XII
EL POCO ESCRUPULOSO COMPORTAMIENTO DE UN GRAN DETECTIVE
XII.- El poco escrupuloso comportamiento de un gran detective
1
—DEBEMOS CONSERVAR la calma —dijo Roger, nada calmado—. No podemos perder la cabeza. Estamos metidos en un lío, pero debemos mantener la calma, Colin.
—¡Qué calamidad! —exclamó Colin con voz desesperada.
—Hemos de tratar de averiguar sus movimientos —prosiguió Roger, un poco más juicioso que antes—, a fin de anticiparnos a ellos. Tú eres la única persona con la que puedo hablar libremente, así es que tienes que ayudarme.
—Estoy contigo para lo que sea, Roger.
—Te conviene estar conmigo —dijo Roger con aire lúgubre—, porque los dos estamos metidos en el asunto, si se descubre el pastel. En un momento de ofuscamiento me coloqué en la postura de cómplice para proteger a alguien (supongo que se puede ser cómplice de un delito sin tener la más mínima idea de quién es el criminal, un punto de vista sumamente interesante…), pero tú has hecho lo mismo al protegerme a mí. Supongo que te habrás dado cuenta…
—Lamento decir que me parece que tienes razón. Soy cómplice de un cómplice, suponiendo que exista esa figura. Pero miremos las cosas por el lado bueno, Roger. Si no hubiera borrado las huellas de la silla, las cosas podían haber sido mucho peor. Quiero decir, que podían haber sido peor para ti.
—Y posiblemente peor para alguien más aparte de mí —replicó Roger.
Los dos estaban hablando en el solárium, lugar al que se habían retirado después de que Roger descubriera, alarmado, lo ocurrido en la azotea. Roger había estado unos cinco minutos más andando a gatas por el suelo, arrastrándose con las manos y las rodillas por tierra, para ver si era posible leer algo más en la superficie de la azotea pero, dejando aparte una o dos cerillas quemadas que había encontrado, no le fue posible descubrir nada. Había explicado a Colin que era seguro que la policía había hecho lo mismo que él y que era de presumir que, como él, tampoco había encontrado arañazos ni otras marcas indicadoras de que había habido pelea u otra cosa por el estilo en aquel sitio. No podía afirmarse que hubieran encontrado alguna cosa de naturaleza mueble.
Roger volvió a encender la pipa y prosiguió, esta vez considerablemente más tranquilo. A diferencia de lo que le ocurre a mucha gente, Roger se sentía más tranquilo cuando discutía.
—Sí, Colin, tienes razón —le dijo—. Si no hubieras borrado mis huellas de la silla, ¿qué habrían encontrado? No hay duda de que el inspector, oficioso como es, no habría dejado la silla sin inspeccionarla a fondo y sin buscar huellas. Habría encontrado las mías y presumiblemente las de la persona que subió todas las sillas a la azotea y probablemente muchas más. Sin embargo, no habría encontrado las de Ena Stratton, lo que todavía habría complicado las cosas más de lo que lo están. En cualquier caso, me pregunto —añadió Roger con aire vago—, cómo fue a parar allí donde la encontré aquella silla en particular de entre las cuatro que había en la azotea, precisamente allí, en medio del camino. Indudablemente era la silla que volcaste tú.
—Yo no la volqué —le contradijo Colin—. Fue la silla la que por poco me vuelca a mí. Estaba de lado, por eso no la vi.
—De lado y a medio camino entre la horca y la puerta de entrada a la casa —meditó Roger—. Podía muy bien ser que ya estuviera allí cuando yo me asomé a la puerta pero, suponiendo que así fuera, no recuerdo haberla observado. Y puedo asegurar que no estaba allí a primera hora de la tarde, cuando Ronald me hizo subir a la azotea para mostrarme la horca que había instalado en ella, puesto que recuerdo que fuimos directamente desde la puerta hasta la horca. Alguien tuvo que dejarla en aquel sitio más tarde. No sé si ese detalle puede ser de importancia.
—Bien, en el cuadro falta una silla —señaló Colin.
—Exactamente. Es posible que el asesino fuera directamente con ella hacia la horca con la intención de completar el cuadro pero que, después, porque se sintiera alarmado o porque se distrajera, la dejara en cualquier sitio antes de escapar.
—Parece bastante verosímil, Roger.
—Sí, pero lo que ocurre es que es muy fácil encontrar verosímil una explicación sin saber que es la adecuada y probablemente sin darse cuenta de cuántas explicaciones verosímiles de un hecho podría haber. Ése es el fallo de las novelas policíacas de la vieja escuela —dijo Roger en un tono algo didáctico—. De cada hecho se desprendía una sola deducción y esa deducción era invariablemente la adecuada. No se puede negar que los Grandes Detectives de otros tiempos tenían suerte. En la vida real se pueden sacar centenares de deducciones verosímiles de un mismo hecho y, después, resulta que todas son erróneas por igual. Sin embargo, ahora no hay tiempo para considerar este aspecto de la cuestión.
—Hablabas de la silla —le recordó Colin.
—Sí, es curioso que estuviera donde estaba, pese a lo cual no puedo ver qué relación tiene con el crimen real. Si mi explicación es la correcta, la policía habría encontrado las huellas del asesino en la silla, pero no las de Ena Stratton. Dicho sea de paso, lamento seguir aplicando ese término al pobre tío que se vengó de ella de la única manera posible, pero parece que no hay otra palabra. Si digo brazo de la justicia suena muy pomposo.
