IX
LAS COSAS SE VUELVEN CONTRA EL DOCTOR CHALMERS
IX.- Las cosas se vuelven contra el Doctor Chalmers
1
El INSPECTOR CRANE, de la policía de Westerford, era un hombre alto, un tanto desgalichado, que no encajaba lo más mínimo con el tipo corriente del inspector de policía con graduación de sargento instructor. Tenía un rostro agradable y, por lo menos en casa de Ronald Stratton, daba a todo el mundo un trato sumamente deferente; por lo menos no se daba aquellos aires de importancia que adoptan algunos agentes de policía. Ronald Stratton lo conocía muy bien, porque había podido exponerle las circunstancias del caso sin aquel sentimiento de inoportuno encogimiento que habría podido inducirle la presencia de un extraño.
Al enterarse de que Roger Sheringham formaba también parte del grupo de invitados, el inspector había manifestado que él sería el primero al que le gustaría interrogar.
—Encantado de conocerle, señor —saludó a Roger—. He oído hablar de usted, por supuesto. Un asunto muy feo éste, señor, y desgraciadamente no cae dentro de los casos en los que usted está especializado, imagino.
—No —dijo Roger con decisión—, desde luego que no figura entre ellos.
—No; bien señor, si tiene la bondad de sentarse, le diré que me gustaría mucho saber a través de usted cualquier cosa que pudiera arrojar un poco de luz a esta tragedia o ser de ayuda al agente que se ocupará del caso.
El comedor era el lugar que había sido elegido para que el inspector realizara los interrogatorios, por lo que los dos hombres se encontraban sentados a un extremo de la larga mesa, el inspector con su cuaderno de notas abierto ante él y en actitud expectante. Roger se dio cuenta en seguida de que los acontecimientos no tendrían carácter oficial, puesto que también estaban presentes los dos hermanos Stratton: Ronald sentado en el borde de la mesa y con el pie sobre el asiento de una silla y David silencioso y apoyado en la repisa de la chimenea.
—Debe hacerse cargo, inspector, de que yo apenas conocía a la señora Stratton —empezó Roger, al tiempo que procedía a dar cuenta del contacto que había tenido con ella la noche de autos.
—¡Ah! —dijo el inspector, aguzando los oídos y lamiendo el lápiz, lleno de esperanza—. ¿La señora Stratton hizo, en su conversación, alguna referencia a su intención de quitarse la vida?
—Referencias más a la posibilidad que a la intención —le corrigió Roger—. Sí, en efecto, las hizo.
—Y pese a ello, ¿usted no hizo nada? —dijo el inspector, como pidiéndole excusas a pesar de decir lo que había dicho.
—¿Qué podía haber hecho? Ella se refirió simplemente a una posibilidad futura, no dijo nada con respecto a que pensara hacer realidad sus intenciones en aquella noche en particular.
—¿Y por esto usted no ha dado ningún paso en este sentido?
—Por esto.
—Querría hacerle otra pregunta —dijo el inspector con una actitud mediante la cual parecía pedirle nuevamente excusas—, ¿por qué no ha considerado necesario hacer nada?
—Pues porque no me había creído ni una sola palabra de todo lo que me había contado. Debo decirle que pensaba que lo decía simplemente para causar sensación.
—O sea que no consideraba que sus intenciones fueran serias —dijo el inspector, poniéndose a escribir afanosamente—. ¿Eso es lo que usted quería decir, señor Sheringham?
—Exactamente —admitió Roger, tratando de evitar la mirada de Ronald.
—¿Y no ha hablado con nadie de lo que ella le había dicho? ¿Con el señor Stratton, por ejemplo?
—No, como usted dice, yo no me lo había tomado en serio. Pero ha habido alguien más que me ha hablado de lo mismo.
—¿Dice usted?
—Sí, que ha habido otra persona que me ha preguntado si esa señora me había hablado de que pensaba acabar con su vida. Deduzco —dijo Roger con sequedad— que la señora había hablado con otras personas, aparte de mí, de esa posibilidad.
—¿Ah, sí? Es muy interesante. ¿Tiene la amabilidad de decirme quién le ha hecho esa pregunta?
—Por supuesto que sí: el señor Williamson.
—«El señor Williamson me ha preguntado, en un momento dado, si…» —repitió el inspector.
