XIII

BORRÓN Y CUENTA NUEVA

XIII.- Borrón y cuenta nueva

1

CUANDO FALTABAN VEINTE MINUTOS para las seis, Roger, nuevamente dueño de la situación, estaba con Colin Nicolson en el estudio de Ronald, con la puerta bien cerrada, dispuesto a emprender lo que ya se le antojaba una cuesta sumamente empinada.

—Todos los puntos han quedado aclarados —declaró—, uno tras otro. El único que queda en el aire es el de la silla. Si aclaramos este punto, no sólo no hay motivos para acusar a nadie, sino que ni siquiera estaría justificada la sospecha.

—¿Y tú quieres que yo vaya a la policía y que admita que borré las huellas de la silla?

—Sí.

—No hay nada que hacer —dijo Colin con firmeza.

—Pero si no te queda más remedio, hombre.

—Ni hablar. Si borré tus huellas de la silla fue para sacarte del atolladero, Roger, para salvarte de tu estúpida falta de prudencia. Pero no por esto voy a meterme en un lío.

—¿Pero es que no te das cuenta de…?

—De lo que me doy cuenta es de que habrías debido ser tú quien borrara las huellas. Así es que ve tú a la policía y diles que fuiste tú. ¿Qué me dices, pillín?

—¡No puedo! —se quejó Roger—. Tengo demasiada experiencia en lo tocante a destruir pruebas. En seguida se olerían algo si les dijera que lo había hecho yo.

—¡Bah, cuentos! —dijo Colin, bruscamente—. Tienes miedo de cargar con la culpa, eso es todo. Piensas que te pondrías en mal lugar frente a la policía y que esto te perjudicaría en un futuro.

—Así es.

—Bueno, pues yo eso no te lo puedo arreglar. Tenías que haberlo pensado mejor cuando metiste las narices en el asunto. No, no, Roger, el muerto es tuyo. Conmigo no hay nada que hacer. Lo que se dice nada.

—Escucha una cosa, Colin —dijo Roger, desesperado—, si no quieres portarte como un hombre, seré yo quien diga a la policía que fuiste tú quien borró las huellas de la silla.

—Perfectamente, yo les diré que tú la cambiaste de sitio.

—¡No puedes! Esto delataría a David y nosotros queremos encubrirlo.

—Entonces, diles que tú borraste las huellas.

Roger comenzó a refunfuñar. Colin se ponía exageradamente tozudo, pese a lo cual Roger no podía por menos de admitir que su amigo tenía razón: Colin había hecho algo que él, Roger, habría debido hacer y no veía por qué había de ser él, y no Roger, quien cargara con las culpas.

Pese a ello, no podía permitir que Colin tuviera razón, porque aquello supondría para Roger terminar para siempre con la policía.

—Oye Colin, si se me ocurre una idea genial que justifique el hecho de que borraras las huellas, ¿querrás…?

—No, Roger, no querré… así de claro.

—¡Bah! ¡Vete al cuerno!

Alguien llamó a la puerta con los nudillos.

—¡Adelante! —ordenó Roger, malhumorado.

Bajo el dintel de la puerta apareció la cabeza de la señora Lefroy.

—Ah, señor Sheringham, lo buscaba a usted. Ronald me ha dicho que le haga saber que ha vuelto la policía, Ronald está con ellos en el salón de baile.

—Gracias. No, no se vaya, señora Lefroy. Pase y convenza a Colin de que se porte noblemente. Yo me doy por vencido.

—Estoy segura de que Colin se portará noblemente.

—No pruebes tus ardides conmigo, Agatha, porque estoy a prueba contra ese tipo de cosas.

—Lamento decir que es así, señor Sheringham. ¿Qué es lo que quiere que haga?

—Sólo que diga la verdad.

—Bueno, alguien tiene que empezar, aunque sólo sea para variar —dijo la señora Lefroy, con maneras joviales—. Me parece que en mi vida había dicho tantas mentiras de carretilla.

Roger, mirándola con ansiedad, le dijo:

—¿Le importaría decir una más?

—Una más, entre tantas, tiene poca importancia. ¿Qué tipo de mentira sería?

Roger vaciló. En realidad, pese a lo que pudiera pensar, la señora Lefroy no sabía nada. ¿Era prudente revelarle hasta qué punto era seria la situación?

—Anda, Roger, cállate ya. ¡Menudo asno estás hecho!

Pero Roger tomó una decisión. En pocas mujeres habría confiado hasta aquel extremo, pero la señora Lefroy era un caso aparte.

