VIII
LAS COSAS SE VUELVEN CONTRA ROGER SHERINGHAM
VIII.- Las cosas se vuelven contra Roger Sheringham
1
—ACEPTO TUS EXPLICACIONES, Colin —dijo Roger juiciosamente, apoyándose en la barandilla que bordeaba la azotea.
—Me tiene sin cuidado que las aceptes o no, Roger. ¡Cuánta amabilidad por tu parte!
—No te excites. Lo único que estaba pensando es que ha habido muchos hombres que han sido colgados porque no se aceptaban sus explicaciones. ¡Muchos hombres, Colin, muchos!
—¿Me has traído hasta aquí para que pasase frío y sólo para decirme esto?
—Bueno, vayamos al solárium, si lo prefieres —dijo Roger en tono amable.
—Por supuesto que lo prefiero. Estoy en una edad en la que se aprecian las comodidades.
Colin Nicolson era un provecto y desilusionado joven de veintiocho años.
Bajaron los escalones que llevaban al solárium, encendieron las luces y buscaron dos sillas.
—Y ahora dime qué te ronda por la cabeza, Roger —preguntó Colin, así que se hubieron acomodado.
—¿Por qué ha de rondarme algo por la cabeza?
—Conozco los signos. Eres como un caballo de guerra cuando huele la pólvora. ¿Seguro que no estás pensando en transformar este caso en un asunto serio?
—A mí me parece que no es preciso transformarlo; es de por sí bastante serio —dijo Roger con voz suave.
—¡Uy! —exclamó Colin dando a la palabra una inflexión a la que era posible dar cualquier interpretación, a gusto del oyente que se terciara.
Roger tenía en la cabeza un pequeño experimento.
—No, no es que pensara esto en realidad. Estaba pensando en los escasos asideros de que dependen casos como éste. Una simple prueba basta para transformar un caso de suicidio, aparentemente obvio, en un caso de asesinato, más obvio todavía, o bien un accidente en un suicidio o lo que a uno se le antoje. Como estudioso que eres del delito, Colin, ¿detectas la prueba vital demostrativa del hecho ocurrido?
—¿Quieres decir vital para probar el suicidio?
—Sí.
Colin se quedó pensativo.
—¿Pues que la interfecta se ha pasado la mitad de la fiesta hablando de que quería matarse?
—No, no, no. Eso demuestra precisamente lo contrario, suponiendo que demuestre algo. No, me estoy refiriendo a una prueba material.
Colin prosiguió en sus reflexiones.
—No, que me cuelguen si lo sé.
—Bueno, pues aquí todo el mundo da por sentado que se trata de un suicidio. Pero ¿por qué? Te lo voy a decir. Pues porque hay una prueba que demuestra que se trata de un suicidio, pero que probablemente nadie ha advertido de una manera consciente. La han visto y la han asimilado, pero, como formaba parte del cuadro general del suicidio, la han dado por sentada. Igual que tú, nadie podría nombrarla. ¿Puedes nombrarla, Colin? Se trata de algo perfectamente evidente.
—¿Te refieres a que no hay ningún signo de violencia?
—No, pero desde luego éste también es un rasgo demostrativo —tuvo que conceder Roger.
—Bueno, dime de qué se trata entonces.
—Pues me refiero a la silla caída a su lado, ¿qué duda cabe? ¿Recuerdas que había una silla a un lado, debajo de la horca?
—Sí.
—Pues bien, la presencia de aquella silla demuestra que no ha habido nadie que la levantara para colgarla de la cuerda y demuestra igualmente que ella ha puesto voluntariamente la cabeza en el lazo. ¿No te parece?
—Sí, claro, ya te comprendo. Muy interesante, Roger. Sí, es una prueba sumamente importante, no cabe duda.
Roger asintió con la cabeza y encendió un cigarrillo.
Su experimento había tenido éxito. La mente humana acepta lo que cree debería existir y lo hace con una resolución tal que incluso llega a elaborar y a grabar en la memoria imágenes perfectamente detalladas cuyos originales, de hecho, no han existido nunca. Es indudable que Colin, ahora que estaban en la azotea, había mirado varias veces la horca levantada en la misma. Debajo de aquella horca había una silla volcada. Era una silla volcada que habría constituido un detalle indispensable en un escenario preparado para un suicidio. En consecuencia, Colin se acordaba perfectamente de ella como de un objeto presente mientras dispensaba los primeros auxilios a la señora Stratton hacía veinte minutos. La imagen estaba claramente impresa en su cerebro: una horca con sólo dos figuras en lugar de tres y una silla caída en el suelo debajo del tercer palo transversal. Era imposible que aquella silla no hubiera estado allí hacía veinte minutos, puesto que Colin recordaba perfectamente su existencia. Habría jurado, sin faltar a la sinceridad, no sólo que él pensaba que la silla estaba allí la primera vez que había subido a la azotea sino que estaba allí realmente en aquel momento.
