IV
ALGUIEN ES ASESINADO
IV.- Alguien es asesinado
1
EL DOCTOR Philip Chalmers metió el coche en el garaje, en otro tiempo el establo de la casa. Al volver, casi le había hervido el agua del radiador, así que ahora se disponía a llenarlo para no tener que hacer esperar a Lucy cuando emprendieran el camino de regreso. Para llegar al garaje tenía que pasar el gran semicírculo de grava que había delante de la casa, no atravesarlo, y, gracias a la luz de la luna, pudo ver que todavía quedaban tres coches, lo que quería decir evidentemente que la fiesta todavía continuaba. Sin pararse a reflexionar, el doctor Chalmers sabía que uno de los coches era el de los Mitchell, otro el de David Stratton y el tercero el que había traído a Margot Stratton y a Mike Armstrong desde Londres, lugar al que debían volver a trasladarse aquella noche. Así pues, la fiesta continuaba exactamente como la había dejado hacía tres cuartos de hora.
Al doctor Chalmers aquello no le disgustaba mucho, porque quería decir que le tocaba interrumpirla. Por otra parte, Lucy estaría contrariada porque la visita no había durado todo lo que ella esperaba que debía durar: se había pasado tres cuartos de hora, en lugar de una hora como le había prometido. Pero la cosa no tenía remedio. Además, el doctor Chalmers estaba cansado y tenía intención de irse a la cama tan pronto como le fuera posible, terminada la fiesta o no terminada, con Lucy o sin Lucy. Ya no estaba para quedarse hasta las tantas. El doctor Chalmers envidiaba un poco a Ronald porque, pese a ser tres años más viejo que él, estaba más fresco que una rosa aun siendo tan tarde.
Mientras estaba llenando el radiador, oyó que uno de los coches se ponía en marcha y al momento observó las luces traseras del mismo que desaparecían por el camino que lo había conducido a la casa. Bueno, aquello le sacaba un peso de encima: por lo menos él y Lucy no serían los primeros en marcharse. Cuando, un minuto más tarde, de camino hacia la puerta de entrada pasó por delante de los dos coches que quedaban, el doctor Chalmers sintió la curiosidad de ver quién se había marchado. Vio que el coche que había salido era el de David. ¡Pobre David! El doctor Chalmers exhaló un suspiro. Aquella maldita Ena había vuelto a estropear la fiesta. Por enésima vez, el doctor Chalmers pensó que le habría gustado poder extender un certificado declarando que estaba loca, para que la encerraran en un manicomio. Pero esto, desde luego, era imposible.
Como el pasador de la puerta principal estaba levantado, el doctor Chalmers se introdujo en la casa sin llamar.
Mientras subía las escaleras, oyó la radiogramófono del salón de baile, lo que quería decir que todavía estaban bailando. Al girar el último recodo de las escaleras, el doctor Chalmers vio la espalda de un hombre que desaparecía a través de la puerta del salón de baile, que a él le pareció Ronald. Lo saludó en voz alta, pero por lo visto el hombre al que pertenecía aquella espalda no lo oyó, porque cerró la puerta tras él. Así que la cabeza del doctor Chalmers llegó al nivel del suelo de la habitación donde estaba el bar, echó un vistazo al interior y vio que estaba vacía. Después del trayecto a través del frío de la noche, le apetecía tomar una copa: la última. Dio uno o dos pasos por la habitación y de pronto recordó que seguía sin su pipa, que tanto había encontrado a faltar durante el viaje de regreso. Se moría por fumar. La copa podía esperar. Pensó que tal vez se había dejado la pipa en el solárium, donde había estado sentado con Margot.
El doctor Chalmers subió a la azotea. Cualquier ruido que hubieran podido hacer sus pasos al pasar por la alfombra del rellano quedó ahogado por la música del gramófono, pero el doctor Chalmers no prestó atención a este detalle.
Era evidente que no había nadie en el solárium, puesto que las luces estaban apagadas. El doctor Chalmers las encendió y dio una ojeada alrededor por si veía la pipa. Pero en lugar de la pipa vio a Ena Stratton, tumbada en un sillón de mimbre, que lo miraba con el ceño fruncido.
—¡Hola, Ena! —dijo con la entonación agradable y simpática con la que saludaba a todo el mundo, tanto si era una persona de su gusto, como si era alguien a quien detestaba.
Dicho sea de paso, aunque al doctor Chalmers había una o dos personas que no le gustaban del todo, de hecho, sólo detestaba a dos: a Ena Stratton y a una tía de su mujer. Era un hombre tolerante.