—¿Sería usted capaz, señora Lefroy, de decir que anoche limpió el respaldo de la silla que estaba en la azotea y que, al mismo tiempo, borró de ella las huellas dactilares sin saberlo?

—¡Vamos, Roger!, no puedes pedirle que haga esto. Di que has sido tú, hombre.

—¿Es importante, señor Sheringham?

—Casi diría que es vital.

—¿Y Colin no quiere decirlo?

—No.

—Te aseguro que no hay ninguna necesidad, Agatha. Roger puede decir que ha sido él. No tenemos por qué meternos tú y yo en berenjenales sólo porque a él le conviene.

—A mí no me conviene —le espetó Roger—. Lo sabes perfectamente.

—El señor Sheringham debe de tener sus razones para no decir que lo ha hecho él, Colin.

—Naturalmente que las tengo, pero Colin no lo quiere entender. La policía, si yo lo dijera, todavía se mostraría más suspicaz que ahora, porque sabe que yo nunca eliminaría una prueba como ésta sin saber lo que me llevaba entre manos y esto haría que hicieran precisamente lo que no quiero que hagan, es decir, preguntarse a qué estoy jugando. Lo que yo pretendo es que salga alguien que diga que ha sido él, alguien que posiblemente no se daba cuenta de la importancia que podía tener lo que hacía. Estoy seguro de que usted lo entiende. Colin, no.

—Sí, claro que lo entiendo, pero ellos no creerían que yo no sabía lo que hacía, porque la verdad es que yo lo habría sabido perfectamente —dijo Colin.

—Estás cambiando de tema.

—Sí, pero es la verdad.

—Bueno, no se peleen más —dijo la señora Lefroy, con aire conciliador—, diré que he sido yo. La cosa es perfectamente verosímil, porque la verdad es que anoche estuve en la azotea, poco después de que se descubriera el cadáver de Ena.

—¿Estuvo usted? —dijo Roger, sorprendido—. No lo sabía.

—Sí, estuve en la azotea. Lamento decir que anoche no se lo dije al inspector, porque me pareció que no tenía ninguna importancia, pero es así. Cuando bajó Colin para decirnos que nos quedásemos todas en la habitación, yo no estaba en el salón de baile, puesto que estaba… Bueno, da lo mismo —dijo la señora Lefroy—. Oí mucho barullo en las escaleras y me fui directamente a la azotea. Allí encontré a Osbert y me puso al corriente de lo ocurrido.

—Osbert no ha dicho nada.

—No creo que se acuerde —dijo la señora Lefroy—, pero estoy segura de que, si lo recordase, lo diría.

—Entonces, es magnífico.

—Sí. Así que dígame qué es exactamente lo que debo confesar. Era sobre una silla, ¿no?

—Es esto exactamente, señora Lefroy —le explicó rápidamente Roger—: Usted sabe que, debajo de la horca, había una silla volcada, que se supone que es la usada por la señora Stratton. Por un determinado motivo que no necesito explicarle, Colin restregó la silla con su pañuelo, con lo que borró las posibles huellas que había en ella, incluidas las de la señora Stratton. La policía ha descubierto que alguien ha restregado la silla y se ha inclinado por dar una interpretación siniestra al hecho. Es esencial que alguien confiese que fue él quien restregó la silla, pero sin dar importancia a la cosa y sin tener la más mínima idea de que la acción podría ser grave. Y esto es lo que quiero que haga usted.

—Bien, me parece sumamente fácil —dijo la señora Lefroy.

—Me gustan las mujeres que no hacen preguntas innecesarias —exclamó Roger, entusiasmado.

—Sí, pero me parece que hay una pregunta ineludible. ¿Por qué restregué la silla?

—Sí, ¿por qué? —repitió Roger, pensativo—. Sí, es esencial que exista un motivo plausible.

—Un motivo que no sólo involucre el respaldo, sino también el asiento —añadió Colin.

—Sí, el asiento. Me gustaría… ¡Por Júpiter!, acabo de acordarme de algo. A eso se le llama suerte.

—¿De qué te has acordado?

—Me preocupaba el asiento, ¿no es verdad? Pues, todo está solucionado. Fui yo quién se subió a la silla. Aunque la limpiaras un poco, tiene que verse. Y ahora que lo pienso, el restregón no es un inconveniente, porque habrá dejado las huellas de unos zapatos con algo de arena adherida, pero habrá eliminado toda diferencia entre los tacones altos y los tacones bajos. Sí, a eso yo le llamo suerte.

—Me alegra saber que alguna de las cosas que he hecho tiene utilidad —rezongó Colin.

—¿Sabe que me estoy muriendo de ganas de hacer miles de preguntas innecesarias, señor Sheringham? —dijo la señora Lefroy—. Quiero que lo sepa, porque no voy a hacerle ninguna.

