I

LA HORCA

I.- La horca

1

DE LA TRIPLE HORCA colgaban perezosamente tres figuras: una mujer y dos hombres.

En la calma de la noche sólo se oía el leve crujido de las cuerdas. Un farol de cuerno, montado sobre el triángulo formado por los travesaños, se bamboleaba movido por un ligero vientecillo haciendo que las tres sombras saltaran y corvetearan en el suelo como si participaran de una grotesca danza de la muerte, igual que una macabra parodia de una película de sombras chinescas pasada a cámara lenta.

—Muy bonito —dijo Roger Sheringham.

—Verdaderamente encantador, ¿verdad? —admitió el dueño de la casa.

—Dos peleles y una pelela.

—¿Una pelela?

—¿Stevenson, en Catriona, no les llama peleles? Pues supongo que el femenino debería ser pelelas.

—Sí, supongo que sí.

—Eres un diablo morboso, ¿eh, Ronald? —comentó Roger con aire un tanto inquisitivo—. ¿Lo eres o no?

Ronald Stratton se echó a reír.

—Me ha parecido que en una fiesta de víctimas y asesinos no podía faltar una horca. Me he pasado qué sé yo el tiempo rellenando los muñecos de paja. Tienen metidos en su cuerpo dos trajes míos y un vestido viejo que sólo Dios sabe de dónde habrá salido. Podré ser morboso, pero cuando hago algo, lo hago a conciencia.

—Es de lo más convincente —dijo Roger con toda cortesía.

—Lo es, ¿verdad? ¿Quieres que te diga una cosa? No me gustaría nada que me colgaran. Lo encuentro de lo más ignominioso, por no decir otra cosa. En serio, Roger. No creo que guarde proporción con un asesinato en sí. Bueno, vayamos abajo y tomemos una copa.

Los dos hombres se dirigieron a la puerta, metida en uno de los frontones, que comunicaba la gran azotea en la que se había instalado la horca con el resto de la casa. El pequeño frontón sobre la puerta proyectaba en ángulo recto otro más grande y, casi en el ángulo del mismo había un corto tramo de escaleras de hierro que conducía a las tejas y que, al parecer, terminaba en nada. El resplandor de la luna, que se reflejaba sobre el metal, atrajo la mirada de Roger, que volvió la cabeza hacia la luz.

—¿Qué hay allá arriba? Supongo que no habrá otra azotea.

—Pues sí, pero pequeñita. Hice construir un piso sobre la parte superior de esos dos frontones paralelos, porque eran de lo más molesto cuando nevaba o cuando había una tempestad. Pensé que un piso sería un excelente punto de observación, porque la verdad es que desde allí se tiene una vista maravillosa. Lo que pasa es que sólo subo, como mucho, una vez al año.

Roger asintió con la cabeza y los dos atravesaron la puerta y bajaron las escaleras que arrancaban del tejado. Atravesaron el rellano superior del hueco de una antigua escalera, cruzaron la puerta abierta de un inmenso salón con vigas de roble y rincones llenos de sombra en el techo de dos aguas, donde había una docena de asesinos y asesinas que bailaban sobre un suelo de madera al son de una radio gramola modernísima y se metieron en otra habitación, aproximadamente de las mismas dimensiones, al otro lado del rellano.

Así que hubieron pasado a la zona iluminada, pudo verse que el interlocutor de Roger iba pintorescamente ataviado con un traje de terciopelo negro cuyos pantalones le llegaban a la rodilla, puesto que él y su hermano más pequeño, David Stratton, hacían el papel de Príncipes de la Torre. Roger por su parte, fiel, como la mayoría de los caballeros asistentes a la fiesta, al convencional traje de etiqueta con corbata negra, había anunciado que era el Caballero George Joseph Smith, famoso en Brides-in-the-Bath, y que ignoraba que hubiera debido presentarse vestido de frac y con corbata blanca.

Stratton se sentía hospitalario en materia de botellas.

—¿Qué vas a tomar?

—¿Qué tienes? —preguntó su invitado prudentemente.

