II
UNA SEÑORA NADA ENCANTADORA
II.- Una señora nada encantadora
1
ERA COSTUMBRE de Ronald Stratton animar sus fiestas con charadas. Como explicaba con toda candidez, lo hacía solamente porque le gustaban las charadas y alegaba que, como la fiesta la daba él, no veía por qué no podía organizar ese tipo de entretenimientos. Por desgracia para Roger, Ronald acababa de decidir que la charada empezaría en aquel momento, antes de que pudiera hacerse la presentación. Se había reclamado la presencia de Celia Stratton para que se encargara de buscar asientos para los participantes renuentes. Como se estaban formando los bandos entre los invitados que de momento estaban a mano, y dado que la esposa de David Stratton y Roger se encontraban en dos bandos opuestos, hubo que posponer la presentación. De todos modos, a Roger le llamó la atención descubrir que el marido de la dama en cuestión estaba en su bando.
Pese a que hacía unos cuantos años que conocía más o menos superficialmente a Ronald Stratton, no había tenido nunca ocasión de conocer a David. Como sucede con tantos hermanos, éstos eran totalmente diferentes. Ronald no era particularmente alto, David medía más de metro ochenta; Ronald era corpulento, David era esbelto; Ronald era moreno, David rubio; Ronald tenía nariz chata, David aquilina; Ronald rebosaba entusiasmo y a veces era un poco infantil en materia de entretenimientos, David arrastraba un aire de permanente desilusión y sus agudezas (puesto que la verdad es que era agudo) tenían un cierto cariz de cinismo. Se habría dicho que Ronald era el más joven y David el más viejo, en lugar de ser al revés.
Celia Stratton, que había sido nombrada capitana de su bando, se tomaba las cosas muy en serio. Le correspondía empezar, por lo que, sacando a su rebaño de la sala de baile, pidió a Roger que le diera una palabra de dos sílabas capaz de dar origen a una obra teatral. Roger se encontró con la mente totalmente en blanco y lo único que se le ocurrió fue contemplar el bar con una mirada de profunda ansiedad. Fue, por fin, a David Stratton a quien se le ocurrió la palabrita, al igual que un breve drama en tres actos que encajaba con ella, lo cual, para empezar, impresionó considerablemente a Roger.
—Su hermano está muy puesto en situación esta noche —observó a Celia, como de paso, mientras todos los demás buscaban frases apropiadas a los habitantes de Nínive antes de que a Jonás se lo tragara la ballena.
—David es la persona ideal para ese tipo de cosas —dijo la señorita Stratton.
—En efecto, me pregunto cómo no se dedica a la literatura.
—¿David? Escribía antes de casarse. Colaboraba en Punch y en semanarios de ese tipo. Al principio todos estábamos convencidos de que se abriría camino en ese campo e incluso empezó un libro que prometía muchísimo.
—¿Y por qué no lo terminó?
Celia Stratton se inclinó un poco más sobre el cajón que en aquel momento estaba revolviendo.
—¡Oh, se casó! —dijo y, una vez más, Roger advirtió que, bajo la aparente indiferencia del tono de voz, estaba ocultando algo.
Roger la miró lleno de curiosidad, pero no continuó insistiendo en el tema. Sin embargo, había dos cosas de las que estaba seguro: el matrimonio de David Stratton había malogrado lo que habría podido ser una carrera como brillante escritor y Celia Stratton no se sentía tan indiferente al asunto como pretendía.
«Más misterios», pensó.
Amparándose en el momento de broma general que se impuso a continuación, Roger observó más detenidamente a David Stratton. A primera vista parecía bastante animado: en aquel momento trataba de convencer, entre risas, a una bella señora, bastante gordita por cierto, a la que todos llamaban Margot, para que personificase a la ballena, pero era preciso algo más que una mirada superficial para descubrir que, debajo de aquella excitación momentánea, existía un inmenso tedio. De hecho, el hombre en cuestión parecía mortalmente cansado y no sólo cansado sino también enfermo y, sin embargo, Roger sabía que su trabajo como administrador de la finca de su hermano no era específicamente penoso. Entonces, ¿por qué aquella cara de no haber dormido desde hacía un mes?
Roger ya empezaba a dudar de si, en realidad, no estaba haciendo una montaña de un grano de arena.