—Diré a Ronald que usted es una mujer magnífica —prometió Roger—. Seguramente se lo figura, pero quizá todavía no está totalmente convencido.

—Agatha es una perla —coincidió Colin—. Pero ¿por qué limpió la silla?

Se miraron todos. Era difícil dar con una razón que explicase por qué la señora Lefroy había limpiado la silla.

—¿No podía estar untada de mermelada o de alguna cosa parecida? —preguntó la señora Lefroy, escasamente esperanzada.

—¿Quizá un pajarillo? —apuntó Colin.

Roger gruñó.

—¡La limpiaste con tanta saña!… —dijo—. ¿Por qué puede limpiar una silla una persona en una azotea?

—Porque está sucia —intervino prontamente la señora Lefroy—. Después de todo, yo llevaba un vestido blanco.

Roger la contempló lleno de admiración, pero súbitamente su rostro cambió de expresión.

—Si usted no quería sentarse en la silla… Por el motivo que sea, la silla estaba tirada en el suelo. Por otra parte, usted no tenía intención de sentarse en aquella silla en particular.

—Sí, me sentí indispuesta y tuve que sentarme en la primera silla que encontré a mano.

—Si se hubiera sentido indispuesta, no se habría molestado en limpiar la silla. Aparte de esto, ¿con qué la limpió? ¿Con los faldones blancos de su vestido? No me parece muy convincente, la verdad.

—No fue Agatha quien limpió la silla, sino Osbert quien la limpió por ella. Sí, con su pañuelo. El hombre llevaba una trompa como un piano. Seguro que no recuerda si limpió una silla o cincuenta.

—Colin —dijo Roger—, me parece que has dado en el clavo, pero espera un minuto. ¿Osbert la limpió, volcada en el suelo, como estaba? ¿No tuvo la mínima cortesía de levantarla?

—Sí, claro —dijo la señora Lefroy—. Pero yo la volví a volcar cuando me subí a ella.

—Entonces, ¿por qué no tiene huellas de Osbert?

—Bueno, yo la levanté antes de que él la limpiara. Y no hay huellas mías, porque yo llevaba puestos los guantes de terciopelo.

—Exactamente —dijo Roger, inmensamente feliz—. Y usted pidió a Osbert que la limpiara para no mancharse los guantes de terciopelo blanco si la levantaba.

—Por supuesto que sí. Y yo pude tenerme en pie, pese a sentirme indispuesta, hasta que él la limpió. Y todo esto encaja a la perfección, porque yo estaba de veras en la azotea con Osbert, mientras usted y Ronald estaban abajo con Ena. Me parece que fue un poco morboso eso de subir arriba para examinar la horca tan pronto, pero es la verdad y no tengo por qué avergonzarme.

—Parece una obra de teatro —dijo Roger—. Lo ensayaremos una vez, para asegurarnos de todos los detalles, y después nos pondremos en contacto con Osbert. Veamos: usted, señora Lefroy, es usted, yo soy Osbert y Colin no está. La horca está aquí y la silla aquí. Nosotros tres nos hemos ido abajo y usted ha subido a la azotea, donde ha encontrado a Osbert, achispado. Él le cuenta lo ocurrido y usted se acerca a la horca. Sí, esto es la cuerda, ¿ve usted?

—¡Qué espantoso! —murmuró la señora Lefroy—. ¿De veras que se ha…? Oh, Osbert, siento una debilidad terrible, tengo que sentarme ahora mismo —la señora Lefroy cogió la silla—. ¡Oh, mira el guante! ¿Tienes un pañuelo, Osbert? Limpia un poco la silla, ¿quieres?

Roger limpió la silla.

—Ya está.

—Gracias —la señora Lefroy se sentó—. ¡Oh, querido amigo! No, ya estoy bien, gracias. Dentro de un minuto estaré completamente repuesta. Sí, estoy mejor. Pero me parece que voy a bajar. ¿Quién va a decírselo a los demás? Oh, no sé cómo se las arreglaban antes con estas faldas, acaba de volcar la silla. Bueno, no importa. Será mejor que bajemos, Osbert. Tengo que ver si me necesitan para algo.

—¡Excelente! —aplaudió Roger—. Sí, resulta todo perfectamente natural. Colin, ¿crees que puedes localizar a Williamson y traerlo aquí?

Colin hizo un gesto afirmativo y salió a buscarlo.

—¡Pobre de mí! —dijo la señora Lefroy—, tengo la impresión de que todo esto es completamente amoral, ¿verdad, señor Sheringham?