Después de que Roger hubiera sido obsequiado con una jarra de vieja cerveza y de que su anfitrión se hubiera servido un whisky con soda, los dos hombres apoyaron sus espaldas en la gruesa viga transversal de roble de la enorme chimenea y, al tiempo que se calentaban agradablemente las regiones tradicionalmente masculinas, siguieron hablando jovialmente sobre el tema de las muertes repentinas.

Roger no conocía muy a fondo a Ronald Stratton. Éste era una especie de diletante: un hombre de mediana edad, relativamente rico, que se dedicaba a escribir novelas policíacas por la simple razón de que le divertía hacerlo. Sus libros eran convincentes, imaginativos, pero hacían gala de un sentido del humor más bien lamentable. La idea de aquella fiesta reflejaba exactamente el tratamiento ligero que él daba a la muerte en sus libros. Debía de haber en la fiesta un par de docenas de invitados, no más, y se suponía que cada uno debía representar a un asesino famoso o a su víctima. La idea no era original en un sentido estricto, si bien lo era, y de una manera realmente peculiar, el adorno consistente en una horca instalada en la azotea de la casa.

Nominalmente la fiesta se celebraba en honor de Roger, quien, junto con media docena de personas más, había sido invitado a pasar el fin de semana, aunque Roger pensaba para sus adentros que su presencia en la casa parecía más un pretexto que la causa real de la fiesta.

De todos modos, no pensaba dedicar sus cavilaciones a aquella consideración. Stratton le gustaba y le divertía, aparte de que la fiesta, que no hacía más que una hora que había empezado, prometía ser entretenida. Su mirada vagó por la sala y se posó en el extremo opuesto de la misma, donde una mesita baja, exquisitamente bruñida, llena de botellas y vasos, hacía las veces de bar, aunque con escaso lucimiento. La mayor parte del resto de invitados bailaban con la música de un aparato de radio en la sala de al lado y, junto al bar, la señora Pearcey contaba la historia de su vida al doctor Crippen.

No era la primera vez que la mirada de Roger se había detenido en la señora Pearcey, puesto que ésta parecía invitar a que todos los ojos se posaran en ella, no por su aspecto físico, que no era nada relevante, ni tampoco por una razón tan vulgar como el coqueteo, sino simplemente porque era una mujer que parecía decidida a que, dondequiera que se encontrase, todo el mundo estuviese pendiente de ella. A Roger, que estaba siempre al acecho de tipos interesantes, también le interesaba. Consideraba, además, que probablemente era significativo que aquella señora hubiera escogido el papel poco lucido, pero por otra parte indudablemente interesante de la señora Pearcey, en lugar del disfraz más vistoso que hubiera requerido el de Mary Blandy. Había una Mary Blandy, pero estaba fuera de toda duda que la señora Pearcey era más efectiva que ella.

Se volvió a Stratton.

—Esa señora Pearcey que está al otro lado… me parece que todavía no me ha sido presentada… creo que es tu cuñada, ¿verdad?

—Lo es —dijo Ronald Stratton en un tono de voz despojado de pronto de su nota humorística habitual y transformado en monocorde e inexpresivo.

—Me lo figuraba —dijo Roger con descuido, si bien preguntándose por qué había cambiado de aquella manera la voz de Stratton.

Era a todas luces evidente que su cuñada no era de su gusto, pese a lo cual Roger pensó que no era motivo suficiente para adoptar aquel tono de suprema indiferencia. Con todo, era imposible hacer ninguna otra deducción al respecto.

Stratton empezó a hacer preguntas a Roger acerca de los casos que su invitado había estudiado, a las que éste respondió sin su entusiasmo habitual: sus oídos estaban prendidos de la conversación en voz baja que estaba teniendo lugar al otro lado de la habitación, monólogo más que conversación. La música que venía del salón de baile impedía oír las palabras, si bien el tono era elocuente. Las palabras no cesaban de fluir y a Roger le pareció detectar en ellas una nota de noble resolución, mezclada con una corriente más profunda de resignación cristiana. Se preguntaba qué demonios podía estar contando aquella mujer que no dejaba un momento de hablar, aun cuando advirtiera que, fuera lo que fuera, el doctor Crippen se aburría soberanamente. Roger se confesaba sin rebozo que hubiera dado lo que fuera para saber de qué se trataba.