—¡Hola, Phil! —le respondió Ena, muy directa.
El doctor Chalmers se dio un tirón al brazo que tenía inválido para poder introducir la mano en el bolsillo de su chaqueta de etiqueta y dedicó a Ena una sonrisa cordial. Cuanto menos le gustaba una persona, más se esforzaba en sonreírle con cordialidad.
—Creía que tú y David ya os habíais ido a casa. ¿No era el coche de David el que acababa de salir?
—¿El coche de David? No creo.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó el doctor Chalmers, sonriendo más cordialmente que nunca.
—Pues que David y Ronald me han sacado del salón de baile así que tú te has marchado. No sé si a esto se le puede llamar «algo» —dijo Ena con voz de mártir.
—¿Que te han sacado? ¡Vamos, Ena, no es posible! Seguro que no es como lo cuentas.
El exiguo pecho de Ena se hinchó con un suspiro.
—Ha sido exactamente así. Ahora te toca el turno a ti, Phil: anda, llámame embustera.
—Mi querida amiga, no tengo la intención de llamarte embustera. Pero me cuesta creer que no estás exagerando un poco cuando dices que Ronald y David te han echado del salón de baile.
—Entonces pregunta a los que estaban allí y que lo han visto todo. Me han echado, así de sencillo. Me han cogido por la cabeza y por los talones y me han llevado a través de la sala. ¡Por Dios te lo digo, Phil, que ya he soportado bastante y que no aguantaré mucho más!
—Pero si es verdad que te han llevado así por toda la habitación, quiere decir que lo hacían en broma.
—No, no, nada de broma. Hacían como que era en broma, pero no lo era. Querían librarse de mí, especialmente Ronald. Toda la noche me ha estado insultando públicamente. Incluso tú te habrás dado cuenta. Te lo aseguro, Phil, no estoy dispuesta a soportar este tipo de tratamiento. Que Ronald no se figure que va a librarse de mí de esta manera, y menos delante de esos monos que no saben hacer otra cosa que muecas…
El doctor Chalmers estaba cargado de buenas intenciones, pero no siempre lograba que sus dotes diplomáticas fuesen las de un verdadero diplomático.
—Me parece que esta noche todos nos hemos pasado un poco con la bebida —dijo el doctor Chalmers, sonriendo amablemente—. Mañana verás las cosas de una manera muy distinta, Ena.
—Si lo que quieres decir es que estoy borracha —dijo Ena indignada de pronto—, no lo estoy. Ojalá lo estuviera. Dios sabe que esta noche me había empeñado en emborracharme y que he hecho todo lo posible para conseguirlo, pero parece que tengo la cabeza de hierro. ¡No puedo y ya está! Así es que, Phil, no tienes razón en lo que dices.
—Pero ¿por qué demonios te habías empeñado en emborracharte?
—Porque emborracharse —explicó la señora Stratton con dignidad— es lo único que vale la pena. En una vida como la que yo me veo obligada a vivir, emborracharse es lo único que tiene verdadera realidad.
—¡Vaya estupidez! —dijo el doctor Chalmers, con excesiva contundencia.
La señora Stratton hizo girar los ojos en redondo.
—No me puedes decir una cosa así. Lo que pasa es que no me conoces, esto es todo. No conoces mi verdadera persona.
El doctor Chalmers se dejó caer sobre una silla. Sacudió la pipa, que acababa de encontrar, y la llenó.
—Escúchame un momento, Ena. ¿No hablas un poco por hablar? Yo estoy perfectamente convencido de que Ronald no tenía la más mínima intención de desembarazarse de ti, ni tampoco David. Si te han transportado por la habitación, quiere decir que la cosa era en broma y tú no debes tomártela en serio.
La voz del doctor Chalmers resultaba empalagosa de tanto jarabe que ponía en la entonación.
—Ronald descubrirá un día que le conviene tomarme en serio —dijo Ena, poniendo la boca de una manera que parecía una trampa para cazar ratas.
—¿Qué quieres decir con esto?
—Pues que si yo quisiera, podría ponerle las cosas muy mal a Ronald, pero que muy mal. Y esto es precisamente lo que pienso hacer.
—¿Cómo?
—No me gusta nada la mujer con la que piensa casarse…, esa señora Lefroy.
—¿Ah, no? Pues yo la encuentro sumamente simpática.
—Sí, claro. Hay que ser mujer para clasificarla. Yo diría que no es nada bueno.
