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LAS COSAS SE VUELVEN CONTRA DAVID STRATTON

X.- Las cosas se vuelven contra David Stratton

1

A PESAR DE LA PROFECÍA de Roger, aquella noche él y Colin se acostaron poco después de las cinco. Cuando, por la mañana, bajó Roger, Colin ya había desayunado. Las mujeres y Williamson todavía no habían hecho acto de presencia. Roger se sentía casi indignado por haberse levantado tan temprano.

Ronald Stratton lo encontró en el comedor, jugando con aire displicente con un huevo con tocino que tenía en el plato, de aspecto muy poco apetitoso.

—Una cosa, Roger, no sé si habías pensado marcharte esta misma mañana, pero no me gustaría que se fuera nadie a menos que lo prefiriera. No creo que haya necesidad y, aunque la policía no lo haya dicho, me parece que prefiere que el grupo de invitados se mantenga intacto hasta mañana.

—Me quedaré con mucho gusto —aceptó Roger—. Pero ¿no será un poco inconveniente, con…?

—El cadáver ha sido trasladado esta mañana a casa de mi hermano —explicó Ronald—. El inspector ha dado el permiso.

—¡Ah, ya entiendo! Ha sido muy rápido, ¿verdad?, para ser un domingo por la mañana.

—Mucho. David se ha ocupado de todo. Yo le he dicho que podía dejar el cadáver aquí hasta el entierro, considerando que en casa está su hijo… y en fin, pero David ha optado por el traslado.

—¿Y la encuesta?

—Se hará mañana por la mañana, a las once. Supongo que la policía querrá que se preste declaración.

—Sí, los interrogatorios se harán aquí, supongo. Entonces, ¿no habría sido más conveniente para…?

—¿Para Ena, quedarse aquí? Sí, yo también lo había pensado, pero David consideraba que esto podría trastornar mis planes en relación con los invitados.

—Ya comprendo. Ha sido muy considerado. ¿David está…?

Roger se dio cuenta de que todas sus preguntas terminaban en el aire.

—¿Qué si está bien? Está perfectamente. Me parece que es un secreto a voces que la muerte de Ena es un gran alivio para todos…, y para él más que para nadie. Aunque, desde luego, no divulgaremos este hecho durante los interrogatorios.

—No, claro que no. Cuando me he acostado esta madrugada, la policía todavía estaba en la casa. Supongo que no hay ningún problema —dijo Roger con voz llena de naturalidad, sirviéndose otra taza de café.

—En absoluto. Permíteme que te sirva. A propósito, ¿por qué tendría que haber problemas?

—¿Por qué, en efecto? Pero es que anoche parecías un poco preocupado acerca de la índole de la fiesta que habíamos celebrado en esta casa.

Ronald sonrió.

—Sí, debo decir que no he dicho una palabra acerca de este punto. Me he limitado a decir que algunos de los invitados iban disfrazados. No creo que este punto surja en los interrogatorios pero, si fuera así, querrá decir que era inevitable. Después de todo, no somos niños. Tampoco se pueden tomar tantas precauciones contra la aparición de la palabra «asesino» ni pensar que la imagen de una horca puede sugerirle el suicidio a uno, ¿verdad?

—La verdad es que no, pero tienes que estar preparado para un posible alarido de la prensa sensacionalista si la noticia sale a la luz. Ésta es una de las cosas que hacen las delicias de este tipo de periodismo: «Macabras diversiones en una fiesta particular», «Broma repulsiva que conduce a una tragedia».

Ronald hizo una mueca.

—Sí, lo sé. Todo depende del coroner que se encargue del caso. Por fortuna, lo conozco muy bien y lo tengo por una persona muy decente.

—Entonces no hay nada que temer. De todos modos, tendrás que dar una explicación a la presencia de la horca. ¿Qué dirás?

—Pues que la horca —dijo Ronald con una sonrisita— no era sino un sutil cumplido a la presencia entre nosotros del Gran Detective.