El baile terminó y algunos de los bailarines afluyeron al bar. Un hombre corpulento, de rostro noble y agradable, se dirigió a grandes zancadas hacia Stratton y Roger.

—¿Qué hay, Ronald?

—Hola, Philip. ¿Cumpliendo con tu deber?

—No, con el tuyo. He bailado con tu novia, y he de decir que es un encanto, mi querido amigo —dijo el recién llegado, en tono de ingenua sinceridad, igualmente encantadora.

—Exactamente lo que yo pienso —dijo Ronald con una sonrisa irónica—. A propósito, ¿conoces a Sheringham? El doctor Chalmers, Sheringham.

—¿Cómo está usted? —dijo el médico, dándole la mano con evidente satisfacción—. Su nombre me resulta muy familiar.

—¿En serio? —dijo Roger—. Bien, cosas así son las que ayudan a vender.

—Bueno, no he llegado a comprar ningún libro suyo, pero la verdad es que los he leído.

—Mejor que mejor —dijo Roger, con sonrisa más bien sarcástica.

El doctor Chalmers se quedó unos momentos más y al poco rato fue a buscar una copa para su pareja.

Roger, dirigiéndose a Stratton, dijo:

—Un hombre particularmente simpático, ¿verdad?

—Sí —asintió Stratton—. Su familia y la mía, así como la familia de su mujer, se relacionaron durante años y años, por lo que Chalmers es, de hecho, uno de mis más viejos amigos. El hermano mayor de Philip es de mi edad, mientras que Philip es más amigo de mi hermano que mío, pero es un hombre que me encanta. Es totalmente franco, siempre dice lo que piensa y es el único Philip que he encontrado en mi vida que no sea pedante. Más ya no se pedir.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Roger—. ¿Qué es eso? ¿Es música lo que oigo? Supongo que será mejor que vaya también a cumplir un poco con mi deber. Anda, preséntame a alguien con quien pueda bailar, ¿quieres?

—Te voy a presentar a mi novia —dijo Stratton, acabándose la bebida.

—¡Qué extraño! —observó Roger con aire negligente—. Yo siempre me había figurado que estabais casados.

—Lo estábamos, pero nos divorciamos. Y ahora me volveré a casar. Tienes que conocer a mi exmujer. Es una mujer estupenda. Está aquí, con su prometido. Somos la mar de amigos.

—Me parece muy sensato —aprobó Roger—. Si alguna vez me caso y debo divorciarme, estoy seguro de que quedaré tan agradecido a mi mujer que seremos lo que se dice la mar de amigos.

Se dirigieron juntos al salón de baile.

Roger, interesado, observó que la señora Pearcey estaba exactamente delante de ellos, ahora con un desconocido. Era evidente que había dejado al doctor Grippen.

—¿Qué hay, Ronald?

Una voz de entonación baja y mesurada les había asaltado por detrás. Al volverse, se encontraron con el doctor Crippen, que parecía desesperadamente aferrado a un enorme vaso de whisky con soda. En el bar no había nadie más.

—Hola, Osbert —dijo Stratton.

—Una cosa…

El doctor Crippen se les acercó furtivamente con aire subrepticio, como el que adoptaría una persona que no estuviera totalmente segura de si pisa o no terreno firme.

—Una cosa… —repitió.

—¿Sí?

—Una cosa —volvió a repetir el doctor Crippen, con una ligera sonrisa entre confidencial y culpable—, ¿está como una chota tu cuñada, Ronald? ¿Qué dices? ¿Lo está?

—Totalmente —dijo Ronald con aire tranquilo—. ¡Vamos, Sheringham!

2

La prometida de Ronald Stratton resultó una mujer sumamente agradable, aproximadamente de la misma edad que él, con el cabello muy rubio y una sonrisa encantadora, y que dijo tener dos hijos y llamarse señora Lefroy. Llevaba un vestido del siglo diecisiete, de brocado blando y con miriñaque, maravillosamente a tono con la coloración de sus cabellos.

—¿Así que ya ha estado casada? —preguntó Roger, con naturalidad, así que empezaron a bailar.

—Todavía lo estoy —replicó la señora Lefroy, sorprendida—. Eso es lo que creo, por lo menos.

Roger emitió un carraspeo a manera de excusa.

