VI

OLOR A RATA

VI.- Olor a rata

1

ENA STRATTON estaba completamente muerta. De eso no cabía la menor duda.

Con una apresurada recomendación a Williamson para no alarmar a los presentes, Roger, con la normalidad que le fue posible aparentar, llamó a Ronald Stratton y subió corriendo con él a la azotea, comunicándole la noticia por el camino. Una vez allí, Ronald sostuvo el cuerpo que se balanceaba en el aire para aligerar de su peso la presión de la cuerda, mientras Roger le tentaba rápidamente las manos: estaban frías como el hielo.

—Me temo que está muerta —dijo—, pero debemos asegurarnos. Ve a buscar un cuchillo afilado, Ronald, para cortar la cuerda y descolgar el cuerpo. Y tráete a Colin, que tiene alguna idea de primeros auxilios. Entretanto yo la sostengo.

Ronald salió y volvió con el cuchillo, con Colin Nicolson y con Williamson, para mayor seguridad. Cortaron la cuerda, que era muy gruesa y dura, con lo cual no había quedado incrustada en el cuello de la mujer, y depositaron el cuerpo de ésta en el suelo de la azotea, a una cierta distancia de la horca. Nicolson se ocupó al instante de la víctima, a la que intentó hacer la respiración artificial.

El señor Williamson lanzó una mirada de horror al rostro desfigurado de la muerta y después, sintiéndose mareado, se apartó hacia la barandilla. La imagen de la señora Stratton no era una visión nada agradable para un estómago revuelto como el suyo.

Después de cinco minutos de agotadores esfuerzos, Nicolson se sentó sobre sus talones.

—Me temo que es inútil… Está muerta.

Roger asintió con la cabeza.

—También yo estaba seguro, pero había que probar. ¿No hay nadie que haya llamado a la policía, Ronald? Pues habrá que hacerlo en seguida.

—Sí —dijo Ronald con gran solemnidad.

—¿Y tu hermano? ¿No se ha ido todavía? En ese caso, será mejor decírselo.

—¿Y no sería mejor meterla dentro de casa? —preguntó Ronald hecho un lío—. Ya sé que quizá nos interferimos en los hechos pero, como ya hemos tenido que cortar la cuerda y bajar el cuerpo, me parece que importa poco. No me parece bien eso de dejarla aquí fuera. Es por si…

—Está bien… —dijo Roger.

—Importa poco que la traslademos o no tratándose de un caso de suicidio tan evidente como éste —instó Nicolson—. Ronald tiene razón.

—Efectivamente —Roger le dio la razón—, realmente importa poco. Está bien, Colin, baja tú y di a las mujeres que esperen en el salón de baile. Mejor que no la vean. Nosotros la bajaremos así que Ronald haya llamado por teléfono.

—Mejor bajarla antes de llamar —dijo Ronald—. Yo entretanto iré a notificar el hecho a David.

Se dirigió hacia la puerta para meterse en la casa.

Roger, enarcando las cejas, miró a Colin y dijo:

—Si procedemos por orden de derechos, a quien hay que avisar primero es a la policía.

—¡Bah, qué importa eso ahora! Ronald tiene razón. Entremos primeramente el cadáver y coloquémoslo como corresponde. Aquí fuera hace muchísimo frío.

—Supongo que, dadas las circunstancias, el hecho importa poco. Ronald tendrá que dar la noticia a las señoras.

—Bajo yo y las saco de en medio —dijo Colin.

Una vez solo, Roger se acercó al señor Williamson para animarlo un poco.

—¿Está muerta del todo? —preguntó el caballero, que ahora se había recobrado un poco y estaba impecablemente sobrio.

—Yo creo que sí. Pero vamos a entrarla en la casa y la bajaremos por si hubiera alguna esperanza de recuperación, a la que podría contribuir el calor de la casa.

—¡Ah! —dijo el señor Williamson profundamente pensativo.

Roger lo miró un momento.

—¿Ocurre algo?

—Estaba pensando cuántas personas le estarían agradecidas si consiguiera devolverla a la vida. Nada más que esto.

—Pasada la primera impresión —dijo Roger—, probablemente muy pocas.

—Eso mismo estaba pensando. De nada serviría hacer que las cosas no fueran como son. ¿No le parece?

—Pero yo creo —dijo Roger cortésmente— que esas mismas personas a las que estamos haciendo referencia tendrán que cubrir el expediente delante de la policía, pese a que por dentro se sientan aliviadas.

