XV
UN ÚLTIMO VISTAZO
XV.- Un último vistazo
1
ROGER Y COLIN se dirigían andando desde Westerford a Sedge Park, donde debían comer. Habrían tenido sitio en el coche de los Williamson pero, después de una breve y animada conversación fuera de la sala de justicia, Roger había decidido que le apetecía más andar. Y había decidido, además, que Colin lo acompañase.
—¡Lo contó a la policía ayer por la mañana! —dijo Roger con voz declamatoria—. Resulta que había subido a la azotea para ver qué estaba haciendo su marido y optó por decírselo al superintendente. ¿Le pasó por la cabeza, acaso, decírmelo a mí? ¡En absoluto!
—¿Por qué demonios tenía que decírtelo a ti? —le preguntó Colin, cargado de razón.
Pero Roger no estaba para razonar nada.
—Bueno, por lo menos habría podido decírselo a Ronald… no sé… a alguien. ¡Me figuraba que no tenía ninguna importancia! ¡Vaya con la tía esa!
—¡Vamos, vamos, Roger!, no hay para tomárselo tan a pecho.
—No, claro, pero piensa en el espantoso lío que habríamos podido armar. El cielo ha querido que yo esta mañana no les saliese diciendo que la silla había estado todo el tiempo debajo de la horca y que allí estaba cuando cortamos la cuerda. Si me lo hubieran preguntado, lo habría soltado así.
—Entonces habrías cometido perjurio —señaló Colin lleno de ecuanimidad.
—No, no lo habría cometido.
—¿Por qué?
—Pues porque no me han tomado juramento, como tú o cualquiera que tenga ojos en la cara ha podido ver. Como tampoco se lo han tomado a la señora Lefroy, si te interesa saberlo.
—¡Bah, no me vengas con subterfugios!
—No son subterfugios. De todos modos, no tenemos por qué discutir este punto. La cosa es que si Lilian Williamson hubiera explicado que su hermano era un asesino, yo me habría ahorrado un montón de trabajo inútil y habría muchas conciencias que se habrían salvado de escuchar desagradables aldabonazos.
—No la tuya, desde luego, Roger. No puedes oír aldabonazos en algo que no tienes.
—Después de todo, ha sido un suicidio. En serio, que estoy muy contento.
—Y lo que es más, que la policía lo sabía perfectamente desde ayer por la mañana.
—Sí y que de todo este alboroto sólo tienes la culpa tú, por haber limpiado aquella maldita silla, precaución que ahora vemos era tan innecesaria como oficiosa.
—Cuantas menos cosas digas sobre mis motivos para limpiar la silla, mejor para ti. Te cogí desprevenido, Roger.
—Sí, es verdad —admitió éste, francamente—, casi tan flagrantemente como yo me figuraba haber cogido a mi supuesto asesino. Pero, por el amor de Dios, cuando haya que recomendar a alguien por sus dotes de oficiosidad, que sea al inspector. ¡Mira que ponerse a trabajar con insufladores en un caso de suicidio tan evidente como éste! Son como niños disfrutando con sus juguetes nuevos. Y ahora que caigo, cuando la mañana siguiente estábamos Ronald y yo en la azotea y el policía hacía como que estaba preocupadísimo por la posición de la silla, todo era una filfa. Ya había metido su insuflador por todas partes y como estaba tan excitado con el resultado, quería mantenernos quietos hasta que hubiera dado la mala noticia al superintendente.
—El cual se dio cuenta de que, aun cuando no podía ponerse en duda la causa de la muerte, había habido un poco de trapicheo y quería llegar hasta el final.
—Exactamente, y entonces se puso a administrarnos a todos una dosis masiva de alarma y de malos tratos. Supongo que si lo hizo es porque consideró que era su deber.
—Ha sido una suerte —dijo Colin, pensativo— que no te hiciera caso cuando querías hacerme decir que la silla había estado debajo de la horca desde el principio.
—Tal como se han puesto las cosas —dijo Roger fríamente—, así es.
—Y también ha sido una suerte que todo aquel galimatías que habías preparado con Agatha medio desmayada y Osbert haciendo de Sir Walter Raleigh con el pañuelo no haya llegado a ninguna parte, Roger.
—Ahora no hay duda de que así es —dijo Roger, todavía más fríamente que antes.