—De muy mal gusto, indudablemente. ¿Le ha sorprendido al policía?

—No tanto como yo esperaba. Me ha parecido que al inspector más bien le parecía divertido. Quizá ha disimulado. Es un buen hombre.

—Bien, bien.

—¡Ah! —dijo Ronald—. ¿Es el teléfono? Perdóname un minuto.

Desapareció durante unos minutos.

—Era Margot —explicó brevemente al volver—, quería saber cómo estábamos todos esta mañana. Le he dado las noticias.

—Supongo que no le han impresionado demasiado.

—No —dijo Ronald sonriendo—. Parecía un poco más nerviosa que de costumbre, pero seguramente es por la sorpresa.

—¿Y tu hermana? —preguntó Roger—. ¿Cómo está?

—No he querido molestarla. La pobre estaba hundida. Por poco se desmaya mientras el inspector la interrogaba y he tenido que pedir a Agatha que me ayudara a meterla en la cama. Como no tenía nada de particular que contar a la policía, he pensado que lo mejor era que se metiera en cama. Y dejaré que duerma hasta la hora de comer.

—Sí, muy bien pensado —dijo mecánicamente, mientras cogía otra tostada.

2

Roger encontró a Colin fumando su primera pipa en el jardín, rodeado de rosas.

—¡Hola, Roger! —lo saludó Colin, añadiendo no sin una cierta intención—: ¿Qué tal has dormido?

—Los ratos en que, como culpable que soy, he podido conciliar el sueño, han sido perfectos —replicó Roger fríamente—. Espero que tu condición de cómplice no te hayan estorbado demasiado en los tuyos.

—Anoche no había nada que pudiera estorbar mis sueños —dijo Colin con naturalidad—. Me pregunto por qué Ronald ha decorado este jardín lleno de rosas igual que un templo romano en ruinas.

Roger echó un vistazo alrededor. El ovalado parterre de césped, situado en el centro, a nivel más bajo que el resto, estaba rodeado por un amplio lecho elevado, limitado por pequeños muretes de ladrillo rojo, y cercado por altas columnas de ladrillo por las que trepaban los rosales. El conjunto tenía todo el aire de un templo romano en ruinas, pero en aquellos momentos Roger no se sentía muy interesado en los templos romanos.

—Hay una cosa que olvidé preguntarte ayer, Colin —dijo Roger sentándose al sol sobre el parapeto de ladrillo—. Cuando anoche te dejé a ti con David en el bar para subir a la azotea, cosa que lamento sinceramente haber hecho, ¿qué hicisteis vosotros? Cuando bajé ya no estabais, la habitación estaba vacía. ¿Volvisteis al salón de baile?

Colin puso la cara de la persona que intenta atrapar un recuerdo que se escapa de su memoria.

—No estoy seguro. ¿Por qué lo dices? ¿Todavía andas haciendo el sabueso?

—Todavía —dijo Roger con aire sombrío—. Y es por culpa tuya. Así es que hurga en esa cosa tuya que tú llamas cerebro y contesta a mi pregunta.

Colin se rascó la cabeza, que ya empezaba a despoblarse de cabello y, con aire pensativo, dijo:

—¿Será posible? ¡No me acuerdo! ¿Es importante?

—Claro que es importante. Quiero reconstruir los movimientos de todos los presentes que tengan un móvil para matar a la señora Stratton, desde el momento en que ésta salió del salón de baile hasta que David volvió diciendo que no estaba en casa.

—¡Como si eso fuera posible! No es cosa fácil, ¿sabes? De todos modos, haré lo que pueda. Ahora espera y déjame que vuelva a pensar.

Roger se quedó esperando mientras azuzaba una oruga que, sin la debida autorización, había creído oportuno ir a investigar el estado de las raíces de uno de los rosales.

—Si te estuvieras un rato quietecito —dijo Colin—, a lo mejor conseguiría pensar.

Roger se quedó quieto.