La charada prosiguió su curso habitual e hilarante y Roger descubrió que, pese a lo absurdo de la situación, lo estaba pasando muy bien. Los Williamson estaban en su bando, al igual que el doctor Mitchell y su guapa y joven esposa, de quien su cónyuge estaba tan manifiesta y abiertamente enamorado como habría podido desear la más exigente consorte. Roger se sentía sentimental al contemplarlos. Jean Mitchell iba disfrazada de Madeleine Smith, con crinolina y sombrero de ala ancha por la parte delantera, lo que le daba un aire tan encantador que la hacía merecedora de todas las atenciones que no dejaban de llover sobre ella.
No fue hasta terminada su participación y cuando ya estaban todos sentados en un corro de sillas en un extremo del salón de baile esperando poder reírse de los esfuerzos de sus contrincantes, que se manifestó un indicio del drama que ya empezaba a gestarse por debajo de las tranquilas apariencias.
Roger se sentía un tanto desamparado.
A su izquierda estaba sentada Celia Stratton, con el doctor Mitchell y su esposa al otro lado de ésta; a su derecha tenía a la señora regordeta llamada Margot, con respecto a la cual Roger acababa de descubrir que se trataba nada menos que de la anterior esposa de Ronald Stratton, con David Stratton entre ella y su prometido, un joven alto y bastante silencioso acerca de quien Roger supo que se llamaba Mike Armstrong. Y casi inmediatamente Celia Stratton se había enzarzado en una conversación a media voz, pero en tono extremadamente grave, con el doctor Mitchell, al tiempo que la exesposa de Ronald Stratton, Margot, se embarcaba en otra conversación muy similar con David Stratton. Roger trataba de disimular sus bostezos, en tanto hacía votos para que el bando contrario procediera con un poco más de rapidez.
Después, quieras que no, empezó a pescar fragmentos de las conversaciones.
—¿Está seguro de que fue Ena la responsable? —escuchó a Celia Stratton preguntar con voz preocupada.
—Absolutamente —replicó, sombrío, el doctor Mitchell—. Yo me fui derecho a hablar con la señora Farebrother en cuanto Jean me lo dijo, y ella me dijo que se lo había contado Ena. Por supuesto, en la más estricta confianza. ¡La más estricta confianza! Yo le dije a la señora Farebrother que era una espantosa mentira, desde luego, y supongo que pude impedir que la señora quedase inmovilizada en aquella dirección, pero no sé cuántos… —aquí el doctor Mitchell bajó la voz.
Roger pensó para sus adentros que Ena debía de ser la mujer de David Stratton.
De pronto advirtió la voz de David Stratton, imprudentemente alta, audible al otro lado.
—Te aseguro, Margot, que no aguanto más. Estoy tocando fondo.
—Es una verdadera vergüenza —dijo su cuñada como animándole—. Tú ya sabes lo que siempre he pensado de ella. Ronald solía decirme que le ponía las cosas muy difíciles, pero yo no podía hacer otra cosa. Después de aquel asunto de Eaves, juré que jamás en mi vida volvería a invitarla a mi casa, y desde entonces nunca la he invitado.
—Lo sé —siguió David Stratton con voz muy triste—. Fue bastante desagradable, tanto para mí como para Ronald, pero no te echo la culpa de nada. Después de todo, como me abstuve de decírselo a ella, podías haber hecho mucho más que negarte a recibirla en tu casa si realmente hubieras sido una mujer vengativa.
—Eso es lo que le dije a Ronald.
Roger movió la silla.
—Yo no tendría nada que decir si hubiera un átomo de verdad en todas esas habladurías —dijo el doctor Mitchell con repentina violencia—, pero estas condenadas mentiras…
—Lo sé. Es la forma.
—Personalmente —intervino Jean Mitchell con su vocecita cantarina—, no le veo la importancia. Todo el mundo sabe que son mentiras, pero lo que no acabo de entender es por qué lo hace.
—Hija mía, es un caso patológico. De eso no cabe la menor duda. De veras, Celia, que habría que hacer algo con ella. Es un peligro para la comunidad.
—Sí, pero ¿qué se puede hacer? Ahí está el problema.
—De momento, todavía no lo sé —dijo el doctor Mitchell cruzándose de brazos, lo que, pese a tratarse de un hombre bonachón, le infundía un aire particularmente imponente—, pero te prometo que, como se meta con Jean, lo va a sentir. Esto pasa de la raya.
Roger se sacó un bloc de notas del bolsillo y empezó a anotar nombres. Eran tantas las personas desconocidas y tan diferentes las relaciones que existían entre ellas que encontraba difícil mantener la ideas claras al respecto.
De todos modos, el otro bando seguía sin dar señales de vida. Sólo unas risitas sofocadas y alguna que otra risotada ocasional al otro lado de la puerta daban testimonio de la continuidad de su existencia.
