III

ALGUIEN TIENE QUE SER ASESINADO

III.- Alguien tiene que ser asesinado

1

—RONALD, baila una danza apache conmigo. ¡Ronald, por favor, baila una danza apache conmigo! David, Ronald no quiere bailar una danza apache conmigo.

—¿Que no quiere? Bueno, pues déjalo.

—Pero es que no quiero dejarlo. Yo quiero bailar una danza apache. Oye Ronald, eres un cerdo.

Todo el mundo hacía como que no veía a Ena Stratton, de pie en medio del salón.

Era cerca de la una. Hacía casi una hora que todo el contingente local, a excepción de los dos médicos y de sus respectivas esposas, se había marchado. La fiesta estaba animándose.

—Está bien, si no quieres bailar una danza apache conmigo, Ronald, me subiré a una viga. ¡David, ayúdame!

El salón de baile era atravesado de parte a parte por una gran viga de roble, situada a unos dos metros de altura desde el suelo, que formaba parte de la estructura de madera del tejado. Era costumbre de Ronald, cuando le daba por ahí, dar un salto y colgarse de la viga, dejando balancear el cuerpo e incitando a los demás a que lo imitaran. Esta vez se le había anticipado su cuñada.

—¿Está preparada para aplaudir a la atleta introvertida? —preguntó Roger secamente a Margot Stratton.

—No, no lo estoy. Lo único que quiere Ena es exhibirse, como siempre. No le haga ningún caso, señor Sheringham.

Mike Armstrong no dijo una palabra.

—Esto de no hacerle ningún caso parece una conspiración.

—No entiendo cómo Ronald la ha invitado. Yo, en su lugar no lo habría hecho. Que yo recuerde, no hay fiesta en la que no haga su pequeña exhibición. Supongo que Ronald quería invitar a David y que éste no podía venir sin ir acompañado de su mujer. ¡Pobre David!

—Tiene muchísima paciencia con ella.

—Excesiva. Ahí está lo malo. Philip Chalmers asegura que lo que a Ena le convendría es estar casada con un hombre de verdad, que de vez en cuando le zurrara la badana. Sería la única manera de hacerla entrar en vereda. David es demasiado civilizado para ella.

Mike Armstrong no dijo nada.

—No necesito preguntarle si la persona de la que estamos hablando es de su gusto —dijo Roger con una sonrisa.

Por el rabillo del ojo veía al personaje en cuestión, pegando torpes saltos y tratando de colgarse de la viga. Todas las personas congregadas en el salón estaban agrupadas en pequeños corros procurando no mirarla. El único que permanecía a la espera acechando cerca de ella, era su sufrido esposo, por si tenía que recogerla al caer.

Margot Stratton rompió a reír.

—No la aguanto. Menos mal que no nos hablamos y esto me ahorra incomodidades.

Mike Armstrong no dijo nada.

—Debió de ser delicado para usted no aceptar a su cuñada en su casa.

—No era mi cuñada, sino la cuñada de Ronald. Y por otra parte no veo por qué tenía que ser delicado. En cualquier caso, ella se lo buscó. Cuando yo la trataba lo mejor que se puede tratar a una persona, me hizo una mala pasada, y éstas son cosas que no se perdonan.

Mike Armstrong rompió el silencio.

—¿En que consistió la mala pasada? —preguntó bruscamente.

—¡Oh, Mike, no quiero contar cosas desagradables! —dijo Margot.

Aunque hablaba en tono ligero, Roger estaba convencido de que era perfectamente sincera.

Mike Armstrong dirigió una mirada torva a la criatura saltarina que se había atrevido a jugar una mala pasada a su amada.

Con un espasmo final, la mencionada criatura consiguió colgarse de la viga.

—¡Hola a todos! —gritó desde arriba.

Desde el otro extremo del salón, sólo Ronald se volvió para decirle:

—¡Muy hábil, Ena! —declaró con voz indiferente—. ¡Vamos a ver si ahora consigues bajar!

Alguien puso un disco en el gramófono y la gente volvió a bailar. Mientras Margot Stratton y Mike Armstrong se disponían a hacerlo, Roger atravesó a grandes zancadas el salón para reunirse con Colin Nicolson que, al igual que él, no era especialmente aficionado al baile.

—¿Qué, Colin, vas a aceptar el reto de la interfecta y te vas a colgar de la viga?

Nicolson emitió un sonido de contrariedad.

—Es lamentable ver a una mujer haciendo payasadas. Y bien, Sheringham, ¿qué tal la criminología?

—¡Ah! —exclamó Roger, después de lo cual los dos se zambulleron, felices, en una discusión acerca del asesinato del momento.

