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La batalla del Ebro
Tras el colapso de Aragón, el gobierno republicano se dispuso a reconstruir un ejército con los restos de las formaciones que se habían replegado hacia Cataluña. La República tenía el Segre, al oeste, y el Ebro, al sur, como razonables líneas de defensa tras las que reorganizar a sus tropas, contaba con algo más de 18 000 toneladas de material de guerra que había cruzado la frontera francesa entre mediados de marzo y mediados de junio y disponía, además, de más tiempo del que podía haber esperado gracias a la ofensiva de los nacionales sobre Valencia.
A finales de la primavera y principios del verano, la República llamó a filas a los reservistas de las quintas de 1925-1929 y 1940-1941 y pudo, así, organizar doce nuevas divisiones con reclutas que iban desde los dieciséis años —la célebre «quinta del biberón»— hasta hombres maduros, ya padres de familia, con aquéllos que antes habían sido considerados exentos porque sus especialidades les hacían necesarios para la industria de guerra e, incluso, con prisioneros del ejército nacional. Para un brigadista curtido aquellos soldados «eran muy jóvenes, casi sin ninguna instrucción militar, y muchos de ellos eran prisioneros del ejército de Franco que habían aceptado unirse a las tropas republicanas».[1]
Muchos de los técnicos que fueron llamados a filas se habían quedado sin trabajo desde la llegada de los franquistas a los embalses pirenaicos, con el consiguiente corte de energía de las plantas hidroeléctricas, que había provocado un espectacular descenso de la producción industrial catalana. Sin embargo, como no se disponía de fusiles para todos los reclutas, los decretos de militarización del Gobierno parecen haber tenido más que ver con la idea de dar una impresión de resistencia numantina que con exigencias estrictamente militares. El nuevo material de guerra que había llegado desde marzo a junio iba destinado, sobre todo, a las fuerzas aéreas, a las fuerzas especiales y a las compañías de ametralladoras. Las armas de fuego individuales apenas si fueron suficientes para reemplazar a las que se habían perdido en Teruel o durante la campaña de Aragón.
Tras fracasar en sus intentos de paz, Negrín, apoyado por los comunistas, quiso llamar la atención internacional con una gran acción de resonancias heroicas. Pensó que si la empresa tenía éxito la República podría negociar desde una posición de fuerza mucho mayor. El plan se justificaba militarmente por la oportunidad de volver a unir las dos zonas republicanas recuperando el corredor hacia el mar que detentaban los nacionales. Pero su optimismo era desmedido a la luz de los fracasos que había experimentado la República en todas sus ofensivas anteriores, enfrentada a la rápida reacción de los nacionales y a su aplastante poderío aéreo. Todos sus razonamientos tenían varios fallos; primero porque era difícil llamar la atención europea cuando ésta se hallaba pendiente de las intenciones de Hitler sobre Checoslovaquia; segundo, no había la más mínima razón para esperar que Franco cambiara de opinión sobre su tajante negativa a cualquier compromiso,[2] como tampoco de que Chamberlain decidiera acudir en apoyo diplomático de la República; tercero, si el ejército popular volvía a sufrir nuevas pérdidas de material, ¿cómo se reemplazaría el armamento ahora que la frontera con Francia volvía a estar cerrada?, y cuarto, ¿qué le sucedería a la ya socavada moral republicana si se producía una gran cantidad de bajas en sus filas? En conjunto, la operación significaba una apuesta formidable contra factores muy desfavorables, incompatible con las esperanzas de Negrín de que la República siguiera resistiendo tenazmente hasta que estallara la guerra en Europa.
Para llevar a cabo semejante ofensiva, se formó el llamado ejército del Ebro. Sus comandantes y formaciones eran casi todos comunistas, como en Brunete, y estaba compuesto así: el V Cuerpo de Ejército (divisiones 11, 45 y 46), mandado por el teniente coronel Enrique Líster, el XV Cuerpo de Ejército (divisiones 3, 35 y 42), mandado por el joven físico comunista Manuel Tagüeña, y el XII Cuerpo de Ejército (divisiones 16 y 44), mandado por el teniente coronel Etelvino Vega, que actuaría como reserva. El comandante en jefe de este ejército del Ebro era el teniente coronel Juan Modesto, a disposición del cual se puso prácticamente toda la artillería republicana, carros de combate, blindados, varios batallones de ingenieros y una parte de la aviación que le quedaba a la República. Aunque contaba con unos 100 000 efectivos, sabía que aquel ejército tenía su punto débil en la artillería, muy mermada tras la campaña de Aragón, que estaba compuesta sólo por 150 cañones, algunos de los cuales databan del siglo XIX. Escaseaban los obuses y se sabía que la munición para los cañones antiaéreos de 76 mm era defectuosa, cosa que no se comunicó a la tropa para no influir negativamente en su moral de combate.