—Sí, claro, por supuesto. La verdad es que yo —añadió noblemente el señor Williamson— no estoy aludiendo a nadie.

—¿Qué alusión podía hacer? —preguntó Roger con viveza.

—Me refería a decir que quizá no están tan disgustados como aparentan o, si lo prefiere, que están agradecidísimos a la muerta porque decidió quitarse de en medio. Suicidio en un momento de locura temporal, ¿verdad? Hoy mismo le he preguntado a Ronald si esta mujer estaba loca…, hace muy pocas horas. La verdad es que entonces estaba plenamente convencido de que lo estaba. Usted está de acuerdo conmigo, ¿no es verdad? Estaba loca, ¿no le parece? ¿Qué dice?

—De remate —asintió Roger—. Habrá que decírselo a la policía, desde luego. Esto les va a ayudar mucho.

—¿Ah, sí? Bueno, ya entiendo qué quiere usted decir. Sí, por supuesto, seguro que les va a ayudar. Sí, claro.

La llegada de Ronald Stratton y de su hermano puso fin a aquella conversación un tanto enrevesada.

Visto a la luz de la luna, el rostro de David no parecía haber experimentado ningún cambio de color y puede decirse que fue casi con mirada inexpresiva que contempló unos momentos el cadáver de la que había sido su mujer. Era imposible decir qué sentimientos le embargaban o incluso si tenía alguno.

Ronald, por fin, le tocó suavemente el brazo.

—Bien, David. Deja ya de mirarla. Roger y yo vamos a llevarla abajo.

Igual que si de pronto se hubiera transformado en un autómata, David se apartó obedientemente a un lado. Tampoco hizo el menor gesto de ayuda cuando su hermano y Roger levantaron entre los dos el cadáver y lo trasladaron, pasando por delante de la puerta cerrada del salón de baile, al piso de abajo, dejando al señor Williamson solo en la azotea.

—La llevaré a mi cuarto —murmuró Ronald—. En este momento no hay otro vacío.

Dejaron el cuerpo sobre la cama, mientras Ronald, con un estremecimiento que no fue capaz de evitar, cubría el rostro de la mujer con una pequeña toalla. Desde la puerta, David los miraba con aire totalmente ausente.

Ronald se volvió a Roger.

—Una cosa: una vez se haya llamado a la policía, el asunto se nos va de las manos. En menos de un cuarto de hora se plantan aquí. ¿Estamos seguros de que no hay que hacer nada más antes de que vengan?

Roger disimuló un cierto sobresalto.

—¿Qué, por ejemplo?

—Pues bien… —titubeó Ronald—, me estoy refiriendo a la fiesta. La cosa tiene un cariz un poco extraño, ¿no encontráis? Asesinos famosos y sus víctimas y una de las personas que asiste a la fiesta va y se cuelga. Posiblemente van a hacer preguntas en relación con la sugestión involucrada en el tema de la fiesta. Lo más seguro es que el coroner encargado de investigar el caso se sienta un poco intrigado en relación con este particular.

—Yo, de todos modos, no veo cómo puedes ocultar la realidad. Las mujeres llevan puesto su disfraz y tú lo mismo.

—Podríamos cambiarnos.

—Demasiado arriesgado —dijo Roger, decidido—. Daría la impresión de que estabas tratando de ocultar alguna cosa.

Ronald contempló un momento el traje de terciopelo con el que iba vestido.

—Bueno, de todos modos, yo voy a cambiarme, pese a que parezca lo que sea. No estoy para enfrentarme con la policía vestido de esta guisa. David también se ha cambiado de ropa. Y en cuanto a ti y a Williamson, lleváis traje de etiqueta. Colin no tiene más que eliminar la churrera de papel. ¿Por qué no decimos que las mujeres van disfrazadas y dejamos las cosas así?

—Supongo que no hay inconveniente en que te cambies, si consideras que es importante.

—Yo pienso que lo es, ya que de otro modo los periódicos meterán las narices en el caso y sólo Dios sabe cómo puede acabar la cosa.

—Sí, es posible. ¿Y la señora Stratton?

—¿Ena? Pues también iba disfrazada, como todas… de criada.

