Capítulo 6
Algo curioso suele suceder cuando está a punto de comenzar el invierno. Si se le pregunta a cualquier ladrón medio bueno dirá que la mejor época para un golpe es cuando el tiempo debería cambiar…, pero al final no cambia. La gente se siente afortunada, los blancos del golpe se vuelven descuidados. Miran al cielo y saben que la nieve está allí, en alguna parte, así que creen que han engañado a la Madre Naturaleza. Si se han librado de eso, quizá puedan librarse de mucho, mucho más.
Si Kat dudara sobre la teoría, sólo le haría falta echar un vistazo por el Madison Square Park mientras Hale y ella paseaban por la Quinta Avenida. El sol calentaba, aunque el viento era frío, y los niños jugaban sin gorros ni bufandas. Las niñeras charlaban al lado de sus caros carritos, mientras que la gente de negocios volvía a casa por el camino más largo. Entonces fue cuando lo vio.
Kat no lo habría descrito como guapo, ya que la había criado Bobby Bishop y había pasado demasiado tiempo con Hale. Guapo no es sinónimo de atractivo; el hombre que caminaba por la plaza no era lo primero, pero, sin duda, sí era lo segundo.
Por ejemplo, llevaba el pelo repeinado con gomina. El traje era sólo tirando a caro, de los que pasaban pronto de moda, y del reloj lo único que cabía mencionar era que brillaba tanto como sus dientes. A pesar de todo, para los fines del mundo de Kat, era simplemente perfecto.
—Ay —masculló Kat cuando el hombre tropezó, con la vista fija en su móvil, y se dio contra un torpe anciano vestido con una larga gabardina y calcetines desparejados.
—Ay —repitió Hale.
—¿Está usted bien? —oyeron decir al hombre repeinado.
El anciano sonrió, aunque se agarró a las solapas del caro traje del otro para no caerse.
Al separarse, uno se detuvo al cabo de un solo paso. Pero el hombre perfecto (el objetivo perfecto) siguió caminando. Ya estaba fuera de su alcance cuando Kat saludó con la mano al arrugado vagabundo y le dijo:
—Hola, tío Eddie.
De haberse quedado Kat lo bastante en el Colgan, puede que algún profesor le hubiera dicho lo que su familia decía desde hacía generaciones: que está bien romper las reglas, pero sólo a veces y sólo si las conoces muy, muy bien. Así que, quizá por eso, el tío Eddie era el único de los grandes ladrones internacionales que se permitía el lujo de un domicilio permanente.
Al entrar en la vieja casa color pardo rojizo de Brooklyn, Kat notó que el sol desaparecía detrás de una pesada puerta de madera, dejando fuera un barrio que se había pasado los últimos sesenta años transformándose de moderno a turbio y vuelta a empezar. Sin embargo, en el interior nunca cambiaba nada. El pasillo siempre estaba en penumbra; el aire siempre olía como su país de origen, o como le habían contado que olía su país de origen: a col, zanahorias e ingredientes cociéndose durante horas a fuego lento en ollas de hierro colado que los sobrevivirían a todos.
En una palabra, era su hogar, aunque Kat no se atreviera a decirlo.
El tío Eddie avanzó por el estrecho pasillo arrastrando los pies y sólo se detuvo un instante para sacarse del bolsillo la cartera del hombre engominado y soltarla en una pila de carteras idénticas que ni siquiera había abierto. Olvidadas.
—Sí que has estado ocupado —comentó Kat; cogió una de las carteras y revisó el contenido: un carné, cuatro tarjetas de crédito y novecientos dólares en efectivo que no habían tocado—. Tío Eddie, hay mucho dinero en…
—Quitaos los zapatos si vais a entrar —gruñó su tío abuelo mientras seguía avanzando por el pasillo.
Hale se quitó los mocasines italianos, pero Kat ya corría detrás de su tío hacia el interior de la casa.
—¿Ahora eres carterista? —le preguntó Kat cuando llegaron a la cocina.
Su tío estaba junto a los grandes fogones que dominaba la pared del fondo, callado.