Entre sus demás aficiones, Nicolson contaba la de un profundo interés por la criminología, acompañado de un minucioso conocimiento de todos los asesinatos importantes que se habían realizado en los últimos cien años. Era frecuente que Roger acudiese a él para conseguir detalles de crímenes casi olvidados, información de gran ayuda en su trabajo.

Pese a todo, su interesante conversación no tardó en verse interrumpida por nuevas inconveniencias de la señora Stratton.

—Ronald, insisto en que bailes una danza apache conmigo. Es urgente. ¡Baila una danza apache conmigo, Ronald!

—Yo no soy tu marido, Ena. Pídeselo a David.

—Oh, David no podría bailar una danza apache aunque le fuera la vida en ello. Venga, Ronald. Como no bailes conmigo, me va a dar un ataque de locura.

Roger y Nicolson intercambiaron miradas.

—Una mujer de lo más exasperante —dijo Nicolson con voz suave—. ¿Qué le pasa?

—Exhibicionismo —explicó Roger—. El baile normal no le brinda ocasión de exhibirse. Necesita ser el centro de todas las miradas constantemente. Ya habrás observado que no se dirige a su marido.

—¿Por qué?

—Pues porque es demasiado blando para ella. Sabe que no la secunda. Ronald, en cambio, podría estar a su altura. Ronald no tiene ganas de seguirle el juego y esto a ella ya le basta.

—No tengo paciencia con ese tipo de gente. ¡Venga, Ronald! ¿La sacas a bailar o no?

Pero la profecía de Roger se cumplió. Parecía que Ronald sabía qué quería exactamente aquella mujer de él y se dispuso a dárselo.

—De acuerdo, Ena. Voy a bailar una danza apache contigo.

Inmediatamente cogió a su cuñada de la mano, la hizo girar con toda su fuerza y la soltó. La joven fue a dar de lleno en el suelo, donde quedó a gatas, pero se levantó en seguida buscando más pelea. Ronald estuvo lanzándola otros tres minutos entre los demás bailarines, que se negaban a dejar la pista a merced de la pareja. A Roger y a Nicolson, que estaban contemplando la escena, les hubiera podido parecer que Ena Stratton sufría con el trato que Ronald le dispensaba, pero por el grito de protesta que soltó cuando éste se negó a seguirla maltratando, les resultó evidente que aquel esparcimiento tan singular la divertía al máximo.

—Y pensar que es la madre de un retoño encantador… —dijo Nicolson, lleno de asco.

Roger, la única persona de la habitación que se había dedicado a contemplar aquella escena con auténtico interés, asintió gentilmente a sus palabras.

—Es muy curioso, desde luego, y además muy significativo.

—¿Significativo, de qué?

—De todo cuanto le ha ocurrido a esta mujer hasta ahora…, y de todo cuanto pueda ocurrirle en el futuro.

2

—¡Bueno, bueno!… —dijo el doctor Chalmers—, supongo que ya va siendo hora de que nos vayamos a casa.

—Tú siempre quieres irte a casa cuando empiezo a pasármelo bien —dijo su mujer con amargura.

—Mañana tengo que trabajar todo el día, querida mía, y es casi la una y media.

—Todavía falta —dijo la señora Chalmers con aire implorante—. Frank y Jean se quedan ¿verdad, Frank?

—¿Quieres quedarte un ratito más, encanto? —preguntó el doctor Mitchell a su esposa.

—Sí, me gustaría, lo estoy pasando muy bien.

—¿Seguro que no estás cansada? —preguntó el doctor Mitchell con ansiedad.

—En absoluto.

—Bien, entonces nosotros nos quedaremos un ratito más, Lucy.

—Perfectamente, Philip. Frank y Jean no se marchan todavía y eso que él también tiene que trabajar mañana. Nosotros también podríamos quedarnos. Es cosa sabida que las fiestas de Ronald no terminan hasta las cuatro de la madrugada.

—Pues yo lo siento mucho, tesoro —dijo el doctor Chalmers con toda sinceridad—. Es posible que Frank pueda quedarse hasta tarde, yo no. Ve a buscar el abrigo y nos vamos. ¡Anda como una buena chica!

Roger se apartó, maravillado, del grupo. No sabía demasiado acerca del matrimonio, pero sí que aquella autoridad era moneda muy rara entre los maridos. Ena Stratton hubiera tenido que estar casado con el doctor Chalmers. Seguro que éste la habría hecho formar.

Ronald subió corriendo las escaleras.

—Phil, te llaman al teléfono.

—¡Magnífico! —exclamó la señora Chalmers, con una cierta animosidad, deteniendo sus pasos cuando ya se disponía a bajar las escaleras—. Ojalá que sea una visita y que tengas que estar horas fuera.

—¡Mira que eres…! —se echó a reír el doctor Chalmers, imperturbable, bajando las escaleras.