Y lo mismo los demás asistentes a la fiesta.
Roger no se había visto en ningún momento preocupado por la duda de si la incorporación de aquella silla al cuadro general sería detectada por alguna persona.
—¿Y tú piensas —prosiguió Colin— que si la silla no hubiera estado donde está, el caso podría haber olido a asesinato?
—Voy a decírtelo con mayor contundencia. Yo diría que, en tal caso, el asesinato habría sido perfectamente obvio.
Roger disfrutaba de la ironía de hablar de una realidad como si se tratase de una hipótesis. Era una lástima que Colin no pudiera saborear aquella ironía.
—¿Quizá porque no habría podido meter el cuello en el lazo sin que alguien la levantara o sin subirse a un lugar suficientemente alto?
—Exactamente. ¿No coincides conmigo?
—Sí, desde luego. Es sumamente interesante, Roger.
—Un buen ejercicio para valorar la importancia de las nimiedades —dijo Roger con cautela.
—¿Y éste es el motivo de que estés tan interesado en el rasguño que tengo en la mano?
Roger se echó a reír. Si Colin hubiera sabido qué cerca estaba el viento que lo hacía navegar…
—Mira, podríamos decir que me divertía pensar, a manera de ejercicio, que la silla no estaba donde está y que, por tanto, se trataba de un caso de asesinato, y allí estabas tú, con tu magnífico arañazo en la mano, exactamente como el que yo habría buscado en los invitados a la fiesta dado el caso.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero ¿qué motivos podría tener yo para sacar de en medio a esa desgraciada? Motivos los hay, lo confieso, pero no en lo que a mí respecta. Antes de hoy, no la había visto en mi vida.
—¿Pero no te das cuenta de que eso precisamente haría que el crimen fuera perfecto? —dijo Roger entusiasmado—. Es el móvil, en el noventa y nueve por ciento de los casos, lo que lleva a colgar el asesinato de una determinada persona. De no existir el móvil en cuestión, la sospecha jamás recaería en él.
—Sin un móvil, no habría asesinato.
Colin se había metido en aquella discusión casi con tanto interés en el asunto como el propio Roger, aun cuando a él todo aquello le sonaba a disertación ridículamente académica.
—Cuando digo sin un móvil, me refiero, por supuesto a que no existe un móvil evidente. Pero toma este caso. En apariencia, puedes no tener un móvil para matar a la señora Stratton, es decir, puedes no tener un móvil material. Pero ¿es que el móvil tiene que ser forzosamente material? ¿Y si fuera un móvil espiritual?
—¿Y qué pasa con un móvil espiritual? —le espetó Colin, un tanto agresivamente.
—De mortuis nil nisi verum. No veo la razón de que no haya que decir la verdad al hablar de la muerta. La mujer en cuestión era una calamidad. Se ponía pesada prácticamente con todas las personas con las que se relacionaba, era una auténtica amenaza a la felicidad como mínimo de dos personas presentes esta noche en la fiesta y estaba convirtiendo en un infierno la vida de su marido. Para cortarle el paso únicamente se podían hacer dos cosas: encerrarla en un manicomio o sacarla de en medio. Por desgracia, no estaba lo suficientemente loca para darla por tal, así es que sólo quedaba la segunda alternativa. Sin embargo, ninguna de las personas que tenía motivos materiales para eliminarla, tenía coraje suficiente para hacerlo.
»Y he aquí que aparece en escena Colin Nicolson, un joven sensato, comprensivo, resuelto y perspicaz, capaz de captar las consignas y con suficiente valor para seguir los dictados de su conciencia. Sabe que los hombres están regidos por unas leyes, pero sabe también que algunos hombres se colocan al margen de esas leyes. Tiene una mentalidad lo bastante social para creer que la seguridad de la mayoría exige el sacrificio del individuo. Es también lo bastante inteligente para comprender que es muy improbable que las sospechas recaigan sobre él y que el riesgo que corre es, realmente, muy pequeño. Lamenta, desde luego, que lo que él considera su deber exija una acción tan drástica como aquélla y lo lamenta asimismo por la señora Stratton, pero más importante que aquel sentimiento es la compasión que siente por aquellas personas cuyas vidas podrían quedar arruinadas si se dejara que la señora Stratton continuase viviendo. Así es que…
—Está bien, está bien —dijo Colin con calma—. Pero no me has captado tan bien como eso. No soy tan noble como crees, Roger. Ese retrato se acomoda más a tu persona.
