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La República acosada
Aunque la «política activa de guerra» del gobierno Negrín no había empezado con buen píe, el nuevo presidente del Consejo tenía esperanzas de que la imagen moderada y disciplinada de su gabinete indujera a los gobiernos occidentales a cambiar su política con respecto a España. De hecho, tanto Eden como Churchill estaban favorablemente impresionados por los primeros pasos del gobierno Negrín, pero a aquél le quedaban seis meses escasos antes de que dimitiera en protesta por la política de Chamberlain, y Churchill siguió «en el desierto» hasta un año después de que la guerra civil española tocara a su fin.
Se cumplía un año de guerra civil y el gobierno británico había conseguido mantener al francés en el campo no intervencionista azuzando los temores galos de verse solos frente a Hitler. El Comité de No Intervención había aprobado el 8 de marzo anterior un segundo plan de control bajo el título de «Plan de observación de las fronteras españolas terrestres y marítimas», que consistía en crear «un consejo para la no intervención en España» compuesto por ocho países. El objetivo era establecer un control terrestre de las fronteras españolas, incluida la de Gibraltar, un control marítimo para supervisar el transporte de armas y voluntarios extranjeros y un sistema de vigilancia a cargo de patrullas navales que recorrieran las costas de España y que se encomendaría a los buques de guerra de los países miembros, entre los que se encontraban los implicados en la guerra, como Alemania o Italia, a los que, por increíble que parezca, se confió en solitario el control de las costas mediterráneas.[1] Sin embargo, eso no aplacó a los nacionales. Virginia Cowles notó en Salamanca el resentimiento contra el gobierno británico debido a la firme creencia de que la no intervención era «una conjura comunista para debilitar a Franco excluyéndole de la ayuda extranjera».[2]
La farsa diplomática de la no intervención recibió un duro golpe el 23 de aquel mismo mes, cuando el conde Grandi, embajador italiano, admitió abiertamente ante el Comité de No Intervención —aunque a título personal— que había fuerzas italianas en España y afirmó que no sería retirado ni un solo italiano hasta el final de la guerra civil.[3] Aun así, la intervención alemana e italiana en España siguió sin ser «reconocida» oficialmente. La única medida práctica que se tomó fue que cada parte signataria del acuerdo dictaría leyes destinadas a impedir que sus ciudadanos privados se presentasen voluntarios para ir a España. La medida afectó, por supuesto, a los que trataban de incorporarse a las Brigadas Internacionales, pero no a las unidades militares de las potencias del Eje. Por sí fuera poco, el único control efectivo que existía sobre la importación de material de guerra se ejercía en la frontera francesa, de modo que, una vez más, las consecuencias del bloqueo sólo las sufría la República.
El aislacionismo de Estados Unidos fue muy útil para los nacionales, a quienes ayudaron desde Washington muchos simpatizantes con influencias. El gobierno norteamericano había apoyado tácitamente la política de no intervención desde el principio. A finales de 1936, cuando una empresa privada estaba a punto de enviar aviones a la República, Roosevelt aprobó leyes destinadas a impedirlo, aunque los aparatos consiguieron ser embarcados en el Mar Cantábrico unas horas antes de que la ley entrara en vigor. Este barco mercante de bandera española cargó más material de guerra en México y, luego, camuflado como británico, se dirigió a aguas vascas. Allí le esperaba el crucero nacional Canarias, que había zarpado de El Ferrol el 4 de marzo. El Mar Cantábrico fue capturado el día 8 y todos los marinos españoles fueron ejecutados. Hoy en día aún no sabemos quién reveló su ruta a los nacionales.
El «Plan de observación de las fronteras españolas» entró en vigor la noche del 19 al 20 de abril, con la vigilancia de las costas por patrullas navales de Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia. La inutilidad de semejante plan quedó clara por el mismo hecho de que no se produjo ni una sola contravención del acuerdo hasta que éste terminó, en otoño.