—Pero ¿por qué no la dejas, David?
—Por dinero, claro. Si pudiera costear lo que valdría mantenerla lejos de mí, te aseguro que no lo pensaría dos veces.
—¿No puede ayudarte Ronald?
—No —el tono de David Stratton al contestar fue categórico.
—Pues es lamentable.
Margot Stratton clavó los ojos ante sí como si estuviera devanándose los sesos para encontrar alguna idea.
Celia Stratton se volvió a Roger:
—Me había olvidado completamente de preguntarle una cosa al señor Sheringham. ¿Tiene en su dormitorio todo lo que necesita?
—Todo, gracias —contestó Roger educadamente.
2
La lista de invitados y anfitriones establecida por Roger era del siguiente tenor:
Ronald Stratton | (Príncipe de la Torre) |
David Stratton | (Príncipe de la Torre) |
Ena (señora de David) Stratton | (Señora Pearcey) |
Celia Stratton | (Mary Blandy) |
Margot (exseñora de Ronald) Stratton | |
Mike Armstrong | |
Doctor Chalmers | (Asesino no descubierto) |
Señora Chalmers | (Señora Maybrick) |
Doctor Mitchell | (Jack el destripador) |
Señora Mitchell | (Madeleine Smith) |
Señor Williamson | (Doctor Crippen) |
Señora Williamson | (Señorita Le Neve) |
Señora Lefroy | (Marquesa de Brinvilliers) |
Colin Nicolson | (William Palmer) |
En opinión de Roger, todos formaban el círculo de los íntimos de Ronald Stratton y parecían constituir un grupo por derecho propio. Había aproximadamente una docena más de personas en la fiesta, todas ellas de la vecindad, pero se mantenían más o menos a distancia y Stratton no hacía nada para amalgamar los dos grupos. Los médicos eran, por supuesto, vecinos de la localidad y constituían una especie de vínculo entre los dos grupos. Stratton había dicho a Roger que era probable que el grupo de los vecinos se fuera temprano y que entonces la fiesta seguiría.
El grupo de gentes de la localidad estaba compuesto por unas seis personas. Los Williamson, que vivían en Londres, se quedaban a pasar la noche en la casa, al igual que Colin Nicolson, que era editor ayudante de un semanario en el que colaboraba Stratton, al que Roger conocía desde hacía muchos años y con el cual simpatizaba. También se quedaba la señora Lefroy, además de Celia Stratton, que era la encargada de hacer los honores de la casa en nombre de su hermano. A Roger también le habían rogado que se quedara.
Cuando, por fin, terminaron las charadas, Roger trató una vez más de establecer contacto con Ena Stratton, intento que volvió a resultar frustrado. El propio Ronald había sacado a bailar a su cuñada, con la sana intención de que se reanudara el baile. Roger, mirando a su alrededor con aire desconcertado, observó que Agatha Lefroy estaba sola, sentada eh un diván situado en uno de los extremos de la habitación y se dispuso a hacerle compañía.
—¿Le importa que no bailemos? —le preguntó—. Antes de la guerra era considerado un buen bailarín pero, desde entonces, mi antigua afición se ha perdido bastante.
—No me importa en absoluto —dijo la señora Lefroy con una sonrisa—. Estamos muy bien aquí sentados, aparte de que yo prefiero hablar que bailar. ¿De qué podemos hablar?
—De Ena Stratton —le espetó Roger, abruptamente.
Quedó bastante sorprendido al ver que, incluso la señora Lefroy, reaccionaba como todo el mundo a la sola mención de aquel nombre. No es que se atenuara su sonrisa, ni tampoco que su rostro palideciera pero, así que Roger hizo aquella observación, adoptó aquel mismo aire precavido tan habitual en todo el mundo, pese a lo cual respondió con viveza:
—¿Le interesa acaso?
—Sí, en efecto. Francamente me interesa y todavía no me la han presentado. Infórmeme.
—No creo que haya mucha cosa sobre la que pueda informarle, ¿sabe usted? ¿En qué aspecto quiere que le informe?
—En el aspecto que sea. No haré preguntas sobre su matrimonio, puesto que usted ya me ha dicho que era un secreto. Dígame simplemente por qué le tiene miedo.
—¿Miedo yo? —repitió la señora Lefroy como un eco, esta vez indignada—. No le tengo ningún miedo.
—Sí, se lo tiene —dijo Roger con toda calma—. ¿Por qué? ¿O prefiere que se lo pregunte a Ronald?
