Capítulo 34

Desde el asiento de atrás del Bentley de Arturo Taccone, todo el mundo parecía estar desmoronándose. En una pantallita de televisión veía la cobertura en directo de un corresponsal que estaba a unos seis metros de él. Taccone observaba a ratos la escena en pantalla y a ratos la escena real, y no sabía bien cuál era la verdadera.

—La situación ha tomado un rumbo dramático en el Henley —decía el corresponsal.

—¿Qué quiere que haga, jefe? —le preguntó el chófer, volviéndose.

Taccone echó un último vistazo al televisor y se puso las gafas de sol.

—Conduce —respondió con desgana, como si por fin se acabara otra ronda de su juego favorito, aunque cualquiera que pasara no sabría si había ganado o perdido.

Sencillamente, Arturo Taccone se alegraba de poder seguir jugando. Se inclinó hacia delante y dijo:

—Tú conduce.

Los primeros hombres que entraron en la galería eran profesionales con experiencia. Se habían entrenado con el FBI estadounidense y el Scotland Yard del Reino Unido, y la mayoría eran antiguos militares. Su equipo era de último modelo, y el personal del Henley se tomaba como algo personal que robaran un museo. Puede que algunos dijeran que sus extremas medidas de seguridad eran exageradas, un derroche, pero, en aquel día, en aquel momento, parecían una idea estupenda.

Diez hombres estaban en la entrada de la galería con las pistolas eléctricas desenfundadas y máscaras en la cara, esperando a que las puertas de las salas del Henley se abrieran.

En conjunto, eran una de las mejores fuerzas de seguridad privadas del mundo.

Sin embargo, nada podría haberlos preparado para lo que vieron.

—Esperen —dijo el corresponsal y, de inmediato, Taccone volvió a la pantalla—. Todavía no tenemos confirmación, pero, al parecer, el Henley ya está en orden.

—Para —ordenó Taccone, y el chófer volvió a acercarse a la acera.

—¡Críos! —oyó Kat chillar a uno de los vigilantes a través de la niebla que le embotaba la cabeza—. ¡Es un puñado de críos!

Rodó para ponerse de lado y miró a través de la niebla a un hombre que se arrodillaba junto a ella.

—No pasa nada —le dijo con cariño el vigilante.

—Gas —masculló ella, tosiendo—. Fuego. El museo estaba…

La tos la cortó y alguien le pasó una máscara para que pudiera respirar aire limpio.

Se oyeron más toses en la sala. Por el rabillo del ojo vio a Simon llevándose una máscara a la cara. Estaba tumbado en el suelo al lado de un atril de pintor vacío, agarrado a un lienzo en blanco. Los guardas estaban ocupados ayudando a Angus y a Hamish a levantarse con cuidado, así que no vieron que el más bajito de los hermanos sonreía bajo la máscara. Pero Kat sí lo vio.

Aquel día, tumbada en el suelo, Kat lo vio todo.

—¿Qué pasa? —preguntó una voz conocida.

La última vez que había visto a aquel hombre se estaba metiendo entre la multitud y el humo, aunque esta vez iba sin Hale.

—¿Quiénes son estos niños? —preguntó Gregory Wainwright a los guardas.

El guarda señaló el escudo de la chaqueta burdeos de Simon.

—Parece que son del Knightsbury.

—¿Por qué no se les evacuó? —preguntó el director a los guardas, pero no esperó a la respuesta, sino que se volvió y espetó a los adolescentes—: ¿Por qué no os evacuaron?

—Estábamos…

Todos se volvieron hacia la chica de largas piernas y corta falda que se ponía en pie, tambaleante. Dos de los vigilantes se apresuraron a agarrarla del brazo para ayudarla.

—Estábamos… —La tos pudo con ella durante un momento, pero, si Gabrielle estaba exagerando demasiado su papel, Kat fue la única que lo pensó—. En clase.

Señaló la bolsa que tenía a los pies y que había caído en pleno caos; se veían pinceles y pinturas tirados por el suelo de mármol. Había unos atriles de madera colocados en fila, de cara a las obras de arte. Nadie se dio cuenta de que había cinco niños, cinco atriles y cuatro lienzos en blanco, pero tampoco estaban de humor para ponerse a contar.

—Se suponía que… —dijo Gabrielle, volviendo a toser; uno de los vigilantes le puso una mano en la espalda, como para protegerla—. Nos dijeron que esperásemos aquí. Dijeron que la sala estaba cerrada, así que podíamos intentar copiar estos cuadros —añadió, señalando los lienzos en blanco en sus atriles, delante de las obras de los grandes maestros—. Cuando sonaron las alarmas intentamos irnos, pero las puertas estaban…

Tosió de nuevo y miró a los hombres que la rodeaban. Quizá batiera las pestañas; quizá se ruborizara. Quizá sucedieran un millón de cosas, pero, al final, logró que nadie dudara de ella cuando dijo:

—Estaban bloqueadas.

Bueno, casi nadie.

—¿Qué clase? ¿Por qué no se me informó de esa clase? —gruñó el director a los vigilantes.

El gas se había ido casi del todo. Kat respiraba con más normalidad. Se alisó la falda del uniforme y le dio la impresión de que había recuperado el equilibrio casi por completo. Dos y dos volvían a ser cuatro, así que se volvió y señaló el cartel de la puerta abierta, que decía: «Galería cerrada para clase privada (programa creado gracias a la Fundación W. W. Hale para la Excelencia Artística)».