—Y es una suerte —siguió meditando Colin— que Osbert tuviera el buen sentido de hablar del asunto con Lilian anoche en su dormitorio, que enderezara los entuertos y que esta mañana hablara con la señora Lefroy para que la versión de los hechos que ella diera cuadrara con la de él. Agatha es una mujer formidable y lo ha entendido en seguida.
—Y supongo que también debe de ser una suerte —dijo Roger, esta vez glacial— que a ninguno se le ocurriera hablar del asunto conmigo, ¿verdad?
Colin meditó un momento.
—Bueno, por lo menos esto ha evitado posteriores complicaciones, ¿no te parece, Roger?
Y después de estas palabras miró, esperanzado, a su compañero.
Pero Roger había quedado como congelado en un silencio ártico.
De todos modos, poco le quedaba que decir.
2
Celia Stratton, Agatha Lefroy y Lilian Williamson estaban reunidas en la sala de estar y charlaban y reían, muy excitadas.
—Os aseguro que no podría volver a vivirlo. Ha sido algo terrible. Cuando me he sentado, por poco me desmayo de veras.
—Has estado estupenda. ¿A mí no se me había torcido el sombrero? Me daba la impresión de que, de un momento a otro, me resbalaría sobre la oreja.
—Estabas la mar de bien, toda modosita. El sombrero lo llevabas perfectamente encasquetado. ¿Yo no parecía una imbécil?
—¡Qué va! Estabas maravillosa. ¿Yo…?
—¡No, mujer!, tú…
—¿Pero es que…?
3
Ronald y David Stratton, en el estudio del primero, estaban administrándose una copa de jerez que necesitaban como agua de mayo.
—¡A tu salud, David!
—¡A la tuya!
—Gracias a Dios que todo ha acabado…
—Sí.
—¿Te sientes bien?
—De maravilla.
—¿No queda ningún resquicio?
—En absoluto.
—Bien, menos mal que todo ha quedado arreglado. Y al final se ha visto que había sido un suicidio.
—¿Al final?
—Me parece que a Sheringham se le había metido en la cabeza que habías sido tú.
—¿Que yo qué?
—Que tú habías colgado a Ena. No sé si te habías dado cuenta.
—¡Ah! ¿Es a eso a lo que iba? No me había dado cuenta.
—Quería ser noble contigo y salvarte de la horca.
—Muy decente por su parte, si realmente pensaba hacerlo.
—¡Qué idea tan descabellada!
—No lo digas tanto. Alguna vez lo había pensado, pero me faltaba valor.
—Bueno, Ena te ha ahorrado el trago. ¿Otro jerez?
—Gracias, de mil amores.
—¡A tu salud!
—¡Mil veces a la tuya!
4
El señor Williamson, en el jardín, estaba debatiéndose con un problema de ética. ¿Puede decirse que una persona ha cometido perjurio, con total buena fe, cuando jura una cosa que no recuerda, pero que alguien recuerda por él?
¿O no hay que considerarlo perjurio?
Al señor Williamson aquello lo tenía muy preocupado.
5
El doctor Chalmers, en la sala de operaciones, cogió la garrafa de cloroformo y llenó con ella la botella que tenía en la mano. Era un inconveniente que el coroner los hubiera entretenido tanto rato precisamente el día en que no contaba con su auxiliar, ausente por resfriado. Todo aquello había retrasado enormemente las cosas que le quedaban por hacer.
Muy bien, la encuesta se había desarrollado perfectamente. El doctor Chalmers no había pensado en ningún momento que pudiera ser de otra manera, pero de todos modos era agradable que hubiera terminado.
La autopsia había sido horrible, pero había sido necesario pasar por ella.
Sí, había sido un buen trabajo, un trabajo realizado muy limpiamente. El doctor Chalmers no había sentido ni la más ligera sombra de remordimiento. Sin embargo, le sorprendía no haber experimentado un poco de desasosiego, ya fuera porque le remordiese la conciencia o por miedo. Siempre había oído decir que los asesinos se movían inquietos por sus casas, que saltaban, violentos, en cuanto alguien les dirigía la palabra. El doctor Chalmers, en cambio, se sentía encantado. Jamás en la vida se habría figurado que era capaz de una cosa como aquélla y el hecho de que la hubiera podido realizar le procuraba incluso una cierta satisfacción.