—No, no le pregunte nada a Ronald —dijo con presteza la señora Lefroy y añadió, en un alarde de inconsecuencia—: Por otra parte, tampoco le diría nada.
—¿Y usted tampoco? —siguió Roger, mitad en broma y mitad en serio.
—Usted es un poco inquisitivo, señor Sheringham, ¿no le parece?
—Terriblemente. No lo puedo remediar. Mire usted, aquí huelo un misterio y no aguanto los misterios.
—¡Ah! —dijo lentamente la señora Lefroy—, sepa entonces que en Ena no hay ningún misterio.
—Pese a lo cual —se arriesgó a decir Roger— hay en esta habitación una serie de personas que la detestan cordialmente.
—No me extraña en absoluto —sonrió la señora Lefroy—, puesto que se trata de una mujer realmente peligrosa.
—¿Cómo puede ser que una persona tan insignificante como ella sea peligrosa? —preguntó Roger mientras seguía con los ojos a través de la habitación las evoluciones de la mujer en cuestión—. Sin embargo, es la segunda persona en media hora a la que oigo hacer esta afirmación: supongo que no debo preguntar qué le ha hecho esa persona al doctor Mitchell y, en cambio, me gustaría mucho preguntárselo.
—¡Ah, eso se lo digo ahora mismo! Se dedicó a propagar una mentira ridícula en relación con su esposa.
—¿Por qué?
La señora Lefroy se encogió de hombros.
—A lo que parece, le divierten ese tipo de cosas.
—¿Qué tipo de cosas? ¿Mentir por mentir o hacer una mala pasada a una persona inofensiva?
—Ninguna de las dos cosas exactamente. Yo creo que aprovecha la oportunidad para ponerse en evidencia, puesto que ésta es su idea fija. Le gusta ser el centro de todo, el objeto primordial en el que confluyen todas las miradas. Como dice Philip Chalmers, ya sabe a quien me refiero, al gran amigo de Ronald, es una ególatra redomada. Sin duda que le cuadra este calificativo, como podría cuadrarle otro cualquiera.
—Williamson le aplica otro mejor. Se limita, a decir que está loca.
La señora Lefroy se echó a reír.
—En cierto modo, creo que lo está. En cualquier caso, ¿es eso todo lo que quería usted saber?
—Todo no. Y usted, ¿qué agravio tiene contra ella? No me lo diga, por supuesto —añadió cortésmente Roger—, si no quiere.
—No me gusta nada tener que decírselo, pero en realidad no me importa viendo que le interesa tanto. No me fío de ella, eso es todo.
—¿No se fía de ella?
—Ronald se ha mostrado un poco indiscreto diciendo a todo el mundo que estamos prometidos —explicó la señora Lefroy—. Por supuesto que la cosa no tiene la más mínima importancia si se limitase a la familia y a los más íntimos, o por lo menos no debería tenerla, pese a que, como le he dicho antes, todavía no estoy oficialmente divorciada. Pues bien, David ha prevenido a Ronald esta tarde con respecto a que Ena había insinuado que, si ella quisiera, podría meter cizaña con el procurador real.
Roger emitió un silbido.
—¿Y qué saca ella con meter cizaña?
La señora Lefroy se mostró algo inquieta.
—Pues…, según su punto de vista, tiene sus razones.
—¿Razones para meter cizaña?
—Razones para que pueda molestarle que Ronald vuelva a casarse.
—¡Ah, bien! Ya comprendo.
Roger no precisaba de una gran perspicacia para adivinar cuáles podían ser esas razones. Ronald y Margot Stratton no habían tenido hijos. David y Ena tenían un hijo pequeño. Como sabía Roger, este hijo era el ahijado de Ronald. Ronald, que tenía tan buen olfato para los negocios como para escribir novelas policíacas, había ganado el dinero que poseía, no lo había heredado. Parecía probable que, tal como estaban las cosas, dejara su fortuna a su ahijado, posiblemente con intereses vitalicios para David. Si volvía a casarse, en cambio, podía surgir otro heredero. Era, pues, vital para los intereses de Ena que su cuñado no volviera a casarse.
—Sí ya comprendo —repitió Roger—. Una trama perfectamente adecuada para una de las historias policíacas del propio Ronald, ¿no cree?
La sonrisa de la señora Lefroy le reveló que no andaba errado en sus deducciones.
—Es lo que dice Ronald. El encuentra la cosa graciosa —añadió—, pero en realidad podría ser bastante seria. Una mujer sin escrúpulos podría hacer cosas que un hombre con la misma falta de ellos dudaría en hacer.
