Capítulo 20
Kat llegó tarde a casa, es decir, a la casa de campo de la familia Hale. El único hogar de Kat era una casa de fachada rojiza en Nueva York, y el hombre que dirigía aquella casa le había prohibido expresamente que hiciera lo que iba a hacer.
Notó el roce del sobre de las fotos contra la piel del estómago, ya que se lo había metido bajo la cintura de los vaqueros. Escondido. El vestíbulo era grande y frío, y estaba vacío. Los cuadros de otros Hale ya fallecidos hacía tiempo cubrían las paredes. Kat se los imaginó observando y esperando a que algún miembro vivo de la familia volviera a casa.
Kat echaba de menos al tío Eddie.
De repente, le apetecía tomar sopa.
Quería hablar con su padre.
Dio un paso, notó de nuevo el sobre en el estómago y, al instante, quiso llamar a todas las personas que conocía para pedirles que se dispersaran, que se escondieran. Sin embargo, sus conocidos eran todos ladrones profesionales, así que siempre estaban escondidos.
—¡Angus, ha vuelto! —gritó Hamish Bagshaw, aunque sonaba diferente, sin duda.
Lo encontró sentado al pie de las escaleras, esperándola.
Mientras el chico masticaba su chicle y sonreía, su hermano salió al pasillo cargado con un cuenco de hielo.
—Genial —dijo Angus.
Kat quería seguir andando, pero Angus se le puso delante.
—Esperábamos poder disponer de un minuto de tu valioso tiempo —comentó.
Hamish echó un rápido vistazo al vestíbulo vacío y añadió:
—A solas.
Angus era once meses mayor que su hermano y un poquito más alto. Los dos tenían un pelo entre pelirrojo y rubio, y una piel que parecía dispuesta a quemarse incluso en un día nublado. Sus hombros eran anchos, pero sus brazos delgaditos, y Kat se dio cuenta de que seguían creciendo, que todavía les faltaba mucho para convertirse en hombres.
—¿Qué pasa? —les preguntó.
—Hace tiempo que queríamos hablar contigo sobre los…, bueno…, los recientes y desafortunados acontecimientos, y queríamos decirte que…
—Espera —lo detuvo Kat—, ¿qué recientes y desafortunados acontecimientos?
—Bueno… —empezó Hamish—. Tuvimos algunos problemillas en un trabajo de hace poco.
—¿En Luxemburgo?
—Entonces, ¿te lo ha contado el amigo Hale? —preguntó Hamish—. Fue un golpe de los buenos, un…
—¡Hamish! —le soltó Kat, y los dos hermanos sacudieron la cabeza.
—Después de Luxemburgo —aclaró Angus.
—¿Qué…? —empezó a preguntar ella, pero Hamish ya estaba pasándole un brazo por encima.
—¿Sabes lo que más me gusta de ti, Kat? —dijo.
—Aparte de tu belleza —añadió Angus, aunque Kat sospechaba que ninguno de los dos se había percatado hasta el momento de que ella era una chica.
—Aparte de eso, claro —afirmó Hamish.
—Y de tu cerebro —añadió Angus.
—Un cerebro realmente maravilloso —coincidió Hamish.
—Chicos —los regañó Kat, que empezaba a perder la paciencia—. ¿Qué pasó?
—Verás, Kat, en realidad no fue qué… —empezó Angus.
—Sino quién —concluyó su hermano.
Angus se apartó para observarla antes de decir:
—¿De verdad que no lo has oído? —Mientras ella negaba con la cabeza, él miró al suelo—. Vaya, Kat, sí que has estado fuera, ¿no?
Más que la sensación de volver a la cocina del tío Eddie, fue la mirada de los dos hermanos lo que le dejó claro que era cierto, que lo había hecho: Katarina Bishop había logrado abandonar aquella vida. Una vez. Por poco tiempo. No había sido un sueño.
—¿Qué pasó? —preguntó de nuevo.
—En realidad no fue tan grave —respondió Hamish—. No tendríamos que haber…
—¿Voy a tener que llamar al tío Eddie? —los amenazó Kat.
—¡No sabíamos que eran monjas!
Hay una norma más vieja que el Chelovek Pseudonima, una verdad que ni siquiera los mejores mentirosos pueden negar: no se puede timar a un hombre honesto. Pero, si lo haces…
Te arrepentirás.
—Nos han puesto en la lista negra, Kat —reconoció Angus, mirando a su hermano con aire culpable—. El tío Eddie dice que no podemos trabajar durante un tiempo, pero tu padre siempre ha sido bueno con nosotros, así que, si quieres que nos vayamos, nos iremos. Si quieres que sigamos aquí…
Kat se quedó mirando a los mismos niños que le habían robado el primer diente que se le había caído para después intentar pedir un rescate por él al ratoncito Pérez; los dos chicos que habían robado un tiranosaurio del Museo de Historia Natural… hueso a hueso.
—Chicos, el tío Eddie no quiere que nadie haga este trabajo —dijo Kat; después siguió caminando por la enorme casa, se volvió un momento hacia ellos y les gritó—: ¡Os quedáis!