Los incidentes de mayor peligro potencial durante este período tuvieron lugar los días 24 y 26 de mayo, cuando el puerto de Palma de Mallorca fue atacado por bombarderos republicanos pilotados por aviadores rusos que habían salido de Valencia. El día 24 cayeron varias bombas cerca de dos buques de guerra italianos, el Quarto y el Mirabello, de un torpedero alemán, Albatross, y de otro inglés, el Hardy.
El día 29 la cosa fue más grave: una bomba alcanzó los camarotes de oficiales del acorazado italiano Barletta, y mató a seis de ellos. Los gobiernos alemán e italiano protestaron alegando que sus barcos estaban cumpliendo con la misión ordenada por el Comité de Londres. Ese mismo día 29, en aguas de Ibiza, el acorazado de bolsillo alemán Deutschland recibió dos impactos directos que ocasionaron la muerte de 20 marineros y causaron diversas heridas a otros 73. Hitler, al enterarse de la noticia, montó en cólera y Von Neurath tuvo que convencerle de que no declarara la guerra a la República. A cambio, se preparó una respuesta de proporciones aterradoras. El Führer ordenó a unidades de la Armada alemana, entre las que se contaba Admiral Scheer, que en las primeras horas del día 31 de mayo y sin aviso previo bombardearan en represalia la ciudad abierta de Almería, desprovista de fortificaciones y defensas. Las autoridades locales calcularon que la ciudad recibió más de 200 cañonazos, murieron 20 personas, 50 resultaron heridas y 40 edificios fueron arrasados.
En respuesta, Prieto quería desencadenar represalias militares inmediatas: que las fuerzas aéreas republicanas atacaran a la flota alemana, lo que equivalía a una declaración de guerra. Los comunistas se alarmaron y pidieron por radio instrucciones a Moscú. Stalin, de forma nada sorprendente, se mostró totalmente contrario a la idea de Prieto, ya que provocar a Hitler le asustaba más que cualquier otra eventualidad. Finalmente, ante la oposición formal de Giral y Hernández, y el desacuerdo que manifestaban tanto el presidente del Consejo como el jefe del Estado, lo que se hizo fue enviar notas de protesta al secretario general de la Sociedad de Naciones y a los ministros de Asuntos Exteriores francés y británico. Pero tanto el Quai d’Orsay como el Foreign Office se decantaban por dar la razón a los alemanes. Álvarez del Vayo pidió entonces la convocatoria extraordinaria y urgente del Consejo de la Sociedad de Naciones, pero su petición no fue atendida.[4]
El 30 de mayo Alemania e Italia se retiraron del Comité de No Intervención. Neville Chamberlain, que había sido nombrado primer ministro el día 17, trató de calmar al Führer con «definitivos y considerados» intentos de mejorar las relaciones anglo-germanas para que Alemania regresara al Comité, cosa que hizo el 12 de junio, una vez que los ingleses atendieron todas las peticiones alemanas e italianas y así se lo comunicaron al gobierno de la República española.[5] Los alemanes, advirtiendo que podrían sacar provecho de la situación, afirmaron el 15 de junio que su crucero Leipzig había sido atacado al norte de Oran por un submarino sin identificar, y pidieron que se impusieran sanciones al gobierno de la República, a lo que París y Londres se opusieron, negativa que utilizaron aquéllos para retirarse de las patrullas navales, secundados por los italianos, el 22 de junio. La República negó cualquier implicación en el incidente.
