VII
REALIDADES E IMAGINACIONES
VII.- Realidades e imaginaciones
1
ALLÍ, EN LAS MISMAS NARICES de Roger Sheringham, se había cometido un asesinato.
Pese a la tragedia que encerraba el hecho, Roger apenas conseguía disimular una sonrisa ante la audacia del acto. Tenía plena conciencia de la fama de que gozaba entre los profanos en la materia y a veces incluso sentía una especie de orgullo infantil al comprobarla. Pero allí había quien la consideraba inmerecida: sí, alguien que sabía que no podía cometerse un error tan colosal como no ver que el cuerpo de un ahorcado debía estar acompañado de la consiguiente silla volcada que era su corolario natural. Y Roger tenía que admitir que el desconocido no habría cometido aquel error de no contar con la estupidez de Roger Sheringham. Sólo por azar se había dado media vuelta, justo cuando se encontraba en la puerta, para echar un último vistazo al escenario.
Roger volvió a sonreír.
Volvió a darse la vuelta, atravesó la puerta y se encaminó escaleras abajo. Había sido la enorme suerte que acompañaba al asesino la que había colocado una silla volcada allí donde debía de haber habido una silla volcada y Roger no tenía intención de interferirse en ella. Que la policía hiciera lo que quisiera con aquel hallazgo.
Roger estaba acostumbrado a mirar las cosas de frente. Era un hecho, lamentable o no, que la señora Ena Stratton no supusiera nada para él como persona, ni muerta ni viva. No era menos realidad que, como ser humano, había espantado cualquier simpatía en relación con su destino. Es más, ella misma había precipitado el destino que le había correspondido. Roger no encontraba en su conciencia ningún impulso que lo llevara a ayudar a la policía a vengarla.
Sin embargo, tenía la impresión, de hecho reconocía, aquel reto que lo afectaba personalmente y la satisfacción sacudía de sus espaldas toda la fatiga que pudiera sentir. No, no volvería a retirar aquella silla, de la misma manera que tampoco contaría a las autoridades todo lo que sabía. Todavía no. De momento dejaría que la situación se desarrollase como una batalla de cerebros.
Se apresuró a bajar las escaleras. Antes de que llegara la policía, dadas las cosas que ahora sabía, quería dar otra mirada al cadáver, esta vez solo.
2
El doctor Chalmers todavía no había terminado su examen. Con el estetoscopio colgado del cuello, estaba inclinado sobre la cama justo en el mismo momento en que Roger asomaba por la puerta de la habitación.
—Supongo que no hay ninguna esperanza —preguntó Roger, con aire vacilante.
El doctor Chalmers echó una mirada a su alrededor y se enderezó.
—Ninguna. Un asunto terrible. ¿Qué impulso la habrá llevado a quitarse la vida de esa manera?
—Así que usted piensa que se trata de un suicidio, ¿verdad?
El doctor Chalmers clavó los ojos en Roger, con la sorpresa pintada en su amable rostro.
—¿Cómo? ¿Qué otra cosa podría ser?
—No ninguna otra, supongo que ninguna otra —dijo Roger, quitando importancia a sus palabras—. Lo que yo me preguntaba es si existía la posibilidad de que hubiera podido producirse un accidente cualquiera. Mire usted, después de haberla conocido, yo habría jurado que no correspondía en nada al tipo de los suicidas… claro que yo apenas la conocía.
El doctor Chalmers cubrió cuidadosamente el cadáver con la colcha antes de contestar:
—¿De veras lo habría jurado? —preguntó lentamente—. Bueno, por supuesto que este aspecto entra más en su campo que en el mío, pero yo habría afirmado sin titubeos que el carácter neurótico y egocéntrico de Ena presentaba predisposición al suicidio. De todos modos, puedo equivocarme. La psicología de los seres morbosos no abunda mucho en el terreno en el que suele moverse el médico de medicina general, pero debo decir que, aunque me impresionó mucho la noticia cuando Ronald me la comunicó, para mí no fue una gran sorpresa.
—¿Esto quiere decir que está dispuesto a afirmar en sus declaraciones que, de acuerdo con su opinión profesional, la señora Stratton era una persona propensa al suicidio? —preguntó Roger mientras para sus adentros hacía votos para que Chalmers saliera de la habitación cuanto antes.
—Yo lo creo así —dijo el doctor Chalmers, interesado—, a menos que me convenza usted de lo contrario.
Daba la impresión de que estaba dispuesto a dilucidar el problema en aquel mismísimo instante.
—No claro —dijo Roger con energía—. Seguramente tiene usted razón.
A lo que veía, el escenario estaba preparándose para un ineludible veredicto de suicidio mientras Roger, por su parte, no tenía ni la más mínima intención de interferirse, especialmente dadas las circunstancias.
