Capítulo 11

La tienda de buceo de Mariano e hijos de Nápoles era un negocio familiar que estaba muy orgulloso de serlo. Mariano II era hijo de un pescador, pero sufría una desafortunada tendencia al mareo, por lo que se vio obligado a buscar un oficio respetable que pudiera conducirlo a tierra firme. Así que empezó a construir barcas.

Mariano III construyó barcas más grandes.

Cuando una chica de un tipo de familia muy distinto llegó a su escaparate en la costa mediterránea, Mariano IV había construido y patentado al menos media docena de los navíos más avanzados (y, por tanto, más caros) del mundo.

O eso le había dicho a Kat su padre justo antes de hacer un viaje a Venecia.

En cuanto la recepcionista de Il Negozio di Mariano & Figli vio al joven que entraba tranquilamente por las puertas dobles de cristal, supo que tenía dinero, que podría comprar prácticamente cualquier cosa de la tienda con tan sólo extender un cheque. Quizá incluso en metálico y, sin duda, también podría cargarlo en la tarjeta de crédito que llevara, que seguramente tendría un límite increíblemente alto.

Sin embargo, no fue eso lo que la hizo sonreír cuando el joven se quitó las gafas de sol, se apoyó en el mostrador y dijo:

Ciao. —La mujer sintió que se le derretían todos los músculos del cuerpo—. ¿Podría ayudarme?

Dirigir un equipo significaba delegar, saber cuándo apartarse y dejar que los demás tomaran las riendas; comprender cuáles son tus mejores recursos y cómo usarlos bien. Mientras Kat esperaba al otro lado de la calle, observando a la joven recepcionista flirtear con Hale, empezó a temer que Hale saliera de allí con novia y sin nombre.

La falta de un nombre la preocupaba. Por el contrario, se juró que la presencia de una novia no.

Se quedó fuera diez minutos y contempló la escena a través de los grandes escaparates: toqueteos en los hombros, batir de pestañas… Aquel espectáculo bastó para hacerla dar vueltas por la acera (aunque todo buen ladrón sabe que se pasa más desapercibido si permanece completamente inmóvil).

—¿Estás viendo eso? —preguntó Gabrielle por cuarta vez.

Pero la atención de su prima estaba más pendiente del joven sentado en la terraza de un café y que, a su vez, estaba pendiente de Gabrielle; o, más concretamente, de la escasa longitud de su falda.

—Lo va a fastidiar —exclamó Kat, alzando las manos al cielo—. Es nuestra única pista y lo va a fastidiar.

Sin embargo, su prima no se dio cuenta. De haberlo hecho, quizá hubiera dicho o hecho algo; el caso es que ni siquiera se volvió cuando Kat cruzó la calle y se dirigió a las relucientes puertas de la tienda.

—Por fin te encuentro —dijo Kat entre jadeos (medio fingidos, medio reales), cuando se acercó al mostrador.

—Hola —respondió Hale, apartándose de la vendedora como si le hubiese dado un chispazo, literalmente—. Estaba…

—Papá dice que tienes treinta minutos para volver al barco, porque si no nos iremos a Mallorca sin ti y le dirá a tu madre que te caíste por la borda —lo interrumpió Kat; después, volviéndose hacia la dependienta, añadió—: Por supuesto, yo voté por tirarlo por la borda. Soy su hermana —suspiró.

—Hermanastra —añadió Hale, siguiéndole el rollo.

La joven sonrió al saber que Kat no era su novia, que no era una competidora, sino una chica bajita tan pálida y delgada que no debía de llevar mucho tiempo en la costa italiana.

—¿Has terminado ya? —preguntó Kat con un mosqueo genuino.

—Sí —respondió Hale, sonando como el millonario aburrido que era—. Tienen cosas chulas.

Kat dudaba que a los genios que habían creado los mejores navíos del mundo les gustara oír que los llamaban «cosas chulas», pero, si la vendedora compartía dichos sentimientos, no lo demostró.

—Entonces, ¿vas a comprarte uno o no? —preguntó Kat.