—¿David ha admitido realmente el hecho? —preguntó Colin hablando con gran precaución.
—¡Qué va! Ni lo ha intentado siquiera, aparte de que yo tampoco le habría dejado que me lo confesara. Ha preferido admitirlo de manera tácita, sin palabras. Pero Ronald sí lo ha hecho.
—¿Ronald te ha dicho que lo habían hecho él y David?
—No, no. A lo que parece, Ronald no tiene nada que ver en el asunto. Y además, no está nada preocupado porque tiene coartada. Pero sabe que ha sido David. No sin muchas precauciones, me ha dicho que David no le había hablado palabra sobre el asunto, como tampoco él le había dicho nada a David, pero esto no quiere decir que no esté al corriente, del mismo modo que imagino que David también sabe que él lo sabe. Pese a todo, Ronald y yo tardamos un cierto tiempo en explicarnos trabajosamente uno a otro que ni él ni yo sabíamos nada y que tampoco teníamos ningún interés en averiguar nada. Así es que todo resultó perfecto.
—¿Y la policía? ¿Lo sabe?
—No, ése es nuestro gran consuelo. Y aquí es donde hay que trabajar. Nosotros debemos encargarnos de elaborar sus ideas. Es muy posible que ni siquiera sepan que se ha cometido asesinato, por lo que mucho menos han de saber quién lo ha cometido. Pueden tener sospechas remotas pero, de hecho, todo lo que pueden saber es que hay un poco de mar de fondo y nada más. Alguien que puede estar interesado en el asunto ha borrado las huellas y santas Pascuas. Y no sólo las huellas del respaldo, sino de los laterales, del asiento, de toda la silla. También limpiaste el asiento, ¿verdad?
—¡Limpié ese maldito asiento! —gruñó Colin.
—No te desesperes. Hiciste bien. ¿No te das cuenta de que, en una silla con asiento de madera como el de ésta, no sólo habrían estudiado las huellas dactilares, sino también las huellas de los zapatos? La teoría del suicidio presupone que la señora Stratton tuvo que subirse de pie en una silla. Pues bien, dados los métodos modernos de detección, habría sido muy sencillo determinar si una persona había subido o no en la silla aquí en la azotea. El pavimento de asfalto está recubierto de una capa de pedernal, lo que habría hecho que se desprendiesen de él pequeñas partículas que habrían sido trasladadas con los zapatos al asiento e incrustadas profundamente en el barniz o incluso en la madera, debido al peso del cuerpo de la persona. Al tumbar la silla, se habrían desprendido algunas, pero no todas, aparte de que habrían quedado perfectamente visibles en la silla las huellas de las que se hubieran desprendido. El examen microscópico del asiento habría revelado todo lo que te he dicho con la misma claridad con que te lo acabo de exponer.
»Y no estoy del todo seguro —añadió Roger, con una cierta tranquilidad— de si el examen microscópico, incluso después del restregón que le pegaste a la silla, puede revelar que la señora Stratton no se subió nunca a ella. Es una maravilla la precisión con que operan estos artilugios. De todos modos, como puedes comprender, es mejor que la hayas limpiado que lo contrario.
—Bueno, por lo menos que haya servido de algo —dijo Colin, aunque su voz revelaba igualmente una cierta inquietud.
—Así que, ¿cómo está la situación? La policía sabe que alguien ha estado manoseando la silla, ya sea con propósitos criminales, ya sea sin ellos. Y es posible que tenga la plena certeza de que la señora Stratton no se subió a la silla. En ese caso, la cosa estaría muy fea, puesto que esa comprobación significaría asesinato. Sin embargo, aun así, mirando las cosas por su lado bueno, demostrar que ha habido asesinato no quiere decir que se sepa quién es el asesino y, aunque es seguro que habría un gran revuelo y un montón de averiguaciones, no es seguro que el cuello de David estuviera seriamente en peligro. Y aun cuando la policía tuviera la completa seguridad de que él era el autor del crimen, hay tan pocas pruebas en el caso que les sería dificilísimo demostrarlo.
»Con todo, esto sería lo peor que podría ocurrir y lo más probable es que no ocurra, o sea que lo mejor será que dejemos esa posibilidad fuera del programa y que de momento nos centremos solamente en lo que es plenamente seguro. Ahora bien, lo que hasta ahora es plenamente seguro, a mi manera de ver, es que la policía considera que existen motivos para seguir haciendo averiguaciones. Han sacado fotografías de la azotea y nos retienen a todos aquí por si es preciso seguir interrogándonos. Todo es de lo más normal y, después de todo, no hay motivos para alarmarse.
—Me alegra saberlo —dijo Colin.
—Pero lo que no me gusta tanto es el traslado del cadáver al depósito. Si la policía no estaba satisfecha, la medida era inevitable, pero esto significa autopsia… y sólo Dios sabe lo que puede revelar.
—No le des más vueltas, ¿no crees que la causa de la muerte debe ser perfectamente obvia?
—La causa de la muerte, sí. Pero no es sólo esto lo que andan buscando. Está la cuestión de las magulladuras, ¿comprendes? Anoche no le pregunté a Chalmers si había observado magulladuras en el cuerpo. Supongo que no debió de buscarlas. Ni tampoco le dije nada a Mitchell. Si se tratara de un caso perfectamente claro, probablemente no habría que buscar magulladuras pero, dadas las circunstancias, no hay duda de que la persona que haga la autopsia las buscará… y la cosa puede resultar desagradable.