—Sí, y éste es un punto importante, ya que precisamente porque lleva ese traje negro, recto y poco llamativo, hemos tardado tanto en encontrarla. De haber llevado un vestido de noche corriente, la señora Williamson, yo o cualquier otra persona que hubiera subido a la azotea no habríamos dejado de verla. En consecuencia, esa cuestión del disfraz es un punto importante.

—Sí, ya veo. Entonces voy arriba a hablar con las señoras y a advertirles que ni una palabra sobre asesinos ni víctimas. En caso necesario, que hablen de personajes históricos a los que se adapten sus disfraces.

—¡Ah!, y no te olvides de los médicos. No creo que tenga mucha importancia hablar de todos los que han asistido a la fiesta, pero tanto Chalmers como Mitchell estaban en la casa después de que la señora Stratton saliera del salón de baile, así es que es muy posible que la policía también quiera interrogarlos. De hecho, lo mejor que podrías hacer sería llamar a uno de ellos, o a los dos si quieres, y decirles que vengan en seguida. Podrías hacerlo incluso antes de llamar a la policía. En realidad, sería necesario que un médico viera el cadáver cuanto antes. Lo mejor es que te des prisa, Ronald.

—Sí, en seguida lo hago. Date cuenta, de todos modos, que no hace más de ocho minutos que me han avisado para que subiera a la azotea —dijo Ronald, echando una ojeada a su reloj de pulsera—, y que no puede decirse precisamente que haya perdido el tiempo. Entretanto, lleva a David arriba y dale un buen trago, ¿no te parece que lo necesita? —añadió en voz baja.

Roger asintió con un gesto.

No era probable que David Stratton abrigara un gran afecto por su esposa y, disipada la conmoción brusca provocada por la noticia de su muerte, lo más seguro es que no sintiera un gran disgusto. De todos modos, parecía un poco aturullado.

—¿Subes conmigo, Stratton? —le dijo Roger.

David no le respondió.

Ronald, al pasar por su lado en el momento de atravesar la puerta de la habitación, le dio un fraternal pellizco en el brazo:

—¡Animo, David, compañero! Sube conmigo y tomemos una copa —repitió Roger.

David lo miró.

—Sí, me conviene tomarla —dijo con voz perfectamente normal. Y siguió a Roger escaleras arriba, igual que un niño.

2

—Así es que, por fin —dijo Roger, pensativo—, ha acabado por hacerlo.

—¿Por qué ese «por fin»? —preguntó la señora Lefroy.

Estaban de pie, solos en la habitación del bar, ante el fuego de la chimenea. Después de dar la noticia a las mujeres, Ronald había telefoneado a los dos médicos y a la policía y en aquellos momentos estaba abajo, cambiándose de ropa. Celia Stratton se había hecho cargo de su hermano pequeño, a quien ni siquiera el trago administrado por Roger parecía haber sacado del estado de trance en que se hallaba, provocado por la sorpresa, la incredulidad, el secreto alivio o cualquiera que fuese el sentimiento que, momentáneamente, lo embotaba. Estaban presentes en el salón de baile Colin Nicolson y los Williamson, discutiendo sobre si Lilian Williamson debía sacarse los pantalones de su marido o de si esta medida podía parecer sospechosa a los ojos de la policía local.

—¿Por qué ese «por fin»? —repitió Roger—. Pues porque, sin ir más lejos, esta misma noche ella me ha dicho lo mucho que le gustaría suicidarse y que lo haría con sumo placer si encontrase una manera fácil de «marcharse».

—Creo que le había dicho lo mismo a Osbert —dijo, asintiendo con un gesto, la señora Lefroy.

—En efecto. Ella misma me lo ha dicho.

Hubo una pequeña pausa.

—Ésta —dijo la señora Lefroy, hablando como aquel que toma un cúmulo de precauciones antes de hablar— podría ser una información muy buena para la policía.

—Sí, pese a que yo —dijo Roger con aire meditabundo, recordando vívidamente el desfigurado rostro de Ena— no habría dicho nunca que ahorcarse fuera una manera fácil de marcharse, ¿verdad?

—Supongo que depende de la situación —dijo la señora Lefroy de una manera un tanto vaga, al tiempo que, con nerviosas sacudidas, se arreglaba los fruncidos del blanco satén que cubría su talle.

Roger se dio cuenta de que sus manos eran muy bonitas, blancas y pequeñas.