—Me había figurado que estaba prometida con Ronald —dijo con cierta torpeza.

—Sí, lo estoy —dijo la señora Lefroy con viveza.

Llegado a este punto, Roger renunció.

—Tengo concedida la anulación —explicó la señora Lefroy—, pero todavía no se ha llevado a cabo.

—Esta fiesta es de lo más moderno —observó Roger con voz suave, al tiempo que hacía un quiebro un tanto violento para evitar a otra pareja que parecía no saber por donde andaba.

Al pasar por su lado advirtió que la mencionada pareja estaba formada, por lo que a su mitad femenina se refería, por la señora Pearcey, la cual estaba hablando con tanta seriedad con su acompañante que éste apenas podía concentrarse en el baile.

—¿Moderna? —repitió como un eco la señora Lefroy—. ¿Lo cree en serio? Únicamente lo es en lo que respecta a los Stratton y a mí, me parece… Suponiendo que por «moderno» entienda usted no sólo la disposición a reconocer que uno se ha equivocado en su matrimonio, cosa que hacen la mayoría, sino también la disposición a rectificar, cosa que la mayoría no tiene el valor de hacer.

—¿Y se siente dispuesta a probar por segunda vez?

—Sí, claro. Equivocarse una vez no quiere decir equivocarse siempre. Por otra parte, yo siempre he creído que el primer matrimonio no cuenta, ¿no le parece? Una está tan atareada tratando de pescar marido que casi es inevitable una especie de resentimiento contra él al advertir que se ha equivocado. Y cuando el resentimiento está por medio, la cosa ya no tiene arreglo. De todos modos, aquí está una, a punto y entrenada para acoger al próximo. Después de todo, con alguien hay que hacer el aprendizaje, lo cual no quiere decir que haya que cargar con el muerto para el resto de la vida, ¿no le parece?

Ella se echó a reír y Roger también.

—Pero a lo mejor el otro matrimonio se convierte en otro aprendizaje. ¿Hay que cargar con otro muerto?

—No, ¡qué va! Ya está todo aprendido. Hablando en serio, señor Sheringham, una persona no es igual a los treinta y cuatro que a los veinticuatro. Entonces, ¿por qué va a seguir aviniéndose con la persona con la cual se avenía hace diez años? Lo más probable es que tanto esa persona como uno mismo hayan evolucionado cada uno por cuenta propia y siguiendo caminos diferentes. Soy de la opinión de que hay que cambiar de pareja cuando uno ha terminado de evolucionar, salvo por supuesto en los raros casos en que resulta que los dos han evolucionado a la par.

—No es necesario que se disculpe por su divorcio, ¿sabe? —murmuró Roger.

La señora Lefroy volvió a echarse a reír.

—¡Ni en sueños! Precisamente se trata de un asunto en el que me siento muy segura. Lo que pienso es que las leyes sobre matrimonio son absolutamente lamentables. En lugar de ser el matrimonio fácil y el divorcio difícil, tendría que ser al revés. Las parejas deberían presentarse al juez y decirle: «Mire usted, señor juez, hace dos años que vivimos juntos y estamos completamente convencidos de que nos avenimos. Hemos traído a unos testigos que jurarán que estamos terriblemente enamorados el uno del otro y que rara vez nos peleamos y que, además, nos gustan las mismas cosas… y los dos tenemos buena salud. Estamos seguros de que nos conocemos perfectamente, así que tenga la bondad de casarnos. ¿Puede ser ahora?». Y entonces el juez debería casarlos de forma condicional y si, al cabo de seis meses, el procurador real no podía demostrar que no se avenían o que no se querían o que mejor estarían separados que juntos, entonces podría declararse el matrimonio pronunciado. ¿No encuentra que sería una buena idea?

—Es la mejor idea que he escuchado en mi vida en relación con el matrimonio —dijo Roger, francamente convencido— y eso que yo tengo las mías.

—Sí, claro, ya lo sé. La idea de usted es que lo mejor es no casarse. Bueno, en cuanto a eso se podría decir alguna cosa. Por lo menos mi futuro cuñado estaría de acuerdo con usted en este punto.

—Supongo que se está refiriendo al hermano de Ronald, ¿no es así?

