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La quiebra de la República

El día 9 de febrero, al tiempo que los nacionales ocupaban los últimos rincones de Cataluña, el gobierno republicano, que había pasado a Francia, se reunió en Toulouse, presidido por el doctor Negrín, para analizar la situación y debatir sobre la conveniencia o no de seguir resistiendo. Al terminar la reunión, el presidente del Consejo recibió a un enviado de Miaja —que sólo un día antes había sido nombrado teniente general y jefe de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire— con la petición del general de que le autorizara a establecer contactos con el enemigo para poner fin a la guerra.[1] Negrín no llegó a dar una respuesta al enviado de Miaja y, acompañado por Álvarez del Vayo, tomó un vuelo chárter de Air France con destino a Alicante. Al llegar, se reunió inmediatamente con el viejo general, a quien acompañaba Matallana —que había sustituido a Miaja en el mando del grupo de ejércitos de la zona centro-sur—, para escuchar sus razones durante un almuerzo que tuvo lugar en el peñón de Ifach.

También se habían reunido un día antes, el 8 de febrero, en París, Mariano Vázquez, Juan García Oliver, Segundo Blanco (que era ministro del Gobierno), Eduardo Val y otros dirigentes de la CNT para evaluar la situación. Para García Oliver la política de Negrín había sido un fracaso estrepitoso y, en su opinión, no había más remedio buscar la paz con los nacionales, no a cualquier precio, desde luego. La paz había de ser «honorable» y era preciso formar un nuevo gobierno capaz de negociarla. Eduardo Val, secretario del Comité de Defensa de la Regional del Centro, le secundó informando que Negrín había estado telegrafiando en clave a sus amigos socialistas para que se dispusieran a evacuar la zona republicana, de lo que deducía que el jefe del Gobierno estaba practicando un juego sucio. Se decidió por unanimidad aceptar la propuesta de García Oliver para impulsar la formación de un nuevo gobierno del que Negrín estuviera excluido. Al regresar a Madrid, Eduardo Val, que no tenía mucha confianza en la determinación de sus compañeros, decidió actuar por su cuenta.[2]

Durante aquellos primeros días del mes de febrero, el dirigente de la Comintern Stepánov trataba de convencer a los cuadros del PCE en Madrid de que el único camino era establecer una «dictadura revolucionaria democrática».[3] También él proponía sustituir el gobierno Negrín por un «Consejo Especial de la Defensa del Trabajo y de la Seguridad» compuesto por dos ministros, dos políticos y dos militares «seguros y enérgicos»,[4] pero no para buscar la paz como querían los anarquistas, sino para proseguir la lucha contra los franquistas y ganar la guerra. Los comunistas madrileños aceptaron la línea no ya de resistir a ultranza, sino de encararse con el enemigo, de modo que en la conferencia provincial del partido celebrada entre el 9 y el 11 de febrero, el PCE se declaró, en palabras del secretario general de Madrid Isidoro Diéguez, «en pie de guerra».

«Pasionaria» expresó también su determinación a ganar la guerra y pronunció una frase de cartón piedra: «España será la antorcha que ilumine el camino de liberación de los pueblos sometidos al fascismo»,[5] para desesperación de Palmiro Togliatti, quien advertía con lucidez el divorcio que separaba a los dirigentes de los ciudadanos cuando éstos, hartos hasta la náusea de la guerra, sólo querían oír hablar de paz: «El discurso de Dolores… no era acertado en la sustancia. No podía ser comprendido por el pueblo… Considero que en el equivocado planteamiento de la línea de esa conferencia hay una responsabilidad directa de Mo. [Moreno = Stepánov], quien en esa ocasión dio prueba de una pasividad y una ceguera política completas».[6]

Togliatti se daba cuenta de que, al dejar de ser los gestores únicos de las armas rusas, los comunistas habían perdido mucho peso. Y no sólo por eso. La estrategia militar que los comunistas habían patrocinado había sido desastrosa y los métodos que habían utilizado para conseguir poder les habían granjeado más enemigos que amigos. Cada vez era mayor el número de oficiales regulares que, captados para las filas comunistas al principio de la guerra, se oponían ahora en secreto al partido. Muchos creían que los comunistas eran el principal obstáculo para que Franco accediera a firmar la paz y que, si se desembarazaban de ellos, podrían llegar a un acuerdo de caballeros con sus antiguos compañeros de armas.

Y más que nadie, los jefes y oficiales de los ejércitos republicanos de la zona centro-sur, que no se hacían ilusiones sobre la capacidad de resistencia de sus fuerzas, aunque oficialmente éstas consistieran aún en medio millón de efectivos. En esta zona, la carencia de material y piezas de repuesto no era tan extrema como lo había sido en Cataluña, pero, de todos modos, los jefes militares sabían muy bien que no tenían ninguna posibilidad de contrarrestar la superioridad de los nacionales en artillería, carros de combate y aviación. Los últimos envíos de armas rusas seguían detenidos en Francia por el gobierno Daladier, que estaba tan ansioso como el de Chamberlain por que terminara la guerra cuanto antes.

El gobierno inglés lo deseaba tanto que se había avenido a echar una mano colaborando con los franquistas en la rendición de Menorca. Siguiendo los consejos del cónsul británico en Mallorca, Alan Hilgarth, de que lo mejor que podía hacerse para evitar que los italianos ocuparan Menorca era tomar la isla y entregársela a Franco, el Foreign Office envió a Mahón al crucero Devonshire y el 7 de febrero su capitán invitó al comandante de la base, contraalmirante Ubieta, a subir a bordo en visita de cortesía. El ex jefe de la flota republicana se encontró por sorpresa, en el puente de mando, con el teniente coronel franquista Fernando Sartorius, conde de San Luis, quien le instó a entregar la base a cambio de garantizarle, a él y a todos los republicanos que lo quisieran, vía libre hacia Marsella. Tras evaluar la situación, Ubieta y unos 400 republicanos aceptaron el trato.[7] Era obvio que la prioridad máxima de la política anglo-francesa consistía en que Franco mantuviera la neutralidad y que las fuerzas del Eje abandonaran el territorio español.