—A mí también me lo parece —dijo Roger, no sin cierta sorpresa—. De todos modos, ¿entiendes lo que quiero decir?
—Sí, claro —dijo Colin lentamente—, lo entiendo perfectamente.
Se quedó sentado un momento, sumido en silenciosas cavilaciones y, de pronto, levantó de la silla su pesado corpachón.
—¿Vuelves abajo? —preguntó Roger.
—No, vuelvo en seguida.
Colin salió del solárium y se dirigió a la azotea. Roger, a través del panel de cristal, lo vio atravesar el terrado y detenerse debajo de la horca. Con las manos en los bolsillos, parecía contemplar la silla, causa de aquella conversación. Después Roger vio que se sacaba del bolsillo de la chaqueta un gran pañuelo de seda de color blanco que frotaba cuidadosamente con él el respaldo, los brazos y el asiento de la silla, después de lo cual, con pasos lentos, volvía al solárium.
—Pero ¿qué demonios?… —dijo Roger, desorientado y no sin ciertos recelos.
Colin lo miró con severidad.
—Lo malo que hay en ti, Roger —dijo—, es que te vas de la lengua.
—¿Que me voy de la lengua?
—Sí y, dadas las circunstancias, si yo estuviera en tu pellejo, tendría la boca cerrada. ¿Qué sabes tú si soy una persona de confianza? Podría no serlo.
—Mi querido Colin, ¿de qué demonios estás hablando? Aparte de esto, ¿qué hacías con esa silla?
—Pues borrar de ella tus huellas —dijo Colin, con toda calma—, por si has olvidado hacerlo.
—¿Borrarle mis…?
—Sí. Mira, da la casualidad de que sé que esa silla no estaba debajo de la horca la primera vez que hemos subido a la azotea. Estaba por ahí, no sé dónde… Lo sé porque por poco me caigo sobre ella y porque me he pegado un golpe tremendo en la espinilla. Si yo estuviera en tu lugar, no diría a nadie más que la has cambiado de sitio. Podrían pensar que hay gato encerrado.
—Pero si yo no…
—Sí, tú lo has hecho y, además, hablas mucho. Te lo aseguro, Roger, hablas demasiado. Si yo estuviera en tu lugar, no hablaría con nadie de si suicidio o de si asesinato. Mira, en realidad, creo que ni siquiera hablaría del caso. ¡Es demasiado peligroso, hombre de Dios! Comprendo que sientas la necesidad irreprimible de hablar del asunto, pero lo mejor es estar callado. Yo no diré nada, por supuesto, y supongo que, si lo has hecho, ha sido llevado por una buena intención, pero mejor que no confíes en nadie más, ¿sabes?
—No me parece que haya ningún riesgo, de verdad —dijo Roger en un hilo de voz, un tanto sorprendido ante tanta severidad y maldiciéndose a sí mismo por haber subestimado la sagacidad de Colin.
—¡Ningún riesgo! —le soltó Colin—. Está muy bien eso de hablar de móviles espirituales, de que no existen sospechas y de otras cosas por el estilo, pero si te figuras que puedes salir bien librado de un asesinato y no correr ningún riesgo, después de irte jactando por ahí de haberlo cometido, no tardarás en poner tu cuello en el mismo sitio en que has puesto el de la señora Stratton.
2
—No sé si puede servirte de algo —dijo, desesperado, Roger— que siga repitiéndote que yo no he asesinado a la señora Stratton.
—Estoy totalmente convencido de lo que me dices —dijo Colin, sin el menor rastro de credulidad en su voz.
—Gracias, Colin —dijo Roger con amargura.
—Y, en cualquier caso —añadió Colin—, lo que quiero decirte es que no te delataré.
Roger volvió a insistir.
—Está bien, pero, digas lo que digas —dijo Colin, adoptando una actitud en extremo sensata—, alguien la habrá asesinado.
—Sé que alguien la ha asesinado. ¡Dios mío, ojalá no hubiera tocado esa maldita silla! Eso es lo que pasa cuando uno pretende que las cosas se resuelvan para bien.
—Aun así —dijo Colin, como complaciéndose en sus palabras—, es muy serio eso de tomarse libertades con las pruebas… tú lo sabes de sobra.
—¿Quieres callar, hombre? Esa mujer merecía que alguien la asesinara. Sé de sobra que, teóricamente, está muy feo eso de tratar de proteger a un asesino. Pero este caso es excepcional. Quienquiera que sea la persona que ha cometido el asesinato, merece que la protejan. Tú habrías hecho lo mismo.