—Completamente —dijo Roger, lleno de jovialidad.

2

El señor Williamson tenía un aire sumamente desorientado.

—¿Qué dice? ¿Que estoy liando a la policía? ¿Qué quiere decir con esto? Yo no he liado a la policía para nada. ¿Cómo? ¿En serio que la he liado?

—Quizá me equivoque —dijo Roger untuosamente—, pero me parece que los tiene muy preocupados. Y todo es porque anoche limpió aquella silla para que se sentara la señora Lefroy. De todos modos, creo que lo mejor sería decírselo a la policía.

—¿Qué limpié una silla? ¿Cómo? Yo anoche no limpié ninguna silla para que Agatha se sentara.

—¡Osbert! —exclamó la señora Lefroy, como apenada.

—Bueno, dime cuando te limpié la silla…

—En serio, Osbert… Ayer, cuando te encontré en la azotea, después de que bajaran a Ena. Tienes que acordarte.

—¿Que tengo que acordarme de haberte limpiado una silla? Pues que me maten si me acuerdo. ¿Qué es todo ese embrollo? ¿Qué quieres decir con esto?

—Bueno, recuerdas cuando subí ayer a la azotea, ¿verdad?

—¿Subiste a la azotea? Sí, creo que sí. Sí, lo recuerdo.

—Y tú me contaste todo lo ocurrido.

—Sí. ¿Y qué?

—Y a mí me dio un mareo.

—¿Ah, sí? ¿Te dio un mareo?

La señora Lefroy se volvió a Roger.

—Bueno, de poco va a servir todo esto si Osbert no recuerda nada de lo que hizo —dijo ella con legítima indignación.

Roger adoptó un aire serio.

—¿De veras que no se acuerda, Williamson?

—Recuerdo que Agatha subió a la azotea, sí. Lo recuerdo vagamente. Pero no me acuerdo de nada más. Quiero decir… En fin, ¿qué sucede?

La seriedad de Roger se acentuó.

—Pues sucede algo que puede ser grave, porque resulta que usted destruyó una prueba importante.

—¿Yo? ¿Y cómo demonios lo hice? —dijo el señor Williamson, decididamente alarmado.

—Todo esto es un poco delicado. Anoche estaba usted entre dos luces, ¿comprende?

—¿Entre dos luces? ¡Yo diría que estaba entre bastantes más luces! —apuntó la señora Lefroy, un tanto ofensiva.

—Yo no estaba bebido, si es eso lo que quiere insinuar —protestó el señor Williamson, indignado.

—No —dijo Roger, poniendo mucha entonación en lo que decía—, usted no estaba bebido. Pero, pase lo que pase, la policía no debe pensar que usted lo estaba, porque si se les metiera esta idea entre ceja y ceja, se figurarían que todos estábamos bebidos y entonces empezarían a hablar de orgías de borrachos en el curso de las cuales ocurre una muerte y a lo mejor íbamos a dar todos, con nuestros huesos, al degolladero, ¿comprende?

—¡Y tanto que sí! —chilló el señor Williamson—. ¡Una cosa, Sheringham! Una cosa, supongo que esto no es en serio, ¿verdad?

—Naturalmente que lo es. Por esto le digo que le conviene recordar con todo detalle lo que hizo anoche y contárselo todo a la policía como un hombre. Después de todo, todo es perfectamente natural y yo me supongo que lo único que se permitirán será regañarle un poco. Ni siquiera esto, quizá.

—Pero dígame, ¿qué es lo que hice? —preguntó el señor Williamson, desesperado.

Roger se lo dijo.

—¿Lo recuerdas ahora, Osbert? —preguntó la señora Lefroy.

—Bueno, no del todo —dijo el señor Williamson, inquieto—. Lo recuerdo vagamente, ¿comprendes? Vuelve a contármelo, Agatha. Tú me preguntaste si yo tenía un pañuelo…

La señora Lefroy volvió a contárselo.

Y después se lo contó por tercera vez, para asegurarse.

Después Roger se lo repitió, desde el principio al fin.

Al final el señor Williamson ya podía recordarlo todo perfectamente sin que nadie tuviera que prestarle ninguna ayuda.

3

Roger se detuvo unos momentos junto a la puerta del salón de baile y se puso a escuchar furtivamente. Se oía una voz ronca, acompañada de otra, más fina: la de Ronald. Era evidente que estaba realizándose un interrogatorio en toda regla, si bien era imposible distinguir las palabras que componían las respuestas y las preguntas.