—Me parece que ya lo tengo. Volví al salón de baile… sí, eso es lo que hice, porque recuerdo que Lilian me preguntó cómo estaba David y yo le dije que me parecía que la copa le había sentado bien. Sí, volví al salón de baile, pero David no vino conmigo.

—¿Dónde fue?

—¿Cómo diantres voy a saberlo?

—Pues tenemos que saberlo… ¿No te das cuenta de lo importante que es? —dijo Roger muy excitado—. ¿Sabes si subió a la azotea?

—¿Por qué iba a subir?

—Oye una cosa, Colin —dijo Roger con gran paciencia—, ¿es la falta de sueño lo que te ha puesto así esta mañana o es que quieres fastidiar simplemente por narices? ¿No te das cuenta de que, después de que yo bajara de la azotea, hubo alguien que subió a ella y que ese alguien mató a Ena Stratton?

—Eso después de que bajaras tú. Sí. ¿Y bien? ¿Quién era esa persona?

—Eso es lo que te estoy preguntando. Porque, ¿no te das cuenta de que, de todas las personas que tenían motivos para quitar de en medio a la señora Stratton, quien más los tenía era su marido? En lo tocante a motivos, David Stratton les lleva mucha delantera.

3

—No, no, no. No vas a convencerme. Es inútil, Roger, quítatelo de la cabeza. En la vida conseguirás convencerme de que nuestro David ha colgado de la horca a su mujer.

—¡Colin, habla como una persona sensata!, ¿quieres? —dijo Roger, exasperado—. No quiero convencerte de nada. Lo único que te estoy pidiendo es que consideres la posibilidad y después analices si hay alguna prueba que la avale. Si queremos llegar a alguna conclusión en lo que toca a este asunto, hemos de mantenernos abiertos a todas las posibilidades. ¡Tú estás hecho un montón de prejuicios!

—David no tiene arrestos ni para aplastar un gusano.

—Por lo que a mí me toca, te diré que sé de muchas personas sin arrestos para aplastar gusanos, pero que los encuentran para cargarse a determinadas personas.

—¡Vamos, vamos, Roger! ¿Quieres decir que estás considerando a nuestro David un asesino en potencia?

—Claro que lo considero un asesino en potencia y al hacerlo me apoyo en toda la historia de la criminología… como tú bien debieras saber. David Stratton es el tipo exacto capaz de asesinar.

—Ayer noche me había figurado oírte decir que ése era Chalmers. En cambio, son dos tipos tan diferentes como… como…

—Como la noche y el día. Sí, claro que son diferentes. ¡No estés tan espeso, Colin! —dijo Roger, mientras golpeaba con la mano el parapeto de ladrillo que tenía a su lado y se hería en la mano—. ¿No ves la diferencia en lo que digo cuando hablo de ellos? Chalmers no es capaz de cometer un asesinato para obtener un beneficio para él, mientras que David Stratton no es capaz de cometer un asesinato en beneficio de otra persona. Pero es verosímil que Chalmers hiciera por David lo que no haría para él, mientras que David, como te acabo de decir, es el hermano gemelo de centenares de excelentes y sufridos maridos que tienen esposas insoportables y que llega un día en que ya no aguantan más y ese día empuñan el cuchillo de trinchar carne.

—Bueno, te lo concedo —admitió Colin—. Lo acepto. Hablas de Crippen.

—De Crippen, precisamente. Un hombre que era una perla y que, por culpa de aquella espantosa mujer que tenía, un buen día le sacó de sus casillas. Aunque, en su caso, había un motivo más en el hecho… ¡Colin! —exclamó Roger clavando en su interlocutor unos ojos que parecían querer saltársele de las órbitas.

—¿Qué ocurre ahora?

—Resulta que sé una cosa: estoy enterado de que David está enamoriscado de otra, aunque ya tenía motivos sobrados sin contar con éste.

—¿Cómo lo sabes?