Por supuesto que no había habido el más mínimo riesgo.
Repuso el tapón en la garrafa de cloroformo y la colocó en el estante, puso un tapón de corcho en la botella, le colocó una etiqueta y la envolvió con un trozo de papel blanco.
—¡Phil! —le gritó una voz doliente desde el otro lado del pasillo.
—¿Qué hay?
—¿Vienes hoy a comer?
—Sí, amor mío.
El doctor Chalmers volvió aquel día a su casa para comer y dio cuenta de la comida con sano apetito.
El doctor Chalmers no era hombre de imaginación.
6
Aquella tarde, a las seis y media, Mike Armstrong acudió al minúsculo saloncito del minúsculo apartamento que Margot Stratton tenía en Bloomsbury.
—¡Hola, cariño! —le dijo Margot, llena de entusiasmo.
—¡Hola!
—¿Has pasado un buen día?
—No ha sido malo. He traído un periódico: lleva una nota sobre la encuesta.
—¡Oh!, déjame ver. ¿Dónde está?
Mike Armstrong se lo indicó. Margot la leyó rápidamente.
—«Suicidio en un acceso de enajenación transitoria». Perfecto, está muy bien —dijo, con evidente alivio.
—No estoy conforme con lo de «transitoria».
—No, claro.
Margot dejó el periódico sobre sus rodillas y contempló a su prometido.
—¿Esto quiere decir que todo está terminado?
—Sí.
—¿No les queda nada más por averiguar? Quiero decir, ¿están seguros de que es suicidio?
—Claro, es evidente.
—¿Estás seguro de que no saldrán con más interrogatorios?
—No creo. ¿Por qué más interrogatorios?
Margot no contestó directamente y, en lugar de hacerlo, dijo:
—Cariño, no te lo dije, pero ayer, cuando vino aquel hombre, por poco me muero del susto.
—¿El inspector? ¿Por qué? Dijo que era una consulta de rutina. Seguro que vuelven a interrogar a todos los que estuvieron presentes.
—Lo sé, pero lo que yo temía era que hoy me hicieran declarar.
—No había nada que tú pudieras declarar que no hubiera sido ya declarado por otros.
—¡No es verdad!
—¿Qué quieres decir?
—Cariño, si no lo digo, reviento. ¿Sabes guardar un secreto?
—Supongo que sí.
—Sí, sé que puedes. Bueno, pues… ¡Ena no se suicidó!
—¿Qué?
—Sí, resulta que yo sé que no se suicidó.
—¿Y cómo lo sabes?
—¿Juras que no dirás nunca una palabra a nadie de lo que voy a decirte?
—Sí.
—Pues bien, Phil Chalmers intentó matarla.
—¿Cómo?
—Sí, lo sé.
—¿Y cómo lo sabes? ¿Por qué?
—Pues porque quería entrometerse en la boda de Ronald y Agatha y porque últimamente estaba haciendo la vida imposible a David.
—Pero esto, ¿cómo lo sabes tú, cariño?
—Pues mira, te lo diré. ¿Sabes que antes de que los Chalmers se fueran a su casa yo estaba buscándote? Pues bien, subí a la azotea.
—¿Ah, sí?
—Oye, amor mío, lo que voy a decirte guárdatelo sólo para ti, ¿lo harás?
—Por supuesto.
—Bueno, pues me quedé junto a la puerta y te llamé. Al principio me pareció que no había nadie, pero de pronto oí una voz ahogada que me llamaba por mi nombre: «¡Margot!». Eché una mirada pero no vi a nadie. De pronto descubrí a Ena. Al primer momento no la reconocí, pero era Ena. ¡No puedes imaginar dónde estaba!
—Por supuesto que no lo puedo imaginar.
—Pues colgada de la cuerda. ¡Colgada de la cuerda, lo que oyes!
—¿Cómo? —dijo Mike, incrédulo—. ¿Cómo iba a hablar si hubiera estado colgada de la cuerda?
—No estaba colgada del cuello. Estaba agarrada a la cuerda que colgaba sobre su cabeza y hacía esfuerzos para encaramarse, como si quisiera librar el cuello del peso de su cuerpo. Estaba suspendida de la cuerda… amor mío, es horrible decirlo, pero es la verdad… colgada igual que un mono.
