Capítulo 1

Nueve años más tarde

—Acepto la apuesta y la subo a veinticinco —dijo Jake a Tom McCain, presidente del mayor banco de la ciudad, y miró a los demás, los ganaderos Kent y Lew y Curtis, el abogado.

Estaban en una habitación de la parte trasera del bar restaurante Mustang, a las afueras de New Eden, jugando su partida semanal de póquer. Jake estaba sentado de espaldas a la pared, balanceándose sobre dos patas de la silla y llevaba un sombrero vaquero calado hasta las cejas. A través de las paredes se oía el ruido del local. El humo de los puros se arremolinaba alrededor de ellos y la cantidad de botellas de cerveza sobre la mesa atestiguaba que llevaban un buen rato jugando.

Elevó la apuesta para que los demás creyeran que iba en serio. Jake conocía los trucos de cada jugador ya que llevaban años jugando juntos. Kent solía jugar con su alianza de casado cada vez que tenía buenas cartas. Curtis silbaba cuando iba de farol.

Lew era incapaz de sentarse derecho y tenía la costumbre de agitarse en la silla cuando tenía posibilidades de ganar. Jake observó atentamente a Tom, el banquero, en busca de alguna pista. Tom siempre se mantenía inexpresivo, lo que le convertía en un duro adversario como jugador de póquer.

Probablemente, por eso era también un buen banquero.

Cuando ganaba a Tom, Jake consideraba que había tenido una buena noche y ésa, parecía ser una de ellas. Tom tenía dos jotas, un diez de picas y un tres de diamantes. Por las apuestas que había hecho su amigo en aquella mano, Jake dudaba si tendría doble pareja o tan sólo iba de farol. No había manera de saberlo por su comportamiento, pero trataba de averiguarlo.

—Demasiado para mí —dijo Kent.

Tom era el siguiente y miró a Jake a través de sus gafas.

—Igualo tus veinticinco y subo a cincuenta.

Los otros dos se retiraron también.

Había un montón de dinero sobre la mesa y los tres espectadores observaban atentamente.

—Acepto tus cincuenta.

Tom estudió sus cartas, pero, antes de que pudiera contestar, la puerta que daba al bar se abrió y un intenso ruido entró en la habitación.

Ni Jake ni Tom repararon en la interrupción. Jake mantuvo la mirada en Tom, preguntándose si tendría las cartas para ganarle.

La concentración de Jake desapareció cuando su primo Jordan se acercó a él y le habló.

—Siento interrumpirte, Jake, pero te necesitan en el rancho inmediatamente.

Jake sacudió la cabeza sin girarse.

—Ahora no, Jordan. Sea lo que sea, sabrás ocuparte de ello.

—Me gustaría poder hacerlo, pero no puedo. Tienes que irte de aquí ahora mismo.

Tom sonrió a Jake.

—Vete, Crenshaw, yo me quedaré vigilando —dijo Tom provocando las risas de los otros.

—Sí, seguro. Acepta la apuesta y déjame ver lo que llevas.

Tom dejó el dinero y después puso las cartas boca arriba sobre la mesa: tres jotas y un par de dieces, un full.

—Espero que esto te enseñe algo, Crenshaw —dijo comenzando a recoger el dinero.

—Sí, Tom, creo que debería haber subido la apuesta hasta cien —contestó Jake y mostró sus cartas. Tenía una escalera de color. Se puso en pie y tomó el dinero—. Siento poner fin a esto, pero como veis, me necesitan en otro sitio.

Los demás bromearon porque tuviera que irse, acusándolo de tenerlo planeado.

—Lo menos que podías hacer, Crenshaw, es darme la oportunidad de recuperar parte de mi dinero —dijo Tom echándose hacia atrás en la silla.

—La próxima semana, Tommy, tendrás tu oportunidad —dijo con una maliciosa sonrisa en los labios.

Acabó de recoger el dinero y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Por vez primera desde que Jordan entrara en la habitación, Jake se giró y lo miró.

A sus veintiséis años, Jordan solía mostrarse despreocupado y Jake nunca antes lo había visto tan inquieto.