—Anoche me lo dijeron. Alguien me lo dijo, pero no diré quién. Pero me apostaría mi salario a que es verdad.

—Una cosa, Roger —dijo Colin, no sin una cierta excitación—. No pienso seguir con esto. Si ahora quieres colgar el muerto a ese pobre desgraciado, no pienso seguirte el juego, y la cosa está más que clara.

—En cambio no te importa lo más mínimo colgarme el muerto a mí —dijo Roger con amargura.

—No, te lo colgaste tú mismo. Pero si ahora pretendes demostrar que el autor es David, no estoy para seguir por ese camino. No quiero saber si ha sido él o no ha sido él y, si ha sido él, que con su pan se lo coma y en paz. Seguro que debe de tener sus razones.

—Eso quiere decir que ya estás empezando a admitir la posibilidad…

—Eso quiere decir que no quiero oír hablar más de este asunto.

—Para que puedas pasarte el resto de tu vida dejando caer alusiones sobre si fui, yo el autor del desaguisado. No, Colin, a mí eso no me va. Aparte de que no veo en qué puede importarte tanto. ¿Tienes miedo de enterarte de que un amigo tuyo ha cometido un asesinato, como el macho del avestruz, que prefiere no enterarse de que su hembra se está pasando de lista? Ojos que no ven, corazón que no siente. ¿Así es como piensas? Lo que me sorprende es que no te afectara en lo más mínimo pensar que el autor del asesinato era yo.

—Eso era indiferente —rezongó Colin—. Tú sabes sacarte las castañas del fuego. David, no.

—¿Quieres dejar de hacer de vieja marisabidilla? —dijo Roger, impaciente—. ¿Quieres discutir el asunto de una manera razonable? Yo no he dicho que tuviéramos que actuar basándonos en todo lo que descubriésemos, aparte de que dudo mucho que consiguiéramos probarlo, por lo menos de la manera que la policía considera probadas las cosas, puesto que yo coloqué la silla donde la coloqué. Pero no tienes por qué estar tan asustado por nuestro David. Estoy dispuesto a protegerlo, si resulta que descubro que fue él quien la mató. Incluso le daré un apretón de manos para felicitarlo, si quieres. Pero tengo que saberlo.

—¿Por qué tienes que saberlo? —preguntó Colin, quejumbroso.

—Porque tú me has acusado —gritó Roger— y yo no lo he hecho, porque has ido a roer en las mismas raíces del respeto que siento hacia mi propia persona… tú, oruga, y ahora tengo que deshacer ese entuerto.

—Está bien —refunfuñó Colin—, está bien, pues sigue adelante.

4

Roger se cambió de sitio y fue a sentarse en otro murete calentado por el sol y, una vez reconfortado, siguió con la exposición.

—Es a todas luces evidente, Colin, que esta mañana no vas a estar de acuerdo con nada de lo que yo diga, así es que mejor será que ocupes tu puesto de abogado de la defensa, mientras yo ocupo el mío de fiscal. En primer lugar, me gustaría saber por qué piensas que David se comportó de la extraña manera que se comportó anoche después de que fuera descubierto el cadáver. ¿O tú consideras que no se comportó de manera extraña?

—El susto fue terrible para el pobre hombre, compréndelo. ¿Qué esperabas, pues?

—No lo que vi precisamente, a decir verdad —dijo Roger, meditabundo—. El susto tiene que haber sido mayúsculo, desde luego, pero por otro lado hay que decir que David debía de detestar a su mujer y el susto no puede ser el mismo cuando se pierde a una mujer que detestas que cuando se pierde a una mujer que amas. De todos modos, te concedo que la primera reacción que debe de tener un hombre inocente seguramente es de horror. Después de todo, una esposa es una esposa y tienen que haber ocasiones y momentos que, aunque sólo sea por instinto, seguramente se contemplan con emoción cuando se vuelve la vista atrás. Incluso en el caso de Ena Stratton debe de haber momentos así, ya que de lo contrario David no se habría casado nunca con ella. Ahora bien, por qué se casó con ella, es algo que no entiendo. Sin embargo, es evidente que se casó con ella.

