XI

MUCHOS CABOS SUELTOS

XI.- Muchos cabos sueltos

1

ROGER encontró al inspector Crane en la azotea, hablando con Ronald Stratton. En segundo plano pululaba un agente de uniforme.

—Buenos días, inspector —le saludó Roger cordialmente.

—Buenos días, señor. ¡Qué curioso! Ahora mismo le estaba preguntando al señor Stratton si podía hablar con usted aquí en la azotea.

—¿Ah, sí? Esto quiere decir que mi llegada es oportuna.

Roger echó a su alrededor una mirada llena de interés. No había visto todavía la azotea a la luz del día y la verdad es que no era en absoluto tal como la había imaginado en la oscuridad. Para empezar, era más pequeña de lo que creía, aparte de que la glorieta estaba casi en un extremo y no en medio como él pensaba. La horca se encontraba exactamente en el centro y de ella colgaban todavía dos muñecos de paja. Aquella imagen, a la luz del día, era más ridícula que morbosa.

El inspector y Ronald estaban de pie junto a la horca y a Roger le inquietó ligeramente observar el guiño que subrepticiamente le hacía el segundo.

—Es acerca de esta silla, señor Sheringham —explicó el inspector, casi como excusándose y señalando la silla tumbada a su lado, debajo de la horca.

Roger sintió como si su pecho hubiera sido atravesado por una súbita puñalada, si bien respondió con la mayor naturalidad del mundo.

—¿Ah, sí? ¿Qué pasa con la silla?

—Pues mire usted, ya ve cómo está, tumbada justo debajo mismo de la cuerda. Acabo de tomar medidas y la cosa resulta clara: la pobre señora pudo haberse montado en la silla de haber estado exactamente donde se encuentra. Lo he probado y he visto que los travesaños sostienen mi cuerpo, así es que pueden perfectamente haber sostenido el suyo.

—Sí, ya comprendo lo que usted dice. Pero es posible que haya sido movida.

—Eso es precisamente lo que quería preguntarle, señor Sheringham. ¿Sabe usted si anoche se movió la silla mientras usted y el señor Stratton cortaban la cuerda de la que estaba colgada la pobre señora?

Roger miró a Ronald todo lo significativamente que pudo, puesto que no quería que su respuesta estuviera en contradicción con lo que hubiera podido decir Ronald.

—Pues sería un poco difícil de asegurar —contestó, precavido—. ¿Recuerdas si la silla se movió, Ronald?

—No, lo ignoro. Dicho sea de paso, lo que yo estaba diciendo al inspector es que no recuerdo que la silla estuviera aquí cuando cortamos la cuerda.

Pasado el momento de estupor provocado por la estupidez de la respuesta, Roger volvió a recuperar el control:

—¿No lo recuerdas? Pues yo creo que sí lo recuerdo. Interceptaba el paso. Sí, supongo que alguien le daría un puntapié y la apartaría a un lado, inspector.

—Sí, eso lo entiendo perfectamente, señor —admitió el inspector con voz que dejaba traslucir preocupación—, ¿pero por qué se volvió a colocar aquí?

—Pues, no sé… alguien volvería a darle otro puntapié. De todos modos, a mí me parece un detalle sin importancia, ¿no cree?

—No, señor Sheringham. Puede tenerla. Lo que pasa es que, como no lo acabo de entender, esperaba que usted pudiera darme alguna información al respecto.

—Pues mire usted, inspector, es de ese tipo de cosas en relación con las cuales uno no puede mostrarse muy tajante. Seguramente que habría debido observar la situación exacta de la silla cuando el señor Stratton y yo subimos ayer a la azotea, pero debo confesar que me interesaba mucho más saber si la señora estaba realmente muerta y en procurar salvar su vida en caso de que no lo estuviera.

—Sí, claro. Es algo que entiendo perfectamente. Por supuesto que no tiene importancia ninguna.

—Aparte de que debe tener en cuenta que aquí se formó una cierta confusión. Estábamos el señor Stratton y yo… y también el señor Williamson… y el señor Nicolson… Y estaba todo a oscuras. No, lo que me sorprende es que la silla no fuera a parar abajo, al jardín, en lugar de quedarse más o menos en el sitio donde estaba primero.

—Sí, sin duda tiene usted razón, señor Sheringham —admitió el inspector, al tiempo que escribía algo en su libretita.

Sin embargo, a Roger la voz del inspector no le sonó tan convincente como él hubiera deseado.

Ronald Stratton, que había estado escuchando aquella conversación con un aire aparentemente entre divertido y tolerante, dijo:

—Bien, ¿es esto todo lo que quería preguntar al señor Sheringham, inspector?

«Todo está muy bien, querido Ronald —pensó Roger—, pero hay una cosa que se conoce con el nombre de confianza excesiva».

Le sorprendería indeciblemente que Ronald hubiera cometido por segunda vez aquel disparate en relación a la silla. Era evidente que no se daba cuenta de la importancia vital que tenía.

—Sí, creo que sí, señor Stratton, gracias —replicó el inspector, aunque con cierta incertidumbre.

—¿Y ha terminado la inspección del terrado?

—De momento sí, señor.

—Entonces entremos y permítame que le ofrezca una cerveza. Son las doce en punto, una buena hora para tomarla.

—Gracias, señor Stratton. Me encantaría aceptar, pero tengo que ver al superintendente. Le dejo un encargo al agente y me voy en seguida.