Roger abrió la puerta y entró en el salón. Después de él se coló en la habitación un señor Williamson con el rabo entre piernas. Más allá de Ronald y de su interlocutor estaba, de pie y un poco apartada, Celia Stratton, con aire francamente preocupado, así como el inspector Crane, cuyo aire era más bien compungido.

—¡Ah, aquí está el señor Sheringham! —dijo Ronald, con un tono de voz que revelaba un inequívoco alivio—. Él confirmará mis palabras. Roger…

—Si tiene la bondad de perdonarme, señor Stratton —le interrumpió el propietario de la voz ronca, una persona fornida tirando a gorda a la que Roger atribuyó al momento, acertadamente, el cargo de superintendente local de la policía—, si tiene la bondad de perdonarme, las preguntas las haré yo. ¿El señor Sheringham?

—Yo soy —dijo Roger con jovialidad—. Y usted, por supuesto, es el superintendente, imagino.

—Mi nombre es Jamieson, señor. Encantado de conocerle —dijo el hombre corpulento, aunque sin excesivo entusiasmo—. Estaba interrogando al señor Stratton acerca de la discusión que precedió a la salida de la señora Stratton de esta habitación. Acabamos de enterarnos a través de la señorita Stratton —dijo el superintendente mirando severamente a la aludida Celia, obviamente desolada— que hubo tal discusión. Me gustaría tener su versión de la misma.

—Celia ha exagerado —dijo rápidamente Ronald—. Ya he dicho al superintendente…

—¡Señor Stratton! —gritó el superintendente, con tal ferocidad que el inspector Crane todavía dio más la impresión de que sus deseos eran los de fundirse—. Sí, ¿señor Sheringham?

—No hubo pelea —dijo Roger, imperturbable.

El superintendente enarcó sus formidables cejas.

—Entonces, ¿cómo explica usted el hecho de que la señorita Stratton admita que aquí tuvo lugar una discusión, señor Sheringham?

—Yo no lo he admitido —dijo Celia con viveza—. Usted habla como si me tuviera en el banquillo de los acusados. Le he dicho de manera absolutamente voluntaria que…

—¡Por favor, señorita! —dijo el superintendente, levantando una mano que parecía un cuchillo de cortar pan. ¿Señor Sheringham?

—No veo por qué tanta confusión —dijo Roger en tono afable—. Lo ocurrido es perfectamente sencillo. Ni hubo pelea ni nada parecido a una pelea. El señor Ronald Stratton, el señor David Stratton y la señora Stratton se entregaron a unas cuantas bromas pero, de pronto, la señora Stratton, sin que mediara ningún signo premonitorio de esa reacción, se dejó llevar por los nervios y salió de la habitación dando un portazo. No hubo tiempo para peleas ni para nada por el estilo.

—¡Uf! —gruñó el superintendente, como contrariado.

Era evidente que aquella información coincidía en todos sus detalles con todo cuanto había oído de otra fuente y su contrariedad procedía del hecho de no poder dar mayor relieve a aquel episodio.

—Entonces —dijo de pronto, encarándose con Ronald—, ¿por qué niega usted que se hubiera producido ninguna escena desagradable?

—¡Por favor, superintendente! —dijo Ronald, muy acalorado— no sea usted tan brutalmente ofensivo. Si quiere que conteste a sus preguntas, tenga la amabilidad de plantearlas con la educación apropiada al caso.

—¡Déjalo, Ronald! —le espetó Roger, que estaba dándose cuenta, alarmado, de la creciente intensidad de los colores que iban cubriendo la ya de por sí inflamada faz del superintendente.

—Estoy pensando en telefonear al comandante Birkett para decirle que haga el favor de pasarse por aquí —dijo Ronald.

Roger dedujo que el tal comandante Birkett debía de ser el jefe supremo.

—Ya nos hemos puesto en contacto con el comandante Birkett —dijo el superintendente con un tono de voz de muy mal agüero.

—Mire usted, superintendente, lo que ocurrió realmente fue lo siguiente —dijo Roger tratando de aplacar los ánimos—: La señora Stratton se puso hecha una furia sin causa que lo justificara y abandonó la habitación. Todas las personas que presenciaron lo ocurrido podrán confirmárselo. Y por supuesto, como usted ha podido ver, se trata de algo de considerable importancia.

—¿Qué es lo que tiene considerable importancia, señor Sheringham?

—Me refiero a su estado de ánimo en el momento en que subió a la azotea. Lo encuentro sumamente interesante, ¿no cree? Bueno, de hecho estoy metiéndome en terreno ajeno —añadió Roger, arteramente, acordándose de las insinuaciones que había hecho al doctor Mitchell acerca de este punto—. Puede preguntar a uno de los médicos sobre si este hecho pudo haber influido en su manera de comportarse inmediatamente después.