»De todos modos, el comportamiento observado por David ayer no me chocó como resultado de un sentimiento tan inocente y natural como el que acabo de describir. Su estado reflejaba conmoción, pero yo diría que no era una conmoción provocada por la pérdida. ¿Estoy influyendo inconscientemente en mí mismo si pienso que se parecía más bien a la conmoción provocada por el miedo? —preguntó Roger en tono oratorio—. Es perfectamente posible. Pero no hay duda de que aquel estado era provocado por Ronald, porque éste no paraba de cloquear a su alrededor igual que una gallina clueca. Lo que yo me pregunto es qué hay en David que hace que hombres perfectamente equilibrados como Ronald se pongan a cloquear igual que las gallinas. Yo no lo sé. No se puede negar que Ronald estaba muy preocupado por David. ¿Por qué, Colin?

—Pues no lo sé.

—Tampoco yo. Pero ¿te abalanzarías sobre mí si yo te apuntara que era porque Ronald estaba al corriente de lo que había hecho David y estaba que no daba pie con bola pensando que David podía delatarse a la policía? ¿Te saldrías de madre si yo alegara esto como razón por la cual Ronald saltaba al momento y contestaba las preguntas que el inspector dirigía a David antes de que éste tuviera tiempo de abrir la boca? ¿Qué me dices, Colin?

—¡Vaya, acabas de encontrar otro nuevo cómplice del delito al mismo tiempo que a un nuevo asesino! —dijo Colin, sarcástico.

—Eso parece —admitió Roger— y así lo espero para el bien de David. Bueno, ahora queda la cuestión de las reacciones de David, tal como han quedado expresadas a través de sus maneras. Dicho sea de paso, podría decirse que en David se han observado dos tipos de maneras: unas primeras y unas segundas maneras. En sus primeras maneras se mostraba aturdido, sin duda a causa de la conmoción… tal vez la conmoción provocada por la pérdida, tal vez no… En sus segundas maneras se mostraba exactamente al revés. Cuando Ronald le dejó que contestara a las preguntas del inspector, sus respuestas parecían ladridos. Eran tan lacónicas que rayaban en la mala educación.

»Ahora bien, en el curso del interrogatorio a mí me vinieron a las mientes dos consideraciones que estimo interesantes. Me daba la impresión de que David había ensayado lo que decía al inspector y, encima, que lo había ensayado aprisa y corriendo y de cualquier manera. Aparte de esto, parecía que reprimía alguna emoción específica. Ambas suposiciones encajaban perfectamente con la hipótesis de su culpabilidad.

—¿Qué quieres que te diga? ¡Son cosas tan vagas!… Puede ser esto y puede ser aquello. En toda esta exposición no hay nada que pueda probarse —se quejó Colin con energía.

—Sí, lo sé. Todavía no hemos llegado a la fase de las pruebas. De momento sólo estoy juntando endebles cabos y nada más. Pero pronto formaremos una gruesa cuerda…

»De momento, lo que hemos dejado perfectamente establecido es que David tenía motivos sobrados primero y que después tenía un comportamiento extraño. Y ahora, si quieres hechos, aquí tienes uno importante, acerca del cual me gustaría que me dieras una explicación: ¿por qué llamó David a la policía en relación con su mujer antes de saber si le había ocurrido algo?

—¡Venga, Roger! Sabes perfectamente por qué la llamó.

—Sé qué razón alega él para haberla llamado.

—Para poner a la policía en guardia con respecto a que había una mujer irresponsable que andaba suelta por ahí.