El plan del general Rojo consistía en cruzar el Ebro por sorpresa y lanzar un ataque —el principal— por el centro del arco que describe el río entre Fayón y Xerta, mientras se realizaban asaltos demostrativos al norte, entre Mequinenza y Fayón, para impedir un contraataque por el flanco y cortar las comunicaciones del enemigo, y, al sur, por Amposta, para atraer las fuerzas franquistas hacia la costa y debilitar, así, el centro de la zona por donde tendría lugar el ataque principal. El objetivo máximo que se planteaba Rojo era llevar la penetración hasta Catí para enlazar con el ejército de Levante y soldar así la zona republicana, y el mínimo avanzar con sus tropas trazando dos profundos tajos en la zona nacional: uno por Ascó-La Fatarella-Vllalba dels Arcs-Batea, a cargo del XV Cuerpo de Ejército, otro por Les Camposines-Corbera d’Ebre-Gandesa-Bot, a cargo del V, haciéndose fuerte en el terreno ganado y desplazando hasta allí el frente. El XII Cuerpo de Ejército tenía que proteger el flanco derecho cubriendo la orilla del Segre desde Lérida hasta su afluencia en el Ebro por Mequinenza.[3]
Las tropas nacionales, que ocupaban todo el recodo de la orilla Derecha del río, estaban compuestas por la 50.ª División, mandada por el coronel Luis Campos Guereta, que tenía su cuartel general en Gandesa, la 13.ª, del coronel Barrón, en reserva, y la 105.ª, del coronel Natalio López Bravo, que cubría el frente desde Xerta hasta el mar. Estas divisiones del Cuerpo de Ejército marroquí, que constaban de unos 40 000 efectivos, estaban bajo el mando supremo del general Yagüe. Durante los días previos al paso del río por los republicanos, el coronel Campos informó a Yagüe que sus hombres habían detectado movimientos preparatorios en la orilla izquierda, movimientos que confirmaron los aviones de reconocimiento pero que no fueron tomados muy en serio porque los nacionales no creían que la República estuviera en condiciones de atacarles tan pronto después del desastre que había sufrido durante la campaña de Aragón, y menos cruzando un río tan ancho y caudaloso. Ya el 24 de junio el coronel Franco-Salgado («Pacón»), ayudante de Franco, había recibido un informe de que los republicanos estaban preparando balsas para pasar el río, que disponían de pasaderas y que la mayor parte de las Brigadas Internacionales estaban concentradas en Falset.[4] Estas informaciones fueron asimismo confirmadas por desertores y prisioneros del ejército republicano, pero Franco se limitó a ordenar a Yagüe que extremara las precauciones.[5]
El paso del Ebro fue ensayado minuciosamente, durante toda una semana, por las tropas republicanas en barrancas, en ríos y en el mar. Los cuerpos de ingenieros escenificaron el cruce en aguas del Delta con los puentes fabricados en Barcelona o comprados a Francia, mientras los exploradores cruzaban el Ebro por las noches para tratar de recabar información de los campesinos de la orilla derecha. Esta fuerza de exploradores, o comandos, había sido una innovación reciente del XIV Cuerpo de Ejército y fue muy útil en su acción de avanzadilla antes de que se iniciara el paso por el grueso de las tropas.
Por fin, a las cero horas y quince minutos de la madrugada del 25 de julio, seis divisiones republicanas cruzan el Ebro por doce puntos diferentes, guiadas sus barcas por campesinos de la zona que conocen bien las corrientes del río, el terreno que pisan y los mejores puntos para salvarlo. Minutos antes, los exploradores ya han cruzado a la otra orilla, han pasado a los centinelas a cuchillo, han amarrado las cuerdas para las barcas de asalto y han avanzado para apostarse en los cruces de caminos y vigilar el movimiento de las tropas nacionales. La 226.ª Brigada de la 42.ª División cruza por arriba de Fayón, cortando la carretera de Mequinenza, y el resto del XV Cuerpo de Ejército atraviesa el río por Ribarroja y Flix para establecer una cabeza de puente en la línea Ascó-La Fatarella, al tiempo que el V Cuerpo de Ejército atraviesa por Miravet para tomar Corbera d’Ebre, apuntando hacia Gandesa, y por Benissanet para atacar por la retaguardia Móra d’Ebre y enlazar con las tropas del XV. Aguas abajo, en Amposta, la XIV Brigada Internacional consigue cruzar el río pero los tiradores del Rif de la 105.ª División les obligan a repasarlo tras sufrir una mortandad impresionante. En 24 horas, y en un tramo de tres kilómetros, se pierden 1200 hombres por las balas de los franquistas o anegados en las caudalosas aguas del Ebro. Pierre Landrieu, del batallón Henri Barbusse, recordará siempre que no le fue posible franquear el río y «ayudar a nuestros hermanos, en la otra orilla, que pedían socorro en vano. Sus gritos, sus súplicas, resuenan todavía en mi cabeza de joven combatiente antifascista».[6]
En el centro del ataque las tropas republicanas avanzan rápidamente y capturan a unos 4000 hombres de la 50.ª División. Al día siguiente, por la tarde, los soldados del ejército popular se plantan ante Vilalba dels Arcs y Gandesa, tras haber ocupado el Puig de l’Àliga, situado entre las sierras de Pàndols y de Cavalls, verdadera llave para la conquista de la capital de la Terra Alta. Es la famosa cota 481, es decir, la «Cota de la Muerte», como la llamarán los brigadistas internacionales.[7] En 24 horas las tropas de Modesto han conquistado 800 kilómetros cuadrados. Pero Yagüe, que no ha olvidado la táctica de Modesto en Brunete y Belchite, ha ordenado en seguida a la 13.ª División de Barrón que acuda a defender Gandesa. Algunos de sus hombres mueren reventados de cansancio en la rápida marcha forzada de 50 km que les impone,[8] pero a primeras horas del día 26, la 13.ª División ya se ha desplegado en el pueblo.