—Pero ¿por qué ha de haber magulladuras en el cuerpo?
—Considera por un momento cómo pueden haber ocurrido las cosas. Yo no me imagino que la señora Stratton escuchara apaciblemente las razones de David, que accediera a meter la cabeza a través del lazo y que dejara que éste le diera un empujoncito. No me es posible decir cómo ocurrieron las cosas en realidad, pero es indudable que se recurrió a alguna añagaza y que hubo algún tipo de forcejeo, tal vez en el último segundo. El forcejeo no debió de ser largo puesto que, a lo que se ve, nadie oyó ningún grito y, si Ena hubiera gritado, alguien la habría oído. Me pregunto —dijo Roger, abstraído en sus pensamientos— cómo demonios se las arregló para hacer las cosas de manera tan silenciosa. A juzgar por la cronología, no pudo dedicar más de tres o cuatro minutos, como máximo, a realizar el acto, pese a que haya dudas con respecto al momento en que volvió al salón de baile.
—Tú dices siempre —tanteó Colin— que el conocimiento de la psicología del asesino ayuda mucho en la reconstrucción del crimen. ¿No podría decirse lo mismo en relación con la psicología de la víctima?
—Una observación muy sagaz, Colin —dijo Roger, entusiasmado—. Y me interesa particularmente porque me recuerda una observación que hice anoche acerca de Ena Stratton que en aquel momento sonaba muy profunda pero que, después, pensé que seguramente no tenía importancia. Sin embargo, quizá era más profunda de lo que pensé cuando la hice. Dicho sea de paso, te la hice a ti, Colin. ¿Recuerdas que te dije que una determinada cosa, que en esos momentos he olvidado, no sólo era importante por lo que hasta ahora le había ocurrido a la señora Stratton, sino por todo lo que pudiera ocurrirle en el futuro?
—Sí, lo recuerdo. Y recuerdo también que entonces pensé que no sabía a qué demonios te referías.
—Si quieres que te diga la verdad, lo mismo pensé yo. Pero seguramente yo tenía en la mente alguna cosa. Supongo que no debes de recordar la ocasión en que hice la susodicha observación.
—Sí la recuerdo. Estabas hablando de su exhibicionismo.
—¡Ah, sí! Dije entonces que su exhibicionismo era significativo por todo lo que pudiera ocurrirle en el futuro y lo que le ocurrió fue esto: que fue asesinada. Ahora bien, ¿es posible que el exhibicionismo sea el causante del hecho? La verdad, no veo la razón.
—Fue en ocasión de que se colgase de un salto de la viga. ¿No lo recuerdas? Supón que se colgó de un salto de la horca y que nuestro David saltó después de ella.
Roger soltó la carcajada.
—Esto significaría tomarse una banalidad al pie de la letra. Pero de todos modos, la suposición cae dentro de lo posible. En esto estriba el problema: tratándose de la señora Stratton, la idea más extravagante puede ser realidad. Sin embargo, me temo que, de ser verdad tu teoría, y si David hubiera deslizado la cuerda por encima de la cabeza de la señora Stratton sobre la horca y no debajo, se habría roto el cuello. Y no es así. La mujer de David murió por estrangulación. La cuerda era mucho más gruesa y más dura que las cuerdas usadas normalmente para ahorcar a una persona y las excoriaciones que la muerta tiene en las palmas de las manos demuestran que intentó agarrarse a ella y que probablemente murió lentamente, si bien es probable que sus propios movimientos fueran apretando el nudo alrededor de su cuello y acabaran con ella en muy poco tiempo.
»De todos modos, Colin, tu tiro no debe de ser tan errado como eso. Si aceptamos que el forcejeo duró poco tiempo, como creo que es el caso, es seguro que se empleó una estratagema de algún tipo y me parece indudable que debió de ser la propia señora Stratton, y más posiblemente su tendencia al exhibicionismo, la que dictó la naturaleza de la estratagema. Aun así, esto tiene muy poco que ver con el asunto que nos ocupa. El problema es que hubo que utilizar violencia de algún tipo, aunque fuera en el último segundo, y que la violencia siempre deja huellas.
»Y si hay huellas, las sospechas de la policía quedarán confirmadas, los interrogatorios serán aplazados para poder encontrar nuevas pruebas y ya veremos quién se las carga.
—¡Caracoles!
—Así —dijo Roger—, ¿qué hacemos?
2
Bueno, lo primero que hizo Roger fue ir abajo y preguntar a Ronald si sabía cuándo se haría la autopsia y qué médico la haría.
Ronald telefoneó a Chalmers y se enteró de que la autopsia se haría aquella misma tarde y que la persona encargada de hacerla sería un médico de Westerford llamado Bryce y que tanto Chalmers como Mitchell se encontrarían presentes.
—Sólo es un momento —dijo Roger, mientras cogía el auricular—. ¿Es Chalmers? Soy Sheringham.
—¿Ah, sí? —dijo a través del aparato la voz amable del doctor Chalmers.
—Se trata de ese Bryce. ¿Es bueno?
—Muy bueno. Es un veterano, con una gran experiencia.
—Todo esto es un poco extraño, ¿verdad? —dijo Roger con una cierta cautela—. Me refiero a que encuentro un poco extraño que la policía quiera ahora una autopsia tratándose de un caso tan claro como éste.