—Bien —añadió—, supongo que querrá ver a Ronald. ¿Está cambiándose?
—No, hace un minuto que ha estado aquí y me ha dicho que se iba arriba.
—Supongo que, como alguien debe quedarse con el cadáver —dijo Roger arteramente—, puedo ocuparme yo de este cometido mientras usted sube arriba con los demás.
El doctor Chalmers se quedó un momento sopesando, al parecer, lo oportuno de la sugerencia que se le hacía y después asintió.
—Gracias. De todos modos, no creo que tenga que esperar más de uno o dos minutos. La policía no puede tardar.
—Deduzco que usted vive más cerca de aquí que el doctor Mitchell —dijo Roger con naturalidad, mientras su interlocutor se dirigía a la puerta.
—Sí, los dos vivimos en Westerford, pero Frank está en la otra punta.
Roger aguardó a que la puerta estuviera bien cerrada y en seguida se precipitó hacia la cama.
Después de levantar la colcha, se quedó un momento mirando el cuerpo de Ena Stratton. Todavía iba vestida exactamente como en la fiesta e incluso llevaba el gorro desgarbadamente colocado sobre la cabeza. A Roger no le pareció que el vestido estuviera roto ni deteriorado en ningún aspecto. Si había habido violencia, debía de haber sido una violencia muy comedida. Le hubiera gustado mucho comprobar si el cuerpo tenía alguna señal o huella de contusiones, pero era imposible. Violentándose para observar con toda imperturbabilidad el rostro de la mujer, no detectó ninguna. Con dedos cautelosos, tentó delicadamente la cabeza por la parte de la nuca, pero su exploración no se vio recompensada con el hallazgo de ningún bulto o hinchazón.
Le levantó las manos e inspeccionó con detenimiento el espacio de piel debajo de cada uña.
Todo cuanto pudo ver sin ayuda de la lupa fueron unas minúsculas hebras que evidentemente correspondían a la cuerda de la que había estado colgado el cuerpo y algunos fragmentos de piel. Tal como Roger se esperaba, a uno y otro lado del cuello había unos rasguños largos y profundos. Antes de perder la consciencia, Ena Stratton debió de luchar desesperadamente con la cuerda que la sofocaba. También las palmas de sus manos mostraban señales inequívocas de excoriaciones.
Pero aquello no significaba necesariamente que todos los pequeños grumos de piel de debajo de las uñas procediesen de su propio cuello. O el asesino había conseguido zafarse con presteza suficiente del alcance de sus uñas o alguien en la fiesta llevaba un arañazo fresco en las manos o en la cara.
A Roger no le fue posible investigar la respuesta a tan interesante pregunta hasta que llegó la policía y lo liberó de su tarea de vigilancia.
3
La casa de Ronald Stratton, Sedge Park, se encontraba a unas tres millas de distancia de la pequeña ciudad de Westerford. El agente que estaba de servicio en la comisaría tuvo que cubrir aquella distancia con su bicicleta. Llegó exactamente a los trece minutos de haber telefoneado Ronald, tiempo que, dado el número de cosas que el buen hombre tuvo que hacer antes de abandonar la comisaría, no estaba nada mal. Ronald, muy conocido de todos los miembros de la policía de Westerford, a todos los cuales conocía igualmente bien, lo acompañó al dormitorio, donde en seguida comenzó a hacer las preguntas de rutina.
«Trabajo totalmente inútil —pensó Roger, mientras lo dejaba ocupado en aquella tarea—, puesto que el inspector, cuando llegue, hará exactamente las mismas preguntas; pero hay que pasar por ello».
Se dirigió nuevamente escaleras arriba.
La mayoría de los invitados estaban reunidos en la gran sala que tenía uno de los laterales abiertos a la escalera principal, donde había sido instalado el bar. Casi todo el mundo estaba muy cansado y la conversación resultaba un tanto espasmódica, pero irse a la cama había quedado totalmente excluido de programa. Ronald ya les había advertido que era casi seguro que la policía querría interrogar a todo el mundo, por lo que todos, unos de pie y otros derrumbados en los grandes butacones de cuero, estaban muy comedidos contemplando con fijeza el fuego de la chimenea.
Con la llegada de Roger pareció que se veían sacudidos por una oleada de interés y el doctor Chalmers preguntó si ya había llegado Frank Mitchell.
—No —explicó Roger—, pero la policía sí ha llegado. Ha venido un agente y ha dicho que el inspector tardaría entre cinco y diez minutos en llegar.
Echó un vistazo a los circunstantes: no observó ningún arañazo visible en ninguna de las caras. Casi había esperado descubrirlo.
Se reunió con el doctor Chalmers junto al fuego e inició una conversación en voz baja.
—¿Ha llegado a alguna conclusión con respecto al tiempo que puede hacer que esté muerta? —preguntó.