—De veras, Ena, que no deberías decir estas cosas, ¿sabes?
Ena comenzó a respirar de manera agitada.
—Yo diré lo que se me antoje. Diré lo que piense. Y lo que pienso es que la señora Lefroy no pertenece al tipo de mujer que a mí me gustaría tener por cuñada.
—Pero ¿por qué?
—Esta noche se ha mostrado extremadamente grosera conmigo.
—¡Vamos, Ena, estoy segura de que ha sido sin intención!
—¡No, ha sido con toda la intención! ¿Te figuras que no sé distinguir?
—Pero ¿qué ha hecho?
—¡Nada! Aquí está: se ha limitado a dedicarme una inclinación de cabeza, de la manera más natural de este mundo, así que hemos llegado y no me ha dirigido ni una sola palabra en toda la noche. Si se figura que a mí me puede tratar de esta manera, está totalmente equivocada.
—Ena, vuelves a exagerar.
—Te digo que no exagero un ápice, Phil, lo sé perfectamente. Margot era una mujer deplorable, pero ésta es mucho peor. De todos modos, puedo actuar, como muy pronto sabrán.
—¿Qué piensas hacer, Ena? —preguntó el doctor Chalmers, al tiempo que encendía de nuevo la pipa, que se le había apagado.
—No se trata de lo que piense hacer, sino de lo que voy a hacer: voy a escribir al procurador real para decirle unas cuantas cosillas con respecto a los dos.
—No digas sandeces, Ena. No eres capaz de hacer una cosa como ésta.
—¿Qué no soy capaz? Dentro de muy poco tiempo sabrán si soy o no capaz. No, Phil, de nada va a servir lo que vayas a decirme. He recapacitado y estoy plenamente decidida. Es horrible su manera de conducirse. Alguien tiene que pararles los pies.
—Pero, mi buena amiga, no te basas en nada. No son más que conjeturas. No tienes pruebas de nada.
Ena soltó una risotada intempestiva.
—Lo dices tú que no las tengo. Me parece que van a tener un susto. En cualquier caso, las tengo. Tengo pruebas con respecto a cosas que no están en condiciones de justificar.
—¿Y cómo te las has arreglado para conseguirlas?
—Esto no cuenta, Phil. Las tengo y basta. Y las pienso utilizar. Si quieres, puedes decírselo a Ronald. Me importa un comino. Si se figura que puede tratarme de esa manera en público, pronto se dará cuenta de que está completamente equivocado.
El doctor Chalmers lanzó un suspiro. A lo que parecía, su intervención disuasoria no surtía efecto.
—Mañana por la mañana te sentirás diferente, Ena. Créeme, ya lo verás.
—Pues no quiero creerte, Phil —dijo la señora Stratton, tajante.
El doctor Chalmers volvió a suspirar. Tampoco él acababa de convencerse.
El pecho de la señora Stratton volvía a agitarse.
—Y en cuanto a David…
—¿Sí? —inquirió el doctor Chalmers, consiguiendo a duras penas disimular sus temores.
La señora Stratton se quedó un momento en silencio, pero su pecho seguía agitado, moviéndose tumultuosamente. Después se revolvió en el asiento y espetó al doctor Chalmers:
—¿Puedes decirme qué sabes sobre David y esa Griffiths?
—¿Te refieres a Elsie Griffiths? Pues, nada en absoluto. ¿Qué debería saber?
—En cambio sabes a cuál de las Griffiths me estoy refiriendo, ¿verdad? —le gritó Ena con amargo triunfo.
—Querida Ena, te aseguro que no sé de qué me estás hablando.
—Sí, claro que lo sabes, Phil, así es que no sigas hablándome con esa voz tal remilgada. Todo el mundo está enterado, todos salvo yo. Siempre ocurre así, ¿no crees? La esposa es la última en enterarse.
Ena se echó a reír de manera estridente.
—Ena —dijo el doctor Chalmers con aire solemne—, si lo que estás dando a entender es que entre David y Elsie Griffiths hay algo, te aseguro que estás completamente equivocada.
—¿Ah, sí? ¿Puedes asegurármelo? Y tú, ¿cómo lo sabes?
—Tengo la absoluta seguridad de que es así.
—En ese caso debo decirte que te equivocas, porque sí que hay algo entre los dos. ¡Santo Dios, Phil, después de todo lo que he hecho por David!… Pero si esa gatita se ha figurado que se quedará con él… De veras, Phil, que la cosa tiene gracia si uno se pone a considerarla con un poco de atención, muchísima gracia.