—Eeeh… sí —respondió Hale, paseando por la exposición—. Éste no me disgusta.

Si Kat no hubiera estado tan bien informada, habría creído que el submarino que había elegido Hale era una maqueta, una reproducción, una copia reducida para poder meterla en la tienda. Sin embargo, obviamente, no lo era. Y por eso, obviamente, estaban allí.

El Sirena Royal era el submarino no militar más pequeño del mundo. No ocupaba mucho más espacio que la sirena que le daba nombre, medía metro ochenta de largo por metro veinte de alto, más o menos el tamaño de un carrito de bebé. Era el mismo tipo de vehículo que podría sumergirse en el pequeño río que conectaba con el foso de Taccone; el mismo tipo de vehículo que, en aquel momento, era su única pista.

—Sí —dijo Hale, dando un paso atrás para admirarlo—. Me llevo éste.

Eccellente, signore! —exclamó la dependienta, pero Hale se limitó a mirar a Kat.

—Tienes la tarjeta de crédito, ¿verdad, hermanita?

Kat siguió encantada a la joven al alto mostrador, donde la dependienta empezó a sacar formularios y a mover papeles hasta que la pálida mano de Kat aterrizó sobre la de la chica y la detuvo.

—Para serte sincera, Lucia —dijo, leyendo el nombre en la chapita de la mujer—, mi querido hermanastro es un crío que se aburre. —Lo miró por el rabillo del ojo—. Le gustan los juguetes.

Kat nunca sabría con seguridad si Hale la había oído, pero, muy oportunamente, el chico escogió aquel instante para agarrar la maqueta de un yate de carreras de primera calidad y empezar a hacer sonidos burbujeantes como si lo condujera por el fondo de un lago imaginario.

—Hace tres años convenció a su madre para que comprara una villa en el lago de Como porque necesitaba un lugar para jugar —siguió diciendo; después hizo una pausa y recordó que la familia de Hale no tenía casa en el norte de Italia—. Al año siguiente compró un yate de veinticuatro metros porque necesitaba algo con lo que jugar.

Detrás de ella, Hale usaba su maqueta para bombardear una taza llena de lápices.

Kat se acercó más a la vendedora y bajó la voz:

—Pero a los niños no les gusta compartir sus juguetes, ¿verdad, Lucia?

—No —respondió la chica.

—Así que, cuando los hermanos Bernard compraron un yate de veintisiete metros el verano pasado, mi querido hermanastro no se puso muy contento y… —dijo, mirando a Hale y bajando la voz hasta convertirla en un susurro de conspiradora—, por desgracia, cuando no está contento, su madre no está contenta, y cuando su madre no está contenta…

—Sí, ya veo.

—Te lo cuento porque necesita ser el único que tenga el Sirena Royal, no uno de los que tienen el Sirena Royal. —Kat esbozó su sonrisa más comprensiva—. Confía en mí, si llegamos a casa y descubrimos que hay otro justo a nuestro…

—¡Oh, no, no lo hay! —exclamó Lucia.

—¿De verdad?

—Bueno, en realidad… —Lucia echó un vistazo por la sala, como si estuviera a punto de decir algo que haría que tres generaciones de Marianos se revolvieran en sus tumbas—. En realidad es más para escaparate, ¿sabe? No vendemos muchos.

En la esquina del cuarto, Hale se había metido dentro del Sirena Royal y estaba haciendo su mejor imitación de piloto de la Segunda Guerra Mundial, bombardeando a sus enemigos.

—Pero son muy chulos —dijo Kat—, me cuesta creerlo.

—De verdad —insistió Lucia—. El año pasado sólo vendimos dos.

—¡Lo sabía! —exclamó Kat, levantando los brazos y mirando a Hale—. Le dije a mi hermano que los hermanos Bernard ya tendrían…

—Oh, no, señorita, no vendemos a hermanos.

—¿En serio? ¿Estás segura?

—Oh, sí. El primero fue a una empresa. Hacen los estudios submarinos. Es muy…

—¿Y el otro?

—Bueno, era alguien que podría frecuentar los mismos… círculos que su familia —reconoció Lucia muy despacio, aunque Kat pensó: «No sabes hasta qué punto».