El 12 de febrero Negrín llegó a Madrid, donde convocó un Consejo de ministros para el día siguiente. Durante la reunión, el jefe del Gobierno, que llamó una vez más a la unión del Frente Popular, se mantuvo en su decisión de resistir hasta el final: «O todos nos salvamos o todos nos hundimos en la exterminación y el oprobio».[8] Ese mismo día 13, el general Franco publicó en Burgos la Ley de Responsabilidades Políticas, que en su artículo primero decía: «Se declara la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas, que desde el 1.º de octubre de 1934 y antes del 18 de julio de 1936 contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España, y de aquellas otras que a partir de dichas fechas se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o pasividad grave». La ley, en su generalidad, podía aplicarse prácticamente a cualquier republicano, ya fuera combatiente o no. El cónsul inglés en Burgos informó al Foreign Office de que, en su opinión, la ley no daba la menor garantía de que los que habían servido en el ejército republicano o pertenecido a organizaciones prohibidas —lo que no implicaba responsabilidad criminal— no fueran castigados como delincuentes políticos.[9] Las dos posiciones, la de Franco y la de Negrín, estaban claras.

Pese a sus exhortaciones a resistir, el doctor Negrín no instaló formalmente su gabinete ni en Madrid ni en Valencia. Se fue a vivir a una finca de Elda llamada El Poblet que, custodiada por unos 300 guerrilleros del XIV Cuerpo de Ejército, fue conocida en el argot militar con el apropiado nombre de «posición Yuste». Desde allí, el presidente del Gobierno llevó a cabo por teléfono, a través del teletipo, con reuniones y despachos puntuales, una actividad esquizofrénica: de un lado tomaba decisiones para gestionar la defensa de la República y, de otro, hacia preparativos para la evacuación y el exilio, con lo que conseguía confundir a todo el mundo, máxime porque no daba apenas explicaciones a nadie de lo que estaba planeando realmente. «En aquellos días de febrero, Negrín era un hombre más solo que nunca», nos dice uno de sus biógrafos.[10]

Tuvo serios enfrentamientos con los comunistas, especialmente con su ministro Uribe, a quien echaba en cara que fueran más obedientes al partido que a él, llegando a amenazar con fusilarlos a todos.[11] La mano izquierda de Togliatti impidió la ruptura, pero el dirigente de la Comintern no confiaba en Negrín: «David [PCE] aislado, atacado por todos. Tía [Negrín] afirma formalmente voluntad resistencia, pero no toma medida alguna para cambiar situación», escribió en un telegrama a «la Casa».[12] Pero Negrín también estaba aislado y atacado por todos y no tenía más apoyo que el que le quisieran dar los comunistas, quienes, a su vez, sin Negrín, se condenaban al fracaso.

De nuevo se rehízo la obligada alianza cuando el PCE se avino, con su resolución del 22 de febrero, a aceptar formalmente los tres famosos puntos de Figueres: «La intervención de Negrín para que el PCE corrigiera su actitud fue decisiva, hasta el punto de que él mismo supervisó la redacción definitiva del documento».[13] Sin embargo, de los tres puntos programáticos, los nacionales sólo habían dado muestras de querer considerar el último, el de las represalias, y tras la recién publicada Ley de Responsabilidades Políticas había que tener una gran capacidad de autoengaño para pensar que se pudiera llegar a cualquier tipo de acuerdo con Franco. Y, sin embargo, la tendencia a creer que aún era posible llegar a un compromiso seguía estando muy extendida. La comisión militar internacional manifestó en sus informes que solía oír dos temas recurrentes: «Si nos dejaran solos a los españoles de cada bando, es muy probable que llegásemos a un acuerdo», y «aquí estamos hartos de la libertad revolucionaria y allí del rígido orden fascista. No tendría que ser difícil llegar a un acuerdo».[14]

En realidad, el único argumento válido para continuar la guerra era que una lucha a la desesperada era mucho mejor que disponerse mansamente a enfrentarse a los pelotones de fusilamiento. Los partidarios de Negrín y, sobre todo, muchos comunistas han sostenido que si la República hubiese aguantado hasta el otoño se hubiera salvado con una intervención anglo-francesa. No se daban cuenta de que, tras la destrucción del potencial bélico de la República en el Ebro, ni Gran Bretaña ni Francia hubieran podido proporcionar a la República la enorme cantidad de material que semejante operación de rescate habría requerido. A los estados mayores generales de Gran Bretaña y Francia les convenía mucho más una España neutral —la de Franco que un aliado menesteroso— la de la República.

La captura de Cataluña, base Industrial de la República, había sido la puntilla para la causa leal. Los gobiernos británico y francés reconocieron formalmente al gobierno de Burgos el 27 de febrero. Philippe Pétain fue nombrado embajador de Francia ante Franco, «la espada más limpia de Occidente», según el mariscal francés, y José Félix de Lequerica presentó sus cartas credenciales al presidente de la República francesa, Lebrun. Daladier entregó a los nacionales todo el armamento y material de guerra que estaba retenido en Francia, así como también el depósito de oro republicano de Mont de Marsan,[15] garantizando, además, que su gobierno no consentiría ninguna actividad contra los nacionales desde suelo francés. En Londres, en la Cámara de los Comunes, Chamberlain engañó a la oposición diciendo que Franco le había asegurado que renunciaba a toda represalia política, cuando hacía ya quince días que era público y notorio el contenido de la Ley de Responsabilidades Políticas. Naturalmente, la mayoría conservadora le dio su apoyo y el duque de Alba se hizo cargo de la embajada de España en la corte de San Jaime. Por su parte, el gobierno de Estados Unidos llamó a consultas a su embajador prorrepubllcano, Claude Bowers, «para tener las manos libres y entablar relaciones diplomáticas con Franco», según confesó el propio secretario de Estado Cordell Hull.[16] Franco, por su parte, firmaba el 27 de marzo el pacto anti Comintern, lo que no se haría público hasta el 7 de abril, una vez terminada la guerra.

El 26 de marzo, que era domingo, Manuel Azaña salló de la embajada española en París para dirigirse a la casa de Collonges-sous-Salève, en la Alta Saboya, que un año antes había hecho alquilar a su cuñado Cipriano Rivas Cherif.[17] Nada más llegar, se presentó un emisario con un telegrama de Negrín en el que le pedía que regresara a España y ejerciera su alta magistratura. Poco después, Azaña redactó su dimisión —que no se hizo pública hasta el día 28— dirigida al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, quien por mandato constitucional debía aceptar la Presidencia de la República en funciones y convocar, en debida forma, a los parlamentarios para proceder a la elección de un nuevo presidente.

En su escrito de renuncia, Azaña se apoyaba en la autoridad militar del general Rojo para dar la guerra por perdida. Exponía su petición al jefe del Gobierno de que gestionara una paz en condiciones humanitarias y alegaba el reconocimiento del gobierno de Franco por las democracias para justificar su dimisión. Uno de los párrafos decía textualmente que «desaparecido el aparato político del Estado, el Parlamento y representaciones superiores de los partidos, carezco dentro y fuera de España de los órganos de consejo y acción Indispensables de la función presidencial»,[18] con lo que dejaba automáticamente en fuera de juego constitucional a Negrín.