El doctor Chalmers lo miró con aire inquisitivo.
—¿El tiempo? —se limitó a repetir.
—Sí, no sé si debe de haber cometido el acto inmediatamente después de abandonar el salón de baile o si ha estado pensándolo primero.
—¡Ah, ya entiendo! Bueno, es difícil precisar cuando la diferencia es de minutos. Le he tomado la temperatura y, basándome en este dato y en algunas otras indicaciones, yo diría que, teniendo en cuenta el frío reinante en el exterior, debe de llevar muerta como mínimo dos horas.
—Dos horas… —dijo Roger pensativo—. Eso quiere decir que ha cometido el acto inmediatamente.
—Sí, me figuro que así ha debido de ser. La escena que hubo en el salón, justo después de salir yo, me la ha contado mi esposa…
—Sí —dijo Roger, distraído—, sí… A propósito, ¿cómo es el inspector?
—Es un buen hombre. No es quisquilloso, pero sí concienzudo. Por supuesto que analizará los detalles, pero en un caso tan claro como éste, me parece que tiene poca cosa que hacer.
—Claro —dijo Roger—, a mí me parece lo mismo.
Tenía los ojos clavados en la parte superior de la escalera, perfectamente visible a través de la baja balaustrada que había sustituido la pared que en otro tiempo cerraba la sala. La escalera terminaba en un pequeño rellano, a partir del cual se accedía a la sala de baile. El rellano continuaba unos cuantos metros más allá de la puerta de entrada del salón de baile y al final del mismo, a la izquierda, se iniciaba el breve tramo de escaleras que conducían a la azotea. La escalera atravesaba uno de los gabletes que todavía quedaban, por lo que su mitad superior quedaba oculta desde el bar; sin embargo, la mitad inferior y todo el rellano eran perfectamente visibles. Por tanto, cualquiera que hubiera subido a la azotea habría sido detectado por los que se encontraban en el bar.
La conversación con el doctor Chalmers fue decayendo mientras Roger reflexionaba sobre aquella desanimada conversación a dos bandas y trataba de convertirla en animado coloquio a cuatro bandas.
Cualquiera que subiera a la azotea tenía que ser visto por los que se encontrasen en el bar. Sin embargo, nadie sabía dónde había ido Ena Stratton, lo que quería decir que no había nadie en el bar cuando ella había subido porque ni la persona más entregada a la bebida habría podido dejar de darse cuenta de su salida y de su paso en dirección a las escaleras. En consecuencia, si el asesino la había seguido inmediatamente a la azotea, quería decir una vez más que en aquel momento no había nadie en el bar o, en todo caso, nadie capaz de detectar su paso. Con todo, tampoco había que olvidar que el asesino podía encontrarse ya en la azotea cuando ella había subido y que los dos podían haber coincidido allí.
Así pues, la pregunta obvia era la siguiente: ¿quién estaba en el salón de baile en aquel momento y quién permaneció en él? Ya que no era posible construir, por lo menos cabía la posibilidad de proceder por eliminación.
Sin advertir que a ojos del doctor Chalmers su forma de proceder podía parecer de lo más grosero, Roger se metió las manos en los bolsillos, se volvió de espaldas a su interlocutor y, absorto en sus pensamientos, se encaminó hacia el rellano y, una vez allí, apoyó la espalda en el sólido pilar que remataba la balaustrada y, frunciendo ferozmente el ceño, trató de forzar su memoria a retroceder y reconstruir lo ocurrido en las dos últimas horas.
El primero que quedó eliminado fue el doctor Chalmers, puesto que estaba ausente de la casa. Ronald, la señora Lefroy, Celia Stratton y la señora Williamson habían formado con él el grupo que se había dedicado a testimoniar su amabilidad a David Stratton. Sí, y también Margot Stratton y Mike Armstrong. Así pues, todos ellos quedaban eliminados. ¿Quién quedaba? Williamson, Colin Nicolson, la señora Chalmers, el doctor Mitchell y su esposa… pero los dos últimos habían sido los primeros en volver a iniciar el baile… se acordaba muy bien, porque justo antes de que él acompañara a David Stratton… ¡Claro! Había que empezar de nuevo. Él mismo había estado en el bar a los pocos minutos de haber desaparecido la señora Stratton, él mismo había estado montando la guardia en el único camino de acceso a la azotea. ¿Había pasado alguien por el rellano y emprendido el camino escaleras arriba en aquel momento? Roger sonrió al tiempo que hacía un gesto de exasperación. Ni siquiera, de haberle ido la vida en ello, habría podido asegurarlo. ¡Ésta es la prueba que puede dar un hombre puesto en situación de peligro! Era un hecho que Roger Sheringham no tenía la más mínima idea acerca de si alguien se había escabullido o no del salón de baile.