Resultó que, efectivamente, lo reclamaban.

—Estaré fuera aproximadamente una hora —dijo el doctor Chalmers.

—¡Estupendo! —dijo la señora Chalmers.

La fiesta continuó.

A un extremo del salón había un grupo de personas enzarzadas en amigable conversación: la señora Lefroy, Ronald y David Stratton, Roger y Nicolson. Se les acercó Ena Stratton.

—David, me estoy aburriendo. Vayamos a casa.

David Stratton vivía en una pequeña casa, situada apenas a quinientos metros de distancia de la casa de Ronald.

—¡No digas tonterías, Ena, por favor! Tú no quieres ir a casa —dijo Ronald—. Vas a estropear la fiesta.

—No lo puedo remediar. Me aburro.

—Siéntate, vida mía, y no seas descortés con tu cuñado —dijo David.

—No pienso sentarme. Además, mi cuñado no ha sido cortés conmigo: no ha querido bailar una danza apache conmigo hasta que yo le he obligado. ¡Venga, David, nos vamos!

—Pues yo todavía no quiero marcharme.

—Yo sí. Entonces, dame la llave, si es que no te vienes conmigo. Ya te he dicho que me estoy aburriendo soberanamente.

Roger pensaba si habría alguien molesto como él al escuchar aquel diálogo. Sorprendió la mirada de la señora Lefroy y se sonrieron subrepticiamente y con un poco de remordimiento.

David no sabía reconocer las oportunidades ni siquiera cuando se las servían en bandeja: en lugar de darle, de mil amores, la llave que le pedía, siguió insistiendo y tratando de convencer a su mujer de que se quedase.

—¡Venga, no seas tonto, David! —dijo Ronald—. Si de veras quiere marcharse, dale la llave y en paz.

—Sí, quiero marcharme.

—Pues bien, si es eso lo que quieres, aquí tienes la llave.

Ena cogió la llave y empezó a balancearla en la palma de la mano.

—Pensándolo mejor, me parece que no me voy. Podríamos hacer algo divertido.

—¡Ena! —exclamó Ronald.

—¿Qué?

—Buenas noches.

—Pero si no me voy…

—Sí, tú te vas. Querías irte y te irás. Además, te estás aburriendo soberanamente.

—Porque estoy cansada de bailar, pero no me aburriría si hiciéramos algo más divertido.

—Mira, no vamos a hacer nada divertido, así que vete. No puedo soportar ver a invitados aburridos en mi casa. Buenas noches.

Ena se desplomó pesadamente en una silla vacía y se echó a reír, triunfante.

—Ya ha conseguido llamar la atención. Ya vuelve a ser feliz —confió Roger a la señora Lefroy.

Pero Ronald también se sentía feliz ante la perspectiva de desembarazarse de Ena.

—Buenas noches, Ena —repitió.

—No, si no me voy. He cambiado de parecer. Es privilegio de las mujeres cambiar de parecer, ya lo sabes.

—Me importa un comino, pero tú has dicho que te ibas, y te irás. —Ronald hizo como que se escupía en las manos y dijo—: Venga, David, tú por la cabeza y yo por los pies.

—Ronald está haciéndose el hombre —dijo Roger a la señora Lefroy—. ¡Mucho cuidado!

—Están bromeando.

—No del todo. Ronald hace ver que bromea, pero la verdad es que está hasta la coronilla. Y no me extraña, la verdad. ¿Qué se juega a que se libra de ella?

—Apuesto cien contra uno —dijo la señora Lefroy, aunque con escaso convencimiento.

Con grandes risas, el trío inició un forcejeo. Ronald agarró a su cuñada por los talones, mientras que David la cogía por los hombros. Aparentemente todo se hacía en broma y la propia Ena se lo tomaba como tal, pese a que hacía como que luchaba y se resistía.

Los dos hombres la transportaron a través de la sala mientras ella se retorcía y pataleaba, riéndose a carcajadas.

De pronto, ya en la puerta, en Ena se operó un cambio. Dirigió un puntapié realmente malintencionado a Ronald, golpeó con los puños el rostro de David y, enderezándose, se puso a gritar:

—¡Dejadme ya, cerdos! ¡Malditos seáis, dejadme en paz!

Entonces dejaron que se fuera, soltándola de un golpe sordo sobre el suelo de parquet.

Ena se puso torpemente de pie, salió rápidamente de la habitación y, al salir de la casa, dio un golpe con la puerta que la hizo temblar.

—Bien, bien, bien… —dijo Roger a la señora Lefroy.

3

David Stratton se quedó mirando, indeciso, la puerta cerrada.

—¡Bah, déjala! —dijo Ronald.

David se encogió de hombros y se dirigió al grupo de personas con las que estaba sentado momentos antes.