El inspector se hizo a un lado y dijo unas palabras en voz baja al guardia. Ni Roger ni Stratton oyeron ni trataron de oír lo que decía.

—Vas a tomar una cerveza, ¿verdad, Roger? —dijo Ronald como de paso, más como la persona que se limita a establecer un hecho que como la que hace una pregunta.

—Gracias —accedió Roger—. Con mucho gusto.

—Vuelvo en seguida entonces, así que haya acompañado a la calle al inspector.

—No —dijo Roger—, yo también bajo.

Quería tener una puerta cerrada entre ellos y el resto del mundo mientras decía unas palabritas contundentes a Ronald sobre la cuestión de su imbecilidad y la verdad es que consideraba que el bar no era un lugar suficientemente seguro.

Acompañaron cortésmente al inspector hasta la puerta principal mientras hablaban del tiempo, después de lo cual Stratton condujo a Roger a su estudio.

—Tengo un barril ahí dentro —explicó con aire feliz—. Así está más a mano. Ese armario parece hecho a propósito para esconder un barril, ¿no te parece?

—Sí —dijo Roger—. Oye una cosa, Ronald…

Ronald volvió la cabeza mientras llenaba una jarra.

—¿Sí?

—Quiero hablar contigo con palabras de una sola sílaba. No se te ocurra volver a decir nada más, cabeza de chorlito, sobre que no recuerdas que la silla estuviera allí cuando anoche descolgamos el cuerpo de la cuerda.

Ronald cerró el grifo, puso la otra jarra debajo del mismo y lo abrió de nuevo.

—¿Cómo? ¿Por qué no?

—Pues porque —explicó Roger con furia contenida— la presencia de la silla, alma de Dios, significa suicidio, mientras que su ausencia significa asesinato. Piensa y verás.

Ronald Stratton, volviendo el rostro, repentinamente lívido, por encima del hombro, se quedó con la mirada clavada en Roger mientras el líquido se iba derramando por los bordes de la jarra.

—¡Dios mío! —se limitó a exclamar—. No se me había ocurrido.

Volvió a girar el rostro, como un autómata, cerró el grifo y avanzó hacia Roger.

—Una cosa…

—No —le interrumpió Roger—. Mejor no decir nada.

Y Ronald se calló.

2

Se tomaron la cerveza mientras se observaban subrepticiamente. Después, Roger, en tono de gran naturalidad, dijo:

—¿Quieres que te ayude a bajar todo de la azotea, Ronald? Arriba han quedado unas cuantas cosas… sillas y demás. En este momento el día es espléndido y luce el sol, pero como estamos en abril, ¿quién puede asegurarnos que no lloverá?

Ronald sonrió de una manera forzada.

—Me parece una buena idea, Roger. Sí, te agradeceré que me ayudes.

Terminaron las jarras y subieron solemnemente al terrado.

Saludando con la cabeza al agente, que todavía estaba en la azotea, Ronald se dirigió al primer par de sillas, colocadas junto a las escalerillas que conducían al solárium. Pero, aún no las había tocado, cuando el agente dejó oír su voz:

—Lo siento, señor Stratton, ¿quería usted algo?

—Sí, vamos a entrar las sillas y demás cosas en la casa, por si llueve. Estamos en abril, ya sabe…

—Lo siento, señor —dijo el agente con aire avieso—, pero el inspector me ha encargado que no se tocara nada.

—¿Ah, sí?

Roger no habría podido afirmar si Stratton estaba realmente sorprendido o simplemente si se hacía el sorprendido. En todo caso, su voz fue de sorpresa.

—¿Por qué?

—No se lo podría decir, señor. Pero eso es lo que me ha dicho: que nadie moviera ni tocara nada. Me ha dejado aquí precisamente para esto…

—Pero ¿cómo demonios…? —exclamó Stratton enarcando las cejas y mirando a Roger.

—Seguramente el inspector Crane no ha querido decir que no se tocara absolutamente ninguna de las cosas de la azotea, ¿no le parece, agente? —intervino Roger, tratando de arreglar la situación.

—Lo lamento, señor, pero las órdenes han sido éstas: que no se mueva ni se toque nada de las cosas de la azotea.

—¡Muy bien! —dijo Roger, encogiéndose de hombros—. Supongo que debe de haber alguna equivocación, pero tendrás que esperar a que vuelva el inspector y te lo explicará, Ronald. Si le ha dejado a usted aquí, querrá decir que el inspector Crane no tardará en llegar, ¿verdad? —añadió dirigiéndose al agente.

—Me ha dicho que alrededor de media hora, señor.

—Ya comprendo. Bien, Ronald, entonces tendremos que esperar, no queda más remedio. ¿Vamos adentro?

Mientras bajaban las escaleras, Ronald dijo:

—Lo encuentro un poco extraño, ¿no te parece, Sheringham?

—Oh, no, no creas —replicó Roger—. Es probable que el superintendente haya dicho a Crane que quería echar una ojeada al lugar de los hechos antes de que se retiraran de él las cosas y ahora Crane ha ido a buscarlo.

—Pero Crane ayer no dijo nada sobre que no se podían sacar las cosas de la terraza cuando lo acompañé arriba.

—Bueno, entonces todavía no había visto al superintendente, ¿no? —dijo Roger, muy tranquilo.