El 1 de julio el presidente del Consejo Juan Negrín, acompañado por el ministro de Estado, José Giral, marchó a París. Allí se entrevistó con el nuevo jefe del gobierno francés Camille Chautemps y también con Ivon Delbos y Léon Blum, que seguían en el gabinete, acompañado por Azcárate, que había viajado desde Londres, y por Ossorio y Gallardo, embajador de España en Francia. Negrín dijo a Chautemps que ya era hora de acabar con la farsa de la no intervención. Delbos, al que vieron más favorable a las tesis españolas que otras veces, les dijo que no iban a tolerar las pretensiones alemanas, que los barcos franceses e ingleses iban a sustituir a los italianos y alemanes y que de ninguna manera aceptarían que se concediese a los rebeldes el estatus de beligerantes. Al decir de Azaña, Chautemps les manifestó que «confiaba en salvar a la República».[6]
La política de Alemania e Italia sobre España tenía el mismo grado de coordinación que la de Gran Bretaña y Francia. Habiendo reconocido al régimen de Burgos en el mes de noviembre anterior, recomendaron el 2 de julio un «plan constructivo» basado en los siguientes puntos: 1) reconocimiento del estatuto de beligerancia para ambos bandos; 2) cese de la vigilancia de las costas españolas; 3) mantenimiento del control de las fronteras terrestres. Los representantes franceses y británicos dijeron que el plan era inaceptable. Los británicos se oponían a la concesión de los derechos de beligerancia porque sabían que ello significaba una posible intromisión en sus fuerzas navales. El gobierno francés sabía que el poderío naval de los nacionales, con la ayuda encubierta de los submarinos italianos, estaba en condiciones de forzar el bloqueo de la República hasta rendirla. El gobierno británico sugirió entonces una fórmula de compromiso que implicaba otorgar derechos de beligerancia tan sólo cuando fuesen retiradas de España las tropas extranjeras. Pero luego eso se corrigió a cuando se produjeran «reducciones sustanciales», lo que condujo a interminables discusiones sobre cifras y porcentajes.
A finales de julio empezó la campaña italiana de ataques desde Mallorca con submarinos y bombardeos de la Aviazione Legionaria. El primer barco torpedeado fue Andutz mendi, y durante el mes de agosto los submarinos italianos consiguieron hundir 200 000 toneladas de carga naval destinada a la República, incluidos ocho mercantes británicos y otros dieciocho de países neutrales. Ante los ataques, los dirigentes republicanos hicieron una declaración sumamente contenida en la que pedían que el asunto se incluyera en el orden del día de la reunión extraordinaria del Consejo de la Sociedad de Naciones. El 23 de agosto, Ciano anotó en su diario los detalles de la visita que le hizo el chargé d’affaires británico en Roma: «Ingram ha dado un paso amistoso en relación con los lanzamientos de torpedos en el Mediterráneo. He respondido con mucha cara dura. Se ha marchado casi contento».[7]
El día 31 el submarino italiano Iride disparó varios torpedos contra el destructor británico Havock al norte de Alicante. El 3 de septiembre, Ciano escribió en su diario: «Gran orquesta franco-ruso-británica. Motivo: piratería en el Mediterráneo. Responsabilidad: fascista. El Duce está muy tranquilo. Mira hacia Londres y no se cree que los ingleses quieran una confrontación con nosotros».[8] No era sorprendente que Mussolini tuviera esa percepción. Lord Perth, el embajador británico, era «un converso de verdad», un hombre que había llegado a «comprender e Incluso amar al fascismo», de creer en lo que dice Gano. Chamberlain, haciendo caso omiso del consejo de Eden, escribió directamente a Mussolini en los términos más amistosos, pensando que podía apartarle de Hitler. Mientras tanto, había dado instrucciones a Perth para que preparara un tratado de amistad con Mussolini. Utilizaría además como enviada especial a su propia cuñada, lady Chamberlain, quien ostentaba con orgullo insignias y condecoraciones fascistas.
Había un pequeño grupo en el Partido Conservador sensible al peligro que podía acarrear la política de Chamberlain. Harold Nicholson, uno de ellos, coincidía con Duff Cooper en que «la segunda guerra alemana comenzó en julio de 1936, cuando los alemanes empezaron a intervenir en España». En su opinión «las clases pudientes de este país, que coquetean insensatamente con Franco, nos han colocado en una situación muy peligrosa».[9] El único ámbito en el que el gobierno conservador estaba dispuesto a mostrar un remedo de firmeza era en el Mediterráneo, ruta marítima del imperio. En realidad sólo le preocupaba que las bases del Eje desaparecieran del territorio español en cuanto la guerra civil hubiera terminado.