En cuanto entró en la biblioteca, un segundo después, Kat supo que algo iba mal.
Para empezar, Simon estaba más pálido de lo normal, y Gabrielle estaba tumbada en el sofá con los pies en alto y un trapo húmedo en la frente. Tenía el pelo encrespado y, mientras Angus le ponía al lado el cuenco con hielo, ninguno de los dos Bagshaw intentó mirar por debajo de su falda.
—Bienvenida otra vez —dijo Hale, que estaba apoyado en el asiento de la ventana, en la otra punto del cuarto, ni sentado ni de pie; se apartó de la pared y añadió—: Me alegro de que hayas podido unirte a nosotros.
Kat notó de nuevo el sobre. Habría jurado que lo oía arañar los vaqueros haciendo más ruido que un grito en aquella habitación en silencio. Sin embargo, sus oídos la engañaban, su mente la engañaba. Quizá hubiera perdido también la sangre fría en el Colgan.
—Ay, estoy bien, Kat —contestó Gabrielle a la pregunta que ella no le había hecho, haciendo un gesto teatral con su mano buena—. Seguro que las quemaduras de los pies se me curarán en un pispás.
Pero nadie más dijo nada. Se limitaron a mirar a Kat, nadie quería dar las malas noticias.
—¿Qué? —preguntó ella, mirándolos.
—Simon —dijo Hale mientras se dejaba caer en uno de los sofás de cuero y levantaba los pies; hizo un gesto al chico para que empezase.
—Los sanitarios estaban bastante seguros de que el mareo se me acabará pasando —comentó Gabrielle desde el sofá, pero nadie le hizo caso.
—Bueno —explicó Simon lentamente; tenía delante tres ordenadores portátiles, y el pequeño dispositivo que había llevado por el Henley estaba conectado a uno de ellos, de modo que un diagrama tridimensional se desplegaba en las pantallas—. Es… —dijo Simon, como si intentara encontrar el término técnico más adecuado— complicado.
—Me dieron una pomada fabulosa para las puntas abrasadas de los dedos —añadió Gabrielle, pero nadie la oyó.
—¿Queréis oír las buenas noticias o las malas? —preguntó Simon.
—Las buenas —respondieron Kat y Hale a la vez.
—El Henley se ha pasado los últimos seis meses actualizando todos sus dispositivos de seguridad, que ya eran buenos de por sí, vamos, a la altura del Henley, así que el equipo nuevo es…
—Creía que nos estabas dando las buenas noticias —lo interrumpió Hale.
—Un cambio así no sucede de la noche a la mañana —respondió Simon—. Lo están haciendo exposición por exposición, empezando por las salas más valiosas y…
—¿La sala Romani no está al principio de la lista? —se aventuró a decir Kat.
—Ni de lejos. Ahora mismo es el punto más vulnerable del Henley, dentro de lo que cabe.
Kat se había pasado varias horas intentando averiguar por qué el ladrón había elegido aquella sala del museo. Alguien como Romani tenía que haber preferido esa exposición a la del Renacimiento o cualquier otra de las joyas de la corona del Henley por algún motivo, y era el que decía Simon. Sonrió. El mundo volvía a cobrar sentido.
—¿Y las malas? —preguntó Hale.
—No deja de ser el Henley —respondió Simon, encogiéndose de hombros.
Tardaron un momento en asimilar las palabras, en darse cuenta de la magnitud de lo que debían hacer. El éxito en el mundo de Kat dependía en gran medida de los detalles, de modo que a veces se perdía la visión de conjunto. Sin embargo, ella sabía lo que estaban haciendo y, conforme se alargaba aquel instante de silencio, todos parecieron recordarlo también.
—Es un circuito de televisión completamente cerrado —siguió contando Simon después—, no hay forma de entrar desde el exterior, aunque eso ya lo sabíamos.
—¿Por qué no pasas a las partes que no sabíamos? —le pidió Hale, impaciente.
—Vale —respondió Simon, señalando a Hale como si hubiera tenido una idea genial—. Ya han actualizado el cableado de todo el edificio. Es de lo último. Vamos, que es impresionante…
—Simon… —lo regañó Hale.
—Bueno…, ésas son las malas noticias —concluyó el chico—. No hay forma de piratearlo. Aunque lograra conectarme con la unidad central, no lograría controlar su sistema.
—Espero que haya alguna buena noticia —añadió Hamish.
—Remodelar edificios antiguos, como el Henley es… incómodo —respondió él; le brillaban los ojos.
—Y… —lo animó Hale.
—Y, a veces, cuando ponen sistemas nuevos en… —empezó a explicar, pero Kat ya estaba asintiendo con la cabeza.
—Dejan los antiguos donde estaban —dijo por él, y miró a Hale antes de concluir al unísono—: Como en el trabajo de Dubai.
—No digo que pueda ponerlo en funcionamiento —repuso Simon, asintiendo—, pero, si logro pasar quince minutos en una sala de alta seguridad y si estoy en lo cierto…, es nuestra entrada al sanctasanctórum del Henley.
—Hazlo —ordenó Hale, pero se calló, miró a Kat y agitó la mano, como diciendo: «Después de ti».