Pese a todo, se sentía un poco inquieto. Evidentemente, aquello era un poco raro.

Abajo encontraron a Colin leyendo el Times del domingo, sentado delante del fuego.

—¡Hola, Colin! ¿Estás solo? —dijo Ronald—. ¿Todavía no ha bajado ninguna de las mujeres?

—No, ni tampoco Osbert, el muy gandul. A propósito Ronald, te había dicho que me iría después de comer. Lo siento, pero he tenido que cambiar los planes. Me quedo esta noche.

—Muy bien, encantados de que te quedes, Colin. ¿Has decidido que, después de todo, la cita no era tan urgente como eso?

—No, no es eso. He visto al inspector cuando ha bajado y me ha preguntado si, efectivamente, pensaba irme después de comer. Yo le he dicho que así era y entonces él me ha respondido que me lo sacara de la cabeza… no sé, algo así.

—¿Te ha dicho que no te podías marchar? —preguntó Ronald, con voz incrédula.

—Bueno, no es que me haya dicho eso exactamente, sino que ha dicho que era probable que mañana me necesitaran para la encuesta y que sería conveniente que me quedara. Así es que le he dicho que me quedaría. Pero me parece que, aunque le hubiera dicho que no podía quedarme, no habría servido de nada. La mirada que me ha echado quería decir esto.

—¡Ni que lo digas! —dijo Ronald.

3

Aquella media hora pasó lentamente y, a medida que pasaba, la inquietud de Roger iba en aumento.

Conocía los signos y estaba al tanto de los procedimientos empleados por la policía. El inspector no estaba satisfecho: eso era evidente. Pero ¿qué demonios podía haber provocado su insatisfacción? Si era simplemente el sitio donde se encontraba la silla, ya era tener mala suerte, puesto que, aun cuando todo se hubiera desarrollado de la manera más inocente de este mundo, era inevitable que la silla se hubiera desplazado un poco como resultado de algún puntapié ocasional, dado que a su alrededor había habido cuatro hombres moviéndose de un lado a otro. Difícilmente podía creer el inspector que la silla quedara incólume.

No, pese a sus maneras deferentes, el inspector Crane debía de ser un hombre entrometido. Ya que se había producido una muerte en las circunstancias en que se había producido, nada menos que en Sedge Park, ésta era una oportunidad que ni pintada para adquirir una cierta notoriedad. Como encontrase unos cuantos puntos fricativos que permitiesen plantear algunos interrogantes, he aquí que se le ofrecía la ocasión de hacerse un nombre como policía sagaz. Y lo malo del caso era que, sin saberlo, a lo mejor el inspector Crane arrimaba la cerilla al arsenal de pólvora. Como empezase a tirar de la manta, sabe Dios qué podía encontrar debajo. Roger hacía los más sinceros votos, y los formulaba con todo el fervor de una conciencia culpable, para que la cerilla que arrimase el inspector Crane estuviera mojada.

Parecía que los demás eran presa de las mismas aprensiones que él. Sumidos en lúgubre silencio alrededor de la amplia chimenea, no proferían más ruido que el crujido del periódico, si bien era bastante dudoso que estuvieran muy enfrascados en la lectura del mismo. A medida que transcurría el tiempo, Roger se sentía cada vez más a merced de aquella sensación que se apodera del colegial antes del partido que se ha de celebrar en casa: una desagradable sensación de tener el estómago vacío. Y pensaba que, si él advertía aquellas sensaciones, ¿qué debía de sentir Ronald Stratton?

La recepción por parte de Ronald de la advertencia con respecto a la silla no había hecho sino confirmar las conclusiones de Roger. El rostro que le había mostrado Ronald había sido de miedo y, dadas las circunstancias, el miedo sólo podía ser fruto de un sentimiento de culpabilidad, ya fuera por cuenta de David, ya por cuenta propia. Bien, Roger haría cuanto estuviera en su mano para ayudarle, pero se anunciaban malos tiempos, debido a aquel diabólico inspector que se había puesto por medio, tan amante de remover el montón de estiércol. La cosa podía tomar muy mal cariz, un cariz realmente malo, si el hombre sacaba a la luz los sentimientos con que la familia Stratton en general había acogido a Ena y, a poco que removiera el estiércol, aquellos sentimientos tenían que salir forzosamente a la luz.

Pocos minutos después de las doce apareció el señor Williamson, con unas ojeras amarillentas alrededor de los ojos y, con una o dos observaciones rutinarias, se sumó al grupo de silenciosos circunstantes. Nuevamente, el crujido de los periódicos volvió a ser el único rumor que se escuchó en la sala.

En un momento dado, Ronald Stratton traicionó la ansiedad que lo invadía con una observación murmurada a media voz:

—Creía que el agente había dicho que Crane volvería al cabo de media hora. Hace ya cuarenta minutos que se ha ido.

Cuando pasaban veinticinco minutos de las doce, la doncella de Ronald hizo aparición al lado de Williamson y, con una voz monocorde que posiblemente debía enmascarar una gran excitación interna, dijo:

—Lamento interrumpir, señor, pero el inspector Crane quiere hablar un momento con usted en la azotea.

—¿Cómo? ¿Dice que quiere hablar conmigo? ¿Que yo soy la persona con quien quiere hablar? —dijo Williamson.

—Si usted tiene la bondad, señor.