Martínez Barrio reunió a dieciséis diputados de la Comisión permanente de las Cortes en el restaurante Laperouse, de París, para debatir la cuestión de la elección presidencial. No había ningún comunista entre ellos. Los reunidos decidieron enviar desde allí mismo un telegrama al jefe del Gobierno que, al parecer, no obtuvo respuesta. En ese telegrama se Indicaba la disposición de Martínez Barrio para trasladarse a la zona centro, aunque sólo con el fin de negociar la paz y de velar por que se cumplieran escrupulosamente las disposiciones legales de la Constitución para proceder, mediante compromisarios, a la elección del nuevo presidente de la República. La falta de respuesta de Negrín al telegrama, ya se debiera a la situación de la zona republicana o a desidia del propio jefe del Gobierno, lavó las manos de Martínez Barrio y de otros muchos (entre ellos el general Rojo) que decidieron no regresar a la zona republicana.

Allí, por aquellas mismas fechas, el 26 o 27 de febrero,[19] Negrín se reunió con los jefes de las fuerzas armadas en el aeródromo de Los Llanos, en Albacete. Asistieron los generales Miaja y Matallana, más el jefe del ejército de Levante, general Menéndez, el de Extremadura, general Escobar, el de Andalucía, coronel Moriones, el del Centro, coronel Casado, el almirante Buiza, jefe de la flota, el coronel Camacho, jefe de aviación de la zona centro-sur y el general Bernal, jefe de la base naval de Cartagena. El jefe del Gobierno les exhortó a resistir, afirmando que pedir la paz, dada la actitud intratable de Franco, equivaldría a desencadenar una catástrofe, se empecinó en sostener que en breve tiempo llegarían las armas que estaban bloqueadas en Francia y volvió a mencionar el Inminente estallido de la guerra en Europa. Negrín tenía que saber que las cosas no eran así y no logró convencer a sus generales. Matallana hizo hincapié en los agobiantes problemas de equipo y suministros que padecían sus tropas y Buiza vino a decir que si no se encontraba una solución Inmediata, la flota se haría a la mar abandonando las aguas españolas, porque así, además, lo querían los oficiales y la marinería. Camacho informó de que no quedaban más que tres escuadrillas de cazas y cinco de bombarderos en condiciones de operar. Tan sólo Miaja, irritado porque Negrín no le había dado la palabra el primero, manifestó ante la sorpresa de todos que estaba dispuesto a resistir. El arrebato no le iba a durar mucho.

Desde el traslado del gobierno de la República a Barcelona y, sobre todo, desde el Inicio de la batalla del Ebro, Madrid había quedado privada si no de las grandes decisiones del Gobierno, sí de la atmósfera de capital del Estado que siempre había tenido. Ese aislamiento, paradójico en una ciudad tan central, fue introduciendo poco a poco elementos de desconexión entre los mecanismos de la administración de la ciudad y los del Gobierno. Desde hacía meses, los partidos del Frente Popular en Madrid, unidos en su disgusto por Negrín y por la política de los comunistas, cabildeaban en busca de una solución independiente para poner fin a la guerra. Había llegado la hora de Julián Besteiro, de los anarquistas… y de los militares.

En el Ejército del Centro había crecido imparable, desde principios de año, una férrea oposición a Negrín y a los comunistas. Había muchas razones para ello. El modo en que los comunistas habían dirigido los asuntos militares, por mucho que ellos declararan que lo único que les preocupaba era ganar la guerra, daba a entender que lo que buscaban era conseguir que su propio poder creciera. La petulancia de los consejeros soviéticos, la arrogancia «kleberista» de las Brigadas Internacionales, las persecuciones estalinistas del NKVD y el SIM habían suscitado una intensa reacción contra la política comunista. La promesa de Negrín de que las armas que estaban en Francia llegarían en seguida no era de recibo. Negrín tenía que saber que el gobierno francés no iba a consentir que pasaran a España, aunque no supiera entonces que serían entregadas a Franco tan pronto como se reconociera a su gobierno.

Tal vez lo peor era que mientras Negrín llamaba a la resistencia, nadie creía en sus afirmaciones de que «o todos nos salvamos o todos nos hundimos en la exterminación y el oprobio». Era difícil imaginar a dirigentes como Negrín y a los del comité central del PCE compartiendo la suerte de sus seguidores. Concretamente la gente temía que los comunistas se aprovecharan de su superioridad militar y del control que tenían sobre los barcos republicanos para garantizar la evacuación de sus miembros, mientras dejaban en la estacada a los de otros partidos y organizaciones.

El jefe del ejército del Centro, el coronel Segismundo Casado, un oficial del arma de Caballería de extracción campesina y gustos austeros, había sido uno de los pocos oficiales de carrera que se había opuesto al PCE desde el inicio de la guerra, sentía simpatías por los anarquistas y era un hombre muy próximo a Cipriano Mera, con quien había compartido la tensión de la espera ante la batalla de Brihuega.[20] Mera seguía al mando del IV Cuerpo de Ejército, que custodiaba los frentes de Guadalajara y Cuenca, en tanto que los otros tres cuerpos de ejército de la zona centro estaban mandados por oficiales comunistas. El comité de enlace del movimiento libertario había criticado a Mera porque se posicionaba políticamente y tomaba decisiones por su cuenta. Mera se defendía echándoles en cara la colaboración de los dirigentes de la CNT con Negrín, que sólo había servido para que el presidente del Consejo se permitiera el lujo de ignorar a los anarquistas, cosa que espetó a la cara de Negrín cuando, hacia finales de febrero, éste visitó el frente de Guadalajara. Con toda claridad, Mera le dijo a Negrín cuál era su postura frente a un Gobierno que exigía al pueblo que resistiera cuando no habían posibilidades ni medios de hacerlo «y que los que tanto hablaban de resistencia iban, entre tanto, colocando valores y bienes a buen recaudo en el extranjero y habían hecho salir de España a sus familiares…».[21]

Como otros jefes y oficiales, el coronel Casado creía que los militares profesionales tenían más posibilidades de obtener mejores condiciones para la rendición que si la negociaba un régimen encabezado por Negrín y los comunistas. No era, tal vez, de los que buscaban el modo de salvar su vida y quizás una carrera militar con una traición de última hora, pero su ingenuidad al pensar que vínculos de hermandad militar y certificados de anticomunismo ablandarían a Franco era pasmosa. A instancias de su hermano César, que era teniente coronel de Caballería, Casado aceptó entrar en contacto con agentes franquistas del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM). No se sabe exactamente cuándo comenzaron los escarceos, pero sí que ya el 1 de febrero Casado contactó con los agentes de Franco Ricardo Bertoloty y Diego Medina[22] y, tras decirles que era preciso fijar las condiciones de la entrega del ejército del Centro, envió un radiograma cifrado al general Franco pidiendo garantías de que los hombres con los que hablaba eran auténticos emisarios nacionales. Bastaba, para ello, con que le escribiera una carta su compañero de promoción, el general Barrón.