—Sí, en eso no le falta razón. ¿Así que es una mujer sin escrúpulos?
—Yo diría que sí —dijo la señora Lefroy con aire resignado.
Hubo un breve silencio, después del cual Roger adoptó un aire perplejo.
—La verdad es que sé muy poco acerca de este tipo de cosas pero ¿de veras preocuparía mucho al procurador real saber que usted piensa casarse con Ronald cuando esté libre? Ya sé que el procurador real se preocupa por un montón de cosas, pero habría que ser supersensible para llegar a tales extremos.
La señora Lefroy parecía encontrarse al borde de su aguante.
—Si empezase a hacer indagaciones, sabe Dios qué podría encontrar —dijo crípticamente.
—La confabulación, como el gusano se alimenta de la col, podría alimentarse de sus mejillas de raso, como diría mi amigo Lord Peter Wimsey.
Y al tiempo que asentía con la cabeza, Roger, con aire de comprensión absoluta, añadió:
—Estrangulo a la señora de su parte.
—Me encantaría que alguien se encargara de hacerlo —dijo la señora Lefroy, con repentina amargura—. Nos encantaría a todos.
Roger se examinó un momento las uñas.
—Si yo estuviera en la piel de la señora Ena Stratton —reflexionó, como hablando para sus adentros—, vigilaría mis pasos.
Por fin tuvo lugar la presentación, que se hizo con total naturalidad.
—¡Oh, Ena! —dijo Ronald Stratton—, me parece que todavía no te he presentado a Roger Sheringham, ¿verdad? Roger Sheringham, mi cuñada.
Ena Stratton miró a Roger con unos grandes ojos que nadaban en aquella sumisión, aquel Weltschmerz, aquel recatado orgullo y aquella serie de cosas más en que los ojos de una mujer joven y espiritual deben nadar cuando encuentran los de un autor de éxito. Roger observó que aquellas apreciables emociones eran generadas en su honor de una manera prácticamente automática.
—¿Cómo está usted? —dijo Roger sin ningún asomo de Weltschmerz.
Ena Stratton era una mujer de unos veintisiete años, no era muy alta, tenía una figura agradable, de características atléticas y un cabello muy oscuro, casi negro, que llevaba peinado con un flequillo que prácticamente le cubría toda la ancha frente. Sus pies y manos eran más bien grandes. Su rostro no era exactamente feo ni exactamente bonito, si bien ofrecía una expresión angustiada, pensó Roger, dados aquellos grandes ojos grises cuyas promesas quedaban contrarrestadas por una boca ancha, de labios finos y crueles. Era curioso que, cuando sonreía, las comisuras de los labios, en lugar de ascender, se proyectasen hacia abajo. Tenía innumerables arruguillas junto al rabillo de los ojos y dos pliegues profundamente marcados debajo de la nariz. Su piel era cetrina.
Roger pensó que se trataba de una persona de apariencia nada simpática y se preguntó por qué David se habría casado con ella, si bien consideró que era muy probable que cuando lo hizo tuviese un aire más simpático. La gente neurótica imprime marcas muy tempranas en su rostro.
—¿Quiere bailar? —dijo Roger.
—Prefiero una copa. Hace por lo menos media hora que no tomo nada.
Hablaba con lentitud y su voz no era desagradable, sino más bien profunda y con una articulación particularmente clara. Quería dar a entender con aquella frase que, para una mujer dotada de las complejidades que ella poseía, era una ridiculez haber pasado media hora sin tomar una copa.
Roger la acompañó al bar y le preguntó qué quería tomar.
—Un whisky, por favor. Y nada de agua.
Roger le sirvió un whisky con soda muy cargado.
—Me parece que falta whisky. Me gusta casi solo, ¿comprende?
«¡Condenada mujer! —pensó Roger—, ¿por qué se imaginará que lo inteligente es que a uno le guste el whisky solo y, encima, que el trago sea largo?».
Pero le pasó la bebida rectificada.
—Gracias, así está mejor. Esta noche me gustaría emborracharme.
—¿De veras? —dijo Roger con gran escepticismo.
—Sí, no suele ocurrirme normalmente, pero esta noche es así. De veras que a veces emborracharme parece lo único que vale la pena en la vida. ¿No le ha ocurrido nunca?
—Sólo en privado —dijo Roger, más bien pudibundo.
Roger advertía que la mujer estaba repitiendo una serie de observaciones que él ya había escuchado con anterioridad, casi palabra por palabra. Era evidente que la señora Stratton se sentía extremadamente orgullosa de su intemperancia.