Con todo, el cariz de sus cavilaciones no había sido del todo inútil. Una cosa, por lo menos, era segura. David Stratton, que al fin y al cabo tenía más motivos que nadie para asesinar a su esposa, no había podido ser el asesino, puesto que durante el período de tiempo verdaderamente crítico había estado en compañía de Roger.
Bueno, aquél ya era un paso, y un paso importante.
Roger levantó la vista y descubrió que Colin Nicolson estaba diciéndole algo:
—¿… el gran hombre? —decía Colin.
—¿Te importa repetirlo, Colin? —dijo Roger educadamente.
—Estaba diciendo: «¿En qué cavilaciones se encuentra metido el gran hombre?». Quizá no esté del todo bien expresado, pero eso es lo que he dicho.
Nicolson levanto una mano y, con el gesto eterno del varón vestido de etiqueta, se arregló el lazo de la corbata.
Roger observó, interesado, la mano: justo más arriba de los nudillos, la mano lucía un arañazo fresco.
4
Por supuesto que era totalmente imposible que Colin Nicolson pudiera ser el asesino de la señora Stratton. Era una posibilidad que quedaba totalmente descartada. Era tan incapaz de asesinar como de robar a una viuda ciega y, por otra parte, apenas conocía a la señora Stratton… posiblemente ni siquiera había hablado con ella en toda la noche. Quedaba absolutamente eliminada la posibilidad de que hubiera hecho una cosa tan increíble como aquélla.
Pese a todo, Roger estaba buscando una persona con un arañazo fresco y visible y había encontrado un arañazo fresco y visible en la mano de Colin. Así pues, Colin debía dar una explicación que justificara el arañazo.
—¿En qué estaba pensando? —repitió Roger con aire distraído.
—Un caso de lo más interesante, qué duda cabe. Debo decir que es un asunto sumamente curioso. Oye una cosa, ¿cuánto tiempo piensas que la policía va a retenernos?
—Pues supongo que la noche entera. Parece que te has arañado la mano, Colin —dijo Roger con voz suave.
—Sí, una buena estocada.
—Sí, realmente. Vayamos a la azotea.
—¿A la azotea?
—Quiero tomar un poco de aire fresco.
—¡Menudo aire fresco el de la azotea! Además, acabamos de bajar. No, no, si quieres aire fresco, sube solo.
—Dicho sea de paso, Colin, me gustaría hablar a solas contigo…, lejos de toda esta gente.
—¡Eres un plomo, Roger! De acuerdo, supongo que no me dejarás tranquilo hasta que te diga que voy contigo.
Roger consiguió que Colin, de mala gana, lo acompañara a la azotea.
—¡Vamos, buen chico! Tendrías que hacer algo con este arañazo, Colin. ¿Cómo te lo has hecho?
—¡Bah, no es nada! ¿Crees que me voy a desmayar cada vez que me haga un arañazo? Bueno, ¿qué tienes que decirme ahora que me tienes aquí? —preguntó Colin levantándose el cuello de la chaqueta—. Por el amor de Dios, date prisa y acaba de una vez.
Roger cogió la mano de su amigo y examinó el arañazo. Era ancho, pero no profundo.
—¿Cómo te lo has hecho, Colin? —repitió.
—¡Vamos, hombre, y eso qué importa!
—Simplemente quiero saberlo.
Colin lo miró fijamente.
—Te encuentro muy suspicaz. ¿Qué es lo que llevas entre manos?
Roger se echó a reír, como quitando importancia al asunto.
—Me limito a ejercer mis conocidos poderes. Sea lo que fuere lo que haya podido causarte este arañazo, querido Colin, no puede tratarse, por ejemplo, de un alfiler. Obsérvalo tú mismo.
—¿Qué maldita importancia tiene lo que haya podido causarlo?
—Ninguna importancia. Sólo se trata de mi irreprimible curiosidad. No me lo digas si se trata de una cosa de carácter personal.
—¿Y por qué ha de tratarse de una cosa de carácter personal, quieres decírmelo, maldito cotilla?
—Bueno, yo diría que es un arañazo causado por las uñas de alguna persona. En realidad, si no te conociera tan bien como te conozco, Colin, diría que te has puesto pesado con alguna señora y que ella ha recompensado tus desvelos.
Por fin la insistencia de Roger se vio premiada.
—Bueno, pues te equivocas de medio a medio —dijo Colin, indignado—, y nadie que no tuviera una mente tan retorcida como la tuya pensaría en lo que me acabas de decir. Ya que eres tan curioso, te diré que me lo he hecho con un cristal roto.
—¿Y dónde has estado jugando con cristales rotos?
Colin, a regañadientes, dio los detalles pertinentes: había roto un vaso en el bar y había escondido los trozos debajo de la mesa.