—El señor Williamson me había preguntado a mí, en presencia del señor Sheringham —intervino Ronald Stratton—, si mi cuñada estaba loca. ¿Lo recuerdas, Sheringham? Al principio de la fiesta.
—Sí —asintió Roger—. Lo recuerdo perfectamente. En aquel momento la observación me dejó un poco desorientado.
—¿Desorientado con respecto a qué, señor?
—Con respecto a si la señora Stratton podía estar o no algo desequilibrada.
—¿Y estoy en lo cierto si pienso que la conversación que posteriormente ha sostenido usted con la señora Stratton lo ha llevado a esta conclusión? —preguntó el inspector, dirigiendo una mirada inquieta a David Stratton.
—Así ha sido. Considero que no hay duda de que la señora Stratton estaba un poco desequilibrada. Si bien entonces no me he figurado que lo estuviera hasta tal punto que llegara a suicidarse.
Roger no añadió que ahora tampoco se figuraba que lo estuviera hasta ese punto.
El inspector, con aire de comprensión, se dirigió a David Stratton:
—¿No coincide con la suya esta opinión, señor Stratton?
—No —dijo David lacónicamente—, y éste es el motivo por el que les he telefoneado a ustedes. Yo tenía a mi mujer por totalmente responsable de sus actos.
—Sí, sí —dijo el inspector un poco aturdido—. Dispongo del informe. Pero es muy curioso que esto haya tenido que ocurrir la misma noche que… Es muy posible que el agente encargado haga, algunas preguntas al respecto.
—Pero yo encuentro que todo encaja perfectamente, inspector, ¿no lo ve usted así? —dijo Ronald, muy tranquilo—. Me refiero a que se trata de una prueba extremadamente corroboradora del estado mental de la señora Stratton. ¿Por qué van a hacernos más preguntas al respecto?
—Pues lo que pasa es que el señor Stratton no nos había llamado nunca como lo ha hecho hoy, ¿verdad señor Stratton?
—No.
—No había habido motivo —amplió la respuesta Ronald.
—¿Acaso ha estimado que esta noche la señora Stratton se estaba comportando…, cómo diría yo…, de una manera más irresponsable que de costumbre? —preguntó el inspector a David.
—Sí, creo que así era.
David Stratton estaba hablando con voz curiosamente cortante, como si quisiera sacarse de encima las palabras que pronunciaba y acabar de una vez con el asunto.
—Después de todo —volvió a intervenir Ronald—, mi hermano no les ha llamado hasta después de un rato de que la señora Stratton faltara de su casa y, tal como le he dicho a usted, hasta después de que nosotros hubiéramos registrado toda la casa. Como es natural, estaba alarmado. Y supongo, además, que la señora Stratton no se había comportado nunca de esta manera, ¿verdad, David?
—Nunca.
—Así es que, dada la irresponsabilidad demostrada por ella durante toda la noche, observada por otras personas además de nosotros, ha pensado que lo mejor era avisarles a ustedes, por si acaso, pese a que, en el fondo, no creo que se figurara que había ocurrido nada serio. ¿Lo pensabas, David?
—No, la verdad es que no. Pensaba que lo mejor era asegurarse, pero nada más.
—¿No se figuraba que la señora Stratton podía haberse suicidado, señor?
—No, realmente, no. Mi mujer hablaba a menudo de suicidarse y tenía tendencia a la depresión pero yo, como el señor Sheringham, no creía que hubiera que tomársela en serio.
—Ya entiendo. ¿Qué eran las cosas que inducían a la depresión a la señora Stratton?
—Nada.
—La señora Stratton padecía de una especie de melancolía, para darle algún nombre —volvió a intervenir Ronald, con la misma tranquilidad que antes—. En realidad, no tenía motivos para preocuparse; habría tenido que ser feliz pero, como usted sabe muy bien, esa clase de personas exageran las cosas más banales y deforman las cosas más insignificantes convirtiéndolas en cosas gigantescas. Esto formaba parte de sus males. De nada serviría tratar de ocultar la realidad, inspector —dijo Ronald en un tono lleno de franqueza—, y no decirle que mi cuñada no era una persona normal. Me parece que los médicos estarán en situación de darle alguna información útil con respecto a este punto, en el caso de que no se la hayan dado ya.
—No, señor, todavía no hemos tocado ese punto, pero sin duda lo haremos. Y ahora, señor Sheringham, vamos a ver… usted me decía que…
Roger volvió a sus explicaciones.