—¡Ah! —objetó ella—, pero emborracharme en privado no tiene ninguna gracia.
«Dicho en otras palabras —pensó Roger—, admite que es una exhibicionista».
Sí, probablemente era exactamente esto: una exhibicionista. Y más bien vulgar.
En voz alta, manifestó:
—A propósito, señora Stratton, tengo que felicitarla por su disfraz. Es extremadamente acertado: exactamente igual que la señora Pearcey del museo de Madame Tussaud. La he reconocido al momento. Ha sido muy valiente presentándose como una criada, con gorro incluido, en un certamen como éste.
—¿Un certamen? ¡Ah, bueno! Usted está refiriéndose a Celia y a la señora Lefroy. Lo que pasa es que no soy una actriz de carácter. Los papeles en los que hay que ponerse propiamente un disfraz no me interesan en absoluto. Cualquiera está en condiciones de disfrazarse, ¿no le parece?
—¿Usted cree?
—Yo lo creo así. He de decir, de todos modos, que uno de mis mejores papeles fue un disfraz. ¿Ha visto Sweet Nell of Old Drury? ¿No? Era un papel maravilloso, pese a tratarse de un verdadero carácter, es decir, que no era cosa simplemente de ponerse un vestido y ya está.
—No sabía que usted hubiera sido actriz.
—Pues sí… —dijo la señora Stratton con un suspiro muy teatral—. Durante un tiempo fui actriz.
—Antes de casarse, imagino.
—No, después. Pero había estudiado arte dramático antes. El matrimonio —dijo la señora Stratton con aire de profunda gravedad— no me llenó de la manera que yo esperaba.
—¿Y el teatro, sí?
—Durante un tiempo, sí. Pero aquello tampoco llegó a colmarme, pese a que al fin conseguí la satisfacción que buscaba. ¿Se le ocurre qué fue lo que me colmó? Supongo que no me fallará, señor Sheringham.
—Pues no se me ocurre.
—Yo me estaba figurando que era un buen entendedor. Las mujeres de sus novelas son siempre auténticas… Pues, un hijo. Es la única cosa que puede colmar realmente a una persona, señor Sheringham —dijo la señora Stratton con gran intensidad.
—Entonces debo decir que lo que a mí me gusta es mantenerme insatisfecho —dijo Roger, no sin cierta procacidad.
La señora Stratton sonrió llena de tolerancia.
—Estaba refiriéndome a una mujer, por supuesto. Los hombres tienen ocasión de satisfacerse de mil maneras, ¿no cree?
—Naturalmente que sí —admitió Roger.
Roger empezaba a preguntarse qué significaba realmente para una persona como la señora Stratton aquélla palabra tan ambigua como satisfacción suponiendo que significase alguna cosa. De todos modos, de momento todavía no había notado la urgencia de verse satisfecho a través de alguna de las mil maneras posibles de conseguirlo.
—La literatura, por ejemplo —añadió la señora Stratton, como pretendiendo echarle una mano.
—Sí, sí, claro. La literatura me colma. ¿Quiere que vaya a llenarle nuevamente el vaso?
—Si no accediera, sería perder una oportunidad, ¿no cree? —dijo la señora Stratton con acusada coquetería.
Mientras Roger le servía un generoso trago, pensó en la decisión con que la señora Stratton había introducido en la conversación lo que ella consideraba los dos acontecimientos más importantes de su vida: que había hecho teatro y que había tenido un hijo. Era evidente también que, en opinión de Ena Stratton, aquellos dos acontecimientos reflejaban el mayor motivo de orgullo para Ena Stratton.
Pero lo que pensaba Roger, en realidad, con respecto al mayor motivo de orgullo que podía tener Ena Stratton era la cantidad de whisky que evidentemente había absorbido durante aquella velada sin dar muestras de aproximarse ni siquiera un ápice a lo que era para ella lo único que valía, la pena en la vida.
—Gracias —dijo Ena, mientras él le daba el vaso nuevamente lleno—. Subamos a la azotea ¿quiere? Toda esta gente me ahoga. Tengo ganas de contemplar las estrellas. ¿Piensa que es una temeridad?
—Me encantaría contemplar las estrellas —dijo Roger.
Con los vasos en la mano, subieron por la escalerilla que conducía a la azotea. En medio de ella todavía se bamboleaban las tres figuras, rellenas de paja, pendientes de la sólida horca. La señora Stratton les dirigió una tolerante sonrisa.
—En serio que Ronald a veces es de lo más infantil, ¿no cree, señor Sheringham?