—A mí no me lo parece. Las autopsias son habituales.
—¿Es quisquilloso el que investiga el caso?
—No, en absoluto. Lo que pasa es que la policía de aquí tiene muy poco trabajo y, cuando tiene algo entre manos, se desquita.
—Ya comprendo. Usted piensa que no se trata de nada más que de esto.
—Estoy completamente seguro —dijo el doctor Chalmers en tono sumamente tranquilizador.
Roger pasó el receptor a Ronald.
—Dile que te llame así que termine la autopsia y que te comunique el resultado —dijo—, aun cuando se trate de una comunicación extraoficial. Espero que no tendrá inconveniente en informarte.
Ronald pasó el encargo y acto seguido hizo una señal a Roger dándole a entender que el doctor Chalmers había aceptado el encargo.
Roger salió cautelosamente de la habitación con aquel andar silencioso que se siente obligada a adoptar toda persona cuando asiste a una conversación telefónica de otra.
Ahora veía claro que, de momento, mientras no se conocieran los resultados de la autopsia, no se podía hacer nada más.
Se encaminó lentamente hacia el jardín.
Aquella inacción lo llenaba de inquietud, puesto que de hecho estaba más preocupado que lo que había dejado entrever a Colin. La acción impremeditada que lo llevó a incorporar el único detalle que el asesino de Ena Stratton, estúpidamente, había omitido, podía tener serias consecuencias. Roger no pensaba tanto en el posible castigo que el hecho podía reportar como en el efecto que podía tener sobre su hobby. Si las cosas llegaban al extremo de obligarlo a admitir lo que había hecho, perdería para siempre la confianza de la policía y ya nunca más podría ser autorizado a realizar detecciones oficiales. Pese a todo, no lamentaba lo que había hecho. Mejor que Roger Sheringham quedara consignado para siempre en el libro negro de Scotland Yard que permitir que David sufriera lo que la ciega justicia dictaría por haber cometido un acto en un momento de loca desesperación.
De todos modos, si Roger podía impedirlo, las cosas no llegarían a aquel extremo.
Lo realmente importante era impedir que se aplazasen los interrogatorios. Aplazar los interrogatorios, dadas las circunstancias, implicaría que todos los periodistas del reino metieran las narices en el asunto. Entonces sería inevitable que se revolviera el fango y que quedaran manchadas con él las reputaciones de las personas involucradas, así como que aquella broma totalmente infantil que había sido el móvil de la fiesta fuera tergiversada para justificar las peores insinuaciones. Tanto la fiesta como los invitados a la misma se convertirían entonces en noticia de la prensa amarilla. Si era posible, pues, había que parar la rueda.
Pero ¿cómo?
¡Había tan poco tiempo! Había que convencer aquel mismo día a la policía de que no había motivos para proseguir las investigaciones y de que el caso era realmente tan claro como había parecido en el primer momento. Pero, puesto que aquella maldita silla estaba en poder de la policía, Roger no veía cómo conseguiría convencerla de lo que a él le interesaba.
Por otra parte, también contaba el hecho de que él, dadas las cosas que sabía, podía estar entre los sospechosos. En realidad, habría sido de justicia, y no simplemente de justicia poética, que él se contara entre ellos. Quiso recordar cómo se había comportado con la policía y cuál había sido la actitud de ésta en relación con él. ¿Se había mostrado, quizá, excesivamente parcial aquella mañana al descartar la posición de la silla como factor de importancia? Y sin embargo, lo irritante del caso era que no tenía importancia, ninguna importancia. ¿Había sido demasiado evidente su intención de querer conducir, anoche, al inspector por los sitios que a él le interesaba?
Roger subió la escaleras que conducían al paseo elevado que rodeaba el jardín de rosas. Tenía las manos enfundadas en los bolsillos y la cabeza hundida en las espaldas: estaba sumido en sus pensamientos.
Sí, la actitud de la policía para con él se había modificado. La noche anterior el inspector se había sentido encantado de conocerlo y se había mostrado ávido de escuchar sus consejos y de escuchar sus sugerencias. Pero esta mañana, en la azotea, era evidente que sus sugerencias habían caído en saco roto. Y más tarde, cuando se habían desarrollado todas aquellas escenas con las que él no podía por menos de estar familiarizado, ni siquiera había sido consultado. Es más, podía ser incluso que hubiera sido excluido a propósito. La llegada de la policía a través de la puerta trasera de la casa y el encargo hecho a la camarera de no advertir al amo de la casa tal vez le tenían más a él como objetivo que a Ronald.
No era agradable encontrarse entre los sospechosos. Roger, que tanto había disfrutado en su vida persiguiendo a posibles presas, sentía ahora un estremecimiento, como si un dedo helado recorriera su espina dorsal, al pensar que quizá también él se había convertido en presa. ¿Sería posible que la policía hubiera llegado incluso a hacerlo sospechoso del propio asesinato? No debía entregarse a negros pensamientos pero ¿sería posible? De ser así, el hecho unido al de que podía descubrirse que había sido él quien había colocado la silla y al de que había estado, solo, en la azotea durante el momento crucial… Bien, Colin ya lo había acusado anoche, pero ¿cómo sonaría la acusación pronunciada ante un tribunal, cómo sonaría desde el banquillo?
No, aquello era ridículo. Él era Roger Sheringham.
Sin embargo… Sheringham.