Kat se volvió hacia su prima y le dijo:
—Bueno, Gabrielle, ¿qué hemos aprendido hoy?
—Hemos aprendido que la próxima vez que quieras averiguar qué clase de mecanismos de defensa primarios tiene alguien, puedes… —empezó a responder, clavándole la mirada, pero dejó la frase en el aire y se dejó caer en los cojines—. ¿Qué estaba diciendo?
Kat miró a los hermanos.
—Las rejas de la sala caen uno con dos segundos después del contacto —explicó Angus.
—El vestíbulo principal se cerró menos de cinco segundos después —añadió Hamish, cruzando las piernas—. No podemos hacer nada que suponga salir corriendo por la puerta más cercana, te lo digo desde ya.
—Sí —coincidió Angus—. Esos vigilantes del Henley no parecían de los que te dejan salir por la puerta principal con cinco cuadros bajo el brazo a pleno día.
—Aunque los cuadros no sean suyos —añadió su hermano.
—Estupendo —comentó Gabrielle desde el sofá—. Me he estropeado las uñas para nada.
—Para nada, no —repuso Kat—. Gracias a ti, Gabs, acabamos de descubrir cómo no robar el Henley.
—¿Mary Poppins? —sugirió Hale cuatro horas después.
—¿Sabes cómo hacer que llueva entre hoy y el martes? —le preguntó Gabrielle.
—¿Sombras de las cinco? —preguntó Hamish.
—Los generadores de reserva sólo nos dan quince segundos —dijo Simon, sacudiendo la cabeza.
Habían repasado todos los timos de los que habían oído hablar y unos cuantos que, Kat sospechaba, se habían inventado los hermanos Bagshaw sobre la marcha, pero no se dio cuenta de la hora que era hasta que vio a Gabrielle reprimir un bostezo. Kat estaba demasiado absorta por el tictac del reloj que le sonaba en la cabeza. Una fecha límite. Un plan. Se quedó mirando las listas y diagramas que habían dibujado primero con rotuladores y después, cuando se gastaron, con delineador de ojos en las ventanas de la biblioteca.
—No hay manera —dijo Hale, dejándose caer en uno de los sofás de cuero—. Si tuviéramos un mes, quizá.
—No lo tenemos —respondió Kat.
—Si tuviéramos dos o tres personas más…
—No los tenemos —insistió ella, cerrando los ojos.
—¿El princesa prometida? —sugirió Hamish, pero su hermano se volvió hacia él.
—¿Sabes dónde encontrar a un hombre de seis dedos con tan poco tiempo? —le preguntó.
Kat notó que el aire del cuarto cambiaba, que la esperanza se perdía. Quizá estuvieran demasiado cansados o, simplemente, llevaran demasiado tiempo allí metidos. Sin embargo, dio un brinco cuando oyó a Hale decir:
—Tenemos que llamar al tío Eddie.
—No.
Kat había pensado responder eso, obviamente; a pesar de ello, tardó un momento en darse cuenta de que era Gabrielle la que lo había dicho en voz alta.
—El tío Eddie dijo que no, ¿es que no lo pilláis? Si dijo que no, es que… —siguió explicando Gabrielle, pero dejó la frase a la mitad; sentarse en el sofá parecía chuparle toda la energía.
—Tenemos que hacerlo nosotros —concluyó Kat.
—¿Y por la noche? —preguntó Simon, mirando a Kat—. Romani lo hizo por la noche.
«Si es que lo hizo», pensó ella, aunque no se atrevió a decirlo. No quería recordarles (y menos aún recordarse) que quizá detrás de aquellos cinco cuadros no hubiera más que el mejor dispositivo antiladrones de todos los tiempos; que podrían estar, en cierto modo, persiguiendo fantasmas, perdiendo el tiempo. Quizá se tratara del golpe más importante realizado por el timador más importante de la historia.
—¿Ves esto, Kat? —dijo Hale, señalando las ventanas llenas de planes—. Puede que uno de estos planes funcione (puede) con el mejor equipo de ocho personas del mundo. Pero —añadió, volviéndose para contarlos—, sí, seguimos siendo sólo seis.
—Podemos hacerlo con seis.
—Con seis es arriesgado.
—Sí —repuso Kat, volviéndose hacia él—, igual que ayudar a mi padre con cinco años, cuando robó la Torre de Londres, pero lo hice.
—Qué buenos tiempos —comentó Angus sonriendo, igual que su hermano.
—Anoche llegaste tarde —repuso Hale en un tono frío, casi glacial; era el momento de contar lo de las fotos o marcharse.
—Gabrielle, gracias —dijo Kat, mirando a su prima—. Y…, estooo…, hidrátate bien. Simon —siguió diciendo mientras intentaba no mirar a Hale—, cuando me vaya, averigua cómo meter ojos y oídos ahí dentro.
—Claro. Podríamos probar con un… Espera, ¿adónde vas?
De algún modo, cuando Kat llegó a la puerta, Marcus ya estaba allí con una maleta en la mano.
—Creo que le hará falta esto, señorita.
—¿París? —preguntó Hale, suspirando y apartando la vista—. Saluda a tu padre de mi parte.