—Agradecido, señor —replicó escuetamente el superintendente, en el tono del que sabe lo que tiene que preguntar a los médicos y lo que no necesita preguntarles.

Roger pensó que aquel superintendente Jamieson no era precisamente lo que se dice una persona agradable y comprendió, por fin, que él era el causante de todo aquel embrollo.

Roger estimó llegado el momento de conducir la conversación por los derroteros que la llevarían a su objetivo.

Con esta intención, espetó al inspector:

—A propósito, inspector —dijo con una voz llena de naturalidad—, creo que esta mañana estaba usted interesado en la situación de la silla que apareció debajo de la horca. Me he entretenido reconstruyendo la historia de los hechos, que le puedo exponer en caso de que todavía siga interesándole.

Roger se había dirigido a propósito al inspector y no al superintendente, como si aquella cuestión de la silla y todo cuanto estaba relacionado con ella fuera excesivamente insignificante para ser del interés de tan augusta persona, pero casi le pareció oír los crujidos del corpachón del superintendente al enderezarse movido por la atención que había despertado en él el tema.

—Naturalmente, señor —dijo el inspector ávidamente—. Sí, me gustaría mucho que me la expusiera.

—Pues la señora Lefroy la volcó con la falda al levantarse. Recordarán que llevaba uno de esos trajes de época, con los faldones en forma de globo.

—¿La señora Lefroy se sentó en esa silla? —exclamó una voz levemente reprimida detrás de Roger—. ¿Ella se sentó en la silla?

Roger se volvió en redondo.

—¿Cómo dice? Sí, ya comprendo lo que quiere usted decir… la suciedad, el vestido blanco. Se sentó en la silla después de limpiada.

—¿La-silla-fue-limpiada? —repitió el superintendente, espaciando las palabras con impresionantes pausas.

Roger lo miró con sorpresa.

—Supongo que ya lo sabe —dijo en un tono lo suficientemente desdeñoso para acicatear la curiosidad, pero sin hostigar—. Supongo que ya sabe que el señor Williamson limpió la silla para que la señora Lefroy pudiera sentarse en ella.

El superintendente se giró con tal rapidez que por poco tumba de espaldas al señor Williamson como resultado de la sorpresa.

—¿Usted limpió la silla? —rugió.

—Sss… sí. Quiero decir, ¿por qué demonios no había de limpiarla? —replicó el señor Williamson, recobrando el coraje a medida que iba percatándose de que seguía vivo—. ¿Eh? ¿Por qué no había de limpiarla? No había de dejar que se ensuciase el vestido, ¿no le parece?

—¿Y por qué quería sentarse?

—Pues porque le dio un mareo —replicó el señor Williamson, lleno de dignidad—. Me refiero a que notó como si fuera a desmayarse. ¿Sabe? ¿No podía marearse? ¿Qué dice? Me parece que la cosa estaba más que justificada, ¿no? ¿Por qué demonios no podía marearse? ¿Eh? —seguía diciendo, agresivo, el señor Williamson.

El superintendente se volvió al inspector.

—Crane, vaya abajo y diga a la señora Lefroy que suba.

—¡Inspector! —dijo Ronald Stratton con voz suave.

—¿Sí, señor Stratton?

—Salude a la señora Lefroy de parte del superintendente Jamieson y pregúntele si tiene la amabilidad de subir un momento.

Roger movió negativamente la cabeza. No era bueno irritar a la policía.

—Y ahora, señor Williamson —dijo con aire torvo el superintendente, sin darse por aludido—, le agradeceré sobremanera que tenga la amabilidad de decirme qué diablos hizo usted con aquella silla que tantos dolores de cabeza nos está dando.

—¿Dolores de cabeza? —dijo el señor Williamson, con aire de inocente sorpresa—. ¿Por qué les da dolores de cabeza? ¿Qué ocurre con…?

—¿Qué hizo usted con ella? —ladró abruptamente el superintendente.

El señor Williamson contó la historia.

La contó a la perfección. Roger, que escuchaba admirado a su alumno, le dio una excelente nota. No hay nada como creer implícitamente en algo para presentarlo de manera convincente. El señor Williamson no abrigaba ni la más ligera duda con respecto a ninguno de los hechos que había realizado. No podía ser fingida aquella actitud indignada por el hecho de que no fuera lícito un acto tan corriente como limpiar una silla para que se sentara en ella una señora.

La señora Lefroy lo secundó perfectamente con aquel arte que entraña arte.

—¿Qué es tanto alboroto? —preguntó a Celia—. ¿Acaso no tengo derecho a marearme?

