Capítulo 14

Abiram Stein estaba acostumbrado a encontrarse con adolescentes en su puerta. La mayoría eran estudiantes, según le contaban, que querían subir su nota hurgando en sus archivos y pilas de libros. Algunos eran buscadores de tesoros convencidos de que habían visto un Renoir o un Rembrandt extraviados guardados en el ático de su abuela que querían saber cuánto lograrían sacar (si sacaban algo) por haber dado con él.

Sin embargo, cuando aquel lunes por la mañana se despertó con la llamada a su puerta, se puso la bata y recorrió la casa a oscuras sin saber bien con qué se iba a encontrar.

Wer ist da? —dijo al abrir la puerta; esperaba encontrarse con la hiriente luz solar, pero había calculado mal la hora y el sol estaba demasiado bajo para iluminar la librería del otro lado de la calle—. Was wollen Sie? Es ist mal smach ehr früh —soltó el señor Stein en alemán, su idioma materno.

Los dos adolescentes que tenía en el umbral llevaban mochilas, como si fueran estudiantes, y estaban nerviosos, como cazadores de tesoros. Pero el señor Stein no lograba determinar a qué grupo pertenecían; sólo sabía que su cama estaba calentita y blanda, y la entrada fría y dura, y estaba bastante seguro de en cuál de los dos sitios deseaba estar antes de que saliera el sol.

—Ich entschuldige mich für die Stunde, Herr Stein.

La chica hablaba alemán con un ligero acento estadounidense; el chico no lo hablaba en absoluto.

Lo que más le apetecía al señor Stein era cerrar la puerta y volver a su dormitorio, pero algo despertó su curiosidad, algo en la chica y suponía que también en el chico. Porque, aunque había visto muchos chavales con mochilas y ojos muy abiertos, ninguno había aparecido por allí antes que el sol.

—Seguro que prefiere hablar en su idioma, ¿verdad, señorita? —le preguntó en inglés.

Kat creía que su alemán era estupendo, pero el hombre había logrado ubicar su acento con excesiva facilidad. Quizá el Colgan le hubiera costado más de lo que creía.

—Me viene bien cualquiera de los dos —repuso, pero el señor Stein asintió mirando al chico.

—Me parece que su compañero no estaría de acuerdo.

Hale bostezó sin demostrar emoción alguna, y Kat recordó que, a pesar de los chóferes y los aviones privados, había cosas que ni siquiera Hale podía comprar, y una de ellas era una noche de sueño reparador.

—Lamentamos la hora, señor Stein —dijo Kat, abandonando su (al parecer, oxidado) alemán—. Me temo que acabamos de llegar a Varsovia. Habríamos esperado…

—¡Pues esperen! —gruñó el hombre, y empezó a cerrar la puerta.

A pesar de estar medio dormido, Hale seguía siendo rápido, así que se apoyó en silencio en la puerta roja como si lo necesitara para no caerse.

—Me temo que no tenemos tiempo que perder, señor —dijo Kat.

—Mi tiempo también es muy valioso, fräulein, casi tanto como mi descanso.

—Por supuesto —insistió ella, mirando al suelo.

A pesar del frío viento, se quitó el gorro de la cabeza. En el cristal de la ventanita de la puerta vio que se le ponía el pelo de punta por culpa de la electricidad estática, una carga que llevaba acumulando varios días. Sabía que detrás de aquella puerta roja habría respuestas, no todas, pero sí algunas. Y temía que, si se daba la vuelta para marcharse, si agarraba la barandilla metálica de las escaleras, la carga le parara el corazón.

—Señor, tenemos algunas preguntas… sobre arte —dijo, e hizo una pausa, pero el hombre se la quedó mirando con expresión somnolienta.

Detrás de él había varias filas de archivadores que ocupaban la pared, tapando varias ventanas y la luz de primera hora del día. Montones de papeles se distribuían por el espacio como si fuera un laberinto.