—Sí, me imagino que ya lo conoce. Aquel muchacho tan guapo y rubio que baila con la mujer de las mangas jamón… la señora Maybrick.

—No, pues no lo conozco. ¿Por qué estaría de acuerdo conmigo?

—¡Oh! —dijo la señora Lefroy con un cierto aire de culpabilidad—. Quizá no habría tenido que decir nada. Después de todo, yo no sé más que lo que Ronald me ha contado.

—¿Es un secreto? —arguyó Roger, con no disimulada curiosidad.

—Pues, supongo que sí, en cierta manera. En cualquier caso, no creo que esté bien comentarlo. Pero yo diría —añadió la señora Lefroy con una sonrisa— que hay secreto para rato, porque no tiene usted más que mirar a su mujer.

—La miraré —dijo Roger—. Entretanto, ¿le importaría decirme de quién se supone que va usted disfrazada?

—¿No lo ha adivinado? Y yo que me figuraba que era criminólogo —dijo la señora Lefroy bajando los ojos y mirando, no sin cierta vanidad, su ampulosa falda blanca.

—Como no entiendo de vestidos…

—Pues bien, soy la marquesa de Brinvilliers. ¿No ha reconocido el verde arsénico de mi collar? Y eso que me había parecido que era un detalle terriblemente sutil.

Y cogiendo el bolso y los guantes de terciopelo blanco que tenía sobre el piano de cola, echó un vistazo a la habitación.

—Veo que Ronald está buscándola —lamentó Roger.

Sintió la aparición de Ronald, que se presentó como si acudiera a reclamar a su prometida en respuesta a su mirada. Le pareció que la señora Lefroy era una mujer de ideas y sabía que las mujeres de ideas son raras. Como también los hombres, por otra parte.

3

Roger, como cuadraba en un hombre, se deslizó hacia el bar.

Aquella impresión suya de que la fiesta iba a ser interesante había quedado confirmada. El hecho de que asistiera a la misma tanto la antigua señora Stratton como la futura, las dos deshechas en sonrisas y en manifestaciones de cordialidad, absolutamente llenas de naturalidad, le encantaba. Así es como debían hacerse las cosas en una época civilizada.

En el bar se encontró con Chalmers, y otro médico local, que en cierta ocasión había representado a Inglaterra jugando al rugby, un hombre de figura achaparrada. Llevaba un pañuelo rojo y blanco atado al cuello y un antifaz negro que se había levantado y colocado sobre la frente, y tenía las manos salpicadas de pintura roja. Los dos hombres estaban hablando, como es costumbre entre médicos, de las obscenas interioridades de alguno de sus desgraciados pacientes, que el doctor Mitchell se había encargado aquella tarde de sacar al exterior. Junto a ellos había una señora delgada y oscura, de aire huraño. Roger reconoció en ella a la señora Maybrick, la de las mangas jamón, que había estado bailando con David Stratton.

—¡Hola, Sheringham! —le saludó el doctor Chalmers—. Aquí nos tiene, hablando de nuestras cosas, me temo.

—¿Habláis alguna vez de otra cosa? —observó con acritud la dama oscura y delgada.

—Señor Sheringham, mi esposa —dijo el doctor Chalmers con la mayor cordialidad—. Y éste es Frank Mitchell, otro de nuestros médicos locales.

Roger se declaró encantado de conocer a la señora Chalmers y al doctor Mitchell.

—Pero usted —añadió clavando los ojos en el pañuelo que llevaba atado al cuello y en el antifaz de este último—, ¿a quién se supone que representa? Yo que me figuraba conocerlos a todos de memoria, no lo sitúo en ningún lado. ¿Son ustedes los Brown y Kennedy?

—No, yo soy Jack el destripador —dijo el doctor Mitchell, lleno de orgullo y, mostrando sus manos salpicadas de rojo, añadió—: Esto es sangre.

—¡Qué asco! —dijo la señora Chalmers-Maybrick.

—Totalmente de acuerdo con usted —dijo Roger, educadamente—. También yo prefiero los métodos de usted. Creo que usó arsénico, ¿no es verdad? O, según opinión de otra escuela, no lo utilizó.