—¿El inspector Crane? —repitió Stratton—. No sabía que estuviera aquí, Edith.

—Sí, señor. Hace alrededor de un cuarto de hora que ha llegado, con el superintendente Jamieson y otro señor.

—Pero… si no los he oído llegar y no me he movido de aquí.

—Han entrado por la puerta trasera, señor.

—Pero ¿por qué no me lo ha dicho?

—Han dicho que sólo subían uno o dos minutos a la azotea, señor, y que no era necesario que lo molestase, así es que he pensado que no debía decirle nada.

—Ya comprendo. Bueno, Edith, pero de todas maneras, si vienen…, si viene alguien otra vez de esa misma manera, mejor me lo dice, ¿comprendido?

—Sí, señor.

—¿Qué sucede? —preguntó Williamson, así que desapareció la doncella—. ¿Qué pasa? ¿Qué es eso de que quiere verme? Nos vimos anoche y yo ya le dije todo lo que sabía. ¿Para qué quiere volver a verme?

—Lo ignoro, Osbert, pero me parece que lo mejor es que vayas.

—Sí, supongo que sí. Bueno, me pregunto qué demonios querrá.

Williamson se dirigió a las escaleras que arrancaban de uno de los extremos del gran salón.

Roger contempló su espalda y se sintió presa de una gran angustia. Estaba completamente seguro de que había dejado de decir algo terriblemente importante a Williamson antes de la entrevista: alguna advertencia que habría servido para allanar todas las dificultades. Sí, sabía que debía decirle algo, pero parecía tener la mente como paralizada. No le era posible pensar en nada. Desesperado, contempló a Williamson mientras desaparecía de su vista.

—Y bien —murmuró Ronald—, ¿qué deduces de todo esto?

Colin observó a los demás por encima de las gafas de montura de concha que utilizaba para leer.

—¿Hay mar de fondo? —preguntó a título informativo.

—Todavía no se sabe —respondió Roger, en un tono capaz de desalentar cualquier intento de hacer preguntas delante de Ronald.

Ronald inició un movimiento, como si fuera a levantarse.

—¿Y si subo? —preguntó.

—Mejor no —dijo Roger—. Es evidente que no quieren que estés presente.

—Parece que ha venido el superintendente.

—Sí, eso parece.

—¿Quién debe de ser la otra persona?

—¡Bah!, algún policía vestido de paisano, supongo.

—Sí, será eso. Pero ¿para qué querrán hablar con Williamson?

—Quizá porque fue él quien encontró el cadáver, ¿no te parece?

—¡Ah, claro, será por eso! Éste es el motivo de que el superintendente quiera verlo… por supuesto… Seguro que se tratará de una simple rutina.

—Sí, no hay duda. Una simple rutina.

Sin embargo, Roger no creía que pudiera tratarse de una simple rutina.

Williamson estuvo veinte minutos ausente, los veinte minutos más largos que Roger había pasado en su vida.

Williamson lucía en su rostro una sonrisita de culpabilidad.

—Lo del tercer grado es pura broma comparado con esto —dijo dejándose caer en el asiento.

—¿Comparado con qué, Osbert? —preguntó Colin.

—Comparado con lo que me han hecho pasar. ¡Menuda fiestecita la tuya, Ronald! ¿No me vais a dar una copa? ¿Sí o no?

—Déjate de copas… ¿La policía todavía está arriba?

—Puedes estar seguro de que no se ha movido de allí: el superintendente, el inspector, dos agentes y…

—¿Por qué querían verte?

—¡Y yo qué sé! Me han preguntado un montón de sandeces. Querían que dijera al superintendente todo lo que dije ayer al inspector y un montón de cosas más. Que cómo había encontrado el cadáver, que hacia qué lado miraba, que a qué distancia del suelo tenía los pies, que en qué lugar estaba ésa o aquella silla, que…

Roger profirió una exclamación. Ahora se acordaba de la advertencia que había querido hacer a Williamson: ¡la silla! Hubiera debido tratar de meter en la cabeza de Williamson, de la misma manera que había tratado de meterlo en la cabeza de Colin, que la silla había estado allí desde el principio. Ahora ya era demasiado tarde.

—¿Qué ocurre, Sheringham? ¿Pasa algo?

—Nada. ¡Ah, sí! ¿Qué les ha dicho sobre la silla? —dijo Roger, tratando de evitar la mirada de Colin.

—Les he dicho que no recordaba dónde estaba, por supuesto. ¿Cómo iba a recordar una cosa así?

—¿Y ellos qué le han dicho?

—Pues que tratase de recordar. Me han dicho que procurara recordar y que hiciera retroceder mi mente hasta el momento en que había encontrado el cadáver, para así representarme la escena y tener que recordar en qué sitio estaba la silla. Todo lo que he podido recordar ha sido que la silla en cuestión no podía encontrarse debajo de la horca, porque de otro modo yo no habría podido pasar por debajo. Así que les he dicho que debía de encontrarse debajo del cadáver.

—¿Sí?