—Pruebe en el Smithsonian, americanita —respondió el hombre con la sombra de una sonrisa—. No soy más que un viejo loco con demasiado tiempo y pocos amigos.

—Señor, me dijeron que podría ayudarme.

—¿Quién?

Hale miró a Kat como si se hiciera la misma pregunta. El señor Stein se acercó más. Los primeros rayos de sol empezaban a asomarse por encima de los edificios del otro lado de la calle e iluminaron los rasgos de una chica bajita con melena oscura. Antes de que Kat volviera a hablar, él ya conocía la respuesta.

—Mi madre.

—Te pareces a ella —dijo Abiram Stein mientras le daba a Kat una taza de café—. Supongo que ya te lo habrán dicho antes.

Kat se preguntó qué era más cruel: parecerse tanto a una madre que se había ido demasiado pronto, lo que te convertía en hija y fantasma a partes iguales, o no tener nada de tu progenitor en tus rasgos, retroceder, estéticamente hablando, más de una generación. Sin embargo, a Kat le gustaba cómo la miraba el señor Stein; no era como la miraba el tío Eddie, comparando sus habilidades con las de su madre, ni tampoco como cuando su padre la miraba asombrado, como si la hubiese confundido con su fallecida esposa.

Mientras el señor Stein se bebía el café y observaba a Kat beberse el suyo, sonrió como podría haber sonreído al ver una copia de su juguete favorito de la infancia en un escaparate: feliz al comprobar que algo que amaba no había desaparecido del todo.

—Suponía que vendrías a verme de nuevo algún día —dijo al cabo de un buen rato de silencio.

Hale, que estaba al lado de Kat y empezaba a despertarse, examinaba minuciosamente todos los detalles de la abarrotada existencia de Abiram Stein.

—¿No tiene ordenador? —le preguntó.

El señor Stein soltó un bufido y Kat respondió por él:

—Él es el ordenador.

El hombre la volvió a mirar y sonrió, agradecido.

—Soy capaz de guardar buena parte de mi información en un sitio seguro —comentó, dándose un golpecito en la cabeza, para después apoyarse en su escritorio, que estaba lleno de cosas—. Sin embargo, me da la impresión de que no habéis venido a preguntar por mi sistema de organización.

—Estábamos viajando y teníamos algunas preguntas…

—Sobre arte —dijo el señor Stein, haciendo un gesto con las manos para que Kat fuera al grano.

—Y mi madre siempre hablaba muy bien de usted.

—¿Recuerdas tu anterior visita? —le preguntó el anciano.

—Mi chocolate quemaba —respondió ella, asintiendo—, así que abrió una ventana, sacó la taza por ella y la dejó allí hasta que recogió algunos copos de nieve —explicó, sonriendo—. Después de eso me pasé un mes dándoles la lata a mis padres, porque me negaba a tomar chocolate caliente si no llevaba nieve fresca.

Era como si el señor Stein quisiera reírse y no recordara cómo.

—Eras muy pequeñita y tenías la misma cara de tu madre. La perdiste demasiado pronto, Katarina. La perdimos, todos la perdimos demasiado pronto.

—Gracias. Para ella era muy importante el trabajo que usted realizaba.

—¿Y tu aparición aquí significa que has descubierto algo importante para el trabajo que realizábamos juntos?

Kat sacudió la cabeza y Hale se movió, impaciente.

—Por desgracia, he venido por otro asunto —respondió ella.

—Ya veo —repuso el anciano, reclinándose en su vieja silla de madera—. ¿Y de qué clase de asunto se trata?

Hale miró a Kat, una mirada rápida que sólo tenía una traducción: «¿Podemos confiar en él?». Su respuesta fue simple: «Tenemos que hacerlo».

—La clase de asunto que mi madre hacía cuando no estaba investigando aquí, con usted.