Ese mismo día 1 de febrero, Casado se reunió en Valencia con los generales Miaja, Menéndez y Matallana, quienes se mostraron de acuerdo con sus planes. Al día siguiente, ya en Madrid, se reunió con Besteiro en el domicilio de éste y acordaron constituir una junta alternativa al gobierno constitucional. Pocos días más tarde, Eduardo Val ofreció el concurso de los anarquistas de Madrid de acuerdo con lo que se había hablado en la reunión de París.[23] Casado mantuvo, además, contactos frecuentes con los diversos agentes británicos que trataban de proteger los intereses de su país buscando el fin de la guerra, como era el caso de Denis Cowan, representante de sir Phillip Chetwode, presidente de la comisión internacional que supervisaba el canje de prisioneros. Cowan se entrevistó con Besteiro el día 16 y con Casado el 20. Éste le dijo que él debía obediencia al presidente del Consejo, pero que si Azaña, desde París, despedía a Negrín y pedía a Besteiro que formase gobierno, la guerra terminaría en seguida.[24] El coronel Casado había mantenido antes contactos indirectos con Godden, el cónsul inglés en Valencia, y con Stevenson, el encargado de negocios británico, quien, al parecer, le ofreció la mediación de Gran Bretaña para evitar represalias si Casado rendía la zona de Madrid o para colaborar, llegado el caso, en la evacuación de los republicanos.

El día 5 de febrero se presentó ante Casado su subordinado el teniente coronel José Centaño, jefe del taller del Parque de Artillería n.º 4, comunicándole que él era, desde principios de 1938, el jefe de «Lucero Verde», organización de la resistencia franquista en Madrid.[25] Casado le pidió a Centaño que gestionara en Burgos una rápida respuesta sobre las condiciones que ponía Franco para la rendición y que tenían que llegarle en la carta de Barrón que había pedido. El propio Franco dictó a Barrón las condiciones y éste se limitó a firmar la carta y enviársela a Casado el 15 de febrero a través de los agentes del SIPM.[26]

Las condiciones que ponía Franco para la rendición eran, en realidad, un manifiesto de conquistador: lo primero que se decía en la carta era que los republicanos tenían perdida la guerra y que toda resistencia era criminal; que la España nacional exigía la rendición incondicional manteniendo los ofrecimientos de perdón que se habían hecho por la radio para aquéllos que «hayan sido arrastrados engañosamente a la lucha»; que para los que depusieran las armas no siendo reos de delito, aparte de «la gracia de la vida» se les recompensaría en proporción a la colaboración que prestasen «a la Causa de España»; que se darían salvoconductos para salir del territorio español y que de los delitos sólo entenderían los tribunales de justicia (no se especificaba que serían los militares como, por otra parte, quedaba claro después de la publicación de la Ley de Responsabilidades Políticas). Tras unas vagas promesas de trato humanitario, la carta terminaba con una amenaza meridiana: «El retraso en la rendición y la criminal y estéril resistencia a nuestro avance, serán causas de graves responsabilidades que exigiremos en nombre de la sangre inútilmente derramada».[27]

Hacia el 18 de febrero, Centaño, acompañado esta vez por Manuel Guitián —otro de los jefes de la resistencia nacional—, se entrevistó de nuevo con Casado en su puesto de mando de la Alameda de Osuna, a las afueras de Madrid, y éste les pidió que la emisora de Radio Nacional «se desatase en insultos contra su persona a fin de alejar las sospechas [que pudiera tener Negrín]».[28]

Negrín, por supuesto, tenía todas las sospechas del mundo.[29] Pero no hacía nada para parar el golpe, ya fuera porque había llegado al final de sus fuerzas o porque contemplara con alivio la posibilidad de que un golpe de estado le ahorrara pasar bajo las horcas caudinas de la derrota. Sea como fuere, el 2 de marzo, Negrín ordenó a Casado y a Matallana que se reunieran con él en la posición Yuste. Allí les expuso, insensatamente o con toda la intención, que estaba dispuesto a reorganizar toda la dirección del ejército. Ambos militares le presentaron sus objeciones pero Negrín no dio su brazo a torcer. Casado y Matallana abandonaron Elda y se dirigieron a Valencia para advertir a Menéndez de lo que Negrín tramaba y de la urgencia de acelerar el golpe.

Negrín, consecuente con su decisión, hizo publicar al día siguiente, 3 de marzo, en el Diario Oficial del Ministerio del Ejército una serie de ascensos y disposiciones menores, junto con los nombramientos de importantes oficiales comunistas: del coronel de Seguridad Francisco Galán como jefe de la base naval de Cartagena; del teniente coronel Etelvino Vega como gobernador militar de Alicante, del teniente coronel Leocadio Mendiola como comandante militar de Murcia y del teniente coronel Inocencio Curto como comandante militar de Albacete, al tiempo que se ascendía a Casado a general, al igual que a Modesto y Cordón, a quien se nombraba secretario general del Ministerio de Defensa. El general Matallana pasaba a ser jefe del Estado Mayor Central, en sustitución de Rojo, y el general Miaja era nombrado inspector general del Ejército, un cargo simbólico. Se disponía, además, la disolución del grupo de ejércitos de la región centro-sur que en adelante dependería directamente del jefe del Gobierno a través del Estado Mayor Central.[30]

Las disposiciones publicadas el día 3 llenarían de alarma tanto a Franco, que temía que los comunistas se hiciesen con el control del ejército popular,[31] como a los conspiradores. El hecho de que Negrín hubiera nombrado a comunistas para los puestos principales del ejército y de los principales puertos de evacuación no hizo más que aumentar las sospechas de sus oponentes republicanos de que Negrín y los comunistas planeaban escapar primero.

Cuando Francisco Galán se presentó en Cartagena la noche del 4 de marzo para hacerse cargo del mando, estalló una revuelta entre distintas unidades militares y también en la flota. Galán fue detenido durante la cena con el general Bernal, quien le había recibido con toda normalidad. La quinta columna se aprestó a sacar provecho de la situación y a ella se unieron determinados oficiales que trataban de congraciarse en el último momento con los que iban a ganar la guerra. Falangistas y marineros se apoderaron de las baterías de costa de Los Dolores y de la emisora de radio, desde la que pidieron ayuda a los nacionales. La situación era muy confusa porque concurrían en ella distintas rebeliones: la de los que querían negociar la paz y la de los que eran agentes secretos o simpatizantes de Franco.