—Sí, eso es lo que dijo en aquel momento: en caso de suicidio. Y en cambio David Stratton, como hombre inteligente que es, debiera haber sabido que las posibilidades de que su mujer se suicidara eran extremadamente remotas. Debiera de haber sabido, tan bien como lo sé yo, que las personas que tratan de impresionar a los demás hablando de que van a suicidarse son precisamente las que no se suicidan. Ésta fue, de hecho, la primera cosa que me hizo entrar en sospechas en relación con la muerte de la señora Stratton. ¿Pero a ti no te sorprende, por lo que tiene de artero, que si la señora Stratton estaba (como lo estaba en realidad) muerta y bien muerta y todo el escenario estaba preparado para hacer ver que se trataba de un suicidio, que sugiriera por adelantado a la policía el temor de que podía haberse suicidado?

—No me sorprende demasiado. ¿Esto no habría hecho que la policía todavía se mostrara más suspicaz?

—No lo creo, dadas las pruebas ya preparadas para demostrar que no se trataba de suicidio. La policía no pierde el tiempo en probabilidades psicológicas. Lo que ella busca, como tú, son hechos. Y el hecho en este caso, es que la señora Stratton se había pasado la velada pregonando a los cuatro vientos su intención de suicidarse. Muy bonito.

—A mí me parece —dijo Colin—, que si David hubiera hecho una cosa como ésta, cuando en realidad la estaba asesinando a cada momento, habría sido como aquellas novelas policíacas en las que el propio asesino sale disparado a buscar al Gran Detective para que tome el caso en sus manos, lo que sólo prueba que además de asesino, es imbécil.

—Un detalle —dijo Roger, pensativo—, pero en mi opinión, no precisamente un detalle inteligente en este caso. La policía está para investigar todos los casos, ¿comprendes? Pero el Gran Detective, no. Aunque tienes razón al decir que el propio inspector estaba un poco sorprendido ante el hecho de que David hubiera llamado a la comisaría en aquella determinada ocasión y nunca con anterioridad. Ronald intervino y dio la explicación de rigor, naturalmente. Otra confirmación de que existe connivencia entre los dos.

Roger había hablado de una manera un tanto mecánica. Estaba pensando en alguien que le había confesado el temor de que la policía pudiera sospechar «algo descabellado». Y esto había sido antes de que él hubiera descubierto que se trataba de un crimen. Pero lo había sospechado y probablemente así lo había demostrado. ¿Había soltado aquella observación a manera de sondeo? ¿Habría tal vez un segundo cómplice del hecho? Era preciso que, a lo largo de aquel día, Roger dijera unas palabritas a la señora Lefroy.

—¿Cómo dices? Repítelo, por favor, Colin. Perdona, pero estaba pensando en otra cosa.

—Pues que no creo una palabra de todo esto —repitió Colin con energía—. No hay razón para que David no llamara a la policía como persona inocente teniendo una mujer tan imbécil como la suya rondando por ahí. No veo razón en contra en absoluto. Y, en cambio, veo todas las razones para que llamara a la policía.

—Perfecto, pero yo no estoy de acuerdo contigo. Nada más. Yo creo, al igual que el inspector, que como mínimo resulta curioso que telefoneara. Y ahora, ¿qué otra cosa tenemos contra David?

—¡Pues no sé!

—Suponiendo que fuera inocente, ¿es de verdad normal que volviera a esa casa y se pusiera a buscar? —preguntó Roger en actitud polemizadora—. ¿Podría pensar realmente que estaba escondida en la casa? No sé, pero me parece un poco extraño. Era mucho más probable que hubiera salido disparada hacia la casa de algún amigo o que se hubiera metido en alguna otra parte… en cualquier sitio menos en la casa del odiado Ronald, ¿no te parece?

—Estás tergiversando los hechos.

—No, no es verdad. Todo es perfectamente razonable. Y lo mismo su corolario. Todavía más interesante, diría yo. Tienes que darte cuenta de que si David sabía que su mujer estaba muerta, y Ronald sabía igualmente que estaba muerta, ya entonces o más tarde, debían organizar su búsqueda exactamente como la organizaron en realidad, puesto que ninguno de los dos debía encontrar el cadáver, o por lo menos quedaría mejor que ninguno de los dos lo encontrase, por lo que era necesario mantenernos a todos buscando hasta que uno de nosotros diese con él. ¿No te parece que esto es sumamente interesante, Colin?