—Hola, señor Sheringham —dijo una voz que llegaba lateralmente—. Le he estado observando mientras se paseaba, igual que hace el león en la jaula. Lamento interrumpir sus divagaciones, pero me muero por saber en que está pensando.
La señora Lefroy estaba tomando el sol en una glorieta que se levantaba junto al camino.
—En ese caso no se lo diré —dijo Roger, volviendo a la realidad, aunque no sin cierta dificultad—. Me ha dado un susto de muerte. Haga usted el favor de no sorprender así a los que están sentados en el banquillo de los acusados.
—¿Estaba sentado en el banquillo de los acusados? —preguntó la señora Lefroy, llena de curiosidad.
—Lo estaba. Gracias a Dios, ya no lo estoy.
Se sentó en el banco al lado de ella. La presencia de la señora Lefroy le resultaba grata, ya que no servía de nada preocuparse.
—¿Le importaría hablar conmigo… por ejemplo… de pasteles? —preguntó cautelosamente—. Sí, los pasteles son muy sedantes.
—¿Pasteles? —repitió la señora Lefroy un tanto desorientada—. Me parece que casi no sé nada de pasteles. Si quiere puedo explicarle cómo se prepara un pollo à la toulousaine.
—¡Ah, pues explíquemelo! —dijo Roger ávidamente.
3
A las cuatro menos cuarto, Ronald Stratton, instigado por la impaciencia de Roger, llamó al doctor Chalmers. No, el doctor todavía no había regresado.
Roger trató de reprimirse durante unos veinticinco minutos más, aunque ciertamente con muy poca paciencia.
—¡Pero si han empezado a las tres! —gruñó—. ¡Oye, vuelve a llamar, Ronald!
Ronald volvió a llamar.
Esta vez tuvo más suerte.
—¿El doctor Chalmers acaba de llegar? En ese caso, dígale que se ponga, ¿quiere? El señor Stratton.
Durante la espera, Ronald hizo una seña a Roger.
—Si acercas la cabeza al aparato, podrás escuchar.
Roger asintió con la cabeza y se acercó al receptor.
Al hacerlo, oyó los latidos del corazón de Ronald y pensó que Ronald también debía de oír los del suyo.
Después oyó la voz de Chalmers, tan cordial como siempre.
—¿Eres tú, Ronald? Iba a llamarte ahora mismo, hombre. Sí, acabo de llegar.
—¿Ha terminado la autopsia?
—Sí, todo ha sido muy sencillo. Por supuesto que la causa de la muerte no había sido en ningún momento puesta en duda.
—No, no, pero…
—¿Qué ocurre, hombre?
—Bueno, ¿se ha encontrado algo más? ¿Magulladuras en el cuerpo o alguna cosa por el estilo?
—Sí. El cuerpo tenía algunas magulladuras. La piel estaba desgarrada en las dos rótulas, había una gran contusión en la cadera derecha y otra en la nalga derecha y una pequeña magulladura en la parte de atrás de la cabeza que ayer se nos pasó por alto. Aparte de esto, nada más.
—Ya comprendo —dijo Ronald con voz apagada.
Miró a Roger con aire interrogativo y éste movió negativamente la cabeza. No había necesidad de preguntar nada más.
—¿Es todo lo que quieres saber? Mandaremos un informe oficial. De hecho, se trataba simplemente de una formalidad. Sí. Muy bien, adiós, Ronald.
Ronald colgó el receptor y miró a Roger.
Roger lo miró a él.
«Una magulladura en la parte de atrás de la cabeza…», pensaba Roger. Esto quería decir que aquel detalle también se le había escapado a él, al igual que a los médicos, porque la noche pasada había tentado la cabeza de la señora Stratton por la parte de atrás con el propósito determinado de descubrir si había algún bulto o alguna hinchazón en la zona y no había detectado nada. La magulladura debía de estar muy alta, quizá debajo del sombrero. De todos modos, aquello explicaba muy claramente por qué no había habido lucha ni ruido alguno. David la había atontado. Lo que ahora se preguntaba Roger era con qué lo había hecho y si el objeto estaba debidamente escondido. David la había golpeado en la cabeza y ella había caído de rodillas, desgarrándose la piel con el áspero asfalto de la azotea. Cómo se habían producido las demás contusiones, no importaba; la de la parte trasera de la cabeza era la condenatoria. Así que David lo había hecho de esa manera…
Roger se dio cuenta de que seguía mirando a Ronald y que éste tampoco le sacaba la vista de encima. Tenía la plena seguridad de que los pensamientos que acababa de arrojar lejos de sí eran los mismos que Ronald acababa de arrojar igualmente fuera de su cabeza.
En voz alta dijo:
—Es un inconveniente.
—Sí —confirmó Ronald.
4
La casa del doctor Mitchell era de alegre ladrillo rojo, con un pequeño jardín en la parte delantera, lleno de arbustos floridos, un prado cubierto de césped a un lado y rosales en la parte de atrás. Estaba situada en una avenida muy bonita, cubierta de verdor, por lo que Roger no tuvo dificultad ninguna en localizarla siguiendo las instrucciones que le había dado Ronald. Roger había pedido a éste que lo llevara en coche hasta la encrucijada de Westerford, desde donde podía dirigirse a pie a casa del doctor Mitchell, ya que consideraba poco prudente que Ronald lo acompañara hasta la misma casa. Dadas las circunstancias, Ronald podía estar entre los sospechosos, por lo que era mejor que no pareciese que trataba de intervenir en las pruebas obtenidas por los médicos.