—Dime que tienes cuidado —siguió diciendo Kat—. No es como en los viejos tiempos, tío Eddie. Ahora hay cajeros automáticos en todas las esquinas y cada cajero tiene una cámara, y…
Era como hablar con un sordo. El tío Eddie sacó dos cuencos de porcelana del estante de encima de los fogones y empezó a llenarlos de sopa. Pasó un cuenco a Hale y otro a Kat, y les señaló la larga mesa de madera rodeada de sillas desparejadas. Hale se sentó y empezó a comer como si no hubiera ingerido una comida decente en varias semanas, pero ella se quedó de pie.
—Es otro mundo, tío Eddie. Es que no quiero que te metas en líos.
Justo entonces, la cuchara de Hale arañó el fondo del cuenco; no pudo ocultar su consternación al decir:
—Tío Eddie, ¿por qué tus platos tienen el sello de la familia real británica?
—Porque estaba con ella cuando los robé —respondió el anciano en tono brusco e impaciente.
Cuando Kat levantó el cuenco no pudo evitar darse cuenta de lo caliente que estaba… en todos los sentidos. Vio al tío Eddie como lo veía Hale: no como un anciano, sino como EL anciano.
—Nos dedicamos a un arte muy antiguo, Katarina —dijo su tío, haciendo una pausa para devolverle la cartera a Hale—. No se mantiene vivo a través de la sangre —siguió, haciendo otra pausa para dejar el pasaporte de Kat en la encimera, al lado de una barra de pan del día anterior—, sino a través de la práctica. —El anciano dio la espalda a su asombrada sobrina y al chico que había llevado a su casa—. Supongo que no asististe el día que lo enseñaron en el colegio Colgan.
De repente, a Kat su abrigo le resultaba demasiado pesado; recordó que no podía soportar la presión y que precisamente por eso se había largado de aquella cocina. Se sentó a la mesa sabiendo que ahora volvía a estar dentro.
Podrían haber pasado muchas cosas. El tío Eddie podría haber comentado que el chico con el que iba Kat estaba mucho mejor vestido que el vagabundo con el que se había casado su madre. Hale podría haber reunido el valor suficiente para pedir por fin al tío Eddie que le contara la historia del falso Rembrandt que tenía colgado sobre la chimenea. Kat podría haber reconocido que el departamento de alimentación del Colgan no podía compararse con la forma de cocinar de su tío. Sin embargo, cuando la puerta de atrás se abrió de golpe, todos se centraron en los dos chicos que entraron corriendo intentando contener al perro más grande y desgreñado que Kat había visto en su vida.
—¡Tío Eddie, ya hemos vuelto! —exclamó el chico más bajito, agarrando con fuerza el collar del perro—. No les quedaban dálmatas, pero tenemos un… —Entonces levantó la mirada—. ¡Eh, Kat está aquí! ¡Con Hale! —Hamish Bagshaw era un poco más bajo y fornido que su hermano mayor, pero, por lo demás, los rubicundos ingleses podrían haber sido gemelos. El perro tiró de él y Hamish apenas se dio cuenta—. Oye, Kat, creíamos que estabas…
El chico dejó la frase incompleta y Kat se puso roja, aunque lo achacó al calor y la presión de la cocina. Se centró en respirar el aire fresco que entraba por la puerta abierta y se juró que no le importaba lo que pensara nadie. Sin embargo, la alivió oír que Hale preguntaba:
—Bueno, Angus, ¿cómo va tu culo?
Su alivio desapareció cuando Angus empezó a desabrocharse los pantalones.
—Como nuevo. Los médicos alemanes me remendaron bien, ¿queréis ver la cicatriz?
—¡No! —exclamó Kat, aunque lo que pensó fue: «¿Han estado en Alemania?».
Habían hecho un trabajo en Alemania.
Habían hecho un trabajo sin ella.
Miró a Hale, la forma en que chupaba la cuchara y se servía una segunda ración de sopa; la casa de tío Eddie era como su hogar. Miró a su tío, que ni siquiera había sonreído a su sobrina. Y, cuando se volvió hacia los Bagshaw, Kat no logró mirarlos a los ojos, así que se centró en el chucho sarnoso que había entre ellos y susurró:
—El perro en el bar.