Había estado escuchando con considerable interés aquella conversación que se había estado desarrollando desde tres ángulos, y lo que más lo desorientaba era la actitud de David Stratton. Lo que había dicho Ronald estaba muy claro: trataba de descargar de las endebles espaldas de David toda la carga que podía, aun a riesgo de recibir un punterazo en los nudillos por contestar preguntas que, en realidad, iban dirigidas a David.
Pero ¿de dónde salían aquellas maneras tajantes, agresivas casi, de David cada vez que manifestaba sus opiniones? ¿Y por qué contestaba a veces como si estuviera repitiendo una lección, pero en realidad una lección que no se sabía muy bien? A Roger no le parecía que estuviera todavía bajo los efectos de la impresión que le había producido el hecho ocurrido, sino que le parecía que con esta actitud estaba tratando de ocultar una emoción que no quería mostrar, aunque era imposible adivinar si se trataba de alegría, tristeza, miedo o alivio.
2
Prosiguió el laborioso interrogatorio.
Roger corroboró la información que ya había dado Ronald Stratton con respecto a la escena que se había desarrollado en el salón de baile y a la salida de la señora Stratton del mismo, y aportó su propia versión del regreso de David y del registro que había seguido a éste. El inspector seguía anotando cuidadosamente todos los datos y, pese a que Roger procuró ser lo más breve posible, parecía que el interrogatorio no iba a terminar nunca.
—¿Y bien, señor Sheringham? ¿Y qué ha pasado después de que el señor Williamson le diera la noticia?
—He llamado al señor Stratton y hemos subido a la azotea. El señor Stratton ha sostenido el cuerpo de la señora Stratton —dijo lentamente Roger, como si estuviera dictando—, mientras yo realizaba un rápido reconocimiento, que me ha confirmado que la señora estaba muerta. Después yo he sostenido el cuerpo, mientras el señor Stratton, siguiendo mis instrucciones, iba a buscar un cuchillo. Cuando ha vuelto, le he dicho que cortara la cuerda y que yo me responsabilizaría del hecho de haberla mandado cortar.
—De hecho, no sería exagerado afirmar que usted se ha hecho cargo de la situación así que ha sospechado que la señora Stratton podía estar muerta, ¿verdad?
—Sí, en vista de las experiencias que he tenido en circunstancias similares he considerado justificado hacerme cargo de la situación.
—Muy bien hecho, señor Sheringham, y ha sido una suerte para el señor Stratton que usted estuviera en la casa. Ahora bien, ¿se había formado alguna opinión, al examinar el cadáver de la señora Stratton, con respecto a cuánto tiempo podía hacer que estuviera muerta?
—No, en mi caso habría sido imposible deducirlo. No tengo los conocimientos necesarios para ello. Lo único que puedo decir es que he pensado que debía llevar muerta bastante rato… una hora como mínimo, o probablemente más, porque tenía las manos heladas.
—Que yo sepa, los doctores piensan que debe de llevar muerta no menos de dos horas y es una opinión que han manifestado ahora, al examinarla. ¿Coincide con ellos?
—Sí, claro, pero es un punto en el que yo no puedo decir nada, ¿comprende? No soy quién. ¿Así que Mitchell ya ha llegado?
—Sí, justo después del inspector, y Chalmers lo ha acompañado en seguida a que viera el cadáver.
—¿Ha estado de acuerdo con Chalmers en relación con el tiempo que podía hacer que estuviera muerta?
—Sí.
Roger hizo una seña al inspector para que prosiguiera con sus preguntas.
El interrogatorio procedía con gran naturalidad y en un ambiente muy familiar, pero de hecho era sumamente aburrido.
Veinte minutos después, una vez el inspector hubo tratado de todos los puntos que podían ser importantes y de los que podían no tener importancia ninguna y se hubo espaciado en todos y cada uno de ellos, Roger fue autorizado a salir y Williamson a entrar. El inspector era un hombre concienzudo y era muy obvio que quería ganarse los elogios de su superior al haberse tomado las molestias que se estaban tomando. Sin embargo, era evidente que en su cabeza no se había perfilado ninguna otra idea aparte de la que atribuía la muerte a suicidio. En todo aquel cúmulo de preguntas no se había hecho a Roger ni una sola que lo obligara a apartarse de la más estricta verdad con respecto a puntos tales como los que pudieran tener que ver con sillas o con huellas dactilares.
