gustas a nadie… —añadió Hale, sin sonreír.

El viento soplaba frío bajo el cielo gris. Las hojas volaban por el suelo a sus pies.

—Necesitaríamos herramientas de las buenas. De las buenas y carísimas.

—Qué pena que sólo tenga mi cara bonita y mi estupenda voz —repuso Hale.

—Siete días, Hale —dijo Kat, poniendo los ojos en blanco.

Aquella vez no obtuvo ni respuesta ni solución. Si algo había aprendido Kat al perder a su madre era que ni siquiera el mejor de los ladrones puede robar el tiempo.

Miró las colinas y las vallas de piedra que cruzaban el horizonte. Londres parecía estar a un millón de kilómetros de allí.

—¿Dónde estamos?

—Casa de campo —respondió Hale, señalando detrás de ella, aunque, claro, al decir casa quería decir mansión.

Kat se volvió y vio un jardín perfecto que se extendía por un lateral de una propiedad enorme. Salía humo de al menos tres chimeneas, así que supuso que, en algún lugar del antiguo edificio, Marcus pronto estaría preparando sopa y té.

Echaba de menos al tío Eddie.

Se dirigieron a la gran casa de piedra notando sobre los hombros el peso de lo que debían hacer.

—El señor Stein… —empezó a decir Kat, pero Hale la cortó.

—No pienses en eso.

—Los cuadros no son de Taccone, Hale.

Él la detuvo. Los brazos de Kat parecían más pequeños que nunca cuando la sujetó para mirarla a los ojos.

—En primer lugar, salvaremos a tu padre, Kat —dijo con una energía que hizo que a Kat se le olvidara luchar, mientras su amigo reducía las opciones a una—. En primer lugar, robaremos el Henley.

La rodeó con un brazo y la llevó hacia la casa en la que había nacido W. W. Hale V.

—Vamos a necesitar gente —dijo Kat mientras Marcus abría las grandes puertas dobles—. Gente en la que podamos confiar.

Hale asintió y recorrió el recargado vestíbulo hasta detenerse delante de unas puertas correderas. Las empujó a un lado y entró en una biblioteca de dos plantas con una chimenea encendida y los familiares rostros de los hermanos Bagshaw, Simon y Gabrielle.

—¿Te refieres a gente como ellos?