—Ena, te estás poniendo histérica —dijo el doctor Chalmers, con aplomo profesional.
—Me tiene sin cuidado. ¿Por qué no he de ponerme histérica? Razones me sobran. He pasado la noche más terrible que te puedas imaginar, Phil. Tienes que haberte dado cuenta de lo grosero que ha estado Ronald conmigo toda la noche. Y después, todos esos hombres horribles que querían hacer el amor conmigo…
Al decir esto miró, expectante, al doctor Chalmers.
—¿Ah, sí? —dijo el médico, lleno de cautela.
—Sí, Phil, ¿por qué los hombres no dejan que una mujer esté sola? Te aseguro que tú eres el único hombre decente de todo el grupo. ¡Da asco!
—¿Quién ha sido el que ha querido hacer el amor contigo, Ena?
—Te digo que todos. Siempre es así. Supongo que en mí debe de haber algo que… ¡Dios mío, ojalá no tuviera ese algo! Ese señor Williamson es un ser horrible…
—¿Ah, sí? —dijo el doctor Chalmers, lleno de interés—. ¿Qué ha hecho?
—Quería que me sentara en sus rodillas, cuando estábamos los dos aquí. De lo más torpe, te lo aseguro. Y el señor Sheringham, todavía peor. De veras, Phil, que no entiendo cómo Ronald los ha invitado. Es el hombre más repugnante que me he encontrado en mi vida. He tenido que pelearme con él para sacármelo de encima…
—Lo pasas fatal con los hombres, ¿verdad, Ena? —dijo el doctor Chalmers.
—Sí, con todos salvo contigo —dijo, muy seria, la señora Stratton—. Tú nunca has intentado propasarte, Phil. Haces que me pregunte por qué no lo has hecho.
Esta vez el doctor Chalmers desplegó más tacto.
—Resulta ser que David es amigo mío, Ena.
—Sí —admitió la señora Stratton, dolorida—. Le tienes un gran afecto, ¿verdad, Phil?
—Siempre ha sido mi mejor amigo —dijo el doctor Chalmers, con una impresionante falta de emoción.
—Tiene que ser maravilloso ser hombre y tener un amigo de verdad —se lamentó la señora Stratton.
—Sí, claro.
La conversación se interrumpió un momento, a lo que parecía ocupado por las cavilaciones de la señora Stratton en torno al hecho de padecer aquella merma propiamente femenina.
Después, inclinándose ligeramente hacia su compañero, dijo:
—No creo, Phil, que a David le importara lo más mínimo… ¿sabes, Phil? Y menos ahora.
—¿Que le importara qué?
—Que hicieras el amor conmigo —dijo Ena, en un susurro lleno de esperanza.
El doctor Chalmers advirtió que había quedado clasificado como un hombre que sentía una irrefrenable pasión por Ena Stratton. Y que lo único que impedía que lo proclamara a los cuatro vientos era la fidelidad que, como hombre, debía a su amigo. Se había metido en un lío. Sabía que Ena, normalmente, estaba dispuesta a dedicarle sus atenciones, pero sabía también que, además de respetarla, se respetaba a sí mismo. Todavía no había renunciado a la esperanza de convencerla de que no se aventurara por los dos caminos que parecían acicatear sus emociones. Sin embargo, para conseguirlo, primero debía calmarla. Ahora estaba perfectamente dispuesto a creer que Ronald se había querido desembarazar de ella y que no había tratado de disfrazar sus intenciones, porque Ronald carecía de dotes diplomáticas. El proceder de Ronald había herido profundamente el amor propio de Ena, aquella planta tan delicada. Ahora se le ofrecía la oportunidad de ofrecerle un poco de alimento a través del procedimiento más obvio y tradicional.
Pero el doctor Chalmers era hombre prudente y nunca actuaba movido por impulsos. Antes de inclinarse por la acción, debía sopesar los pros y los contras y no una sino varias veces. Es muy posible que, de no haber sido tan cauteloso hubiera cerrado los ojos, hubiera respirado profundamente y se hubiera aprestado a administrar a aquella mujer el remedio que ella le solicitaba. Pero tal como estaban las cosas, las consideraciones que se hacía le decían que, si abrazaba a Ena Stratton, lo más probable es que se sintiera físicamente enfermo. Así es que se contentó con no satisfacerla y con levantar la mano y darle unas paternales palmaditas en el hombro, al tiempo que le decía con mentida jovialidad:
—No digas tonterías, Ena. Por supuesto que a David le importaría. Además, tú sabes perfectamente que a ti tampoco te gustaría que yo hiciese una cosa como ésta. ¿Sí o no? ¿No te das cuenta de que lo estropearía… todo?