—Ser infantil es a veces una gran cosa —sentenció Roger.
—Sí, ya sé. Yo también, cuando me da por ahí, puedo ser absurdamente infantil.
El borde del tejado estaba rodeado por una robusta barandilla. Apoyaron los codos en ella y clavaron la mirada en la negrura que cubría la parte trasera de la casa, donde estaba la cocina. A lo que parecía, la señora Stratton había olvidado que tenía intención de mirar para arriba, es decir, de contemplar las estrellas.
La noche de abril era tranquila y hermosa.
—¡Ah, amigo! —suspiró la señora Stratton—. Supongo que no soy más que una imbécil.
Roger caviló un momento para decidirse entre un educado «¡Oh, no!», un contundente «¿Por qué?» o un no muy acertado, pero alentador, «¿Ah, sí?».
—¡Me siento tan terriblemente introspectiva esta noche! —prosiguió su compañera, antes de darle tiempo a optar por una de aquellas respuestas.
—¿En serio? —dijo él débilmente.
—Sí. ¿Y usted? ¿Suele sentirse introspectivo, señor Sheringham?
—Generalmente, no. Por lo menos, procuro no fomentar esa tendencia.
—¡Es terrible! —exclamó la señora Stratton con sombría fruición.
—Debe de serlo.
Hubo una pausa, dedicada a lo que de terrible tenía la introspección practicada por la señora Stratton.
—Una no puede por menos de preguntarse, ¿sirve de algo vivir?
—¡Terrible pregunta! —dijo Roger, aguantando mecha lo mejor que sabía.
—He tenido un hijo, supongo que puedo afirmar que he tenido cierto éxito en el teatro, tengo marido y tengo una casa. Aun así, ¿vale la pena vivir?
—¡Ah! —dijo Roger tristemente.
La señora Stratton se le acercó un poco más, lo que hizo que sus codos establecieran contacto.
—A veces pienso —dijo con aire tétrico— que lo mejor que uno podría hacer sería acabar de una vez.
Roger no quiso replicarle que era muy posible que, si uno se empeñaba, encontrase un gran número de personas que comulgaban con esa misma idea, y lo único que hizo fue observar, con voz queda, como correspondía a las circunstancias:
—¡Anímese, mujer!
—Lo hago, de veras. Pero si hubiese un medio para desaparecer fácilmente…
—¡Ah! —exclamó Roger, repitiéndose.
—¿Usted lo juzgaría una cobardía?
—¡Vamos, vamos, señora Stratton! Usted sabe perfectamente que no debe decir esas cosas. Estoy convencido de que no es sincera.
—Lo soy, se lo aseguro, señor Sheringham. A veces me quedo horas despierta pensando si la solución más práctica sería abrir la espita del gas.
—¿La solución a qué?
—¡A la vida! —exclamó la señora Stratton en tono dramático.
—Bueno, no cabe duda de que es una solución. No se puede negar.
—No le importa que le hable de estas cosas, ¿verdad?
—En absoluto. Al contrario, honor que me hace.
La señora Stratton se le acercó unos centímetros.
—Toda la noche que estoy tratando de que nos presenten. Creía que no iban a terminar nunca todos esos estúpidos esparcimientos. Sabía que al fin conseguiría hablar con usted. Hoy me siento tan introspectiva… Es un alivio poder sacarlo todo.
—Debe de serlo —dijo Roger sinceramente.
—¿Usted cree en el alma? —preguntó la señora Stratton.
«¡Vaya, ya se ha disparado!», pensó Roger.
—El alma… —repitió en tono reflexivo, como si estuviera sopesando el valor que tenía como objeto susceptible de credibilidad.
—Yo creo en ella, por lo menos en relación con ciertas personas, aunque no creo que todos tengamos alma —dijo ella con una voz que la emoción hacía temblorosa.
A medida que avanzaba el discurso de la señora, Roger tuvo ocasión de percatarse de que, pese a que persistía en hablar de almas, lo que indudablemente le preocupaba eran los cuerpos. Presionaba con fuerza contra él, había posado la mano en su manga y toda su actitud no era más que una invitación al vals.
Roger pensó que aquello era muy extraño y se apartó de ella.
Inmediatamente, la señora Stratton volvió a buscarlo.
Roger, normalmente, no tenía necesidad de que le persiguieran. Si una mujer le gustaba y ésta no se hacía de rogar, no veía razón para perder un tiempo que se podía emplear en otra cosa mejor, pero resultaba que la señora Stratton no le gustaba. Es más, francamente le repelía. A Roger no se le ocurría imaginar en aquel momento otra mujer en el mundo con quien tuviera menos deseos de flirtear.