—Eh, chicos, ¿queréis participar?
—Niños —les regañó el tío Eddie, como si intentara salvar a Kat de la vergüenza de reconocer que ya ni siquiera entendía los timos clásicos.
—Lo siento, tío Eddie —mascullaron al unísono los hermanos.
Después salieron en silencio de la cocina y se llevaron al chucho de vuelta a la noche sin decir palabra. El tío Eddie se sentó en su sitio, presidiendo la mesa.
—Para que este viejo te responda, Katarina, primero tienes que hacer la pregunta.
Kat no había estado allí desde agosto. El aire del exterior era como el aire de la cocina en aquellos momentos: pegajoso y denso. Entonces, Kat había pensado que nunca más volvería a sentirse cómoda en la mesa de su tío. Allí era donde su padre había planeado el robo del diamante de De Beers cuando ella tenía tres años. También era la misma habitación en la que su tío había organizado el secuestro del ochenta por ciento del caviar mundial cuando ella tenía siete años. Sin embargo, le pareció un delito mucho más grave estar allí sentada para anunciar a su tío que su mejor golpe había funcionado y abandonaba la cocina familiar para robar una educación en una de las mejores instituciones educativas del mundo.
Al final resultó que aquello no era nada comparado con volver y decir:
—Tío Eddie, necesitamos tu ayuda. —Bajó la cabeza, y examinó un siglo de arañazos y marcas en la madera que tenía bajo las manos antes de añadir—: Necesito tu ayuda.
El tío Eddie se acercó al horno y sacó un pan recién hecho. Kat cerró los ojos y pensó en cruasanes calientes y calles adoquinadas.
—No fue él, tío Eddie. Fui a París y hablé con mi padre. Tiene una coartada, pero…
—Arturo Taccone le hizo una visita a Kat —dijo Hale por ella.
Kat podía contar con los dedos de una mano las veces que había visto a su tío abuelo realmente sorprendido; esta vez no fue una de ellas. Lo supo en cuanto el anciano dio la espalda al horno y miró a Hale con una expresión que daba a entender que ya lo sabía.
—Tu trabajo era dar un mensaje.
—Sí, señor —respondió Hale—. Lo hice.
—El cincuenta y ocho fue un buen año para los coches, joven.
—Sí, señor.
—No me gusta que los hombres como Arturo Taccone visiten a mi sobrina nieta.
—Se fue en plena noche. Suele hacer esas cosas —respondió Hale, y apartó rápidamente la vista—, señor.
Era como si ir a clase se hubiera convertido en la excusa perfecta para que todos la trataran como a una niña.
—¡La interesada está aquí delante! —chilló sin ser consciente de que lo hacía hasta que su tío la miró con la expresión de un hombre al que hace mucho tiempo que no le gritan—. Estoy aquí —repitió en voz más baja.
No dijo: «Os estoy oyendo».
No le dijo: «He venido a casa».
No prometió: «No me voy a ninguna parte».
Había al menos una docena de cosas que podría haber dicho para reclamar su lugar en la mesa, pero sólo había una que importara de verdad:
—Taccone quiere recuperar sus cuadros.
—Claro que sí —respondió el tío Eddie, estudiándola.
—Pero mi padre no los tiene.
—Tu padre no es de los que piden ayuda, Katarina, y menos a mí.
—Tío Eddie, soy yo la que te necesita.
Observó cómo su tío sacaba un cuchillo de sierra de su soporte junto a la cocina y cortaba tres rebanadas de pan caliente.
—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó en su tono de «si no soy más que un viejo».
—Necesito saber quién hizo el trabajo de Taccone.
El anciano volvió a la mesa, y le dio un trozo de pan y un plato con mantequilla.
—¿Y para qué lo quieres saber? —preguntó, aunque no era una pregunta, sino una prueba de conocimientos, de lealtad, de lo lejos que estaba Kat dispuesta a llegar para volver al lugar que había ocupado el verano anterior.
—Porque el que hizo el trabajo de Taccone tiene los cuadros de Taccone.