Ena hizo una pausa momentánea y después asintió con solemnidad.
—Sí, Phil, tienes razón. No me gustaría nada. Querido amigo, ojalá todos los hombres fueran como tú…
—No digas esto —dijo el doctor Chalmers, muy animado de pronto—. No creo que sean tan malos como eso. De todos modos, Ena, me gustaría que me hicieras un favor, ¿quieres?
—¿De qué se trata, Phil?
El doctor Chalmers dejó la pipa sobre la mesa, a su lado, y habló con decisión.
—Quiero que renuncies a esa idea de escribir al procurador real acerca de Ronald y quiero que te saques de la cabeza esa otra idea que te has hecho sobre David y Elsie Griffiths y que a él no le digas nada al respecto. Lo único que conseguirías es darle un disgusto, sin que existan motivos reales para ello.
Ena movió negativamente la cabeza.
—No, lo siento, Phil. No puedo hacerlo. Considero que tengo el deber de escribir al procurador real. Después de todo, ¿de qué servirían las leyes si no estuviese la gente para hacerlas respetar?
—Está bien, de acuerdo, mañana volveremos a hablar del asunto. De momento no hay prisas, y no puedes hacer nada sin pensarlo cuidadosamente. Y en cuanto a David…
Los delgados labios de Ena dibujaron una desagradable mueca.
—En cuanto a David —dijo con viveza—, déjalo de mi cuenta. No, lo siento, Phil. Ha sido decente por tu parte tratar de protegerlo, pero esto es algo que tengo que resolver yo sola.
—En cualquier caso, no esta noche —le suplicó el doctor Chalmers.
—Sí, esta noche. No hay razón para perder más tiempo. El caso es que me he enterado del hecho esta noche.
El doctor Chalmers se preguntó, indignado, cuál de los chismosos del vecindario le había calentado la cabeza con aquella historia sobre David.
—Pero escucha una cosa, Ena. Tú…
—Me ahogo aquí dentro —dijo Ena de pronto—. Necesito aire.
De un salto subió a la azotea.
El doctor Chalmers la siguió de mala gana. Se había figurado tenerla bien cogida y volvía a escapársele de las manos. Sabía que de nada iba a servirle querer puntualizar las cosas. Pasarían los meses, tal vez los años, y estaría siempre restregando a Elsie Griffiths por las narices a David hasta que consiguiese volverlo tan loco como estaba ella.
—¡Uf, maldita mujer! —rezongó el doctor Chalmers, que no tenía costumbre de insultar a la gente.
Siguió a Ena hasta el lugar donde se encontraba, apoyada en la barandilla.
—Vas a atrapar un resfriado, Ena —dijo mecánicamente.
—No me importa. Ojalá cogiese una pulmonía. ¿Podría coger una pulmonía, Phil, si me quedase mucho rato? A David le encantaría, porque entonces podría quedarse con Elsie.
—Por favor, no digas más sandeces, Ena.
—No son sandeces, sabes perfectamente que no lo son. A David le encantaría. Oh, Phil, ¿no encuentras que los hombres son unos brutos? Yo a David se lo he dado todo, todo lo que una mujer puede dar a un hombre. Y ahora que lo tiene todo, resulta que no lo quiere. ¿De qué sirve seguir viviendo, Phil?
—Mira, Ena, sabes perfectamente que no sabes lo que te dices.
—Sí, lo sé perfectamente. A menudo pienso qué maravilloso sería acabar con todo. Si encontrara un camino fácil para abandonarlo todo… El hecho real es que nadie me quiere, nadie, Phil, ni siquiera tú. Estoy harta de vivir. Ahora mismo, aquí donde estoy, saltaría por la barandilla y acabaría con todo. ¿Lo hago?
Se giró en redondo y miró, desafiante, al doctor Chalmers.
—Éste no sería un camino nada fácil —dijo el doctor Chalmers con evidente sentido común.
—¡Oh, no me importaría sufrir un poco! Valdría la pena. Parece hecho que ni a medida —dijo la señora Stratton, con una carcajada hueca—, nos encontramos debajo de una horca y estamos hablando de la vida y de la muerte.