Vio que la joven se movía como si meditara qué decir o, en concreto, cómo decirlo. Al final susurró:

—Ese hombre…, verá, era bastante… rico.

—Bueno, entonces me temo que… —dijo Kat, y empezó a volverse, contando con que Lucia al final la detuviera.

—¡Pero no vivía en Italia!

—¿Ah, no?

—Oh, no. El señor Romani.

—¿Romani?

—Sí —le aseguró la joven—, Visily Romani. Fue muy específico… Quería que le enviáramos su Sirena a Austria.

—¿Austria?

—Sí, directamente a una de sus propiedades, cerca de Viena.

Aunque nunca lo habría reconocido en voz alta, a Katarina Bishop le habían gustado muchas cosas del colegio Colgan.

Al fin y al cabo, era interesante dormir en la misma cama todas las noches y saber siempre cómo llegar al cuarto de baño a oscuras. Adoraba con toda su alma la biblioteca, un edificio entero del que cualquiera podía llevarse cosas que no eran suyas sin sentir remordimientos. Sin embargo, lo que más le gustaba del Colgan, lo que más echaba de menos mientras iba con Hale y Gabrielle en un tren a Viena, era que aquella institución tan dura era el único sitio en el que Kat no había tenido que pensar.

En su primer día allí, le habían dado un trozo de papel en el que le decían las clases a las que debía ir y a qué hora. Había un tablón de anuncios en el vestíbulo principal en el que se anunciaban las comidas que servirían y los acontecimientos deportivos a los que podía acudir. Todas las semanas, los profesores le decían qué capítulos tenía que leer y de qué libros, qué proyectos debía realizar y en qué orden.

Era como había sospechado aquella noche en que el tío Vinnie (que, en realidad, no era su tío) la había sacado de la cocina del tío Eddie para informarla de que los internados eran como la cárcel (sitio del que, irónicamente, acababa de salir Vinnie antes de aparecer aquella noche en la puerta del tío Eddie).

Kat lo había escuchado con una claridad a la altura de la sobrina nieta del tío Eddie. No dejó que la asustara, se limitó a analizar todos los ángulos, y llegó a la conclusión de que el tío Vinnie tenía razón y que eso la dejaba con dos opciones: Colgan ahora o cárcel después.

Los uniformes del Colgan eran más monos.

Sin embargo, había perdido el Colgan y estaban en otoño. Se quedó mirando por la ventanilla del tren las cumbres nevadas de los Alpes. En el bolsillo del abrigo tenía tres pasaportes y una de las tarjetas de crédito de Hale. Se le daban muy bien cuatro idiomas y se defendía con otros dos, así que podría ir a cualquier parte, hacer cualquier cosa. Quizá fuera la actitud, pero, de repente, Kat se mareó: le faltaba el aire, y se ahogaba con las infinitas posibilidades que tenía frente a ella y con las preguntas que su mente no podía evitar hacerse.

Como, por ejemplo, ¿cómo podía estar Gabrielle aún más guapa cuando dormía, cuando Kat apenas lograba despertarse sin encontrarse con la baba colgando?

Y ¿por qué insistía su prima en dormir con la cabeza apoyada en el hombro de Hale, cuando Kat (que le había dado puñetazos ahí en más de una ocasión) sabía con certeza que estaba bastante duro y que en los compartimentos sobre ellos había varios cojines muy blanditos?

Intentó no pensar en las otras cosas, en las preguntas difíciles que les esperaban fuera, corriendo detrás del tren. Deseó poder ir más deprisa que ellas, perderlas como si fueran un equipo de vigilancia, pero sabía que no era posible, que la estarían esperando en Austria.

Se le taponaron los oídos cuando el tren aceleró y subió, y las ideas que le daban vueltas en la cabeza se redujeron a una persona y un lugar.

Visily Romani.

Viena, Austria.

Y, así, cerró los ojos. No vio los primeros copos de nieve caer en el exterior. No notó que Hale la tapaba con una manta. Ya estaba profundamente dormida.