La chica llevaba varias horas preguntándose cuánto sabría el señor Stein sobre la vida de su madre, pero, al final, la respuesta quedó clara en los ojos de Abiram Stein cuando sonrió y dijo:

—Ya veo.

—Necesitamos saber… Necesito saber si esto… le dice algo.

Hale se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó cinco hojas de papel, cinco imágenes de mala calidad y ángulos extraños sacadas de una grabación. El anciano las colocó sobre el escritorio y guardó silencio un buen rato, susurrando en un idioma que Kat no conocía. Durante un momento le dio la impresión de que había olvidado que Hale y ella estaban en el cuarto. Examinó las imágenes como si fueran una baraja de cartas y él un adivino que intentaba predecir su futuro.

—Estos… —dijo al fin, añadiendo en tono brusco—: ¿Cómo? ¿Dónde?

—Es… —tartamudeó Kat cuando se dio cuenta de que por fin había encontrado a alguien a quien no sabía mentir.

Por suerte, Hale no tenía ese problema, y respondió:

—Hemos visto una especie de grabación casera hace poco. Allí vimos los cuadros.

El señor Stein abrió mucho los ojos.

—¿Están juntos? ¿Todos en el mismo lugar?

—Eso creemos —respondió Hale—. Es una colección que…

—¡Esto no es una colección! —gritó Abiram Stein—. Son prisioneros de guerra.

Kat volvió a pensar en el cuarto escondido bajo un foso, protegido por uno de los mejores sistemas de seguridad del mundo, y supo que el hombre tenía razón: Arturo Taccone se había llevado cinco trozos de historia de valor incalculable y los había escondido hasta la noche en que Visily Romani los liberó.

—¿Sabes qué es esto, joven? —le preguntó el señor Stein a Hale mientras le enseñaba la foto de un cuadro: una elegante joven con un vestido blanco detrás de una cortina, asomándose a un escenario.

—Parece Degas —respondió Hale.

—Lo es —dijo el hombre, asintiendo para aprobar al compañero que había elegido Kat—. Se llama Bailarina esperando entre bambalinas.

El anciano se levantó de la silla y cruzó el cuarto hasta un archivador repleto de libros y revistas, y cubierto de plantas que se derramaban sobre el polvoriento suelo. Abrió el cajón, sacó una carpeta y la llevó al escritorio.

—Supongo que eres un joven de mundo —comentó el señor Stein—. Dime, ¿habías visto antes este cuadro?

Hale negó con la cabeza.

—Eso es porque nadie lo ha visto desde hace más de medio siglo —explicó el señor Stein, dejándose caer en su duro asiento de madera como si hubiera gastado toda su energía en recorrer el cuarto y no se tuviera más en pie—. Johan Schulhoff era un banquero de una pequeña, aunque próspera, ciudad cercana a la frontera con Austria en 1938. Tenía una hija encantadora, una mujer preciosa y una bonita casa.

El señor Stein abrió la carpeta en cuyo interior había pegado la fotocopia de un retrato familiar: tres personas con sus mejores galas y sonrisas, con la Bailarina esperando entre bambalinas en la pared de detrás.

—Este cuadro estuvo colgado en su comedor hasta el día en que los nazis se lo llevaron… junto con todos los miembros de la familia. Nadie volvió a verlos —siguió diciendo mientras miraba la foto; tenía lágrimas en los ojos cuando susurró—: Hasta ahora.

Kat pensó en su madre, que se había sentado en aquella misma silla y había hojeado aquellos mismos archivos, pero que nunca había estado tan cerca de encontrar algo que llevaba tanto tiempo perdido.

—Pero tú ya lo sabías, ¿no, Katarina? —le preguntó el señor Stein, enseñándoles otra foto—. Éste es un Renoir, Dos niños corriendo por un campo de almiares.

Kat y Hale se acercaron más a la imagen de los dos chicos en un campo de heno. El sombrero de uno de ellos había salido volando y daba tumbos por el prado. Estaban persiguiéndolo.