Y en cambio Colin Nicolson estaba convencido de que, de todos los invitados, Roger Sheringham era el asesino de Ena Stratton.
Colin se había mostrado muy amable con él, pero Roger estaba seguro de que estaba convencido de aquello. Y a Roger esto le preocupaba. El delito de la falsificación de pruebas se había ido perfilando claramente dentro de él. Maldecía aquel impulso arrogante e insolente que lo había llevado a cambiar de sitio aquella silla. Aquel hecho, unido al que se sabía que había estado en la azotea durante el momento crucial del suceso, daba a Colin pie para juzgarlo como lo hacía. No es que Roger tuviera miedo de que informara contra él, puesto que estaba seguro de que a Colin ni siquiera se le había pasado por la cabeza esta posibilidad, pero que hubiera alguien que estaba tan convencido de que había cometido un asesinato que en realidad no había cometido le producía una sensación de lo más desagradable. En un acto de justicia consigo mismo, tanto como de aceptación de un reto, ahora le correspondía descubrir quién era el verdadero asesino.
¡Y en esto Colin podía ayudarlo de verdad!
Subió escaleras arriba para ir a buscar a Colin.
Roger siempre había respetado a Colin, aunque siempre como una concesión. Ahora, sin embargo, lo respetaba con sinceridad. Uno no puede por menos de respetar a la persona que, en menos que canta un gallo, puede meterte en ese lugar tan particularmente desagradable que es la celda de una cárcel.
Se encontró con Williamson, ahora intachablemente sobrio, y lo envió abajo para someterse al interrogatorio.
Colin estaba solo en el bar, dormitando delante del fuego, de la misma manera que Williamson había estado dormitando, solo, en el salón de baile. Al recobrar la conciencia, informó a Roger de que las mujeres se habían retirado, agotadas, a descansar un ratito antes de entrevistarse con el inspector. Eran casi las cuatro y media de la madrugada.
Con gesto despiadado, Roger despertó completamente a Colin sacudiéndolo con la mano.
—Esta noche te quedas sin dormir, amigo, como me quedo yo. Ven a la sala de baile. Quiero hablar seriamente contigo.
—¡Anda, déjame en paz!, ¿quieres? Ya te he dicho que lo he olvidado todo.
A las cuatro y media de la madrugada dormir se convierte en un acto más importante que un asesinato.
—¡Venga, arriba! —dijo Roger con severidad.
Colin, refunfuñando, se levantó.
—¿Dónde están los médicos? —preguntó Roger, mientras cerraban la puerta y se sentaban.
—Se han marchado cuando tú estabas abajo. Han subido para echar una cabezadita y después se han largado. Los pobres estaban desmontados, tanto uno como otro.
—Me sorprende que hayan conseguido terminar tan pronto —dijo Roger, descorazonado.
—Han presentado su informe y el inspector ha dicho que ya no los necesitaba. Después, a no sé qué hora, tendrán que ver al superintendente. Has estado mucho rato abajo, Roger. Te han cantado la caña, ¿verdad?
—Han sido muy amables, conmigo —dijo Roger con amargura—. Les he dicho que la había matado y me han dicho que me podía marchar, que de ahora en adelante me portara bien y que no lo volviera a hacer más.
—¡Bien, bien! —dijo Colin que, evidentemente, no consideraba que la cosa fuera apropiada para bromas.
—¡Condenado Colin! Ahora tengo que descubrir quién ha sido, porque no estoy para que te pases el resto de tu vida mirándome como si yo fuera el asesino. Esto impedirá que esta noche me acueste, como también te lo va a impedir a ti. Te está bien por meterte donde no te llaman.
—¿Y yo por qué no puedo dormir?
—Porque tienes que ayudarme. Así que mejor será que empecemos en seguida.
Pero la verdad es que no empezaron en seguida, porque se quedaron unos minutos sentados en silencio, absortos en sus pensamientos.
Después Colin levantó los ojos.
—¿Sabes una cosa Roger? Pues que esto es condenadamente interesante. Es de veras un asesinato, ¿verdad? ¿Tú estás convencido?
—Totalmente. Tiene que haber sido un asesinato. El caso hipotético que te he planteado en el solárium, como un estúpido que soy de veras, es la pura verdad. La silla no estaba allí, porque he sido yo quien la ha puesto.