—No me preguntes a mí —dijo Celia—, porque yo estoy hecha un lío.

—¿Huellas dactilares? —repitió la señora Lefroy, como desorientada, un momento después, advirtiendo lo que preocupaba al superintendente—. Lamento decir que no se me ocurrió pensar en las huellas dactilares. ¿Por qué debía ocurrírseme? ¿Por qué no las huellas de los pies?

—Hablando de huellas de pies —intervino Roger, con desenvoltura—, ¿han comprobado ustedes la presencia de granos de arena en el asiento de la silla, superintendente, o el señor Williamson, en su celo para que la señora Lefroy no se ensuciase el traje, los eliminó también?

—Pues parece que no consiguió eliminarlos del todo —replicó el superintendente, malhumorado.

El señor Williamson acabó de redondearlo todo diciendo con voz llena de dignidad.

—Si de veras he hecho algo que no debía, les ruego que me perdonen, pero sigo sin entender nada.

Pero correspondía a Roger dar la estocada final. Fue una estocada bajo mano y de muy mala ley, porque no sólo consiguió herir, sino que consiguió con ella transformar lo que su perpetrador debía considerar un alarde de eficiencia en una lamentable muestra de chapucería.

—He observado —dijo Roger, con aire frívolo— que han retirado la silla, pero no podía imaginar el motivo. No ha sido hasta después de haber hecho pesquisas por mi cuenta que me he enterado de que la silla había sido limpiada, lo que ha hecho que me preguntara si la ausencia de huellas dactilares podía ser el verdadero motivo de sus preocupaciones. De todos modos, ni siquiera entonces me ha parecido que el motivo lo justificara, puesto que he pensado que, haciendo las mismas preguntas elementales que yo he hecho, habrían podido enterarse como yo de lo ocurrido. Tengo que hablar de esto con Moresby, de Scotland Yard. Estoy seguro de que le divertirá horrores. Y ahora, superintendente —añadió Roger con una sonrisita—, no me irá usted a decir que no sabe de dónde proceden todas las magulladuras del cuerpo de la víctima…

El superintendente puso cara de haber sido tocado en la línea de flotación, pero el inspector Crane todavía estuvo en condiciones de poder articular:

—¿Esperaba usted las magulladuras del cuerpo, señor Sheringham?

—¿Esperarlas? ¿Qué ocurre cuando uno se da un golpe en la cabeza contra uno de los bordes de un piano de cola? —Roger dio unas palmaditas afectuosas al piano en cuestión—. ¿Qué sucede cuando una persona es levantada por alguien y después arrojada violentamente al suelo? ¿Se causa magulladuras o no… sobre todo si la persona en cuestión resulta ser una mujer? ¿Qué opina usted, inspector?

Por el rostro adusto del superintendente pasó un efímero rayo de esperanza.

—¿Cómo? Entonces esto quiere decir que hubo lucha de algún tipo, ¿no?

—¿Lucha? —dijo Roger con refinado menosprecio—. ¡Qué va, hombre! ¡Danza apache!

4

La policía se había marchado por fin y Roger estaba con Ronald Stratton en el estudio de éste, moviendo negativamente la cabeza mientras hablaba. Como era domingo por la tarde, el grupo de invitados no se había cambiado de ropa. Los demás estaban con sus cócteles en la sala de estar. Roger, sin embargo, se había llevado a su anfitrión y se había encerrado con él en el estudio para decirle unas cuentas cosas.

—Te digo muy en serio, Ronald, que tenías que haberte dominado con el superintendente, ¿sabes? —lo reprendió, en actitud de contrariedad—. Ahora te has ganado un enemigo y tener un enemigo en la policía no sale a cuenta, especialmente en un caso tan delicado como éste —añadió Roger con intención.

—Supongo que tienes razón —admitió Ronald—, pero es que no lo he podido remediar. No puedo soportar a la gente que pretende avasallar.

—¡Bah! —exclamó Roger.

—De todos modos, ¿crees que puedo haber perjudicado en algo la situación? —preguntó Ronald.

—Supongo que no, sinceramente. Pero el inconveniente del caso es que hasta cierto punto me he visto obligado a respaldarte y el resultado ha sido que he tenido que tratar al hombre como si fuera un contrincante en lugar de tratarlo como un posible aliado.

—¿Y eso tiene importancia?

—Espero que no. Me parece que ahora todo ha quedado arreglado.

—No pareces sentirte muy seguro, Roger —dijo Ronald Stratton, no sin una sombra de ansiedad.