—Pero… —empezó el director, volviéndose; se pasó una mano por la sudorosa cara—. ¿Y el oxígeno? ¡Los protocolos de seguridad contra incendios tendrían que haberlos matado! —exclamó, y se dirigió a Gabrielle—. ¿Por qué no estáis muertos?

—Señor —lo cortó uno de los guardas—, el fuego se aisló en el pasillo de al lado. Las medidas de privación de oxígeno no se habrían activado, a no ser que…

—¡Sigan registrando las galerías! —chilló el director—. Registradlas todas.

—Ya hemos asegurado todas las galerías, señor —le aseguró uno de los guardas.

—¡Creíamos que ésta estaba asegurada! —gritó Wainwright, mascullando para sí algo sobre descuidos y responsabilidades—. ¡Regístrenlas!

—Señor —dijo en voz baja uno de los vigilantes, acercándose; Kat saboreó la ironía cuando susurró—: No son más que críos.

—Señor —intervino Simon, y la voz le temblaba tanto que Kat se creyó que estaba a punto de llorar de verdad—, ¿podría llamar a mi madre? No me siento muy bien.

Y, entonces, uno de los técnicos más geniales del mundo se desmayó.

El sonido que oyó después no se parecía a nada que Katarina Bishop hubiera experimentado antes. No era el aullido de una alarma, era el rugido de las sirenas en el silencio. Uno de los museos más concurridos del mundo parecía un pueblo fantasma lleno de ecos, encantado. Mientras los guardas llevaban a Simon a la grandiosa entrada y el aire limpio, Kat esperaba ver la sombra de Visily Romani flotando sobre ellos, diciéndoles que lo habían hecho bien, pero que no habían terminado, todavía no.

A través de la puerta abierta de la galería del Impresionismo, Kat vio a Gabrielle metiendo con cuidado los lienzos en blanco en sus grandes maletines. Hamish y Angus metían a toda prisa los pinceles en las mochilas. Kat se acercó a consolar a Simon, pero se detuvo y escuchó: un golpe, un eco, una pisada.

Se volvió justo cuando el hombre aparecía al final de la entrada, moviendo los brazos y corriendo por el suelo de baldosas. El mundo pareció dejar de girar cuando les dijo:

—No está.

No lo dijo gritando, ni tampoco susurrando. No se percibía en las palabras ni pánico ni miedo, sino más bien incredulidad. Sí, eso era, incredulidad, aunque Kat no tenía muy claro si era del hombre o suya.

—El Ángel de Leonardo —repitió el hombre mientras el grupo se acercaba al centro de la gran entrada.

Las enormes puertas dobles que daban a la sala del Renacimiento estaban abiertas de par en par. Todavía se veía la barrera antibalas de plexiglás en su sitio, protegiendo al Ángel, al igual que los rayos láser rojos que brillaban por todas partes. Sin embargo, no cabía duda de que el marco que estaba en el centro, el corazón del Henley, no tenía nada dentro.

—¿No está? —repitió Gregory Wainwright, que avanzaba dando traspiés hacia la barrera en busca de un cuadro que ya no estaba—. No puede ser… —empezó a decir el director, hasta que por fin se dio cuenta de que el marco no estaba del todo vacío.

El Ángel había desaparecido, pero había otra cosa en su lugar: una sencilla tarjeta de visita blanca con las palabras: «Visily Romani».

Por supuesto, si hubieran registrado a Kat habrían encontrado una tarjeta igual. De haber quitado la capa superior de lienzo que cubría los cuatro marcos que llevaba, habrían visto que el Ángel de regreso al Cielo no era el único cuadro que abandonaba el Henley aquel día, aunque, por algún motivo, Kat suponía que sólo cuatro saldrían por la puerta principal.

El cuadro de Leonardo da Vinci había desaparecido. Los cinco niños atrapados en el caos ya no eran la principal preocupación, así que Simon, Angus, Hamish, Kat y su prima salieron al exterior, bajo la suave llovizna, con cuatro obras maestras guardadas en sus carpetas y cubiertas de lienzos en blanco: borrón y cuenta nueva.

Kat respiró el aire fresco. Un nuevo comienzo.

En los días posteriores, ningún periodista logró entrevistar a ninguno de los jóvenes artistas que habían corrido peligro aquel día. Los miembros del consejo de administración del Henley esperaban una llamada o una visita de sus abogados, así como información sobre la compensación económica que tendrían que pagar, pero nunca llamó ni los visitó nadie.

Era como si los escolares que habían estado encerrados en la exposición impresionista hubieran recogido sus bolsas y lienzos para después desintegrarse en el aire otoñal.

Uno de los guías dijo haber visto a los chicos subir a un autobús escolar que conducía un hombre mayor.

Muchos intentaron en vano obtener una declaración de los responsables del Knightsbury, pero nadie lograba encontrar el colegio; no constaba ninguna institución con aquel nombre en Londres, ni en el resto de Inglaterra. Algunos de los niños tenían acento estadounidense, según comentaban los vigilantes, pero, después de tres semanas de intentos fallidos, todos olvidaron a los niños con ojos llorosos y gargantas irritadas, y se concentraron en otras historias más importantes.

Nadie vio al hombre del Bentley que observó cómo salían del museo en fila india. Nadie más que él se percató de que las carpetas que llevaban eran un poquito más gruesas de la cuenta.

Nadie más que su chófer lo oyó susurrar:

—Katarina.