En este aspecto, Roger podía encontrarse en el mismo caso que él, pero como a él no le conocía nadie en Westerford, podía pasar más inadvertido que Ronald o que el coche de Ronald.
Esperó la llegada del doctor Mitchell en una habitación de aire más bien severo, con un solemne escritorio en uno de los ángulos y un absurdo piano en otro.
—¿Es usted, Sheringham? ¡Vaya sorpresa! Pase a la habitación de al lado y tomaremos el té.
El doctor Mitchell, que había dejado de ser Jack el Destripador para convertirse en un respetable médico con bata blanca, estaba evidentemente complacido de verle.
Pero Roger no tenía tiempo de tomar el té, pese a sentir remordimientos de conciencia por tratar de apartar al médico de la señora que esperaba en la habitación de al lado y que indudablemente se pasaría quince minutos maldiciéndole los huesos.
—Muchas gracias, pero tengo mucha prisa. ¿Puede dedicarme sólo un par de minutos, o está usted en pleno té?
—En absoluto. Siéntese. Supongo que no ha venido a consultarme como profesional, ¿verdad?
El doctor Mitchell se sentó ante el solemne escritorio y Roger tomó asiento delante de él.
—No. Por lo menos, no exactamente. Lo único que quería era hacerle una o dos preguntas sobre la señora Stratton.
—¿Ah, sí? —dijo el doctor Mitchell, complacido, pero con una cierta reserva.
—Seguramente usted sabe —empezó Roger— que en diferentes ocasiones he hecho algún trabajo por cuenta de la policía.
—Claro que sí, pero supongo que no va a decirme que está interesado en la muerte de la señora Stratton desde este punto de vista.
—No, no, lo que yo quería decirle es que, por el hecho de haber trabajado tanto con la policía, sé interpretar los signos y, hablando entre nosotros, tengo la más absoluta seguridad —dijo Roger francamente— de que no están nada satisfechos con la muerte de la señora Stratton.
Había planeado con toda atención la mejor manera de abordar al doctor Mitchell.
En el rostro de su interlocutor apareció la sombra de una preocupación.
—A decir verdad, Sheringham, a mí también me inquieta este aspecto. No sé qué se traen entre manos, pero eso de pedir una autopsia, etcétera, etcétera…
—Me parece que yo sí sé qué se traen entre manos —dijo Roger con aire confidencial— y es lo siguiente: sospechan que se les oculta algo y quieren saber qué es. Lo que ocurre es que les parece sumamente extraño que la señora Stratton se haya quitado la vida en una fiesta, donde el ambiente debería ser animado y alegre y al mismo tiempo…
—Depresión alcohólica —intervino el doctor Mitchell.
—Sí, es un punto de vista interesante —dijo Roger, agradecido.
—He estado a punto de hacerlo constar en mi informe como causa coadyuvante —dijo el doctor Mitchell, un poco inquieto—. Supongo que todo esto queda entre nosotros, ¿verdad?
—Totalmente y pienso que debemos ser francos, como entenderá en seguida. La otra cosa que la policía encuentra curiosa, como me ha dicho el propio inspector —dijo Roger, sin ceñirse estrictamente a la verdad—, es que David Stratton les advirtiera acerca de la posibilidad de suicidio antes de saber que se había producido, cuando con anterioridad a esa ocasión no lo había hecho nunca. ¿Estaba usted enterado de ese particular?
—Sí, anoche oí algo de eso, pero no veo del todo la causa de la extrañeza.
—Pues esto es porque ellos sospechan que puede haber una causa directa para que la señora Stratton hiciera lo que hizo —dijo Roger sacando el as—, por algo más que por mera depresión o por melancolía, y sospechan que puede existir una conspiración por nuestra parte para desmentir esta hipótesis.
—Pero ¿qué causa directa puede haber?
—Pues un altercado violento entre ella y otra persona, probablemente su marido, o una escena de algún tipo. Una cosa así.
—Pero nosotros podemos demostrar que esto es falso.
—¡Si nos dejan! —exclamó Roger—. Usted ya conoce los métodos de la policía cuando empieza con sospechas. De momento aplaza la encuesta para después de la identificación formal de las pruebas. Y usted ya sabe lo que vendrá después: los periódicos se apoderarán del caso y…
El doctor Mitchell movió la cabeza afirmativamente.
—Ya entiendo.
—Precisamente se trata de una fiesta con respecto a la cual no nos interesa a ninguno de nosotros que se hagan comentarios, sobre todo porque ha terminado con una muerte de verdad. Ya se puede usted imaginar que empezarían a revolverlo todo y que ninguno de los asistentes quedaría incólume. A todos nos interesa que la encuesta no se aplace mañana y que todo transcurra normalmente y con la máxima rapidez posible. Y supongo que, más aún que a nadie, a quien más interesa es a usted y al doctor Chalmers.
El doctor Mitchell lanzó un suspiro.
—Amigo Sheringham, ¡si usted supiera la de cosas ridículamente insignificantes que pueden ofender a un médico! Sí, supongo que efectivamente nos interesa.
—Muy bien, entonces. Estoy trabajando para disipar las sospechas de la policía y me gustaría que usted me prestara toda la ayuda posible.
—Haré con gusto todo lo que esté en mi mano, siempre que no se aparte demasiado de los procedimientos profesionales.