—Pero ¿por qué? Eso es lo que no logro entender. ¿Por qué?
Roger trató de explicarla por qué.
—¿Y has ido a otro con ese cuento aparte de a mí? —preguntó.
—No —dijo Roger un tanto alarmado.
—Bien, dime qué has pensado. Voy a ayudarte. Es un caso de lo más interesante. Me gustaría que el culpable no fuese nuestro Ronald, porque le tengo simpatía.
—No —dijo Roger lentamente—. Me da la impresión de que no se trata de Ronald.
—Pero crees que se trata de otra persona, ¿no es así? Venga, Roger, desembucha de una vez. ¡Menudo caso!
—Sí, pienso ciertas cosas. ¿Recuerdas lo que te decía hace un rato en el solárium acerca de un hombre que no actuaría movido por un móvil material, sino espiritual?
—Claro que lo recuerdo. ¿Qué te llevas entre manos?
—Bueno pues resulta que lo que hacía era exponerte una teoría sólo para ver cómo sonaba.
—A mí me ha sonado bien, por lo menos tal como tú lo has planteado.
—Pues a mí también me suena bien, Colin. Casi estoy seguro de saber quién ha colgado a Ena Stratton.
—¡Qué me dices! ¿Quién ha sido?
—El doctor Philip Chalmers —dijo Roger.
—¿Phil Chalmers? —exclamó Colin como un eco, pero con un tono lleno de incredulidad—. ¡Vamos, Roger, pero si es un tío estupendo!
—Si sospecho de él es precisamente porque es un tío estupendo —replicó Roger—. Por lo menos, en parte. Fíjate en que no hay otro motivo que éste.
—Confieso que la cosa es demasiado profunda para que yo la entienda. No comprendo nada.
—Bueno, pues procura entenderlo —explicó Roger con energía—. Chalmers es un viejo amigo de los Stratton. Y, además, es médico. Esto significa que está en mejor situación que nadie para saber cuál es la situación en lo que a Ena Stratton concierne: ha convertido la vida del hombre que la comparte con ella en un verdadero calvario y, por otra parte, no hay esperanza ninguna de que exista un remedio a la situación. En realidad, sabe que donde tendría que estar la señora Stratton es encerrada, pero esto es imposible.
»Ahora bien, el verdadero amigo de Chalmers no es Ronald, sino David. Y como tú has dicho, Chalmers es un tío estupendo. Es imposible que a Chalmers no le preocupe y no le saque de quicio que, por culpa de una mujer que es una verdadera calamidad, su gran amigo David tenga que llevar una vida de infiernos. Como es obvio, esto tiene que preocuparle sobremanera. ¿Supongo que hasta aquí me vas siguiendo?».
—Sí, hasta aquí te lo concedo. Pero ¿qué otra cosa vas a decirme?
—Pues, para decírtelo en pocas palabras, que esta noche ha encontrado la oportunidad de sacarla de en medio y la ha aprovechado.
—¡Bah!
—Espera un minuto. He dicho que ha encontrado una oportunidad, no he sugerido ni por un momento que Chalmers planeara desembarazarse de Ena Stratton. No es de los que hacen ese tipo de cosas. No es hombre para planear un crimen y mucho menos un asesinato, pero por otra parte es un hombre de carácter, se le ha presentado la oportunidad y la ha aprovechado. Y no debes olvidar que esta noche ha visto un número suficiente de cosas para sentirse soliviantado y para notar que la indignación que sentía, en nombre de David, llegaba a límites insostenibles. La señora Stratton se ha permitido propasarse, ¿es verdad o no? Y Chalmers, como amigo de David, probablemente se ha colocado en su lugar y se ha sentido tan avergonzado como el propio David. O quizá más incluso que él, puesto que da la impresión de que David ha llegado a una especie de embotamiento qué lo hace impermeable a las actuaciones en público de su mujer. No hace falta que pongas esa cara, David, porque todo es perfectamente verosímil.
—Bueno, pongamos que lo sea. Dime dónde estaba la oportunidad, entonces. ¿Cómo ha pasado a la acción?
—Supongo que habrán coincidido en la azotea. Tal vez estuvieran los dos apoyados en la barandilla y ella fuera desgranando sus singulares divagaciones, como parece haber hecho esta noche con la mayoría de los invitados… Es posible que incluso tratara de acostarse con él.