—Una horca de la que se ha caído uno de los ahorcados, a lo que veo, si esto te sirve de moraleja —dijo el doctor Chalmers al tiempo que propinaba un furioso puntapié a la cabeza desprendida de uno de los muñecos. La cabeza salió proyectada por los aires y se perdió en la oscuridad. El doctor Chalmers, algo más tranquilo, procedió a hacer lo mismo con el tronco.
—Sí, esto tendría que servir de moraleja, ¿verdad? —dijo la señora Stratton con malsano placer—. ¿A ti te parece una invitación, Phil? ¿Una invitación del Destino para que yo ocupe su puesto?
—No creo —replicó el doctor Chalmers—. Bueno, ¿quieres que bajemos, Ena? Aquí fuera hace un poco de frío, aparte de que David debe de estar preguntándose que ha sido de ti.
—Pues que se lo pregunte. Poco le importa lo que pueda ser de mí, Phil. ¿No te parece una invitación del Destino? ¡Encuentro que es una idea tan buena! Fíjate… ¡sería tan fácil!
La señora Stratton arrimó una silla a la horca y la puso debajo de la cuerda que se balanceaba en el aire, se montó en ella y metió la cabeza dentro del círculo formado por la cuerda.
—¿Dónde ponen el nudo, Phil? Conozcamos los detalles, por lo menos. Sé que hay un sitio especial para el nudo.
—Me parece que es debajo de la oreja izquierda —dijo el doctor Chalmers, fastidiado por tanta comedia, al tiempo que daba un puntapié, malhumorado, a uno de los soportes que sostenían la horca.
La señora Stratton se ajustó el nudo debajo de la oreja izquierda y apretó un poco más el lazo que le rodeaba la garganta.
—Fíjate Phil, qué terriblemente fácil sería. Lo único que tengo que hacer es saltar de la silla. ¿Lo hago? A nadie le importaría que lo hiciese. A David y a Ronald no les importaría. Tampoco a ti te importaría mucho. ¿Lo hago?
El doctor Chalmers se inclinó y puso la mano que tenía sana en el respaldo de la silla.
—Venga, Ena, que tengo frío.
—No, ¿salto de la silla, Phil? ¿Quieres que salte? Dímelo. Si me dices que lo haga, lo haré. ¿Salto?
—¡Sí! —dijo el doctor Chalmers de pronto, alejándose con la silla en la mano. Por única vez en su vida, el doctor Chalmers había actuado movido por un impulso.
2
El doctor Chalmers no oyó el ruido sordo de aquella especie de gorgoteo que se produjo tras él. Ni siquiera se volvió a mirar, por lo que, en cierto modo, pudo incluso engañarse y pensar que no había ocurrido nada. Sin pararse al hacerlo, dejó la silla en un lugar cualquiera de la azotea, cerca de la puerta, pero se cayó. Él, con las manos en los bolsillos, prosiguió su camino, silbando, un poco desafinada, una musiquilla cualquiera.
Casi no podría creer que, desde el punto de vista técnico, acababa de cometer un asesinato. Sin embargo, era de presumir que así había sido.
Ya dentro de la casa, recordó que debía tomar precauciones. Por supuesto que estaría completamente a cubierto mientras no le viera nadie bajar de la azotea. Se daría por sentado que Ena se había suicidado y no habría nada que desmintiera la hipótesis. Todos sabían que uno de los temas favoritos de conversación de Ena era su suicidio.
Mientras seguía silbando suavemente, el doctor Chalmers cerró sigilosamente la puerta tras él y se quedó inmóvil un momento escuchando. No se oían voces. Echó una ojeada a la habitación donde se había instalado el bar, oculto por un ángulo del techo. Estaba vacía. Todavía se escuchaba música, procedente del salón de baile.
El doctor Chalmers, sin hacer ruido, bajó dos tramos de escalera. Después giró y, silbando ahora audiblemente, volvió a subir las escaleras, lentamente y esta vez haciendo mucho ruido. Echó un vistazo al reloj de pulsera. Para sorpresa suya, descubrió que sólo había pasado un cuarto de hora desde el momento en que había entrado en la casa. Todo había ocurrido en quince minutos, lo que aumentaba a una hora el tiempo transcurrido fuera: una hora, como había dicho Lucy.
El doctor Chalmers seguía teniendo la suerte a su favor. En el preciso momento en que llegaba al rellano de la puerta que daba al salón de baile, ésta se abrió y dio paso a Margot Stratton, que se cruzó con él en el rellano en su camino escaleras arriba.
—Hola, Phil —exclamó—. Estoy buscando a Mike. ¿Lo has visto en alguna parte?
—No —dijo el doctor Chalmers—, acabo de llegar.