—Y entonces ellos han dicho que no podía haber estado debajo del cadáver, ya que de lo contrario la señora Stratton no habría podido servirse de ella. Así que les he dicho que debía de estar a una cierta distancia del cadáver. ¿Pero, qué? ¿Debía estar o estaba? Y entonces me han preguntado que si recordaba que la silla estaba un poco apartada del cuerpo y, como he empezado a hartarme, les he dicho que seguramente era así y entonces me han dicho si podría jurarlo y yo les he dicho que de jurarlo ni hablar, porque esto de jurar había que pensárselo dos veces, aunque seguramente la silla estaba allí, y ahora, por el amor de Dios, Ronald, dame algo de beber. Me han aplicado el tercer grado, hombre. ¿No te parece? Parece que no lo entiendes. Primero la policía, después Lilian y ahora vosotros…

—¿Lilian? —dijo Colin perezosamente.

—Me la he encontrado en las escaleras y, claro, ha habido que ponerla al corriente de todo. —El señor Williamson lanzó un profundo suspiro, muy propio, de un marido en sus circunstancias.

Roger analizó la versión del señor Williamson. Williamson había solucionado las cosas mejor de lo que esperaba. En cualquier caso, él no había negado la presencia de la silla, como podría muy bien haber hecho. Sin embargo, dada la versión de Williamson, la policía había planteado las preguntas de una manera bastante rara: parecían estar más preocupados por la posición exacta de la silla, que por la posibilidad de su total ausencia. ¿Significa esto que en realidad sólo estaban interesados en aquel detalle ridículamente insignificante del inspector Crane y que se les había escapado por completo la otra alternativa? De ser así, eran más estúpidos que lo que Roger imaginaba, pese a sentirse muy satisfecho de su estupidez.

Williamson tomó un sorbo de la copa de jerez que le acababan de servir y prosiguió con su información:

—Bueno, no sé qué más puedo explicaros. Han estado insistiendo todo el rato sobre lo mismo y el inspector lo ha anotado prácticamente todo. ¿Que dónde estábamos? Pues en el solárium. ¿No lo había dicho? Sí, estábamos en el solárium: el inspector, el superintendente y yo. En el solárium.

»¡Ah, sí! Ahora recuerdo otra cosa que me han preguntado. Sí, fíjate Ronald, quieren saber cómo eran tus relaciones con tu cuñada. Les interesa enormemente. Mejor que pongas atención en este punto. Quiero decir que, a lo mejor, se ponen quisquillosos con esto, ¿no es posible? Empujada al suicidio, la pobre, porque se había visto desairada y no sé cuántas cosas más, ¿entiendes?

—¿A qué relaciones se refieren? —preguntó Ronald.

—Pues, querido amigo, la verdad es que todos la veíais con malos ojos. ¿Cómo? Era así, ¿no es verdad? Bueno, pues ahora les ha dado por ahí.

—¿Qué quieres decir?

—No han parado de preguntarme si anoche yo observé una cierta tirantez entre la señora Stratton y alguno de los miembros de la familia de su marido, que si yo había observado que ella no era santo de vuestra devoción o comoquiera que se diga. También, que si yo sabía que la señora Stratton era persona non grata, o como se llame, en esta casa, que si anoche me fijé en que la señora Stratton se peleara con su marido…

—¿Y bien? —dijo Ronald con acritud—. ¿Qué has contestado a esto?

—No, no te he delatado. Todo ha ido a las mil maravillas. Como te puedes figurar, les he dicho que todo eso me sonaba a nuevo, que yo no había observado nada, en absoluto, que si tenía que juzgar por las apariencias, a mí me parecía que tu hermano y su mujer formaban una pareja particularmente unida y, en fin, que todos os desvivíais por ella. No te preocupes —añadió el señor Williamson lleno de orgullo—, que no he metido la pata.

—Ya entiendo —dijo Roger—. ¿Y la policía sigue arriba? ¿Tienes alguna idea de lo que pueden estar haciendo, Williamson?

—Pues sí —dijo el señor Williamson, encantado—. Continúan sacando fotografías. No han parado un momento de sacar fotografías y mientras tanto el inspector parecía un muñeco del pim-pam-pum, puesto que tan pronto estaba dentro del solárium como fuera.

—¿Dices que estaban sacando fotografías? —dijo Roger, con una voz que denotaba inquietud.

—Exactamente. Va con ellos un fotógrafo profesional de Westerford, creo, aunque no entiendo cómo han podido dar con él un domingo por la mañana. De todos modos, lo han traído aquí y lo tienen sacando fotografías de la azotea, de la horca y de Dios sabe cuántas cosas, vistas desde todos los ángulos posibles. Yo lo encuentro completamente inútil, pero supongo que ellos no piensan lo mismo. Tenéis gente muy eficiente en vuestra policía, la verdad, Ronald.

—Sí, mucho —admitió Ronald, con voz inexpresiva.

—Si me permitís —dijo Roger, con aire abstruso—, quisiera advertiros que esta habitación da a la escalera y que Williamson tiene una voz bastante poderosa.

Mientras pronunciaba estas palabras, sonó el teléfono y Ronald desapareció en el estudio para contestar.

Roger y Colin intercambiaron unas miradas. Colin, que seguía observándolo todo por encima de las gafas, levantó las cejas. Roger, a título de respuesta, se encogió de hombros. Tanto uno como otro tenían un aire grave.

—Una cosa —dijo el señor Williamson, dirigiéndose a Roger en actitud muy seria—, una cosa, Sheringham…

—¿Sí?

—Una cosa que quería decirle es que el jerez de Ronald es una maravilla. ¿Lo ha probado? Pruébelo y verá. No sé de dónde demonios lo saca. ¿Sabes tú de dónde lo saca, Colin? ¿Lo sabes?