—¡Vamos, Roger! Hasta aquí podíamos llegar. ¡Por favor, no digas sandeces!
—Las mujeres hacen esas cosas —dijo Roger secamente—. En cualquier caso, digamos que lo ha estado pinchando hasta el límite de su resistencia, el límite donde termina la cordura. Se encontraban cerca de la horca. Entonces Chalmers se ha dado cuenta de que el muñeco que representaba una mujer se había desprendido… el cuello de paja era muy endeble. De pronto la idea se ha abierto paso en sus pensamientos: ¡pondrá una mujer donde había una mujer! Mira a su alrededor. Está totalmente a salvo. No es probable que suba nadie a la azotea, hace demasiado frío. Y cuando esté colgada, seguro que tardarán horas en encontrarla. Él irá a hacer aquella visita que tiene pendiente y esto lo pondrá a salvo. Ena ha estado hablando de suicidio; por tanto, atribuirán el hecho a suicidio. Y David podrá ser feliz y media docena de personas más dormirán más tranquilas por la noche. Y no habrá nadie que la eche de menos. Será la mejor obra que habrá hecho en su vida.
—Mientras él pensaba todo esto, seguro que ella ha bajado al bar y se ha administrado unos cuantos whiskies dobles sin soda.
—¡No seas estúpido! Todas esas cosas cruzan el cerebro en el espacio de diez segundos. Estas cosas se hacen sin pensar porque, si se pensaran, no se harían. Bueno, él entonces la ha llevado hasta la horca y la ha colocado justo debajo del lazo. Y después… Para un hombre fuerte como él, basta un segundo para hacerlo sin que a ella le dé tiempo de darse cuenta de lo que ocurre o de empezar a chillar. ¿Comprendes?
—Bueno, supongo que se trata de una suposición, ¿no? —dijo Colin con aire juicioso.
—¿Pero no es una suposición tan fundada como la referente a mi persona?
—Te he dicho que aquello lo he olvidado. Pero mira una cosa, Roger, todo esto no son más que suposiciones. No tienes ni la más pequeña prueba. Además, como tú has dicho, él se ha ido a hacer aquella visita pendiente. Se ha marchado. No estaba en la casa. Todos le hemos visto cuando se ha ido.
—Y todos nos hemos metido en el salón de baile. Todos. Y a lo mejor Chalmers ha vuelto a entrar, ¿no es posible?
—Pero hombre de Dios, hablas por hablar… Desde luego que a lo mejor ha vuelto a entrar. Pero ¿hay alguna prueba?
—Ya que lo dices, Colin, una prueba, aunque mínima, la hay. No digo que demuestre que Chalmers haya vuelto después de que todos hemos ido al salón de baile, pero por lo menos demuestra que, en algún momento de esta noche, ha estado en la azotea: la señora Williamson ha encontrado su pipa en el solárium. Ronald la ha identificado.
—¡Vaya! Se le ha podido olvidar en cualquier otro momento.
—Sí, por supuesto. Es posible. Ahí está el detalle. No estoy diciendo que se la haya dejado entonces ni que haya sostenido la conversación con la señora Stratton en el solárium, sino que lo que digo es que ha podido dejársela olvidada antes y que, al salir de la casa, camino ya de la visita pendiente, a lo mejor, cuando todavía no se había metido en el coche, la ha buscado de la manera que se suelen hacer estas cosas y ha recordado que se la había dejado allí. Así es que entonces ha subido a buscarla. Sabemos que la puerta principal de la casa no ha estado cerrada con la llave en toda la noche, por lo que no habrá tenido ninguna dificultad para volver a entrar. Y al entrar en el solárium, no sólo ha encontrado la pipa, sino también a la señora Stratton, con todo su resentimiento a cuestas. De todos modos, la señora Stratton era suficientemente agobiante para que volviera a olvidarse la pipa.
—Todo esto suponiendo que la señora Stratton estuviera arriba —añadió Roger astutamente—, puesto que no me sorprendería nada que no estuviera en el solárium. Sería más propio de ella que estuviera tomando el fresco en la glacial azotea, pretendiendo suicidarse por pulmonía y rezando para que llegara alguien y la sorprendiera, para mayor glorificación de su hazaña.
—Bueno, vuelves a las suposiciones.