—Perdón a todo el mundo —dijo escuetamente con un ligero rubor en su rostro normalmente pálido.

Todos empezaron a colmarle de atenciones, lo que tuvo como resultado que se creara un ambiente artificial y embarazoso para todos los presentes. Roger adoptó una actitud popular al ponerse de pie y hacer la observación de que tenía ganas de tomar algo y de que pensaba tomarlo, actitud con la que arrastró a David Stratton hacia el bar, donde aquél se sirvió un whisky con soda muy cargado y se puso a hablar con él de las hazañas del equipo de cricket M. C. C. en Australia durante la última temporada, tema que, para sorpresa suya, despertó un apasionado interés en su interlocutor.

Entretanto la fiesta, aliviada de la agobiante presencia de Ena Stratton, continuó con renovado vigor: se reanudó el baile y, los que así lo preferían formaron pequeños grupos y se pusieron a discutir, con aquella ferocidad académica que es tan propia de las dos de la madrugada, las cuestiones que más les interesaban. En el salón de baile reinaba la armonía.

A las dos y cuarto David Stratton se reunió con su hermano y con Roger, que estaban juntos en el bar, y anunció que pensaba que iba a marcharse.

—No te vayas todavía, David. Si los demás ven que te vas, se figurarán que también deben marcharse.

—Es que me parece que debo irme.

—Si estás pensando en Ena, mejor que la dejes sola un rato más. Como no te la encuentres dormida, va a descargarse contigo, como hace siempre.

—Pese a todo —dijo David, con una sonrisa que no disimulaba su preocupación—, creo que debo marcharme, si no te importa.

—Está bien, si así lo prefieres. Entonces, ¡buena suerte!

—Gracias. Seguro que la voy a necesitar. Buenas noches, Sheringham.

—Me temo que al pobre muchacho le espera un cuarto de hora de lo más desagradable.

—Pero si no ha hecho nada…

—Eso no importa. David es siempre el chivo expiatorio cuando la maniática de su mujer considera que no ha recibido los parabienes que merece. ¡Menos mal que tengo la suerte de ser soltero!

—Pero por poco tiempo.

—Sí, muy poco —dijo Ronald, con una carcajada.

—Me da la impresión de que, cuando uno se ha casado una vez, repite —dijo Roger compasivamente—. Tú y tu hermano pertenecéis a la cofradía de los casados, ¿no es verdad?

—Sí, supongo que sí —dijo Ronald, al tiempo que tomaba un sorbo del whisky con soda que estaba bebiendo—. De todos modos, compadezco a David. El primer matrimonio no debería ser nunca un compromiso formal.

Roger, que ya había escuchado un punto de vista parecido aquella noche, sabía qué línea había que adoptar.

—Pero las cosas evolucionan —dijo Roger con tacto.

—Sí, por supuesto. Sin embargo, dejando aparte este aspecto, en esa fase uno todavía no se ha formado un conocimiento del otro sexo. Un hombre experimentado habría detectado a Ena durante la etapa del noviazgo y todavía habría estado a tiempo de salvar su alma. Pero David era un hombre inexperto y ahora tiene que…

—¿Qué significa eso de detectar a Ena?

—Quiero decir que habría tenido ocasión de buscar exactamente la muchacha que le convenía. Sí, David ha tenido muy mala suerte.

—¿No hay posibilidades de un divorcio amistoso?

—Ni la más mínima. Es indudable que Ena no lo aceptaría. Tiene el pájaro encerrado en la jaula y no será ella quien le abra la puerta, razón por la cual David no ha abordado la cuestión. Y la cosa todavía sería más imposible si Ena se enterara de que David está enamorado de otra. No sé por qué te cuento todas estas cosas, Sheringham.

—Deberías beber cerveza en lugar de whisky —sugirió Roger.

—Tal vez tengas razón. De todos modos, te ruego que me disculpes por haberte cargado con la historia de mi familia. Es un tema que no te interesa en absoluto.

—Al contrario, me interesan todas las relaciones humanas y especialmente los líos de familia. Pero lo siento mucho por tu hermano. ¿No se podría hacer nada por él?

—Nada como no sea asesinarla —dijo Ronald, tétrico.

—Este tipo de soluciones —dijo Roger— siempre me han parecido un poco drásticas. Bueno, por lo menos tú has tenido más suerte.

—Muchas gracias —dijo Ronald, radiante—. Sí, santo cielo, yo he tenido una suerte loca, Sheringham. Agatha es verdaderamente…

La conversación amenazaba con adquirir tintes sentimentales. Decididamente, había que hacer que Ronald se pasara a la cerveza.

—Sí, tienes una razón —dijo Roger apresuradamente—. Perdona, pero ¿no te parece que deberíamos ir al salón de baile?