—¡Anda, cállate ya, Osbert! —le contestó Colin.

El señor Williamson se quedó mirándolo con una cierta sorpresa, pero en absoluto ofendido.

Ronald apareció en la puerta de su estudio.

—Sheringham —le dijo—, ¿puedo hablar un minuto contigo?

—Por supuesto —le respondió Roger, levantándose de un salto, al tiempo que atravesaba apresuradamente el vestíbulo.

Ronald cerró la puerta del estudio.

Roger no se molestó en disfrazar la angustia que lo invadía.

—¿Más malas noticias? —preguntó.

Ronald asintió con la cabeza.

—Ha telefoneado mi hermano. Me ha dicho que la policía se acaba de llevar el cadáver para trasladarlo al depósito. Quería preguntarte una cosa, ¿esto es serio, verdad?

—Podría serlo. Oye una cosa, Ronald. Vuelve a llamar a tu hermano y pídele que venga a comer aquí…, en seguida. No importa que llegue tarde. Será la mejor excusa para justificar su presencia. Y dile que no hable con nadie hasta que se haya visto conmigo.

—Así lo haré. Muchas gracias. David es un poco… ¿Esto qué significa, Roger? Supongo que querrá decir que la policía no está satisfecha… Vete a saber por qué, pero así es. A mí me parece que esta gente tiene algún tornillo flojo.

—¿Un tornillo? Yo creo que hay que ajustárselos todos.

4

El gong anunciando que la comida estaba servida atrajo a todas las mujeres a la planta baja.

Afortunadamente, la presencia continuada de la policía en la casa era vista por todos los invitados como un procedimiento normal, por lo que aunque difícilmente habría podido decirse que la comida transcurrió en un ambiente de franca alegría, tampoco se habría podido afirmar que reinó en él un sentimiento de desconfianza. A media comida llegó David, ojeroso y brusco en el trato, por lo que su presencia vino a añadir tensión a la reunión. Después de la comida, Roger hizo una señal a Ronald, quien dijo en voz baja unas palabras a David y lo acompañó fuera. Ronald regresó en seguida y, dirigiéndose a Roger, le indicó:

—Está en mi estudio. ¿Quieres que vaya yo también?

—No —dijo Roger y salió, solo, en dirección al estudio.

Durante toda la comida había estado pensando en la manera de advertir a David sin darle a entender que estaba al corriente de la situación y, por otra parte, sin minimizar el peligro. El término medio al que había llegado tenía el defecto de todos los términos medios, pero había sido la mejor solución que había encontrado.

—Una cosa quiero decirte, Stratton —dijo Roger, sin andarse por las ramas—, supongo que sabes qué significa eso de trasladar el cuerpo de tu mujer al depósito de cadáveres y eso de andar hurgando por la azotea, como está haciendo la policía en estos momentos. Pues, por si no lo sabes, te diré que quiere decir que la policía no está satisfecha y que piensa que la muerte de tu esposa no está tan clara como parece a primera vista. Como yo no disfruto de su confianza, no puedo saber dónde está el problema, pero adivino que piensan que anoche hubo algún motivo especial, algún incidente o alguna escena en particular, como podría ser por ejemplo una pelea, que la condujo a quitarse la vida y éste es un punto que no ha quedado aclarado. Ahora bien, a mí no me interesa, ni sé tampoco, si se produjo ayer algún hecho de esta naturaleza, de la misma manera que tampoco quiero saber los detalles exactos de los últimos momentos de su vida. Pero, en el caso de que hubiera un hecho así, y que el hecho fuera dado a conocer, es probable que las investigaciones levantaran un gran revuelo, cosa que a todos nos interesa evitar.

»Es por esto que me gustaría que te quedara bien grabado que es esencial que tú, entre todos los asistentes a la fiesta, tengas preparada para la policía una versión muy clara de los hechos, y que esta versión esté confirmada en todos sus extremos, al objeto de que entiendan que, cuando tu esposa salió del salón donde se bailaba, después de haber discutido con ella, ni la seguiste a la azotea ni hubo nada que pudiera parecerse a esto. Lo comprendes, ¿verdad?

—Sí, es muy sencillo —dijo David lacónicamente—. Yo…

—Espera un minuto. Déjame que te diga una cosa. Yo sé que no la seguiste, puesto que estuviste conmigo diez minutos, como mínimo, en el bar. ¿Te acuerdas? Estuvimos hablando de cricket y comentando lo absurdo del alboroto de los australianos, porque les dimos en las estacas y no fuera de ellas. Yo soy testigo de tu coartada en lo que se refiere a ese lapso de tiempo. Después llegó Colin Nicolson y yo subí uno o dos minutos a la azotea… donde, dicho sea de paso, no vi ni rastro de tu mujer, que debía de estar en el solárium.

—¿Por qué? —preguntó David bruscamente.

—¿Por qué? —repitió Roger.

—Sí. ¿Por qué tenía que estar en el solárium? Habían pasado diez minutos… tiempo suficiente para que ya lo hubiera hecho…

—Por supuesto —se apresuró a decir Roger.

Había olvidado completamente que su primera teoría había exonerado a David a consecuencia de aquellos diez minutos. Por supuesto que aquélla era la mejor defensa para David. El informe de los doctores en cuanto a la hora en que había ocurrido la muerte debía ser firmemente aceptado. David se había mostrado inteligente al darse cuenta de ello.