—En absoluto —dijo Colin con decisión—. Ya te he dicho que me guardaré mucho de decir nada, pero no pienso contribuir en nada más. No voy a enmascarar la realidad. La cosa no se lo vale. No estoy dispuesto a arriesgar el pellejo para sacar a quien sea del atolladero en que pueda encontrarse.
—¿Arriesgar el cuello, dices?
—Sí, porque si obrara de otra manera me convertiría en encubridor, ¿no te parece? Y ya sabes que la pena por ese delito es la misma que para el asesinato. De todos modos —añadió Colin, no sin cierta ansiedad—, supongo que ahora ya me he convertido en encubridor. ¿Por qué demonios no pudiste quedarte con la boca cerrada, Roger? A mí no se me habría ocurrido nada, de no haber sido tú quien lo contara. De todos modos, también yo me he portado como un estúpido al revelarte que me había dado cuenta de todo.
—En cualquier caso, yo sigo insistiendo en que no he asesinado a esa mujer.
—Lo sé —dijo Colin—, y yo sigo insistiendo en decirte que no te delataré.
—¡Dios mío! —exclamó Roger.
Hubo un breve silencio, incómodo para ambos.
—Amigo Colin, no puede ser que pienses que las cosas se han puesto contra mí —dijo Roger, con voz casi implorante.
—¿Quieres que te demuestre que las cosas están contra ti?
—Sí, me gustaría mucho —dijo Roger, con amargura.
—Mira, tú mismo me has revelado el móvil. Era una estupidez pretender que había un móvil en mi caso, puesto que no era así. No soy tan magnánimo como para correr un riesgo como éste por una persona que apenas conozco. Y por otra parte, tampoco soy tan oficioso como para meterme en camisa de once varas. Pero tú sí lo eres, Roger, puesto que pretendes que soy así de cándido. Eres la persona más oficiosa que conozco, la más segura de sus propios recursos. Si hay alguien en este mundo capaz de cometer un asesinato por motivos estrictamente espirituales, altruistas y asquerosamente oficiosos, esa persona eres tú.
—Gracias, Colin —dijo Roger, sin asomo de gratitud.
—No hago más que aplicar tus propios métodos.
—Y no pruebas otra cosa que ésa: que podría afirmarse de mí que tengo un móvil por el solo hecho de que no lo tengo en realidad. ¿A eso le llamas prueba? Supongo que el detalle de que no he tenido oportunidad de cometer ese asesinato no te interesa lo más mínimo, ¿verdad?
—¡Oportunidad! —exclamó Colin—. Pues mira, si tú no has tenido esa oportunidad, no la ha tenido nadie.
—¿Cuándo la he tenido? —preguntó Roger, atónito.
—La señora Stratton ha sido encontrada en la azotea, ¿no es verdad? Esto quiere decir que es lógico inferir que, desde el momento en que ha salido del salón de baile, ha estado todo el tiempo en la azotea o metida ahí dentro. De hecho, puesto que nadie ha vuelto a verla, la deducción de que se ha pasado todo el tiempo aquí es más que razonable. Podría decirse incluso que se trata de una certidumbre indiscutible. Supongo que hasta aquí estás de acuerdo…
—Sí, lo estoy —dijo Roger, desafiante ahora—. ¿Y bien?
—Pues, que yo sepa, la única persona que, durante todo el tiempo en que ella ha estado ausente, se encontraba aquí arriba, eres tú.
—¿Cómo?
—Después de estar consolando a nuestro pobre David en el bar, ¿no has venido directo hacia aquí, justo en el momento en que yo me he reunido con vosotros? —preguntó Colin con toda calma.
—¡Dios santo! ¡Dios mío! —exclamó Roger, como herido por el rayo.
El hecho era indiscutiblemente cierto. La llegada de Colin había dado a Roger un motivo plausible para escabullirse de David. Dadas las circunstancias, la conversación con David había sido un poco forzada, aparte de que Roger había notado que la enorme hoguera de troncos de la chimenea no sólo hacía agobiante la estancia, sino que la estaba llenando de humo. Había optado por subir a la azotea y por quedarse unos minutos al aire libre, fumándose un cigarrillo y dejando que el humo de abajo saliera a través de la puerta de la azotea, que había dejado abierta. Se había olvidado por completo del hecho, pero Colin tenía toda la razón.
No había visto a nadie en la azotea, donde debía de haber permanecido cuatro o cinco minutos a lo sumo, y era evidente que en aquel espacio de tiempo Ena Stratton había estado en el solárium sola, o… con el asesino.
La cosa se ponía terriblemente desagradable.