En mitad de la revuelta, el día 5, a las once de la mañana, cinco bombarderos Savoia que venían del mar comenzaron a bombardear la base alcanzando, en el puerto, a algunos buques de la flota republicana. El almirante Buiza, que seguía a distancia la rebelión en las calles de Cartagena, amenazó con bombardear la base desde los barcos si no se liberaba a Galán y a otros prisioneros republicanos, pero ante el ataque aéreo de los nacionales, los disparos de las baterías de costa en poder de los sublevados y la posibilidad cierta de que llegaran de un momento a otro barcos franquistas, ordenó a la flota soltar amarras y navegar hacia alta mar. Galán consiguió embarcar en el último minuto. La Legión Cóndor informó sobre lo que sucedía y el 6 de marzo realizó vuelos de reconocimiento sobre el rumbo de la flota republicana con sus Dorniers. Sus bombarderos atacaron las embarcaciones que estaban en el puerto de Valencia, pero no bombardearon Cartagena porque creían que ya había sido tomada por tropas nacionales desembarcadas, cuando la realidad es que éstas aún no habían llegado.[32]

Al amanecer del día 7, las fuerzas enviadas por Hernández en socorro de Cartagena (la 206.ª Brigada al mando de Artemio Precioso) rescataron para la República la emisora de Los Dolores, aplastaron la rebelión en la ciudad y llegaron a tiempo de disparar las baterías de costa contra dos barcos franquistas cargados de soldados que acudían en apoyo de la rebelión. El primero de ellos, el Castillo de Olite, no se apercibió de los cambios, fue alcanzado por los obuses y se hundió en pocos minutos. Murieron 1223 soldados y otros 700 fueron hechos prisioneros.[33] Sin embargo, la flota republicana no regresó a puerto. Franco envió una petición urgente a Ciano para que la marina y la aviación italianas impidieran que la flota republicana tratara de dirigirse a Odesa, que, dadas las circunstancias, era lo último que se le podía ocurrir al almirante Buiza. Éste dirigió la flota por aguas de Argelia y Túnez, donde fue internada en Bizerta, el día 7, por las autoridades francesas, que, tras detener a tripulaciones y oficiales, entregó la flota republicana a los nacionales.

Al anochecer del 5 de marzo, el coronel Casado, tras rechazar los renovados llamamientos de Negrín, constituyó el Consejo Nacional de Defensa en los sótanos del Ministerio de Hacienda, en Madrid. Él mismo se proclamó presidente provisional del Consejo, además de asumir la Consejería de Defensa; Julián Besteiro se ocuparía de la Consejería de Estado; Wenceslao Carrillo, socialista, de la de Gobernación; González Marín, anarquista, de la de Hacienda; Miguel San Andrés, de Izquierda Republicana, de Justicia y Propaganda; Eduardo Val, anarquista, de Comunicaciones y Obras Públicas; José del Río, de Unión Republicana, fue nombrado consejero de Instrucción Pública y Sanidad, y Antonio Pérez, de la UGT, de Trabajo. Melchor Rodríguez, de la CNT, era el nuevo alcalde de Madrid. Al acto de constitución del Consejo asistieron, además de Cipriano Mera, que había traído a Madrid la 70.ª División y que custodiaba en aquellos momentos el edificio del Ministerio, el gobernador militar de Madrid, general Martínez Cabrera, el jefe del SIM de Madrid, Pedrero, una serie de dirigentes de la CNT y la UGT locales, militares, periodistas y fotógrafos.[34]

Tras la formación del Consejo, a medianoche, los sublevados se dirigieron por Radio España y Unión Radio de Madrid a todos los españoles. Negrín, que en aquellos momentos estaba cenando en Elda con los miembros del Gobierno y altos mandos militares, se enteró de la consumación del golpe de estado al escuchar la voz trémula de Julián Besteiro que, dirigiéndose a los «conciudadanos españoles», decía que había llegado el momento de la verdad y de la denuncia de las falsedades sobre la realidad de la República, que el gobierno de Negrín no tenía autoridad legal ni moral, y que el único poder legítimo de la República era, transitoriamente, «el poder militar». Tras la intervención del viejo catedrático de lógica, se leyó un manifiesto del Consejo que venía a reiterar todo lo dicho por Besteiro añadiendo, además, que los ministros de la República exigían resistencia al pueblo mientras ellos ya se habían preparado «una cómoda y lucrativa fuga». El comunicado apelaba a salvarse todos o a hundirse todos, que era justamente la divisa de Negrín. Luego hablaron Mera y Casado, acusando aquél a Negrín de robar, vender y traicionar a la patria, y haciendo éste una defensa de la independencia de España.[35]

Manuel Azaña nunca pudo entender cómo Besteiro, aún convencido de que Negrín sacrificaba a los españoles para satisfacer sus ansias de poder, se aliaba con un militar que, al rebelarse contra el Gobierno en funciones, parodiaba el golpe de estado de Mola con el mismo pretexto. Azaña sabía muy bien, además, que sin el respaldo de Francia y Gran Bretaña, cualquier gestión para alcanzar una paz honorable con Franco era pura entelequia.[36] Tenía razón, pero los planes de Negrín de seguir luchando cuando ya era inútil habían conducido a un derramamiento de sangre todavía más inútil.

Tan pronto como cesaron los discursos, todos los reunidos en Elda se lanzaron a los teléfonos para hablar con Madrid. Hacia la una de la madrugada, Negrín lo hizo con Casado, quien le confirmó que se había sublevado contra él, y el presidente del Consejo lo destituyó fulminante e inútilmente desde el teléfono. Luego Giner de los Ríos llamó a Besteiro, Paulino Gómez y Segundo Blanco volvieron a hablar con Casado, Santiago Garcés llamó a Ángel Pedrero, pero todas estas llamadas no fueron más que un diálogo de sordos. Por teléfono y teletipo los ministros trataron de ponerse en contacto con los otros mandos militares para evaluar la situación pero, en general, las respuestas fueron descorazonadoras, especialmente la del general Menéndez, quien preguntó por la situación de Matallana —que a diferencia de Miaja y Casado había acudido a la convocatoria de Negrín—, diciendo, en tono amenazador, que si no se le permitía regresar a Valencia enviaría tropas a buscarlo. Acto seguido, Matallana abandonó la «posición Yuste».