—Con la policía uno no puede estar nunca seguro —replicó Roger, ensañándose en la herida—. De todos modos, me parece que ahora no deben de quedarles muchas dudas con respecto a que se trata de un suicidio. Por lo menos, no veo qué dudas pueden tener. Aunque no estaría de más —añadió Roger, pensativo—, es decir, no sería mala idea reforzar los extremos un poco más, siempre que fuera posible.

—¿Haciendo qué cosa?

—Se me acaba de ocurrir una idea. Tenemos pruebas sobradas acerca de que la señora Stratton se pasó gran parte de la fiesta hablando de suicidio, pero si la policía sigue abrigando sospechas, pueden pensar que las pruebas están falseadas. ¿No podríamos presentar algo que despejara de plano todas las dudas? Una carta, por ejemplo. La palabra escrita es mucho más convincente que el simple informe presentado a través de la palabra hablada.

—Comprendo —asintió Ronald—, pero siento decir que ella nunca me escribió ninguna carta hablando de que pensara suicidarse. A lo mejor Celia…

—Anda, pregúntaselo a tu hermana —sugirió Roger.

Ronald salió a toda prisa.

—No —informó—, Celia no tiene ninguna carta acerca de este punto. Pero ¿y David?

—Telefonéalo y pregúntaselo —dijo Roger.

Ronald llamó por teléfono a su hermano.

Resultó que David no podía presentar ningún escrito de este tenor, si bien pensaba que, de existir alguna carta de estas características, podía tenerla una tal Janet Aldersley.

—Vive en Westerford —explicó Ronald—. Era la amiga íntima y la confidente de Ena… la que escuchaba sus explicaciones sobre la brutalidad y vejaciones de que era objeto por parte de su inicuo esposo.

—Saca el coche —dijo Roger con viveza—, todavía falta media hora para cenar. Vamos a verla.

—Voy en seguida —dijo Ronald, impresionado.

La señorita Aldersley vivía en una casa grande, en el otro extremo de Westerford. Ronald consiguió hablar con ella sin que sus padres se enteraran. La chica estaba deshecha en lágrimas, pero le halagó que su cooperación pudiera servir de ayuda.

Roger la puso al corriente del objeto de la visita.

—Si tuviera alguna carta de esas características —le dijo con voz suave—, podría contribuir a simplificar los procedimientos de la investigación y supongo que, conseguido esto, contribuiría también a reducir el escándalo, señorita Aldersley.

—¡Es espantoso! —seguía gimoteando la señorita Aldersley, que era una muchacha rubia y mansa, del tipo humano más susceptible de impresionarse con el histrionismo de su difunta amiga. ¡Pobre, pobre Ena! ¿Cómo ha podido hacer una cosa así?

—Sí, ¿pero, de todos modos, en alguna ocasión le había hablado de sus intenciones por carta?

—¡Oh, sí! A menudo, ¡pobre desgraciada! Pero yo no podía figurarme que fuera capaz de hacerlo. ¡Nunca me lo perdonaré, nunca! ¿Creen que yo habría podido evitarlo? Usted no lo cree, ¿verdad, señor Sheringham?

Roger se tomaba infinitas precauciones, pero estaba dispuesto a tomar posesión de las cartas.

La señorita Aldersley, convencida por fin de que serviría con ello los intereses de su malograda amiga, fue a buscar las cartas a regañadientes.

Roger, triunfante, se las llevó consigo.

—No las entregues a la policía —dijo a Ronald, al dárselas, un minuto después, en el coche—. No me fío de ellos. Llévaselas tú mismo, en propia mano, al coroner después de cenar. Es probable que, además, esté contento de intercambiar unas palabras contigo, ya que os conocéis.

Roger, con cierta satisfacción, se dijo que las pruebas incontrovertibles a veces se apoyaban en detalles tan nimios como éstos.

Pero aquella noche, antes de meterse en la cama y al cruzar unas palabras con Colin, pudo comprobar que todavía subsistía en él cierta inquietud.

—De momento lo tenemos todo atado —dijo, sentándose en la cama y contemplando a Colin, mientras éste se cepillaba el cabello—, pero siempre puede surgir algo inesperado. No creo que ahora la policía solicite un aplazamiento de las investigaciones pero, dada la actitud de Ronald, si por una remota posibilidad nos tienen algo reservado, lo mantendrán más secreto que nunca.

Colin, que estaba sentado en el tocador, se volvió:

—Pero ¿qué demonios quieres que nos tengan reservado?

—Sólo Dios lo sabe. De todos modos, me gustaría haber actuado con más prudencia al hablar con el superintendente. Bueno, no nos queda más que mantenernos unidos e ignorarlo todo. Nada más. Si por lo menos David no nos deja en mal lugar…