—Desde luego que no sé —repitió— por qué he dicho que tu mujer debía de estar en el solárium. Lo más probable es que ya lo hubiera hecho, en efecto. Aun así, no veo que perjudique en nada el hecho de que cuentes con un margen de seguridad, de modo que hablaremos de datos exactos. Te dejé y tú te quedaste otros tres o cuatro minutos con Nicolson. Y entonces —dijo, Roger con intención— fuiste detrás de él a la sala de baile, ¿verdad?, y allí seguro que te vería tu hermano o alguna otra persona.

—Sí, pero no fui en seguida —dijo David, con actitud obtusa—. Primero bajé al cuarto de baño.

—No, no fue así —le replicó Roger, un tanto exasperado—. No fuiste a otro sitio que al salón de baile. Seguiste a Nicolson al salón de baile. De hecho, fuisteis los dos juntos. Él lo recuerda perfectamente.

En el pálido rostro de David se dibujó una leve sonrisa.

—Sí, exactamente, ahora lo recuerdo perfectamente. Y si quieres saber más detalles, te diré que me fui derecho a Agatha y le pregunté si quería bailar conmigo, ya que todavía no habíamos tenido ocasión de bailar. No era del gusto de mi esposa —dijo David con voz hueca—, vete a saber por qué…

—Perfecto. Ella también se acordará. Y estuviste un rato con ella, desde luego y, después de esto, ya no volviste a quedarte solo en todo el rato hasta que Ronald te despidió en la puerta.

—Ronald no me despidió. Yo…

—Sí, Ronald te despidió.

—¡Ah, muy bien! A mí todo esto me parece perfectamente inútil —dijo David, con aire fatigado—, pero supongo que tienes razón.

Roger dejó escapar un suspiro.

5

Al salir del estudio, Roger se lanzó a la caza de la señora Lefroy, a la que encontró en la sala de estar: la separó del grupo del que formaba parte y la condujo fuera. El tiempo apremiaba y no podía andarse con rodeos.

—¿Recuerda usted cuando anoche me llevé a David, para acompañarlo a tomar una copa, después del lance con su mujer y de que ésta se hubiera marchado? Pues bien, después no regresé a la sala con él, sino que él entró en ella acompañado de Colin Nicolson. ¿Recuerda haberlo visto entrar con él?

—No —dijo la señora Lefroy, titubeante—. Recuerdo que David entró y que se sentó a mi lado, pero me parece que esto fue más tarde, ¿verdad?

—Fue exactamente quince minutos después de salir conmigo de la sala, pero usted esto no lo sabe. Lo que sí sabe es que lo vio y que Colin entró con él y que David se fue derecho hacia usted y que se pusieron a hablar.

La señora Lefroy era una mujer rara.

—Sí —dijo en seguida—. Lo recuerdo perfectamente.

—¡Fantástico! —dijo Roger—. ¿Dónde está Ronald?

Descubrió a Ronald en el estudio, en compañía de David. Estaban callados.

—Ve a casa, David —le dijo Roger—. No te quedes aquí mucho rato. No vaya a parecer que esto es una especie de confabulación, aunque quizá lo sea. Ve a casa y no te apartes de tu versión y todo irá a las mil maravillas.

David se fue.

—La policía ya se ha marchado —dijo Ronald—. Y si…

—¡Al cuerno la policía! —exclamó Roger—. No tardará en volver.

—Sí, eso me temo. De todos modos, han cambiado el lugar de la encuesta. Será en Westerford, no aquí.

Roger asintió con un gesto.

—Me lo suponía. Ahora escúchame bien, Ronald, porque voy a hablarte con la máxima claridad.

Y volvió a repetir la maniobra, que ya había empleado con David.

—Sí, —dijo Ronald—, yo lo entiendo perfectamente, pero me parece que quién no lo entiende eres tú…

—Es que yo no quiero entender nada —dijo Roger atropelladamente—. Lo único que quiero es ocuparme de tu coartada, porque no tengo tiempo para más, y quiero que estés dispuesto a jurar que bajaste a acompañar a tu hermano hasta la puerta principal y que le viste abandonar la casa.

—Pero es que a mí mi coartada me tiene sin cuidado —dijo Ronald, con aire despreocupado—. En ningún momento salí del salón de baile desde que Ena se fue y volvió David, momento en que me encontraba contigo en el bar.

—¡Ah! ¿No saliste? —dijo Roger.

Aquello quería decir que había sido David.

—No. Son muchos los que pueden jurarlo. Pero quiero decirte una cosa, Roger —dijo Ronald lleno de ansiedad—, ¿estás seguro de que David se encuentra bien? ¿Crees que ese chico es, de verdad, de hierro colado?

—Ni por asomo. De hierro colado, no. No es tan quebradizo como eso. Es de hierro forjado. Acabo de forjarlo yo —dijo Roger, con una sonrisa.

—Ah, bien, entonces escucha, Roger —dijo Ronald lentamente—. Yo también quiero hablar claramente contigo. David no me ha dicho una sola palabra, como yo tampoco le he dicho una sola palabra a él. Estoy de acuerdo contigo en que lo mejor es no saber nada. Entiendo que ésta es tu postura y que es la adecuada. Pero lo que yo quiero decir es esto, Roger: que aquella mujer se merecía que… bueno, que se merecía lo que ha encontrado.