Jake se despidió y salió de la habitación, con Jordan pegado a sus talones. Atravesó la multitud contestando a los saludos sin detenerse, hasta que llegaron al aparcamiento. Entonces, se giró hacia su primo, irritado.

—Está bien, Jordan. ¿Qué demonios es tan importante como para interrumpir la partida? Éste es el único momento de la semana que tengo para relajarme y disfrutar. ¿Qué ha pasado para que no hayas podido esperar a que yo llegara a casa?

—Tiffany.

Jake se enderezó.

—¿De qué estás hablando? —preguntó levantando el tono de voz.

—Está en el rancho.

Jake se quedó mirando a Jordan, confundido. ¿Por qué habría de volver su ex esposa después de tanto tiempo?

—¿Ha dicho qué quiere?

Jordan se metió en su camioneta y cerró la puerta.

—Eso te lo contará ella. Le dije que vendría a buscarte y lo he hecho. Ahora, me voy a casa. Si no hubiera estado preocupado por una de las yeguas, no habría estado allí cuando apareció —dijo y despidiéndose con la mano, se fue.

Jake se quedó allí parado, con las manos en las caderas, mirando fijamente las luces traseras hasta que las perdió de vista. Tiffany Rogers había regresado al rancho después de que jurara que nunca más volvería a poner un pie allí. Había confiado en no volver a verla y no podía imaginar qué querría de él ahora.

Sacudió la cabeza, frustrado, antes de subirse a su camioneta en dirección al rancho, que estaba a cincuenta kilómetros de la ciudad.

¿Qué la habría llevado hasta allí un viernes a medianoche? ¿Acaso no le había causado ya suficientes problemas?

Recordó la noche en la que se fue. Ella había estado durmiendo en la habitación de invitados, lo que solía hacer cada vez que no se salía con la suya. A aquellas alturas de su matrimonio, él sentía que había hecho todo lo posible por hacerla feliz y había aprendido a ignorar sus pataletas. A pesar de su forma de ser, la había amado. Había confiado en que, con el tiempo, madurara.

Cuando se despertó aquella noche y la sintió en la cama junto a él, pensó que se le había pasado el enfado y que estaba dispuesta a hacer las paces. A veces, se había preguntado si provocaba aquellas peleas con él sólo porque le gustaban las reconciliaciones. Fuera cual fuese la razón, no había opuesto mucha resistencia, recordó arrepentido.

Al despertarse a la mañana siguiente, pensó que todo había vuelto a la normalidad entre ellos.

Pero cuando volvió a casa ese mismo día, descubrió que se había ido con todas sus cosas y algunas de él también. Al cabo de unas horas, recibió los papeles del divorcio. Fue entonces cuando supo que no había hecho las paces con él sino que había sido su particular forma de despedirse.

Debería haber imaginado que una persona acostumbrada a vivir en una gran ciudad como llanas, no sería feliz en el campo, pero ella había insistido antes de la boda en que no le importaba dónde viviesen, siempre y cuando estuvieran juntos. Había estado demasiado embelesado para darse cuenta de que su matrimonio no funcionaría. Cualquiera con dos dedos de frente habría adivinado al ver a Tiffany Rogers, de los Rogers de Dallas, que nunca se conformaría con ser su esposa. Pero él no se había dado cuenta en aquel momento, probablemente porque no era su cerebro el que tomaba las decisiones por aquel entonces. Más adelante, durante una de sus discusiones, le había dicho que la única razón para casarse con él había sido que era un Crenshaw, miembro de una de las familias más ricas y poderosas del estado.

Su divorcio, después de cuatro años de matrimonio, había sido todo menos amistoso, tal y como solían decir los abogados cuando el marido se quedaba sin nada y era ella la que se iba con todo.

El día que salió del juzgado como un hombre libre, se prometió a sí mismo no volver a casarse.

Había aprendido bien la lección. El matrimonio podía estar bien para algunas personas, pero no para él.

Se conformaba con permanecer soltero el resto de su vida.