Tuvieron que ser los franceses, esta vez, quienes apuntalaran la política de no intervención. Ivon Delbos decidió que ya era hora de detener los ataques de los submarinos italianos. El día 10 de septiembre, se celebró una conferencia en Nyon, a orillas del lago Leman, para discutir la situación en el Mediterráneo. Italia y Alemania se negaron a asistir porque el gobierno nazi sostenía que el incidente del Leipzig aún no había sido resuelto, mientras que los italianos protestaban ante la acusación directa que les hacía la Unión Soviética de ser los responsables de los continuos ataques submarinos. Los gobiernos francés y británico «lamentaron» la decisión, añadiendo que mantendrían informados de lo que sucediera a los gobiernos del Eje.
Mientras tanto, Von Neurath advirtió a Ciano de que la inteligencia naval británica había interceptado señales de tráfico entre submarinos italianos. Sabiendo que tenía muy poco que temer, Ciano replicó que serían más cuidadosos en el futuro. La conferencia de Nyon decidió en sólo cuatro días que se debía llevar a cabo «una acción naval colectiva para la destrucción de todo submarino que atacara, o hubiese atacado, a un buque mercante no español».[10] Sin embargo, nada se dijo de ataques aéreos o de superficie. Eso se tuvo que añadir más tarde en la Sociedad de Naciones, en Ginebra. Los británicos aceptaron tantas salvedades, en un intento por convencer a los italianos de que se adhirieran al acuerdo, que todo aquello quedó prácticamente en papel mojado. Mussolini se jactó ante Hitler de que él seguiría llevando a cabo sus «operaciones torpederas».
El 16 de septiembre, el doctor Negrín intervino en la sesión de apertura del Consejo de la Sociedad de Naciones reclamando, una vez más, que cesara la farsa sobre lo que estaba ocurriendo en el Mediterráneo. Sus palabras cayeron en el vacío. El día 18 la Asamblea inauguró sus sesiones. Negrín volvió a intervenir manifestando que mantener la ficción de la no intervención era tanto como trabajar a favor de la guerra. El jefe del gobierno español exigió que se reconociera la agresión de Alemania e Italia, que se le pusiera fin, que se reconociera al gobierno español el derecho de proveerse libremente, que los combatientes no españoles se retiraran y que las medidas de seguridad adoptadas en el Mediterráneo se extendieran a toda España. Las emotivas palabras de Negrín sólo hallaron eco entre los delegados mexicano y ruso. Británicos y franceses continuaron sosteniendo, impertérritos, que sólo la no intervención podía detener la guerra civil.[11]
Aquel otoño, en la Sociedad de Naciones, Eden trató de justificar la política de no intervención afirmando que había servido para reducir la llegada a España de fuerzas extranjeras. Faltaba a la verdad a sabiendas. El gobierno británico trató asimismo de impedir que la República española publicara detalles sobre la intervención italiana. Eden admitió que «habría sido ocioso negar que se habían producido notables rupturas del acuerdo», pero insistió en recomendar el mantenimiento del acuerdo de no intervención porque «un dique resquebrajado aún puede cumplir su función».[12] Para los nacionales, por supuesto, no existía tal dique ni nunca había existido, a Sociedad de Naciones decidió que «si ese resultado [la retirada e los combatientes extranjeros] no pudiera obtenerse en un plazo breve, los miembros de la Sociedad que han adherido al acuerdo de no intervención, considerarán el fin de la política de no intervención».[13] El representante de la República española, Álvarez del Vayo, pidió que le aclararan qué quería decir «en un plazo breve». El ministro de Asuntos Exteriores francés, Delbos, expresó su deseo de que no significara más allá de diez días y el representante británico replicó que sería «probablemente en una fecha más próxima de lo que se imagina el delegado español». El plazo breve aún no había transcurrido dieciocho meses más tarde, cuando la República española ya había dejado de existir.
Es posible que los políticos conservadores británicos hubieran empezado a ver el gobierno de la República bajo una luz más positiva, aunque no tenían ni idea de la lucha por el poder que se libraba, entre bastidores, en Valencia. Los jefes comunistas y los consejeros soviéticos se alarmaban y encolerizaban al ver cómo antiguos aliados políticos se volvían ahora en su contra.