Hacia las cuatro de la madrugada del día 6, Negrín, que ya estaba enterado de la defección de la flota, pidió al coronel Camacho que le enviara medios aéreos desde Los Llanos porque en Monóvar no había aviones. Luego dictó al teletipo una nota para el Consejo en la que deploraba el movimiento y lo calificaba de impaciente porque desconocía «la exposición que sobre el momento actual iba a hacerse la noche de hoy en nombre del Gobierno».[37] Luego le pedía que «toda eventual transferencia de poderes se haga de una manera normal y constitucional», para que Casado aceptase un traspaso formal que diera legalidad a la marcha del Gobierno y al que, obviamente, no se dio respuesta.[38]

Entre tanto, el recién nombrado gobernador militar de Alicante, Etelvino Vega, había sido detenido en la ciudad levantina por los partidarios de Casado. En cuanto llegó la noticia a Elda, traída personalmente por Tagüeña, Negrín, que tras la huida de la flota de Cartagena sólo pensaba en Alicante como último reducto para intentar la evacuación, le dijo a del Vayo en alemán para que los demás no lo entendieran: «Ich, auf alle fälle, werde gehen» («Yo, de todas maneras, me voy»).[39] Negrín esperó hasta las dos de la tarde por si llegaba respuesta de Casado y luego dio instrucciones a sus acompañantes de salir hacia Monóvar, donde aguardaban los aviones procedentes de Los Llanos. Desde allí, Negrín, Álvarez del Vayo, Velao, Giner de los Ríos, Blanco, Paulino Gómez, González Peña, Cordón, Dolores Ibárruri, Rafael Alberti y María Teresa León abandonaron España a bordo de tres aviones Douglas. Durante el trayecto a Toulouse, Negrín convocó a sus ministros a un Consejo para el día 15, en París. Sería el día en que la Legión Cóndor escribiera en su diario de guerra: «08.00 Primeras noticias de casa: las tropas alemanas marchan sobre Checoslovaquia».[40]

En un hangar del mismo aeródromo se reunió el comité ejecutivo del PCE bajo la presidencia de Pedro Checa. Estaban con él el ministro Uribe, Delicado, Moix, Claudín, Melchor, Líster, Modesto, Tagüeña y Togliatti. Éste preguntó a Líster y a Modesto sobre las posibilidades de llevar a cabo una acción de fuerza contra la junta de Besteiro y Casado. La respuesta fue negativa. Se decidió entonces que Checa, Claudín y Togliatti permanecieran en España para dirigir los restos del partido y orientarlos hacia la actividad clandestina futura.[41] Los demás pudieron embarcar en los últimos aviones cuando ya las fuerzas del Consejo, que habían ocupado Elda, llegaban al aeródromo, al punto que consiguieron detener a los tres dirigentes comunistas que se quedaban en España. Sin embargo, tras una peripecia en Alicante, donde fueron puestos en libertad por el jefe del SIM, quien les acompañó en coche hasta Albacete, el día 24, cuando ya hacía doce días que el Consejo había puesto fin a las luchas en Madrid, Togliatti, Claudín, Checa, Hernández, Uribe, Diéguez, Precioso y los últimos mandos comunistas que pudieron escapar de la junta abordaron en Totana los aviones que les llevarían hasta Mostaganem, en Argelia.[42]

El Consejo Nacional de Defensa tomó una serie de disposiciones tendentes a conseguir la paz o, por lo menos, a ganar tiempo para que las fuerzas republicanas se fueran retirando, escalonadamente, hacia los pocos puertos mediterráneos que aún no estaban ocupados por los franquistas. Se anularon los decretos de Negrín del día 3 y los de reclutamiento de las quintas de 1915 y 1916, se anuló el ascenso de Rojo a teniente general y el de Casado a general con la idea de que los nacionales advirtieran que el Consejo consideraba las disposiciones de Negrín como ilegales.

El coronel Prada fue nombrado jefe del ejército del Centro y el coronel Moriones fue destituido del mando del ejército de Andalucía, así como también lo fueron los tres jefes comunistas de los cuerpos I, II y III, de la zona centro, Barceló, Bueno y Ortega. Se procedió a la sustitución de gobernadores civiles y militares, se expulsó de la UGT a los comunistas, se ordenó el secuestro de Mundo Obrero, la desaparición de todos los uniformes de las estrellas rojas y la disolución del SIM. El poder comunista había llegado a su fin.

El Consejo, presidido ya por el general Miaja, que había llegado el día 6 a Madrid, procedió a ordenar el arresto de jefes, comisarios y militantes comunistas señalados allí donde se les encontrara. Las tropas de Mera se encargaron de cumplir las órdenes y se dirigieron a los principales centros comunistas. Uno de sus comisarios, Domingo Girón, consiguió escapar del arresto en la Comandancia del ejército del Centro y advirtió al coronel Bueno de lo que estaba sucediendo. Éste, que al parecer se encontraba enfermo, se inhibió, pero su segundo, el mayor Guillermo Ascanio, marchó sobre Madrid al frente de sus tropas. Daniel Ortega, comisario de Casado, que había conseguido huir del puesto de mando del ejército del Centro —la «posición Jaca»— saltando por una ventana, previno a Tagüeña, que abandonaba Madrid porque Negrín le había ordenado que fuera a verle con urgencia a Elda.[43]

Ante las redadas de comunistas y la ocupación de sus locales no solo en Madrid, sino también en Ciudad Real, Valencia, Alicante, Almería, Murcia, Jaén y Córdoba, un grupo de dirigentes del PCE reunidos en Madrid y encabezados por Isidoro Diéguez decidieron actuar. Tomaban la decisión sin directrices de la Comintern ni de Checa, de los que estaban desconectados. El coronel comunista Luis Parceló, jefe del I Cuerpo de Ejército, se autonombró jefe del ejército del Centro y asumió el mando de las fuerzas contrarias al Consejo. Tras establecer su puesto de mando en el palacio del Pardo, envió a sus hombres al cuartel general de Casado, en el palacio de la Alameda de Osuna, cerca de Barajas, donde detuvieron a los oficiales de Estado Mayor, coroneles Pérez Gazzolo y López Otero y teniente coronel Amoldo Fernández, así como al comisario Peinado Leal, que fueron conducidos al Pardo y fusilados allí por orden de Barceló. Las tropas mandadas por Ascanio llegaron hasta el corazón mismo de Madrid, y se enfrentaron a los anarquistas de la 70.ª Brigada y a los carabineros y guardias de Seguridad que defendían los edificios del Consejo, especialmente los ministerios de Hacienda y de Marina, bajo la dirección del general Matallana. Poco después, el grueso del IV Cuerpo de Ejército de Mera llegaba en su ayuda.