—Perfecto. Pensaba visitar al doctor Chalmers, pero he recordado que charlé ayer con él y que, en cambio, no lo había hecho con usted. Por otra parte, sé que él va a testificar sobre un punto importante, pero no estoy al corriente de la opinión de usted. Chalmers considera que la señora Stratton era una personalidad propensa al suicidio. ¿Y usted?
—Sí, no hay duda.
—Bien. ¿Y esto pese a que es una observación manida la de que la gente que habla de suicidio no se suicida? —se aventuró a decir Roger.
—Creo que es una observación que puede ser válida para toda persona normal. Por supuesto que estoy preparado a respaldar a Phil en lo referente a este punto. Es algo totalmente obvio, y estimo que hay que exceptuar a la señora Stratton de esa observación tan general. Era una persona sumamente irresponsable y dispuesta a actuar por impulso, aunque fuera desatinado.
—Perfectamente. Sus explicaciones son completamente satisfactorias. Ahora bien, ¿está de acuerdo con Chalmers en relación con la hora de la muerte? Creo que él la sitúa alrededor de las dos de la madrugada, es decir, al cabo de media hora de haber abandonado el salón de baile.
—Sí. Es muy difícil de precisar, ¿comprende?, y más en el caso de una muerte repentina y, encima, con el frío que reinaba en la azotea, pero de todos modos no hay duda de que la muerte se produjo no más de una hora después de haber dejado el salón de baile y, más probablemente aún, al cabo de una media hora.
—Cuanto antes, mejor —dijo Roger, con una cierta frivolidad.
El doctor Mitchell lo miró con aire interrogativo.
—Usted ya se daría cuenta del estado en que se encontraba Ena cuando salió del salón de baile. Sin necesidad de entrar en detalles con la policía, indudablemente podemos decirles que salió del salón furiosa, y que hasta aquel momento se había estado torturando, en realidad sin ningún motivo. Es posible que ya entonces hubiera en ella el impulso suicida. Cuanto más se retrase el momento de la muerte, más tiempo se deja para la reflexión y menor es el impulso.
—Ya comprendo lo que quiere decir —dijo lentamente el doctor Mitchell—. Sí, quizá cuando he hablado de una hora estaba exagerando un poco. Después de todo, Chalmers tiene más experiencia que yo y lo más probable es que tenga razón al reducir el tiempo a media hora.
—Esto como límite extremo, puesto que podría ser que el hecho se hubiera producido inmediatamente, ¿verdad?
—Sí, claro. Inmediatamente.
—Bien, y ahora otra cosa: usted presentó anoche su informe al inspector. ¿Lo ha presentado ya al superintendente?
—Sí, pensaba ir a verlo esta tarde, pero ha venido él directamente a verme a mí después de comer. También hemos hablado de la autopsia.
—¿Sí? ¿Y qué le ha dicho usted sobre la autopsia?
—De hecho no había que añadir nada a lo que ya había dicho al inspector. Me ha hecho un montón de preguntas.
—¿Ah, sí?
—Sí, pero yo no le he podido decir otra cosa que ésta: que no podía darle más informaciones hasta después de la autopsia.
—Sí, claro. Ahora bien, he sabido esta tarde que han encontrado una serie de magulladuras en el cadáver y, más particularmente, una en la parte trasera de la cabeza.
—Sí, en efecto. No era importante y estaba cubierta por el cabello, exactamente en la parte trasera del cráneo, pero supongo que anoche no se nos habría pasado por alto si no lo hubiéramos anotado todo con tantas prisas.
—Claro.
Roger hizo una pausa. Ahora que había llegado al punto crucial de la entrevista, no se sentía del todo seguro en cuanto a la manera de abordarlo. De una manera u otra, el doctor Mitchell tenía que ayudarlo a encontrar una explicación de aquella contusión, pero él no podía insinuarle la explicación que debía darle. Sin embargo, Roger estaba seguro de que la policía sacaría las mismas conclusiones con respecto a la magulladura que él mismo había sacado y, si las otras magulladuras del cuerpo eran ya bastante probatorias, aquella contusión, suficiente para dejar sin sentido a la víctima, podía ser fatal. Había que encontrar una explicación convincente de aquella magulladura antes de pensar en establecer nada más.
—Sí —dijo por fin, cogiendo el toro por los cuernos—, ¿y cómo explica usted la presencia de esta magulladura en la cabeza, Mitchell?
—Pues —dijo el doctor Mitchell de forma contundente— supongo que alguien le daría un golpe.
Roger lo contempló, desesperado: era lo peor que podía haber dicho.
—¿Es ésta la única explicación posible? Quiero decir que esta magulladura parece responder a una pelea que sabemos que no tuvo lugar —añadió tímidamente.
—Tiene que haberse dado un buen golpe en la cabeza para producirse una magulladura como ésta —añadió el doctor Mitchell, razonando los hechos.
—Sí, pero ¿no podía haberse dado ese golpe ella misma?
—Indudablemente, sí. Pero dígame, ¿la gente suele darse golpes en la parte de atrás de la cabeza?
—Me estoy refiriendo a un golpe con el dintel de una puerta o con algo parecido.
—A menos que caminara para atrás…
Roger sintió que estaba perdiendo los asideros.