—Suponiendo que lo usase, es lástima que lo gastase todo —dijo la señora Chalmers con una risita—. Podría haberme guardado un poco para emplearlo con otros propósitos.

Un tanto desconcertado, Roger esbozó una sonrisa cortés, que se esfumó en seguida al observar que entre los dos doctores se cruzaba una mirada significativa, una mirada que, pese a que no pudo interpretar, le pareció que transmitía una especie de mutua advertencia. Fuera lo que fuera, los dos médicos rompieron a hablar en seguida.

—Supongo que no conoces muchos… perdón, Frank.

—Hablando de arsénico, me pregunto si… perdón, Phil.

Hubo una pausa incómoda.

Roger pensó que todo aquello era muy extraño. ¿Qué demonios ocurría en aquella casa?

Para llenar la pausa, dijo:

—Me desconcierta completamente, Chalmers. Usted no parece ir disfrazado como los demás.

—Phil no se disfrazará nunca —observó la señora Chalmers con aire resentido.

El doctor Chalmers, que parecía poseer unas dotes envidiables para ignorar paladinamente las observaciones que se permitía hacer su esposa, replicó con gran entusiasmo:

—Yo soy un asesino no descubierto y voy así para hacerle a usted un cumplido, puesto que conozco su teoría acerca de que el mundo está lleno de asesinos impunes.

Roger se echó a reír.

—A eso yo le llamo no jugar limpio.

—De todos modos —intervino la señora Chalmers—, Philip es incapaz de matar a nadie, ni siquiera para salvar su vida.

Lo había dicho como si aquello fuera un agravio que datara de antiguo.

—Pues bien, seré un médico-asesino no descubierto, si lo prefieren —dijo el doctor Chalmers, con total ecuanimidad—. Me imagino que los hay a montones por ahí, ¿no crees, Frank?

—¡Seguro!… —admitió el doctor Mitchell con candor—. Vaya, ¿ha parado la música? Pues me parece que voy a…

Y, terminándose lo que estaba tomando, se dirigió a grandes pasos al salón de baile.

—Sólo hace cuatro meses que está casado —observó la señora Chalmers, llena de tolerancia.

—¡Ah! —dijo Roger, al tiempo que los tres intercambiaban unas sonrisas y Roger se preguntaba por qué había de ser cómico que un hombre hiciera cuatro meses que estuviera casado. No entendía por qué era así, pero era indudable que así era. Roger pensó que todo lo que estaba relacionado con el matrimonio tenía que ver con la comedia o con la tragedia, y que todo dependía de si uno lo juzgaba desde fuera o desde dentro.

—¡Dios mío! —exclamó el doctor Chalmers—, pero si usted no toma nada… Sheringham, eso sí que Ronald no me lo perdonaría. ¿Qué quiere que le traiga?

—Gracias —dijo Roger—, hace un momento estaba tomando cerveza.

Se quedó esperando, lleno de agradecimiento, como siempre que alguien se encarga de abrir una botella para que nos bebamos su contenido. Sin embargo, al observar al doctor Chalmers, no pudo evitar observar con qué torpeza se encargaba de ese cometido: en lugar de sostener la botella y la jarra al nivel del pecho, como suele hacer todo el mundo, las sostenía a nivel mucho más bajo y, después de haber llenado la última, Roger observó que dejaba la jarra, que había sostenido con la mano derecha, y que daba con esta mano un empujón hacia arriba al brazo izquierdo para dejar la botella sobre el borde de la mesa. Su incapacidad era tan manifiesta que Roger no se abstuvo de hacer la siguiente observación con respecto a la misma:

—Gracias —dijo, al coger la jarra—. ¿Tiene el brazo mal?

—Sí, tengo unos pequeños problemas que datan de la guerra, ¿sabe usted?

—Philip perdió parte del hombro izquierdo —explicó la esposa de Philip, con aire aburrido.

—¿Ah, sí? Tiene que ser un verdadero inconveniente para usted, ¿verdad? Supongo que no debe de estar en condiciones de operar.

—Oh, sí —dijo el doctor Chalmers, con aire lleno de jovialidad—. La verdad es que es una merma que me plantea muy pocos problemas. Puedo conducir, puedo navegar en yate y también volar cuando consigo despegar… y, por supuesto, puedo operar. Lo único que quedó afectado es el hombro, ¿comprende? No puedo levantar el brazo desde el hombro, pero sí el antebrazo a partir del codo. Podría haber sido peor.