Los feroces combates en las calles de Madrid y la lucha por el control del centro de la ciudad, que se encontró con aceras casadistas y aceras comunistas, duraron hasta el domingo, día 12, cuando las fuerzas de Mera coparon a los comunistas y se llegó a un acuerdo de alto el fuego en medio de la indiferencia y el cansancio general del pueblo madrileño. «Lo más chocante ha sido la falta de entusiasmo de la gente», dirá Cowan al Foreign Office.[44]

Aparte de la aplastante superioridad de los hombres de Mera sobre los de Barceló, no parece que éste pudiera comunicarse con Togliatti o con Checa porque las líneas telefónicas estaban controladas por los hombres de Casado. Tampoco «Alfredo» conseguía respuesta de Moscú a sus continuos telegramas en demanda de instrucciones para actuar en un sentido o en otro.[45] Sin embargo, Tagüeña escribirá que Barceló no se rindió tanto por la presencia del IV Cuerpo de Ejército como «por las instrucciones que acabaron llegando de la dirección del Partido Comunista».[46]

Si fue así —y no hay por qué dudar de la información de Tagüeña en este caso concreto—, dichas órdenes no podían obedecer más que a la línea preconizada por «Alfredo» y ratificada por los mayores mandos militares comunistas en la reunión de Monóvar, es decir, que el PCE ya no podía hacer nada más contra la junta de Casado que lo que había que hacer era prepararse para organizar la lucha clandestina que vendría. Pero el 7 de abril, en una reunión celebrada en el Kremlin con Molotov, Beria y Dimitrov, Stalin anatematizó al PC por no haber sabido llevar la resistencia hasta sus últimas consecuencias: «no supieron sostener la lucha hasta el final». Aún más tarde, en julio y en agosto, Stalin insistió en el error cometido por el PCE al apoyar a un Negrín que, por su indecisión, consideraba como a un capitulador más. «El hilo argumental es siempre que el PCE disponía de recursos suficientes para una acción preventiva contra Casado y que, al perder la iniciativa, consumó los supuestos de su propia derrota», porque se había dejado influir «por las vacilaciones y debilidades de Negrín».[47] Es decir, que Moscú dio la razón a la política de lucha preventiva de Stepánov, frente a la línea «blanda» de Togliatti.

Sea como fuere, lo que sucedió durante aquel segundo enfrentamiento de sangre entre republicanos es que murieron unas 2000 personas y varios miles más fueron detenidas (10 000, de creer al Foreign Office). Un tribunal militar juzgó a los mandos comunistas por «rebelión militar» y condenó a Barceló y a su comisario, José Conesa, a la pena de muerte. Ambos fueron ejecutados el día 24 en el cementerio del Éste.

Una vez que la tranquilidad volvió a las calles de Madrid, el mismo día 12 se reunió el Consejo Nacional de Defensa con el fin de preparar las negociaciones de paz y organizar la evacuación escalonada del ejército republicano. En la nota que se envió a Franco, tras explicar que no se habían podido poner en contacto antes con él porque los comunistas «se han sublevado contra la Autoridad del Consejo» y era preciso restablecer el orden público, se hacían constar sus condiciones para deponer las armas y terminar la guerra: la afirmación de la soberanía e integridad nacionales (la reiteración en este punto acabaría irritando a Franco, a quien no le gustaba que Casado se considerara, también, un salvador de la patria frente al comunismo); que no se produjeran represalias de ninguna clase contra civiles o militares inocentes; que se respetara «la vida, libertad y empleo» de los militares que no hubieran cometido delitos comunes;[48] que se diera un plazo de 25 días para la expatriación de cuantos quisieran abandonar España; que la negociación fuera directa, sin extranjeros (el texto dice «ni moros ni italianos»). El Consejo designaba, además, como representantes para las negociaciones de paz, a los generales Casado y Matallana.

Al día siguiente, 13 de marzo, Casado citó al teniente coronel Centaño y le entregó el pliego de condiciones para que se lo hiciera llegar a Franco. El día 19 llegó la respuesta del Generalísimo, cortante y glacial: «Rendición incondicional incompatible con negociación y presencia en Zona Nacional de mandos superiores enemigos».[49] Centaño aconsejó a Casado que nombrara a dos jefes militares y, reunida la junta, se decidió enviar a Burgos al teniente coronel de Estado Mayor Antonio Garijo y al mayor Leopoldo Ortega. A pesar del jarro de agua fría, el coronel Casado redactó aún otro documento dirigido a los nacionales en el que ponderaba su lucha contra los comunistas y el peligro de que éstos resurgieran aún si se defraudaban las esperanzas que «todos han puesto en este Consejo».

El día 21, por la tarde, los agentes del SIPM comunicaron a Casado que el mando nacional había aprobado el viaje de Garijo y Ortega a Burgos, que fijaba para el día 23 en el aeródromo de Gamonal. Los coroneles Luis Gonzalo de la Victoria y Domingo Ungría fueron los encargados de reunirse con los enviados del Consejo y de especificarles que debían entregar, primero, el día 25, toda la fuerza aérea y, dos días después, el ejército de Tierra, que debería izar bandera blanca en señal de rendición incondicional. Cuando esto se supo, algunos mandos republicanos se sintieron humillados y pensaron en resistir, pero ya era demasiado tarde para dar la vuelta al proceso emocional de la rendición.

Mientras esto sucedía, Casado aún intentó otro acercamiento a los nacionales, escribiendo una carta personal a Franco que trató de hacerle llegar por medio del duque de Frías. En aquella carta Casado se confesaba abrumado por la responsabilidad, exponía al general su angustia de que el pueblo pudiera considerarle un traidor y le explicaba que se había sublevado para abortar un golpe comunista «que hubiera desplegado un régimen de terror sin precedentes». Aquel peligro y los anhelos de paz que tenía el pueblo le habían impulsado a «derribar un gobierno abigarrado con todos los vicios políticos imaginables». Se despedía con un servilismo que no era tanto de vencido a vencedor como de inferior a superior en el concepto militar tradicional: «Ruego a S. E. disculpas por esta conducta quizás irreverente [se refería al hecho mismo de dirigirle una carta] pero inspirada en el ferviente deseo de servir a España. Respetuosamente saluda a S. E. su atto. s. s. Segismundo Casado».[50] Cuando Franco fue informado de que Casado quería hacerle llegar la carta, dictó la respuesta que era de esperar: «S. E. el Generalísimo no ve necesidad de viaje a ésta portadores documento, pues su llegada no modifica absolutamente en nada sus propósitos».[51]

Llegó el día 25, pero la junta de Casado no había podido entregar los aviones por el mal tiempo y por cuestiones técnicas y logísticas. Los dos emisarios republicanos volvieron a Gamonal para exponer sus problemas a Ungría y Gonzalo. Éste telefoneó al general jefe del Estado Mayor del Generalísimo (probablemente Vigón) para comunicarle el incumplimiento y recibió la orden de suspender la reunión y despedir a Garijo y Ortega.[52] Inmediatamente llegaron del cuartel general de Franco las órdenes para que comenzara la ofensiva final.