—Y como es natural —siguió Colin—, una vez el pobre David te ha contado todas sus penalidades, tú te has sentido vengativo y has decidido actuar.
Roger dirigió a su acusador un rostro lleno de desesperación.
—David no me ha contado sus penalidades —fue lo único que consiguió decir—. Ni siquiera me ha hablado de su mujer. Hemos estado hablando de campeonatos de cricket y de teorías deportivas. Puedes preguntárselo.
—Ni por asomo —dijo Colin con aire severo.
Roger no dijo nada.
—Has sido tú quién ha hablado de pruebas —dijo Colin.
—¿Y tú crees —dijo Roger con voz cargada de emoción— que en los escasos minutos en que he permanecido aquí arriba, he trasladado a la señora Stratton hasta la horca y la he colgado de ella bonitamente?
—Alguien ha tenido que hacerlo. Si no has sido tú, Roger, ¿quién ha sido?
—Por lo menos deberías concederme el crédito de no considerarme tan chapucero como para olvidarme de dejar la indispensable silla debajo.
—Ha sido un descuido de la persona que sea, un error imperdonable, por supuesto. Pero el asesino, si se descubre, es siempre porque ha cometido algún error grave. Y yo supongo —dijo Colin, mientras contemplaba la punta de su cigarrillo— que una persona tan involucrada en asesinatos como tú, no acostumbra verlos con ojos tan serios como nosotros, lo cual puede haber contribuido a que te hayas mostrado un poco descuidado en lo que a los detalles se refiere.
A Roger le parecía que se ahogaba.
—Desde luego, ha sido el hecho de que hablaras de la silla lo que ha revelado toda la cosa —prosiguió Colin, con la imperturbabilidad más absoluta—. No sé qué perseguías. Ha sido después que me he dado cuenta de todo. Estabas preocupado por la dichosa silla. Sabías que se te había olvidado ponerla al principio y, pese a haberte dado cuenta del error y de haberlo enmendado después, te asustaba un poco la idea de que alguien pudiera haberse dado cuenta de que la silla no estaba antes en su sitio. Así es que has tratado de infundirme la idea para poder tener un testigo que declarara que la silla siempre había estado en el mismo sitio, por si las moscas. Ha sido muy inteligente por tu parte, Roger.
—Pero no ha dado resultado, ¿verdad?
—No, porque has exagerado la nota —dijo Colin con toda franqueza—. Pese a lo cual, no puede negarse que se trata de una gran idea eso de pretender que habías puesto la silla donde está para proteger a alguien, una vez te has delatado. Una idea inteligente de verdad aunque, por desgracia, escasamente verosímil.
—Y en cambio resulta que es la verdad absoluta y que no hay nada más detrás de ella.
—Y como has hecho bastantes meteduras de pata —prosiguió Colin, como si Roger no hubiera dicho nada—, he pensado que a lo mejor eras tan asno que incluso eras capaz de haber dejado las huellas en la silla y que lo mejor que podía hacer era borrarlas primero y escuchar después lo que tuvieras que decirme. A propósito ¿habías dejado huellas en la silla? —preguntó Colin, interesado.
—Sí —dijo Roger furibundo.
—Lo suponía —dijo Colin, con insoportable complacencia.
—Resulta ahora que soy un asesino torpe además, ¿no es eso?
—Supongo que la cosa requiere práctica —dijo Colin, tratando de calmarlo.
Volvió a producirse una pequeña pausa.
—Bueno, ¿hay algo más?
—¿No es bastante? —preguntó Colin.
—¿Y piensas ir a la policía con el cuento?
—Ya te lo he dicho: no te delataré. Pero lo que debes hacer es estar muy atento para no delatarte tú.
—A mí me gustaría que fueras a la policía —protestó Roger.
—No, gracias, prefiero no verme mezclado en el asunto.
—Entonces iré yo mismo y les diré exactamente lo que tú has dicho.
—Si lo haces, querrá decir que eres un perfecto imbécil —dijo Colin con frialdad.
Pese a la indignación que sentía, a Roger todavía le quedaba el suficiente buen sentido para advertir que, si iba a la policía con toda aquella historia, quería decir que era un perfecto imbécil.
Una vez más, se produjo un tenso silencio.
De pronto se oyeron unos pasos en la azotea y apareció en la puerta Ronald Stratton.
—¡Ah, estás aquí, Roger! Te he estado buscando por todos lados. Ha llegado el inspector y quiere hablar contigo. Está en el comedor.
Roger se levantó, contento de poder escapar a aquella situación en la que se encontraba.
Antes de salir, sorprendió la mirada de Colin.
Pero éste le hizo un gesto con la cabeza, como tranquilizándole.