—¡Santo Dios!
—Lo primero que hice fue correr hacia ella, pero ella me pidió con gritos ahogados que arrimara la silla. Yo miré alrededor y vi una silla, tumbada allí en la azotea, junto a la puerta, así es que la cogí y la coloqué debajo de ella y ella en seguida se descargó sobre la silla.
—¡Vaya, menos mal!
—Esto es lo que yo tenía miedo que se me escapara ayer cuando vino ese hombre. Pensaba que a lo mejor habría alguien que recordaría que Ena se colgó de la viga de la sala de estar y que, atando cabos, pensaría que también podía haberse colgado de la cuerda. Pero tuve la suerte de que a nadie se le ocurriera.
—¡Dios mío! ¿Y qué ocurrió después?
—Pues mira, que ella se quedó allí de pie en la silla, con la cuerda alrededor del cuello, resoplando como una loca durante un buen rato… y después comenzó a despotricar.
—¿Cómo a despotricar?
—Sí, entiéndelo, estaba lívida de rabia, supongo que también por miedo, pero sobre todo de rabia. Se puso a hablar de lo que pensaba hacer. A lo que se veía, figurábamos todos en el reparto: Ronald, David, Agatha, Celia… todos, además de Phil. A lo que se veía, consideraba que había habido una conspiración contra ella y que Phil había subido a la azotea como ejecutor de la decisión. De todos modos, pensaba llamar a la policía en seguida y cargar a Phil con la acusación de intento de homicidio, después pondría los impedimentos necesarios para que Ronald y Agatha no se casaran y haría que David deseara no haber nacido (cosa que, el pobre desgraciado, ya estaba deseando desde el día en que se había casado con ella) y Dios sabe cuántas cosas más.
—Pero, cariño, aunque visto ahora tiene su lado cómico, supongo que a ella no se lo parecía: allí, de pie en la silla, echando sapos y culebras por la boca, con la cuerda todavía en el cuello. ¿Estaba tan furiosa que ni siquiera había aflojado la cuerda o lo que pretendía era impresionar a la audiencia? Ya sabes, el matarife y el cordero. Lo que no me explico es cómo no se había ahogado y cómo podía estar todavía agarrada a la cuerda.
—Pues mira, la cuerda era bastante gruesa y tiesa. Dijo algo sobre eso… sobre su simpático cuñado y sobre que había calculado mal, y que si la cuerda no hubiera sido tan gruesa y se hubiera escurrido, no habría estado allí para contarlo.
—Bueno, venga, ¿y después qué ocurrió?
—Me quedé un ratito más hasta que empecé a lamentar haber subido a la azotea. David me había estado haciendo confidencias durante el rato de la charada y Dios sabe que, antes de que me las hiciera, yo ya tenía bastante manía a la mujer en cuestión. Aparte de esto, tenía ganas de hacer un favor a Ronald y la verdad es que mejor se lo habría hecho dejándola allí y yéndome abajo que dándole la silla. Según me dijo, no habría aguantado ni medio minuto más si no llego yo.
—¿Qué hiciste, pues?
—Corté la perorata y le dije que se dejase de tonterías. Le dije que Phil era incapaz de haber hecho una cosa como aquélla, lo que todavía la sacó más de sus casillas. Insistió en que Phil había hecho lo que me había contado. Me dijo que había estado hablando con él, que él la había dejado que se subiese a la silla y que pusiese la cabeza por el lazo y que, así que ella lo hizo, él había sacado la silla de debajo. Y que ahora ella iba a llamar a la policía y que lo acusaría de intento de homicidio y que esto era lo que haría y que…
—¿Y después qué?
Margot dudó un momento.
—A mí, Phil es un hombre que me gusta, ¿y a ti?
—Sí, claro, es un buen tipo.
—La verdad, así es… Oye cariño, sea lo que fuere lo que yo haya podido hacer, tú me querrás lo mismo, ¿verdad?
—Supongo que sí.
—¿Seguro que sí?
—Seguro que sí. ¿Qué hiciste?
Margot tosió un poco, como disculpándose de lo que iba a decir.
—Pues mira, tesoro —dijo sencillamente—, volví a retirar la silla.