—Y…
—Y vamos a robarlos —respondió Kat después de intercambiar una mirada con Hale.
Al decirlo, la chica se sintió más fuerte, como si confesara. Era bueno para el alma.
—Cómete tu pan, Katarina —le dijo el tío Eddie, y ella obedeció; era su primera comida desde París.
—Estás intentando hacer algo serio —siguió diciendo el anciano—. ¿Puede saberse con quién pretendes llevarlo a cabo?
Hale la miró y abrió la boca para responder, pero Kat lo cortó.
—Lo podemos hacer Hale y yo.
—Entonces es un asunto muy serio. Me temo que será difícil conseguirlo desde el colegio Colgan…
Si las historias eran ciertas, el tío Eddie había llegado a ganar un millón de dólares jugando a las cartas durante un fin de semana en Montecarlo, sin hacer trampas. Por primera vez en su vida, Kat creyó en el poder de la cara de póquer de su tío.
Bajó la mirada y le dijo lo que él ya sabía:
—Resulta que el colegio Colgan y yo hemos decidido separarnos.
—Ya veo —respondió su tío, aunque sin regodearse. No le hacía falta.
—Necesitamos un nombre, tío Eddie —insistió Hale.
—A la gente le gusta mucho tu padre, Katarina —dijo el aludido—. Aunque no entiendo por qué —masculló—. Sin embargo, tiene amigos. Vamos a hacer algunas llamadas, podríamos tardar un día o… —empezó a explicar, poniendo una mano encima de la de Kat.
—No tenemos un par de días —lo cortó ella, cada vez más enfadada—. Sabemos que puedes encontrar al que hizo el trabajo de Taccone, tío Eddie —afirmó, y se irguió sobre su tío por primera (y seguramente última) vez—. Si no puedes o no quieres decírnoslo, encontraremos a otro. Pero hay que hacerlo —siguió, y respiró hondo—. Tengo que hacerlo.
—Termínate la sopa, Katarina —respondió el anciano.
Kat no se sentó ni comió. Observó cómo su tío se levantaba y se acercaba a la despensa, pero no para ir a por un rico postre, sino para sacar un grueso y largo rollo de papel.
Hale la miró con los ojos muy abiertos mientras el tío Eddie apartaba la comida y colocaba el rollo en un extremo de la mesa.
—El hombre que hizo el trabajo de Taccone… —empezó a decir muy despacio; quizá era por cansancio o por costumbre, pero su acento era más marcado de lo normal al inclinarse sobre el rollo—. No sabemos quién es ni dónde está.
A Kat empezó a latirle el corazón más deprisa, aunque su ánimo decayó. Entonces, el tío Eddie giró la muñeca y, en un instante, el rollo se desplegó sobre la larga mesa y Kat contempló los planos más complicados que había visto en su vida.
—Pero sí sabemos dónde ha estado —concluyó su tío con una sonrisa.
La calle estaba a oscuras cuando salieron de la casa. Quizá fuera porque había pasado demasiado tiempo en el calor de la cocina, pero, sin el sol, a Kat el aire le recordaba de verdad al invierno, como si en el tiempo transcurrido en el interior la estación se hubiera decidido por fin a cambiar.
Hale caminaba a su lado, abrochándose el grueso abrigo de lana. Kat se estremeció y, cuando él le colocó el brazo sobre los hombros, ella no se lo apartó. Se fundieron en el paisaje: dos chicos que iban de paseo a la biblioteca, o puede que al cine o a tomarse una pizza. Nada más que un chico y una chica. Una pareja.
Unas gordas gotas de lluvia aterrizaron sobre el oscuro abrigo de Hale y brillaron como cuentas de plata.
—¿Alguna vez habías visto tanta seguridad en un plano? —preguntó.
—No —respondió ella, sacudiendo la cabeza.
—Así que el que lo hizo era alguien muy listo.
Kat pensó en la fría indiferencia con la que Arturo Taccone había amenazado a su padre, y añadió:
—Y muy estúpido.
La luz amarilla de una farola dejaba en sombra la silueta de Hale, pero el brillo de sus ojos era inconfundible al responder:
—¿Te recuerda a alguien que conozcamos?