—Dicho sea de paso —continuó—, yo nunca habría pensado, ni por un momento siquiera, que dijera en serio una sola palabra de lo que decía. Esto es algo muy evidente. Suponía que hablaba para la galería, como hacía siempre. Bueno, me imagino que esto servirá para desmentir el cliché de siempre, ¿no le parece?

—¿Qué cliché?

—Pues el que afirma que los que hablan de suicidarse, no se suicidan nunca. Y sin embargo —dijo Roger con aire meditabundo— yo habría jurado que el cliché era, en el caso de ella, más válido que en el de nadie. Cuanto más pienso en ello, más me parece que hablaba por hablar, aunque por otra parte no creo que pueda tratarse de ningún accidente.

—¿Estamos asistiendo a las elucubraciones del cerebro del famoso detective, puestas al descubierto para nuestro deleite? —preguntó la señora Lefroy con una carcajada que sonó un poco forzada.

—No creo —dijo Roger con una sonrisa—, pero si gusta escuchar la opinión del famoso novelista, le diré que un caso como éste no es apto para la literatura. Para encontrar un ejemplo de intrepidez como éste hay que beber en la vida real.

—¿Qué quiere decir?

—Pues me estoy refiriendo a la coincidencia de las circunstancias. Nos encontramos con una mujer cuya existencia es fuente de incomodidades, y acaso de algo más que de incomodidades, para diferentes personas y que el hecho es así en virtud de una serie de razones. Y precisamente en el momento en que esas personas están sintiendo con más fuerza que nunca el peso de estas incomodidades, la interesada, en un alarde de cortesía y de la manera más inesperada, va y se suicida. Hay que admitir que la coincidencia es demasiado flagrante para que pueda ser digerida por la literatura.

—¿En serio se lo parece? —preguntó la señora Lefroy mostrándose un poco en desacuerdo—. A mí no me parece tan flagrante como eso.

—Bueno… es simplemente una coincidencia, desde luego, pero nada más.

—Claro, claro —dijo Roger.

Se quedaron unos momentos contemplando el fuego.

La señora Lefroy apoyó el brazo desnudo en la viga que formaba la áspera repisa de la chimenea, mientras que con la punta de su zapato, de satén blanco hurgaba en las cenizas apagadas que rodeaban la hoguera.

—¡Ojalá la policía se apresure y llegue cuanto antes! —exclamó de pronto.

—Hace un momento que decía que temía su llegada.

—¿Eso he dicho? ¡Vaya estupidez decir una cosa así! Por supuesto que no estoy nada asustada —dijo la señora Lefroy, con una sonrisita de lo más falso.

Roger no dijo nada.

Seguramente, la señora Lefroy leyó algo en aquel silencio y en su leve reconvención, puesto que añadió:

—Sí, tiene usted razón. Temo a la policía. Sería una ridiculez fingir que no es así.

—¿Y por qué la teme?

La señora Lefroy lo miró con aire desafiante.

—Porque no hay en esta familia ni una sola persona que no esté absolutamente encantada de saber que Ena está muerta. De nada sirve andarse por las ramas. No sirve de nada. Y tengo mucho miedo de que la policía capte este sentimiento general.

—¿Pero hay alguna razón particular para que la policía no capte ese sentimiento? Me refiero a que, como usted acaba de decir, la señora Stratton no era una persona nada agradable y, para no andarme tampoco yo por las ramas, debo decir que es mucho más útil para la comunidad muerta que viva. Pero ¿qué importancia tiene que la policía lo sepa?

—Pues, que no es una cosa… muy agradable, ¿no encuentra? —dijo la señora Lefroy, como protegiéndose.

—Una muerte súbita no es nunca una cosa agradable —dijo Roger con gran solemnidad.

La señora Lefroy hizo un movimiento de impaciencia.

—No diga lugares comunes, por favor.

—¿No estaba usted también expresando lugares comunes, señora Lefroy?

—Bien, usted sabe perfectamente lo que quiero decirle. Y supongo que usted piensa lo mismo. Si quiere que se lo diga lisa y llanamente, tengo mucho miedo de que, si la policía capta este sentimiento general, a lo mejor le da por figurarse alguna cosa descabellada.

—Sí —tuvo que admitir Roger con un suspiro—, tiene usted razón. Yo también lo he pensado.

3

El doctor Chalmers llegó antes que la policía. Subió solo las escaleras. Roger, que estaba de pie junto a la chimenea, al dar una ojeada a su alrededor, lo vio subiendo el último tramo.