—Todo eso y nada es lo mismo, hombre de Dios.

—Te equivocas: es algo, quizá no de una gran importancia, pero algo. Sí, un conjunto de detalles que, a mi modo de ver, indican más culpabilidad que inocencia. Son detalles que, aislados, no tienen un gran peso, pero que, juntos, adquieren una importancia considerable. ¿No lo crees así? Y un detalle más es la impaciencia de David por tener el cadáver en su casa lo antes posible. Un detalle perfectamente natural en el caso de que sea inocente, pero más explicable todavía, diría yo, en caso de que no lo sea.

Colin emitió una manifestación sonora de exasperación que Roger decidió ignorar.

—Todo esto es sumamente interesante, y en cualquier caso —siguió Roger—, demuestra que la policía no abriga ningún tipo de sospechas. Esto es evidente, ya que de otro modo se habrían llevado el cadáver al depósito. Bueno, no puedo decir que lo lamente.

—Te creo —dijo Colin con intención.

Roger se echó a reír.

—¿Así que no dejo de ser sospechoso?

—En todo caso me lo pareces más que nuestro David —murmuró Colin—. Anoche, sin ir más lejos, decías que él y Chalmers eran los únicos que quedaban exonerados definitivamente de toda sospecha.

—Sí, pero eso era antes de que comprobaran que la hora de la muerte indicada por Chalmers podía no ser exacta.

—No puedes volver la frase del revés, Roger —le señaló Colin—. No ha sido hasta que has tratado de demostrar que Chalmers era la persona implicada que has decidido que la hora de la muerte podía situarse media hora después de la que él había establecido, puesto que podía tratar deliberadamente de desorientarnos. Sólo si Chalmers es culpable, la hora de la muerte podría ser lo bastante tarde para que David hubiera cometido el crimen y, si Chalmers es culpable, David no lo es. Si Chalmers no es culpable, la hora de la muerte puede ser la que él ha dicho, cosa que excluye también a nuestro David. Te quedas sin argumento.

—La hora de la muerte no es nunca tan rígida como eso —replicó Roger—. En un lapso de tiempo de dos horas como el que hay en el caso que nos ocupa, y dado el frío que reinaba en el exterior como factor añadido para complicar todavía más las cosas, es perfectamente comprensible que los médicos hayan podido cometer un error de media hora. De todos modos, ¿no crees que estoy argumentando una tesis contra David que es merecedora de toda consideración?

—No, no lo creo —mantuvo Colin tozudamente—. Estimo que has exagerado todos los detalles en contra de él y que, en cambio, no has tenido en cuenta los que tiene a su favor.

—Efectivamente, tienes razón: no los he tenido en cuenta. No me interesan. Lo único que persigo es ver si hay argumentos contra él, y los hay.

—Podrías montar lo mismo un argumento contra cualquiera de nosotros.

—Sí, por lo menos tan bueno como el que tú has montado contra mí —le replicó Roger—. ¿Quieres que pongamos a los dos en manos del inspector? Por mi parte, estoy dispuesto.

—Supongo que no tienes intención de revolver aguas turbias, ¿verdad, Roger? —preguntó Colin con cierta alarma.

—No, no tengo esa intención, pero tu respuesta me demuestra que tú no estarías dispuesto a admitir esto: que hay razones en contra de David.

Roger se levantó de su asiento y se desperezó.

—A lo que estoy dispuesto, en cambio, es a abandonar la discusión en ese punto, si no tienes inconveniente.

—¡Qué he de tener! Ojalá pudiera abandonar este asunto y no volver a hablar más de él.