—Sí, lo admito, pero si piensas llamar suposiciones a todas las teorías que exponga, pese a que las razone a base de hechos observados y de inferencias razonables, no llegaremos muy lejos.
—No, no. No pienso hacer tal cosa, aunque me gustaría encontrar pruebas que avalasen tus teorías. No niego que has levantado posibles sospechas contra Chalmers, pero que se tengan en pie sólo depende de una cosa, ¿no te parece?, y la cosa es que hiciera todo lo que dices que hizo antes de ir a atender la visita.
Roger estudió lo que su amigo acababa de decir.
—Efectivamente. Los hechos demuestran que la muerte se produjo a lo sumo media hora después de que saliera del salón de baile y Chalmers estuvo ausente una hora. Sí, si lo hizo él, tuvo que ser antes de que saliera.
Colin se incorporó un poco en la silla en la que estaba sentado, después se desperezó y soltó una risita.
—Una cosa, Roger, no he querido decir nada sobre esto, porque no quería estropearte la diversión, pero me temo que tu montaje se ha ido por los suelos. Apuesto cinco libras contra seis peniques que Chalmers ha salido para atender a su enfermo antes que la señora Stratton abandonara el salón de baile. ¿Qué dices a esto?
El rostro de Roger experimentó un cambio.
—¡Dios mío, sí, me parece que tienes razón, Colin! ¡Tienes toda la razón del mundo! Lo recuerdo perfectamente. La señora Stratton ha empezado a decir que tenía ganas de volver a casa cuando Chalmers ya había salido, y esta observación ha sido la que ha desencadenado toda la escena. ¡Vaya, Colin, parece que este detalle ha mandado al cuerno todo el montaje!
—¡Ah! —exclamó Colin, complacido.
—Pero ¿de verdad que ha sido así? Aguarda un minuto. Ha sido únicamente por la hora en que se ha situado el momento de la muerte que yo he dicho que Chalmers era el autor del asesinato y que lo había cometido antes de marcharse. Supongamos que la hora de la muerte de la señora Stratton no fuera correcta. ¿Te das cuenta de que lo único que la avala es el testimonio del propio Chalmers? Si ese detalle favorecía sus planes, es fácil que Chalmers haya dicho que ha muerto a la hora que a él más le convenía.
—No, en esto vuelves a equivocarte, Roger. Mitchell ha estado de acuerdo con él.
—¿Ah, sí?
—Sí, han estado hablando del asunto cuando tú estabas abajo con el inspector.
—¡Ah! —suspiró—. Pero esto puede ser un caso de sugestión inconsciente, Colin —prosiguió Roger, lleno de excitación—. A mí me parece que el segundo médico está siempre influido por la opinión del que ha practicado primero el examen. Mitchell sabe que Chalmers es una buena persona y esto hace que se sienta dispuesto a aceptar la opinión de Chalmers, especialmente en un asunto como éste, en el que hay un cierto margen de libertad.
»Sí, cuanto más lo pienso, más me cuadra todo. La posibilidad se mantiene por un margen insignificante, pero es un hecho que Chalmers ha estado mostrándonos su coartada ante nuestras narices, ¿no te parece? Ahora recuerdo que ha saltado sobre la primera oportunidad que se le ha presentado para decirme que la escena de la sala de baile ha ocurrido después de que él hubiera salido. Podría tratarse de un comentario banal, pero también podría decirse que es un comentario gratuito.
»Y además, fíjate —prosiguió Roger muy excitado— con qué rapidez se ha presentado en cuanto Ronald lo ha telefoneado. Vive más cerca de aquí que Mitchell, eso es cierto, pero ¿por qué no se había acostado? Hacía una hora por lo menos que estaba en casa… tres cuartos de hora como mínimo. Tres cuartos de hora, a esta hora de la madrugada, y todavía no se había acostado ni, a lo que parece, desnudado. ¿No da la impresión de que estaba esperando la llamada telefónica que él sabía muy bien que se produciría de un momento a otro? Es evidente que quería llegar aquí antes que nadie, antes que ningún médico y antes que la policía, al objeto de examinar el cadáver con luz eléctrica y eliminar cualquier resto que pudiera inducir a sospechas o resultar incriminatorio. ¿Y bien? ¿No lo ves todo perfectamente razonable?
—¡Vamos, Roger! —dijo Colin meneando la cabeza—. Tu análisis no resiste la crítica y no puedes tergiversar los hechos para encajarlos en él.