—¡Hola, Chalmers! Con qué rapidez ha venido…

—Todavía no me había metido en cama. Es una cosa terrible, Sheringham.

—Sí. ¿Ha visto a Ronald?

—No, acabo de llegar y la puerta principal sigue sin estar cerrada. ¿Dónde está?

—En el cuarto de baño de su cuarto, supongo. Está cambiándose de ropa.

—¿Y… la señora Stratton?

—En la cama de Ronald. ¿Quiere que diga a Ronald que ha llegado?

—Sí, muy bien, gracias. De todos modos, yo mismo puedo ir a buscarlo.

El doctor Chalmers dio media vuelta y se fue escaleras abajo.

—¿No se ha fijado? —dijo Roger a la señora Lefroy con toda naturalidad—. ¿No se ha dado cuenta de cómo ha cambiado sus maneras? Antes no se habría dicho siquiera que era médico, a no ser por el leve olor a éter del que siempre están impregnados los de su profesión. Pero ahora no podría ser otra cosa que un médico. Incluso tiene voz de médico de cabecera.

—Sí —dijo la señora Lefroy.

Por la puerta de la sala de baile asomó Colin Nicolson.

—¿Era la policía? —preguntó.

—No, Chalmers.

Lilian ha decidido cambiarse de ropa. No tengas prisa, Lilian. No era la policía; Agatha, supongo que no te has olvidado de quién eres, ¿verdad?

La señora Lefroy lo contempló con aire ausente un momento hasta que su rostro volvió a adquirir su expresión normal.

—¡Oh, sí, por supuesto! Soy Enriqueta de Francia ¿no es eso? De todos modos, me parece que la cosa no tiene demasiada importancia.

Lilian Williamson salió a toda prisa para cambiarse, mientras su marido la seguía fuera de la habitación e iba a reunirse con el grupo que estaba en la habitación contigua. Nicolson empezó a predecir qué preguntas haría la policía.

Roger se quedó un momento con ellos con aire indeciso, después de lo cual se encaminó hacia las escaleras. De pronto le había dado el antojo de ir a la azotea a echar una ojeada más tranquila al lugar de los hechos antes de que llegase la policía.

4

Pero allí había poco que ver.

Poquísimo, en realidad: los gruesos palos que servían para la horca, alguna silla desperdigada para los dispuestos a desafiar la temperatura de una noche de abril y un pequeño emparrado, fijado en recipientes de madera llenos de tierra, en el que se veían los troncos desnudos de una enredadera de Virginia y de un Polygonum baldschuanicum retorciéndose entre los palos. Nada más.

Sin embargo, a Roger le parecía que tenía que haber algo más.

Pese a que no sabía exactamente qué podía ser, no se sentía satisfecho. Le parecía demasiado perfecto, demasiado hecho a medida, demasiado oportuno que Ena se hubiera suicidado justo en aquel momento en que a todos les iba tan bien que lo hiciera.

¿Acaso sospechaba la señora Lefroy que su futura cuñada no se había suicidado, en realidad? La señora Lefroy no sólo era una mujer perspicaz, sino además inteligente. Había algo que la preocupaba. ¿Era simplemente lo que ella misma había confesado o se trataba de un temor más profundo, más inconfesable?

De todos modos, estaba fuera de toda duda no podía tratarse de otra cosa que de un suicidio. No había ninguna otra manifestación de nada más, ni el más leve signo que indicara que era otra cosa que un suicidio. Aparte de que Roger esperaba sinceramente que se hubiera suicidado. Le habría dolido extraordinariamente ver colgada a una persona decente por culpa de una excrescencia humana tan poco digna como aquélla.

Y sin embargo…

Se quedó un momento debajo del triángulo formado por la horca, contemplando los maderos transversales. Estaban altos. Sobre las cabezas de las dos figuras de tamaño natural que colgaban de la horca había tres buenos palmos de cuerda, mientras que los pies de las figuras estaban como mínimo a medio metro del suelo. Los palos transversales debían de estar a tres metros y medio o más del suelo.

Sin embargo, ¿qué importancia podía tener aquello?