Hablaba con absoluta naturalidad y sin ninguno de aquellos falsos pudores que suelen invadir a los que se ven obligados a hablar de sus heridas de guerra.

—¡Mala suerte! —dijo Roger, sinceramente—. ¡Qué se le va a hacer! Señora Chalmers, ¿no toma usted nada?

—No, todavía no, gracias. No tengo ganas de ponerme en evidencia.

—Estoy seguro de que no lo haría —dijo Roger un tanto desconcertado.

La observación parecía tan directa, que daba la impresión de que sólo podía ir dirigida contra él, si bien no comprendía por qué la señora Chalmers había considerado necesario mostrarse tan maleducada.

—No, no tengo ninguna intención —dijo la señora Chalmers, con aire siniestro y mirándole con fijeza.

Pero Roger en seguida pudo advertir que no le miraba a él, sino que su mirada pasaba por encima de su hombro derecho, por lo que se giró en redondo, para seguirla.

Acababan de entrar algunas personas procedentes del salón de baile, entre las que se contaba la cuñada de Ronald Stratton, la mujer qué iba disfrazada de señora Pearcey. Era en ella que se había clavado la mirada de la señora Chalmers.

Estaba junto al bar, en compañía de un muchacho alto que Roger todavía no conocía, y era evidente que el joven le estaba preguntando qué quería tomar.

—Tomaré un whisky con soda, gracias —dijo con una voz lo suficientemente elevada para resultar ostentosa—. Que sea largo. Esta noche tengo ganas de coger una borrachera. Después de todo, es lo único que vale la pena, ¿verdad?

Esta vez Roger captó la mirada significativa que se cruzó entre el doctor Chalmers y su esposa.

Terminó su cerveza, se excusó con los Chalmers y se fue en busca de Ronald Stratton.

—Tengo que conocer a esa mujer —se dijo—, borracha o sobria.

4

Ronald estaba en el salón de baile y hacía girar ociosamente los mandos de la radio. La música al son de la cual habían estado bailando era transmitida por la Königswusterhausen y Ronald había decidido que la selección era un poco pesada, por lo que estaba buscando música francesa, que estimaba más indicada para la ocasión.

Había junto a él tres personas protestando, por ninguna otra razón especial que la basada en el curioso prejuicio que siente la mayoría de la gente al ver al propietario de un gran aparato de radio manipulando los mandos del mismo. Roger sabía que una de dichas personas era la hermana de Ronald, Celia Stratton, una chica alta, pintorescamente ataviada como una Mary Blandy del siglo dieciocho; las otras dos eran Crippen y una mujer bajita, vestida de chico, a la que no era difícil identificar como la señorita Le Neve.

De la radio salió un momentáneo alarido, emitido por la voz estridente de una soprano, acallada instantáneamente, aunque no con la suficiente rapidez para evitar las críticas que llovieron sobre el manipulador del aparato.

—Déjalo ya, Ronald —suplicó la señorita Stratton.

—La música de antes estaba muy bien —machacó la señorita Le Neve.

—Es muy curioso —declaró el doctor Crippen, con el peso que le daba su autoridad, como si aquel punto hubiera sido objeto de profundas cavilaciones por su parte—, que todos los que tienen un aparato de radio no puedan pasar dos segundos sin ponerse a mover botones.

—¡Ya está bien! —dijo Ronald mientras continuaba manipulando los mandos.

Una explosión de música de jazz fue el premio a sus esfuerzos.

—¡Exacto! —dijo con orgullo—. Eso está mucho mejor.

—¡Qué va a estar mejor! —le contradijo su hermana.

—Está peor —opinó la señorita Le Neve.

—¡Un latazo! —la secundó el doctor Crippen—. ¿Qué emisora es ésa?

—Königswusterhausen —replicó Ronald, imperturbable, y haciéndole un guiño a Roger se apartó rápidamente del grupo.