El 30 de julio, Dimitrov pasó a Voroshílov un informe de un alto funcionario soviético en Valencia sobre el estado de las relaciones con el gobierno Negrín. Este documento revela la determinación de los comunistas de hacerse con todo el poder en España. «La luna de miel se ha terminado… La familia gubernamental está bien lejos de lo que debería caracterizarla: amistad, amor y paz… Es cierto que con este gobierno nuestro partido tiene más oportunidades de actuar, de ejercer presión sobre la política del gobierno, de las que tenía con el anterior. Pero aún estamos lejos del mínimo deseable». Los comunistas volvieron a lanzar un duro ataque contra Prieto por haber puesto en libertad a Rovira, el comandante del POUM. Prieto había ordenado incluso que la 29.ª División del POUM fuese rearmada, pero los comunistas ya habían conseguido desmantelarla por medio de sus miembros en el ejército.
«A Prieto —sigue el informe— le asusta el ejército popular, dirigido por comandantes que proceden del pueblo [hay que entender comunistas leales], endurecidos en la batalla, porque representa una gran fuerza revolucionaria y, en consecuencia, puede desempeñar un papel decisivo en la conformación de la vida económica y social, del sistema político de la España futura». Prieto, por consiguiente, trataba de impedir la actividad política, «especialmente la actividad comunista, y en eso los militares profesionales, Rojo incluido, le apoyan. Quiere que, por lo menos, el cuadro de mando no esté compuesto por revolucionarios activos. Estas medidas de Prieto van ligadas, fundamentalmente, a toda su concepción política, que no permite que el desarrollo de la revolución española vaya más allá de los límites de una república democrático-burguesa clásica… Debo añadir que Martínez Barrio y los republicanos comparten totalmente la concepción que Prieto tiene del ejército». «Los republicanos están cambiando cada vez más sus relaciones con el Partido Comunista. No hace mucho que le miraban con respeto, pero en junio todo empezó a cambiar». Ahí se deja nota, probablemente, la desaparición de Andreu Nin.
El informe pasa a describir seguidamente a Zugazagoitia, el ministro socialista de Gobernación, como a un «trotskista camuflado». «Fue él quien saboteó la persecución de los poumistas. Y lo que es más: él mismo organizó y apoyó varias campañas de naturaleza chantajista, provocaciones cuyo objetivo es volver el asunto del espionaje trotskista en contra del partido. Zugazagoitia prohibió e impidió la publicación de materiales que mostraban la conexión entre Nin y los poumistas y el Estado Mayor general de Franco. Fue él quien echó a Ortega, el comunista, de su cargo de director general de Seguridad Pública». El ataque contra otros ministros prosigue. Irujo, el ministro de Justicia, «actúa como un auténtico fascista». «Juntamente con Zugazagoitia, Irujo hace todo lo posible y lo imposible por salvar a los trotskistas y para sabotear los juicios contra ellos. Y hará todo lo posible para que sean absueltos».
El doctor José Giral, ministro de Estado, también fue acusado de infiltrar trotskistas. Negrín era el único que estaba de acuerdo con los comunistas, pero no era lo suficientemente fuerte. «Nuestro partido insiste en los tres puntos siguientes: que se lleve a cabo una purga del aparato militar, que se promueva a los primeros puestos a los mandos que provienen del pueblo y que se ponga fin a la campaña anticomunista; que se lleve a cabo una incansable purga de los elementos trotskistas que hay en la retaguardia; que se termine de una vez por toas con la lenidad para con la prensa, los grupos y los individuos que llevan a cabo una campaña de difamación contra la URSS. Si Negrín no lo hace, nuestro partido es lo suficientemente fuerte y comprende perfectamente la responsabilidad que tiene para encontrar los medios y las medidas necesarias para proteger los intereses del pueblo». El panorama sobre la situación política concluye con la siguiente afirmación: «La revolución popular no acabará triunfando si el Partido Comunista no toma el poder en sus propias manos».[14]