El 26 de marzo las tropas nacionales se pusieron en movimiento. En el frente Sur, los cuerpos de ejército de Extremadura, de Marruecos, de Andalucía y de Córdoba avanzaron desde Cabeza de Buey, Peñarroya, Espiel y Montero, respectivamente, hacia el norte en dirección Ciudad Real. En el frente del Centro, los cuerpos de ejército de Toledo, Maestrazgo, Navarra y CLI avanzaron desde Talavera de la Reina, Polán y Toledo hacia el sur, y en el frente de Levante, los cuerpos de ejército de Urgel y de Aragón lo hicieron desde Torre del Burgo, Masegoso y Cifuentes hacia Madrid. No encontraron resistencia. El ejército del Sur informaba a las 14 horas: «Muchos prisioneros, incluidos rusos».[53] Las líneas de los frentes republicanos se desintegraron el 28 de marzo en un proceso espontáneo. Algunos soldados se abrazaban entre sí aliviados por el fin de la guerra. A los republicanos que iban siendo cercados por las tropas franquistas se les ordenó que fueran dejando sus armas en montones antes de conducirles a las plazas de toros o a los campos de alambradas al aire libre. Los que estaban en las líneas posteriores tiraron sus fusiles antes de que llegaran los nacionales y se marcharon a sus casas.

La Legión Cóndor no perdió tiempo enviando «vuelos de propaganda» sobre Madrid aquella mañana. A las cuatro de la tarde, el diario de guerra oficial de la Legión Cóndor registra la última entrada: «A lo largo del día las estaciones de radio y las emisoras de todas las ciudades provinciales transmiten su sumisión a la España Nacional y a su Caudillo y expresan su devoción. Puede decirse que la guerra está a punto de acabar».[54]

«27 de marzo de 1939 —escribió Von Richthofen en su diario privado—. La artillería empieza a las 05.50. No hay movimiento en las líneas rojas. Nuestro primer bombardeo a las siete es muy bueno. Al mismo tiempo, vuelos de reconocimiento sobre las posiciones rojas que han sido bombardeadas. La artillería funciona como nunca en España. 06.00. La infantería avanza con los tanques tras el bombardeo que ha hecho la Legión Cóndor delante de sus líneas. Los rojos han evacuado las posiciones. Queda muy poca gente en las líneas del frente. Todos se están marchando. Nuestra magia de fuego ha funcionado bien. Tras una marcha de 24 kilómetros la infantería está sin aliento. Noticias de que en todas partes alrededor de Madrid hay banderas blancas y las unidades se están rindiendo. ¡¡¡LA GUERRA HA TERMINADO!!! Fin para la Legión Cóndor.»[55] Esta afirmación, que no sorprende dada la impaciencia de Von Richthofen, era algo prematura.

Al fracasar en sus negociaciones, el Consejo Nacional de Defensa se desmoronó. Julián Besteiro decidió permanecer en Madrid aguardando su suerte (que sería la muerte un año más tarde en el penal de Carmena). Miaja huyó a Oran en su avión privado el día 28. Casado se marchó a Valencia, pero antes dio órdenes de que la rendición formal tuviera lugar a las once de la mañana del 29 de marzo.[56]

Las formaciones franquistas prosiguieron su avance hacia los principales puertos valencianos, donde se hacinaban miles y miles de personas que trataban desesperadamente de que les acogieran en alguno de los pocos barcos que estaban amarrados a los muelles. Las peticiones de ayuda que Casado había dirigido a Francia y a Gran Bretaña no obtuvieron respuesta, aunque, de todos modos, tampoco hubiera podido llegar a tiempo o, en tal caso, haber conseguido burlar a los submarinos italianos que trataban de impedir la llegada y salida de las embarcaciones. Cuando Casado llegó a Valencia se encontró con el caos. Sólo pudo zarpar un barco con refugiados, el Lézardrieux. En el puerto de Alicante estaban el Maritime y el African Trade, que zarparon sin acoger refugiados, y el Stanbrook, que zarpó el día 28, con destino a Oran, abarrotado por 3500 refugiados. De Cartagena sólo salió el Campilo. En busca de salvación, Casado se fue a Gandía el 29 donde pudo embarcar, con sus seguidores, en el crucero británico Galatea, que había acudido para evacuar soldados italianos prisioneros como parte de un acuerdo de intercambio.[57]

Mientras tanto, millares de combatientes, personalidades políticas y sindicales, gentes del común, se dirigían hacia el puerto de Alicante formando interminables colas de camiones y de coches que avanzaban con extrema lentitud. Llegaron a congregarse allí más de 15 000 personas, que fueron cercadas por las tropas italianas de Cambara el 30 de marzo. Algunos se suicidaron en los muelles, los más fueron conducidos por las tropas nacionales a los campos de alambradas de Los Almendros, a Albatera, al castillo de Santa Bárbara, a las plazas de toros…

Las primeras fuerzas nacionales que entraron en Madrid fueron las de la Casa de Campo del coronel Losas, a quien el coronel Prada entregó la plaza en las trincheras de la Ciudad Universitaria el 28 de marzo. Más tarde, al mediodía, entró en Madrid el general Espinosa de los Monteros seguido de camiones con víveres y de 200 oficiales jurídicos y numerosos miembros de la policía militar, que, con la colaboración de la Falange, habían de encargarse de la represión. En los balcones de Madrid apareció la bandera de la «Vieja España», mientras los quintacolumnistas se echaban a la calle saludando brazo en alto y gritando consignas nacionales. «Se rompían retratos y arrancaban carteles, se hacían saltar rótulos de calles y edificios, se desmontaban barricadas, surgían curas y frailes repartiendo bendiciones y guardias civiles que habían conservado su antiguo uniforme.»[58] Los ejércitos de Franco alcanzaron, el 31 de marzo, sus últimos objetivos militares.

El papa Pío XII envió a Franco un telegrama de felicitación en el que decía: «Levantando nuestro corazón al Señor, agradecemos sinceramente, con V. E., deseada victoria católica España».[59] Ciano escribió en su Diario el 28 de marzo: «Cae Madrid y, con la capital, todas las restantes ciudades de la España roja. La guerra ha terminado. Es una nueva y formidable victoria del fascismo; acaso, hasta ahora, la más grande».[60] En Londres, el 20 de abril, tres semanas después del triunfo de Franco, el Comité de No Intervención, en su trigésima sesión plenaria, consideró que su tarea había concluido.

La guerra civil española
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