—Lo sé perfectamente —dijo Roger, no sin emoción—. Y ésta es la razón de que yo no quiera enterarme de nada. Sólo quiero decirte una cosa, Ronald: que todo saldrá bien.

—¿Estás seguro?

—Seguro. Debes comprender que no hay ninguna prueba. No hay prueba ninguna.

Huyendo de cualquier posible manifestación emotiva, Roger se apresuró a ir en busca de Colin. La policía podía llegar de un momento a otro y Roger quería que, cuando llegara el momento, todo hubiera quedado perfectamente aclarado.

Colin estaba fumando su pipa con Williamson en la extensión de césped que había delante de la casa.

Roger lo llamó aparte y volvió a empezar:

—Colin, anoche cuando yo subí a la azotea, tú te quedaste con David y no volviste solo al salón de baile. David iba contigo.

—Pero si ya te he dicho que…

—Colin, dispongo de poco tiempo. Escúchame bien: ¡David iba contigo! La señora Lefroy recuerda que os vio entrar juntos y además —añadió, poniendo énfasis en sus palabras—, el propio David recuerda que entró contigo. Es el propio David quien lo recuerda, Colin.

—¡Oh! —exclamó Colin lentamente.

—Sí, tú estabas equivocado, supongo. De todos modos, el chico está perfectamente a salvo siempre que tú recuerdes ese detalle.

—Claro que recuerdo que entramos juntos —dijo Colin, decidido—. ¿No te lo había dicho ahora mismo?

—Entonces, menos mal que está todo arreglado —dijo Roger enarcando las cejas y soltando un suspiro de alivio.

—Pero oye una cosa, Roger, ¿qué anda buscando la policía? ¿Crees que huelen alguna rata? ¿Qué es eso de ir sacando fotografías en la azotea?

—Pues no lo sé —admitió Roger—. Pero ahora me toca descubrirlo. Poco podía pensar que el Gran Detective tendría que detectar lo que habían ya detectado los detectives de oficio. Bien, bien…

—¿Te parece que la cosa es grave?

—A mí me parece que no —dijo Roger, mientras se encaminaban hacia la casa—. Alarmante, sí, desde luego, pero no veo que pueda ser grave. La única cosa que pueden tener son sospechas indeterminadas, no otra cosa, y ya sabemos que no es posible detener a nadie, ya no digamos colgar, sin contar con alguna prueba. Pese a todo, si no hay moros en la costa, echaremos un vistazo arriba.

No había moros en la costa y la azotea no estaba custodiada. Hasta el agente había sido retirado.

—¡Vaya! —exclamó Roger echando una ojeada alrededor.

Una primera ojeada no permitía ver más que la terraza, exactamente igual como momentos antes.

—Bien, no sé qué demonios andan buscando, a menos que sigan preocupados con la silla —dijo Roger, al tiempo que se dirigía a la horca.

—¡Hombre! —exclamó, sorprendido, de pronto—. ¡La silla ha desaparecido!

Volvió a echar una mirada a su alrededor. Era indudable que la silla había desaparecido. En la azotea seguía habiendo tres sillas, pero exactamente las mismas de antes. Sin embargo, la cuarta, la que estaba debajo de la horca, había desaparecido.

—Vamos a ver si está en el solárium —dijo Roger.

No estaba en el solárium.

—Pero ¿por qué demonios la habrán sacado de aquí? —preguntó Colin, no menos desconcertado que Roger.

—Sólo Dios lo sabe —dijo Roger, que ya empezaba a sentirse preocupado de la manera que suelen preocupar las cosas cuando son inexplicables—. No me cabe en la cabeza. La única cosa que podía interesarles con respecto a la silla era su posición en relación con la horca. Como objeto aislado, no entiendo cómo puede interesarles.

Un acto tan sencillo como aquél de llevarse una silla empezaba a parecer siniestro. Roger se sentía perfectamente preparado para combatir movimientos de un contrincante, siempre que se tratase de movimientos conocidos, pero aquel movimiento era desconocido, ¿cómo podía combatirlo?

—¡Bah! —dijo Colin tratando de tranquilizar a Roger—, son imbéciles, unos imbéciles que quieren dárselas de listos.

—No —dijo Roger, preocupado—. No me lo parece. Seguro que tienen alguna razón.

Y se quedó contemplando el lugar donde antes había estado la silla.

De pronto profirió una exclamación y se desplomó en el suelo, con las manos y las rodillas en tierra, con la mirada clavada en un pequeñísimo espacio de la azotea.

—¿Has visto algo? —le preguntó Colin ávidamente.

Roger sopló suavemente en el suelo y después repitió la misma maniobra. Acto seguido, se levantó y fijó los ojos en Colin.

—Ahora comprendo por qué se han llevado la silla —dijo lentamente—. Colin, me temo que las cosas se nos han puesto de espalda.

—¿Qué estás diciendo, hombre de Dios?

—Me equivocaba cuando decía que actuaban movidos por sospechas, que no tenían ninguna prueba que los respaldase. Tienen una prueba. ¿No ves aquí restos de polvo gris? Es polvo esparcido con un insuflador. Buscaban huellas dactilares en la silla y han visto que no las hay… ninguna… ni siquiera las de Ena.