Antes de que éste pudiera seguirle, una pregunta por parte de Celia Stratton le privó de esta oportunidad. ¿Conocía al señor y la señora Williamson? Roger tuvo que admitir que no conocía al señor ni a la señora Williamson. El doctor Crippen y la señorita Le Neve le habían sido presentados bajo estos últimos nombres. Roger manifestó cortésmente su admiración por lo logrado de sus disfraces.

—A Osbert no le faltan más que las gafas con montura de oro —declaró la señora Williamson—. Es el vivo retrato de Crippen, ¿no lo cree usted así, señor Sheringham?

—¡Qué insegura debes de sentirte, Lilian! —dijo Celia Stratton.

—No encontrarás extraño que tenga ganas de irme corriendo de aquí para refugiarme en otro sitio con más habitaciones. Como le diera el ataque, no sé dónde me iba a meter.

—Sabes perfectamente, Lilian —protestó su marido— que tú sólo querías que yo hiciera de Crippen para que tú pudieras hacer de señorita Le Neve. Lilian no desperdicia oportunidad para ponerse pantalones —explicó el señor Williamson, con todo candor, dirigiéndose al grupo en general.

—¿Por qué no iba a ponerme pantalones si se me antojara? —preguntó la señora Williamson con un gesto de desdén.

—Supongo que los lleva sujetos con un imperdible en la espalda —dijo Roger, en un alarde de necedad.

Todos lo miraron con aire inquisitivo, en tanto él lamentaba haber dicho lo que había dicho.

—Los pantalones de la señorita Le Neve le estaban demasiado grandes —tuvo que explicar— y ha tenido que remetérselos por detrás con un imperdible. El capitán del equipo lo ha advertido y ha considerado la cosa un poco extraña.

—La verdad es que los pantalones no le estaban grandes —dijo el señor Williamson, con una carcajada algo descortés y muy marital—, pese a que la cosa puede resultar igualmente extraña, ¿verdad, Lilian? ¿Y tú, qué dices?

—Que me gustan los pantalones ceñidos —dijo la señora Williamson, al tiempo que repetía el gesto de desdén de momentos antes.

Roger, que no estaba tan interesado en la prenda como parecían estarlo los demás, cambió de conversación con un ademán brusco.

—Todavía no me han presentado a su cuñada, señorita Stratton —dijo, en tono conversacional, lleno de naturalidad—. No sé si querrá presentármela…

—¿La mujer de David? Por supuesto que sí. ¿Dónde para?

—Hace un minuto que estaba en el bar.

—Está loca —observó el señor Williamson con un cierto interés en la conversación.

—¡Ya está bien, Osbert! —protestó su esposa mirando a Celia Stratton.

—Por mí no os preocupéis —dijo ésta con toda amabilidad.

Roger no estaba dispuesto a dejar escapar una brecha tan prometedora como aquélla.

—¿Loca? ¿Que está loca? Me gustan los locos. ¿De qué tipo es la locura de su cuñada, señorita Stratton?

—Pues no lo sé —dijo Celia Stratton quitándole importancia a la cosa—. Supongo que está loca en términos generales, ya que es Osbert quien lo dice.

Roger se dio cuenta de que, pese a la ligereza del tono en que hablaba, en la voz de la señorita Stratton había una sombra de prevención, como si le complaciera aceptar la idea de que su cuñada estaba loca para disimular algo peor.

—Es una mujer a la que le gusta hablar de su alma —explicó Osbert Williamson con aire algo adusto.

—A Osbert no le interesan las almas —explicó la señora Williamson—. Como él no tiene alma, poco pueden interesarle las almas de los demás.

—A mí su alma me tiene sin cuidado —declaró el señor Williamson—, pero yo, en tu sitio, no la perdería de vista, Celia. Hace un momento que estaba arreándose whiskies a trece por docena y declarando que quería coger una curda de campeonato, porque era lo único que valía la pena en la vida… o no sé qué disparates.

—¡Madre mía! —dijo la señorita Stratton con un suspiro—, ¿así están las cosas? Entonces será mejor que vaya a echarle un vistazo.

—¿Y por qué quiere coger una curda de campeonato? —preguntó el señor Williamson, mientras ella se alejaba.

—Pues porque considera que es lo inteligente. Señor Sheringham, mejor será que me acompañe, si quiere conocerla.

Roger la siguió con presteza.