Se sentía atado de pies y manos al advertir que no podía explicar las cosas con claridad. Le era imposible explicar que la policía, al sospechar no ya un suicidio, sino algo mucho más serio, seguramente se había preguntado si lo único que se tenía como signo de violencia era aquel golpe en la parte trasera de la cabeza, debido a la ausencia de cualquier indicación en el pavimento de asfalto de que había habido un forcejeo, puesto que es sabido que el asfalto queda marcado con mucha facilidad y es indudable que, de haber existido forcejeo, habría habido marcas en el suelo. Sin embargo, lo único que tenían era aquel signo.
—¿Podría haberse dado el golpe de alguna otra manera que no fuera recibiéndolo de otra persona? —preguntó, desesperado—. Y lo mismo en relación con las magulladuras del cuerpo.
El doctor Mitchell se había puesto serio.
—Veo perfectamente qué quiere usted decir, Sheringham, pero no hay forma de escapar de la realidad. Parece como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Bryce también lo ha dicho y con toda seguridad lo hará constar en su informe. Lo que dijo fue, literalmente, lo siguiente: «¡Vaya, vaya!, ¿quién habrá golpeado a Ena?».
—¡Maldita sea! —dijo Roger, abatido.
Pero de pronto volvió hacia su interlocutor un rostro sumamente excitado.
—¡Mitchell! ¿Tenía rotas las medias a la altura de las rodillas?
—¿Las medias? Me parece que no. No, estoy seguro de que no lo estaban, porque tenía una pegada a la rótula con una mancha de sangre seca y no había otra señal antes de que se la bajásemos. ¿Por qué?
—Pues porque esto lo explica todo —dijo Roger, radiante de felicidad—. Explica todas las magulladuras. ¿Quiere que le diga dónde se hizo la contusión de la parte de atrás de la cabeza? Pues al golpearse la cabeza con el piano de cola.
—¿El piano de cola?
—Sí, en la sala de baile. ¡Dios mío, qué estúpido he sido! Es evidente que no podía haberse hecho las contusiones de las rodillas en la azotea, porque el asfalto le habría roto las medias. Pero ¿qué puede arañar la carne que hay debajo de un tenue velo de seda sin desgarrar la seda? Pues una fricción moderada contra una superficie de madera barnizada. Dicho con otras palabras, todos nosotros vimos a la señora Stratton cuando se magullaba las rodillas y todo el resto del cuerpo… suponiendo que la estuviésemos mirando. ¿Me comprende ahora?
—¿Se refiere a la danza apache que bailó con Ronald?
—Naturalmente.
Roger clavó los ojos en el alumno. Es mucho mejor para el alumno decir con su propia voz cuál es la conclusión obvia. Esto significa que, cuando después, a solas, vuelva a pensar en aquello, lo verá de manera clarísima, sin que haya que sugerirle la respuesta y que, en consecuencia, quedará adherido a aquella solución como si estuviera pegado a ella.
—¡Madre mía! —continuó Roger—, sí, ahora me acuerdo que la vi cuando se levantaba justo al lado del piano. ¿No lo recuerda Mitchell?
—No, la verdad es que no me fijé.
—¡Oh, sí! —dijo Roger, entusiasmado, pese a que no lo había visto, pero ya plenamente decidido a que la señora Lefroy también lo hubiera visto, al igual que Ronald y que Colin.
—Sí, se golpeó con la cabeza y dijo: «¡Uy, menudo golpe!, repítelo, Ronald», o una cosa parecida.
—Bien, entonces ahí está la explicación, no hay duda —convino el doctor Mitchell, que parecía igualmente aliviado.
—Sí, y supongo —añadió Roger, con una cierta angustia provocada por un efímero remordimiento— que todas las magulladuras podrían explicarse de la misma manera.
—Sin duda. Se cayó una o dos veces con todo su peso. Yo en aquel momento pensé que se había hecho daño, pero la verdad es que parecía gustarle.
—Precisamente, y éste es otro punto que me gustaría que fuera expuesto al jurado. Seguro que estarán dispuestos a creer que una persona a la que le encanta hacerse daño no es reacia a la idea de suicidio. Y que, en consecuencia, se suicidó. ¡Perfecto, de lo más satisfactorio! ¿No me había hablado hace un momento de una taza de té?
El doctor Mitchell se levantó con gran presteza.
5
Roger atravesó casi con pasos de baile el umbral de la puerta principal de la casa de Ronald Stratton. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Ahora sólo quedaba una dificultad y el hecho de resolverla dependía no de la policía sino de Colin.
Pero antes de llevar las buenas noticias a Ronald, Roger subió corriendo escaleras arriba y se dirigió al salón de baile. Y, una vez allí, hizo algo sumamente lamentable.
Cerrando cuidadosamente la puerta tras él, escogió una zona llena de entrantes y salientes del borde inferior del piano de cola y, poniéndose a gatas, restregó fuertemente la cabeza contra el mueble. En toda cabeza cubierta de cabello hay una cierta cantidad de grasa, por lo que Roger pudo contemplar con evidente deleite la leve mancha que habría causado en la bruñida superficie recubierta de barniz. Le habría encantado añadir al resultado un hermoso cabello negro pero, por desgracia, no disponía de aquel elemento.
Pensaba que era una muestra de escasa cortesía, sabiendo que la policía probablemente la buscaría, no gratificarla con una prueba tan hermosa.
A continuación se dispuso a ir en busca de Ronald y de la señora Lefroy para contarles todo lo que había visto. Ni le pasaba siquiera por la cabeza que una ética como la suya podía ser cuestionable…, como tampoco que Ena Stratton pudiera realmente haberse dado un golpe en la cabeza con el piano de cola.