—Seguro que sigues creyendo que el asesino soy yo —dijo Roger, moviéndose con aire incómodo.
—Pues no me sorprendería nada. Pero si me dices que no lo eres, te ayudaré a buscar al interesado. De todos modos, Chalmers no encaja. No encaja en absoluto.
—Yo sigo pensando que Chalmers tiene muchas cosas que explicar —dijo Roger, obstinado—. Sí, me gustaría hacer unas cuantas preguntas al amigo Chalmers. No, ya puedes ir moviendo la cabeza como un mandarín de estantería: hay sospechas fundadas contra Chalmers. Si es la persona que buscamos, podemos admitir que ha manipulado la hora de la muerte para que pareciera que la señora Stratton había muerto media hora antes de que él llegara a la casa, ¿no crees? ¿Lo crees o no, Colin?
—Sí, pero espera un minuto Roger, Yo…
—No, quien ha de esperar un minuto eres tú. Bien, si admitimos esto, hemos de admitir igualmente que en su defensa hay una laguna muy grande. En tal caso la teoría sería que, al regresar de la visita, en lugar de ir a reunirse en el salón con el resto de los invitados, se ha ido directamente al solárium para recoger su pipa. Lo demás es igual que antes. Sabe que está perfectamente a salvo, porque no hay nadie que lo haya visto subir a la azotea y lo único que tiene que hacer es esperar a que no haya moros en la costa, volver a bajar las escaleras, subirlas a continuación y entrar saltando a grito pelado para que todo el mundo se entere de que ha llegado. Y puede saber que no hay moros en la costa porque la puerta que da a la azotea no se ve desde el bar ni desde el rellano. Lo único que tiene que hacer es colarse dentro y esperar. ¿Qué dices ahora?
—Sí, todo muy bonito, indudablemente, pero escucha una cosa. Yo…
—No, escucha tú. Estamos, pues, en que la objeción que acabas de hacerme carecía de base y que las sospechas contra Chalmers siguen siendo tan fundadas como siempre. Más fundadas incluso. Y lo que es más, sería fácil hacer la prueba. Todo lo que habría que hacer sería averiguar de dónde procedía la llamada telefónica que ha recibido y enterarnos sutilmente de la hora exacta en la que Chalmers ha salido de la casa que sea para dirigirse hacia aquí. Por supuesto que a lo mejor no saben…
—Escucha un momento, Roger —exclamó Colin—. Se me acaba de ocurrir algo…
—Perfecto, Colin —dijo Roger dándole ánimos.
—Me refiero a tu teoría de que quienquiera que sea la persona que ha matado a la señora Stratton, ha tenido que levantarla con un brazo y pasarle el lazo por el cuello con el otro. Es así, ¿verdad?
—Así es. Para un hombre fuerte…
—Dejemos aparte lo del hombre fuerte. Tú has dicho que Chalmers tenía que haberlo hecho así y que no podía haberlo hecho de ninguna otra manera, ¿no es eso?
—Sí. ¿Y qué?
—No habría podido hacerlo, por ejemplo, sin hacer uso de los dos brazos…
—No. ¿Qué pasa? ¡Oh…! —exclamó Roger en un tono que fue extinguiéndose gradualmente.
—¡Exactamente! —gritó Colin con aire de triunfo y sin la más mínima consideración—. ¡Hombre, Roger!, ¿dónde tienes los ojos? Sabes tan bien como yo que Chalmers tiene un brazo inútil. No podría levantar a una mosca si tuviera que ahorcarla y menos aún a una moza garrida como la señora Stratton. Ahora bien, quizá tendrás el buen sentido de admitir que, en el supuesto de que lo haya hecho alguien, esa persona no puede ser Chalmers. ¿No crees?
—¡Venga, Colin! —dijo Roger, un tanto molesto—, ¿vas a frotármelo todo el tiempo por las narices?
Quería tomarse la situación por el lado bueno. De todos modos, aquel análisis de los hechos no había sido totalmente inútil: Chalmers, al igual que David Stratton, había quedado eliminado.
Con todo, dadas las circunstancias, la cosa sería larga.
Colin encendió un cigarrillo.
—Bien, Roger —dijo—, ahora tendrás que demostrármelo.
—Demostrarte, ¿qué?
—Que no has sido tú quien ha ahorcado a la señora Stratton —dijo Colin con toda calma.