Dadas las circunstancias, decidió poner fin a la entrevista. No estaba en vena de seguir escuchando más cosas sobre el alma de la señora Stratton, de la presencia de la misma o de su ausencia, de los singulares poderes de introspección de la mencionada señora ni de otras consideraciones con respecto a su tendencia a la inmolación de su propia persona. Por otra parte, en cuanto a esto último, estaba seguro de que no podría dar nunca una buena noticia como aquélla a los que habrían acogido con agrado la posible inmolación de la señora Stratton. Es un hecho comprobado que aquellos que hablan de suicidio se abstienen de suicidarse y que sólo lo hacen los que no hablan nunca de sus intenciones de dar aquel paso. No era probable que la señora Stratton gratificase nunca a la familia de su marido con la buena noticia de haber abierto la espita del gas. En cuanto a lo demás, aquella dama lo estaba aburriendo hasta límites intolerables. Aquella persona no había resultado tan interesante como él esperaba y Roger había acabado por descubrir que no era otra cosa que una ridícula y ciega personificación de la vanidad, es decir, una ególatra, tal como había afirmado el doctor Chalmers. No serviría de nada dedicarle más tiempo, puesto que incluso como tipo humano era tan exagerada que ni siquiera era de utilidad para un escritor, que debía presentar siempre un abanico de probabilidades.
Roger esperó a que terminase una frase y, de pronto, a bocajarro, le preguntó si lo que se oía era música.
La señora Stratton, rutinariamente, estuvo de acuerdo en que lo que se oía podía ser música.
—Tenemos que bajar —dijo Roger mientras se avanzaba a ella.
Al entrar en el salón, se desembarazó fácilmente de ella y se dirigió al bar. Necesitaba urgentemente tomar algo.
Allí encontró a Williamson y a Colin Nicolson enfrascados en una amigable conversación, éste con una chorrera de papel metida en el chaleco de su traje de calle y asegurando que iba disfrazado de William Palmer. Roger conocía bastante bien a Nicolson, un fornido escocés que tenía más de jugador de rugby que de ayudante de editor y mucho más de pescador aficionado que de otra cosa.
—¡Hola, Sheringham! ¿Has estado tomando el fresco?
—¡Hola, Colin! ¿Es cerveza lo que estás tomando? ¿Me alcanzas una jarra?
—Encantado. La cerveza se lo vale. De lo mejorcito. ¿Conoces a Williamson? ¿Habías visto en la vida una cosa más magnífica que su disfraz? Es Crippen redivivo. Palabra que lo es.
Williamson concedió a Roger una sonrisa furtiva y ligeramente culpable.
—Ha estado un buen rato en la azotea, ¿verdad, Sheringham?
—Sí, a mí me ha parecido larguísimo —dijo Roger, con toda franqueza.
—¿Le ha dicho, quizá, que esta noche se sentía terriblemente introspectiva?
—Sí, en efecto.
—¿Le ha dicho que el matrimonio no la había colmado o no sé qué cosa por el estilo?
—Exacto.
—¿Le ha dicho que a veces pensaba que lo mejor que se podía hacer era poner fin a todo, en caso de encontrar una manera fácil de salir de este mundo?
—Sí, así ha sido.
—¿Le ha hablado de su alma infernal?
—¡Y tanto que sí!
—Está loca —dijo el señor Williamson con la más absoluta naturalidad.
—Sí, realmente lo está —dijo Roger.
—¿De qué va la cosa? —preguntó Nicolson, desconcertado—. ¿Quién ha hablado de su alma infernal?
—No digo nombres —dijo solemnemente el señor Williamson—, lo único que digo es que el próximo vas a ser tú.
—Pero dime, por lo menos, de qué estáis hablando, hombre. Oye, Ronald, pregunta a ese par de qué demonios están hablando, ¿quieres?
Ronald Stratton estaba acercándose a ellos luciendo una gran sonrisa en el rostro.
—Oye, Sheringham —dijo con aire feliz—. ¿Qué le has hecho a mi pobre cuñada? De veras que me sorprende en una persona como tú.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que acaba de decirme que la has atraído con engaños a la azotea y que, una vez la has tenido allí, has tratado de seducirla. Así de claro. Supongo que ella ha hecho todo lo que ha podido para mantenerte a distancia. Me ha dicho, en confianza, que eres la persona más desagradable con la que se ha tropezado en su vida.
—¡Demonio de mujer! —exclamó Roger, realmente indignado.