—Lo encargó un rico funcionario francés y en él se ve a sus dos hijos jugando en su finca de las afueras de Niza. Estuvo colgado en la casa del hijo mayor, en París, hasta la ocupación alemana. Uno de los hermanos sobrevivió a los campos, pero temíamos que el cuadro no lo hubiera hecho —explicó el señor Stein, secándose los ojos.

Kat y Hale guardaron silencio mientras el señor Stein les hablaba de un Vermeer llamado El filósofo y de un Rembrandt del hijo pródigo. Se puso más serio todavía, si acaso era posible, cuando les mostró una última imagen, sosteniéndola con tanto cuidado como si se tratara de la obra maestra en sí.

—¿Conoces este cuadro, Katarina?

—No —respondió ella, aunque se le rompió la voz.

—Mira con más atención.

—No lo conozco —insistió ella, y notó que el anciano se decepcionaba.

—Se llama Muchacha rezando a San Nicolás —dijo el señor Stein; miró de nuevo la pintura y volvió a mirar a Kat—. Está muy, muy lejos de casa. Tu madre solía sentarse en esa misma silla y escuchaba a este viejo divagar sobre las fronteras de los mapas y las leyes de los libros que, incluso décadas después, pueden interponerse entre el bien y el mal. Países con leyes sobre la procedencia —se mofó— y museos con falsos contratos de venta. —La tristeza del señor Stein se convirtió en fervor—. Y por eso vino aquí tu madre… Me contó que, a veces, hace falta un ladrón para atrapar a un ladrón —explicó con ojos brillantes—. Vas a robar estos cuadros, ¿verdad, Katarina?

Kat quería explicárselo todo, pero, en aquel momento, la verdad parecía demasiado cruel.

—Señor Stein —repuso Hale en tono tranquilo y controlado—. Me temo que es una historia muy larga.

—Ya veo —dijo el hombre, asintiendo; miró a Kat como un hombre que se había rendido hacía tiempo de intentar solucionar él solo todas las injusticias del mundo—. Los hombres que se llevaron la Bailarina esperando entre bambalinas del comedor de los Schulhoff eran malvados, querida. Los hombres a los que se la dieron también eran malvados. Estos cuadros se usaron como pago de favores terribles en tiempos terribles —añadió el señor Stein, respirando hondo—. Ninguna persona buena podría tener todos esos cuadros, Katarina —afirmó, y ella asintió—. Así que, vayas a donde vayas, hagas lo que hagas… —dijo, y se levantó para ofrecerle una mano; cuando la manita de Kat quedó envuelta en la del hombre, él la miró a los ojos y concluyó—: Ten cuidado.

De pie en el portal de Abiram Stein, mirando la calle, Kat sintió algo muy distinto a lo que había sentido cuarenta minutos antes, mirando la puerta. Las sospechas eran hechos; los miedos eran reales; y los fantasmas estaban vivos allí, en el lugar donde una vez estuviera su madre, sin saber cómo seguir sus pasos.

—Me alegro de haberte visto de nuevo, Katarina —le dijo el señor Stein desde la puerta—. Cuando me di cuenta de quién eras…

—¿Sí? —preguntó ella, y él sonrió.

—Se me ocurrió que quizá estuvieras aquí por lo sucedido en el Henley.

Hale ya estaba en el coche, pero la mención del mejor museo del mundo le llamó la atención.

—¿Qué ha pasado en el Henley? —preguntó.

El señor Stein dejó escapar una carcajada profunda.

—Vosotros dos deberíais saberlo mejor que yo. Lo han robado —susurró—. O eso dicen —añadió encogiéndose de hombros y, a pesar de todo, Kat logró sonreír.

—No se preocupe, señor Stein, me temo que no estoy en condiciones de robar el Henley.

—Oh —asintió él—, lo sé. La policía ya está buscando a alguien, un hombre llamado Visily Romani.