Roger fue a buscar una silla, que estaba colocada entre la horca y la puerta que daba entrada a la casa, la puso junto a una de las bamboleantes figuras y se montó en ella. Su cuerpo estaba prácticamente al mismo nivel que el de la figura, puesto que los cuellos parecían encontrarse en el mismo plano. Desde allí le habría costado muy poco deshacer el lazo que rodeaba el cuello de cualquiera de las dos figuras y atarse la cuerda alrededor del propio. Seguramente la cuerda le habría caído un poco sobre los hombros, pero no tanto cuando el lazo estuviera tirante. Era indiscutible que Ena Stratton debía haberse colocado de la misma manera que él y que había hecho sus mismos cálculos.

De un salto volvió a pisar el suelo de la azotea. La silla, empujada por sus pies al saltar, se volcó ruidosamente, provocando una imprecación de labios de Roger. Tenía los nervios alterados, lo que venía a añadirse a su sensación de frustración.

Sin embargo, no entendía por qué había de sentirse frustrado. Si allí no había nada que descubrir, de nada servía empeñarse en descubrirlo. Aparte de que él deseaba que no hubiera nada que descubrir. Entonces, ¿por qué había de sentirse frustrado si no había nada que se ofreciese a su descubrimiento?

Se metió en el solárium, encendió la luz y echó una mirada alrededor. Al no observar nada de particular, volvió a salir a la azotea.

De pronto se sintió sobresaltado por algo que acababa de ocurrírsele: ¿dónde estaba el tercer muñeco?

Tardó veinticinco segundos en encontrarlo, oculto en la sombra del emparrado.

Allí estaba, grotescamente acurrucado. Desde el lugar donde se encontraba hasta la horca no había nada, por lo que dedujo que había sido arrojado a aquel rincón, tal vez propulsado de un puntapié. Roger se arrodilló para examinarlo y descubrió que estaba decapitado. Le costó uno o dos minutos encontrar la bola de paja trenzada que se había utilizado como cabeza del muñeco, metida en un hueco en dirección al solárium. Se preguntó cómo podía haber ido a parar hasta allí.

Pero lo que se preguntaba con mayor insistencia era si la figura podía haber caído o si había sido arrancada. La respuesta a esa pregunta podía ser muy significativa, pero Roger no veía de dónde podía sacar la respuesta. En cualquier caso, el haz de mechones visibles en la parte superior del palo no indicaba ni una cosa ni otra.

Ahora bien, ¿qué importaba esto? Lo que él estaba haciendo no era otra cosa que matar el tiempo, haciendo de detective hasta que llegara la policía de verdad, tratando de ir más allá de lo que los hechos permitían. En la historia del crimen había coincidencias mucho más impresionantes que aquélla. Era indudable que Ena Stratton se había suicidado… y que el hecho resultaba beneficioso para todos, incluida la atormentada señora protagonista de los hechos. Y no había que darle más vueltas, por lo que lo mejor que podía hacer era volver abajo y comportarse como una persona sensata y, antes de que llegase la policía, tomarse otra jarra de cerveza.

Se encaminó rápidamente a la puerta de entrada a la casa.

Sin embargo, algo hizo que detuviera allí sus pasos y que se volviera un momento para dar una última ojeada a la azotea, tal vez obedeciendo a algún residuo de aquel sentido extraordinario que se negaba a ser acallado y que, de manera automática, rechazaba cuanto de improbable había en la naturaleza humana, pese a lo plausible de las argumentaciones bajo las que pudiera presentarse. Con las manos en los bolsillos, permaneció allí un momento, dejando que sus ojos vagaran lentamente por todo el espacio que se extendía ante él, como ofreciéndoles la última oportunidad de captar algún detalle ante el cual hubieran estado ciegos hasta aquel momento.

Fue en aquel momento que Roger dictaminó, no sin incrédulo sobresalto, que sus facultades estaban menguando, puesto que el detalle en el que aterrizaron sus ojos no era de poca monta, sino que habría podido ser comparado a un enorme, deslumbrante y encalado elefante metido entre todos los detalles posibles: nada menos que aquella silla caída con la que él mismo había tropezado.

No fue hasta aquel momento cuando advirtió que allí donde ahora había una silla, antes no la había. Era a todas luces evidente que la señora Stratton no había dado un salto certero y alígero para cazar al vuelo el lazo que se le ofrecía, sino que para colgarse le había sido necesario primero ajustarse el lazo alrededor del cuello y después saltar desde una altura al vacío. Y el hecho es que allí no había ninguna.

Aquel fantasma que lo andaba pinchando en medio de las nebulosas mentales que lo envolvían tenía razón: se había cometido un crimen.