—Entonces quiere decir que estamos de acuerdo —dijo Roger, inclinándose sobre su pipa, que no había podido mantener encendida durante toda aquella demostración de oratoria.

—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó Colin.

—¿Yo? Pues me parece que me meteré dentro y preguntaré si me necesitan para algo. El inspector me ha gustado bastante. Creo que hablaré un poco con él. A propósito, supongo que te quedarás hasta mañana. Parece que Ronald tiene interés en que no nos vayamos.

—No —dijo Colin—. La idea no me ilusiona en absoluto. Ya se lo he dicho, y también que me iría después de la comida.

—¡Ah! Yo creo que me quedaré. ¿Y qué pasará con la encuesta?

—¿Sabes una cosa? —dijo Colin en tono confidencial—. A mí no me quieren para eso. ¿Para qué me iban a necesitar?

Roger se metió dentro.

Si no había conseguido convencer a Colin, por lo menos se había convencido a sí mismo. Ahora tenía la absoluta seguridad de que David Stratton o Ronald habían sido los responsables de la muerte de Ena, cualquiera de los dos con su hermano como cómplice. En cualquier caso, los dos estaban metidos en el fregado.

En líneas generales, Roger veía a Ronald como el candidato más probable del hecho en sí. Ronald era un hombre más decidido que David y, además, Roger imaginaba que era un hombre que podía ser terriblemente cruel si lo consideraba necesario. Aparte de esto, tenía un doble motivo: por un lado estaba la solicitud que tenía para con su hermano, al que era evidente que quería mucho, y por otra el deseo de acabar con Ena por razones personales.

Sin embargo, David tenía también un doble motivo: como marido y como amante.

«Me gustaría saber dónde se metió David cuando lo dejó Colin —iba pensando Roger para sus adentros—. ¿Subiría a la azotea entonces o no? La hora de la muerte nos deja un amplio margen, sea lo que fuere lo que puedan decir los médicos. ¿Cómo podría saberlo?».

Cuanto más analizaba aquella nueva solución, más seguro estaba Roger de que era la acertada. Antes se había dejado llevar por aquel incitante fuego fatuo representado por Chalmers, pero ahora que examinaba la situación con mirada más limpia de prejuicios, se daba cuenta de que una simple eliminación no dejaba más que a uno de los hermanos Stratton como culpable. Colin, Williamson y él quedaban fuera de duda; estaba seguro de que el doctor Mitchell no había salido del salón de baile ni se había separado de su mujer durante todo aquel tiempo; Mike Armstrong se había mostrado igualmente solícito en relación con Margot; las mujeres quedaban todas eliminadas de un plumazo por la simple razón de que no eran suficientemente fuertes; Chalmers resultaba eximido por el mismo motivo… Así que los únicos que quedaban eran David y Ronald. Y lo que todavía venía a añadirse contra los dos era que la coartada de David no era buena y la de Ronald ni siquiera había sido examinada.

Bien, les deseaba buena suerte a los dos.

Al meterse en la casa, Roger ya tenía decidido que no quería averiguar dónde había estado David cuando Colin lo había dejado. Tanto en el caso de ser él el asesino, como en el caso de que lo fuera Ronald, Roger no tenía la menor intención de meter las narices en el asunto. Raras veces puede justificarse el asesinato, pero resultaba difícil considerar asesinato la eliminación de un ser como Ena Stratton. Y lo mejor para Roger era no saber ni quién había cometido el hecho ni nada del mismo.

Sin embargo, al atravesar la puerta principal, a duras penas pudo reprimir una sonrisa.

¿Subsistía en Colin todavía algún residuo de sospecha que pudiera hacerle pensar que él, Roger Sheringham, entre todos los invitados, había acometido la empresa de colgar a Ena Stratton? ¿O se trataba simplemente de una reacción por parte de aquel joven obstinado frente a las acusaciones de Roger contra David?

En cualquier caso, Roger no podía dejar de encontrar divertida la idea de que Roger Sheringham podía ser sospechoso de asesinato.