Ahora, ella había regresado por alguna razón que sólo Dios sabría y, una vez más, se veía obligado a confrontarla.

La carretera de camino al rancho tenía poco tráfico a aquella hora de la noche. Siguió el camino a través de las colinas y llegó al arco de piedra de la entrada. Cuando llegó ante la casa y aparcó, Jake reparó en una limusina negra que esperaba oculta entre los árboles. Sería de Tiffany, que siempre viajaba con estilo.

Suspiró irritado y salió de la camioneta, dando un portazo antes de dirigirse a la entrada lateral.

El sonido de sus botas retumbaba en el patio. Impaciente, entró por la puerta que daba a la cocina y se detuvo nada más cruzar el umbral.

Tiffany estaba sentada tomando un vaso de té helado. Llevaba el pelo más corto, unos pantalones anchos y una camisa sin cuello. Su peinado y maquillaje eran impecables, lo que le hacía parecer una modelo esperando durante una sesión fotográfica. Tan pronto como lo vio, Tiffany se puso de pie y lo miró sonriendo abiertamente.

Enseguida se dio cuenta de que estaba nerviosa. Había sido una osadía por su parte entrar en la casa y comportarse como si fuera su hogar. Él se apoyó contra el quicio de la puerta y se cruzó de brazos, ocultando su mirada bajo el sombrero.

—Hola, Jake —dijo con su voz sensual.

Había habido un tiempo en que aquella voz le había producido toda clase de reacciones.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Es ésa manera de darme la bienvenida? —dijo ella frunciendo el ceño y simulando sorpresa.

Luego, curvó los labios en un gesto provocativo—. Ed me trajo hasta aquí sólo para verte. Al menos podrías ser más amable.

—No me siento demasiado amable en este momento. ¿Quién es Ed?

—Edward James Littlefield.

—Nunca he oído hablar de él.

—Su familia y él son muy conocidos en Dallas. Se dedican a la banca.

—No has contestado a mi pregunta.

Ella entrelazó las manos y trató de esbozar otra sonrisa. Su nerviosismo se hizo más evidente al agitarse las pulseras que llevaba.

—Te he traído algo.

Él se enderezó y se acercó a ella.

—Déjate de juegos, Tiffany, ya no funcionan. No quiero nada de ti. Así que si es por eso por lo que estás aquí. .

Ella se giró y atravesó rápidamente la habitación en dirección al vestíbulo.

—Pero si todavía no has visto lo que te he traído —dijo por encima del hombro.

El la siguió.

—¿Dónde demonios crees que vas? —le preguntó siguiéndola al vestíbulo.

—Enseguida lo verás —respondió ella mientras comenzaba a subir la amplia escalera curva en dirección al segundo piso sin mirar hacia atrás.

Aquella mujer era irritante, siempre ocultando sus intenciones. Molesto, él sacudió la cabeza y la siguió. Cuando llegaron arriba, ella se dirigió veloz hacia el ala de la casa que él ocupaba como si creyera que iba a detenerla si la alcanzaba. De pronto, entró en uno de los dormitorios. ¿No estaría pensando en meterse en la cama con él, no? Él llegó hasta la habitación y se asomó. Ella estaba de pie, junto a la cama y se llevó el dedo a los labios. Una lámpara que no estaba allí antes, iluminaba suavemente la habitación.

Caminó hasta donde estaba ella y miró hacia la cama. Al ver lo que había allí, se quedó de piedra.

O más bien, quién estaba allí. Era una niña pequeña, dormida bajo las sábanas y abrazada a un conejo de peluche rosa al que le faltaba una oreja.

Miró a Tiffany preguntándose de qué iba todo aquello.

La niña tenía el pelo rubio y rizado y rasgos delicados. No tenía ni idea de por qué estaba allí.

El sacudió la cabeza y salió de la habitación sin detenerse hasta que llegó a la cocina. Una vez allí, abrió la nevera y sacó una cerveza. Cuando Tiffany llegó, se giró hacia ella.

—¿Qué demonios ocurre, Tiffany?

—Es tu hija. Se llama Heather y voy a dejarla aquí contigo.