Franco recibe las noticias de la ofensiva el mismo día 25, justo al año de terminada la batalla de Brunete, y festividad de Santiago Apóstol, el día que había esperado tomar Valencia. Su reacción es típica de él, no consentirá que la República recupere ni un palmo de territorio por muy alto que sea el precio que tenga que pagar. Ordena paralizar las operaciones en el frente de Levante y que se envíen contra la cabeza de puente republicana todas las fuerzas de reserva disponibles, ocho divisiones. Da instrucciones a la Legión Cóndor y a la Brigada Aérea Hispana para que se dirijan inmediatamente al Ebro. A primeras horas de la tarde del día 25, la aviación nacional ya está en la Terra Alta y empieza a bombardear los puentes y las pasaderas que han tendido los ingenieros republicanos. Intervienen 40 Savoia-79, 30 Heinkel-111, 8 Dornier-20, 20 Savoia-81, 30 Junker y 9 Breda-20, además de 100 cazas, entre los que se cuentan numerosos Messerschmitt 109. La aviación republicana no aparece por ninguna parte.[9]
Con las seguridades que recibe del ingeniero Miguel Mateu de que las industrias de Barcelona no se verán afectadas cuando conquiste la ciudad,[10] Franco ordena que se abran las compuertas de los embalses de Tremp y Camarasa, con lo que el nivel del río, que es de unos cinco metros, se incrementa en dos más. La rápida crecida, en la que sobrenadan troncos a los que los nacionales han adosado explosivos, se lleva por delante los puentes y las pasarelas del ejército popular que, sin embargo, sus batallones de zapadores conseguirán reconstruir tan sólo dos días después. Pero de momento la pérdida de los puentes supone un verdadero revés para Modesto porque sólo puede disponer de una pequeña cantidad de tanques y de cañones de campaña —los que ha conseguido pasar al otro lado en la primera fase del ataque—, insuficiente para derrotar a Barrón en Gandesa.
A lo largo de la batalla, los constantes bombardeos de los puentes por parte de la aviación nacional encontrarán respuesta en la rápida y febril actividad de los ingenieros republicanos, que los reparan por la noche, cuando la aviación no vuela, en un trabajo de Sísifo. El arma más poderosa de que disponen los nacionales para atacar los estrechos puentes es el bombardero Stuka, que se lanza en picado, pero la Legión Cóndor nunca utiliza más de dos parejas a la vez y sólo con una poderosa escolta de cazas. A la Luftwaffe le preocupa extraordinariamente que se pueda perder algún aparato en territorio enemigo y que sus restos se envíen a la Unión Soviética. Durante la ofensiva de Aragón se han empleado Stukas por primera vez, pero entonces había muy poco peligro porque los republicanos se retiraban a todo correr y allí un aparato abatido hubiera podido ser recuperado.
Cuando amanecen las primeras horas del día 27, la aviación republicana aún no ha aparecido, por lo que Modesto ordena a sus pocos tanques T-26 que avancen hacia Gandesa sin cobertura aérea. Rojo se desespera por la inexplicable ausencia de la aviación republicana mientras sus tropas se estrellan contra las defensas de Vilalba. El jefe del Estado Mayor republicano envía, el día 29, una reveladora carta a su amigo, el coronel Manuel Matallana, del ejército del Centro: «Lo del Ebro está casi paralizado… Se ha producido el fenómeno de siempre en nuestras ofensivas y es que la gente parece que se desinfla».[11] Lo que no sorprende a nadie. El plan es deficiente desde el principio, y, una vez perdida la ventaja del efecto sorpresa inicial, los comandantes de campo comunistas no tienen ni idea de cómo hacer frente a la situación. Vuelven a su práctica habitual de malgastar vidas sin objeto porque no son capaces de admitir que la operación ha sido un fracaso. Sólo en una semana escasa han sufrido una enorme cantidad de bajas, diezmadas por las bombas y la metralla, pero también, ya, por la disentería y el tifus. Además, está el inmenso cansancio físico y moral que todos arrastran, especialmente los miembros de las Brigadas Internacionales. Dimitrov informa a Voroshílov y a Stalin de que «los soldados de las Brigadas Internacionales están extremadamente cansados por los continuos combates, su eficacia militar se ha venido abajo, y las divisiones españolas les aventajan en los valores del combatiente y en la disciplina».[12]
El 30 de julio Modesto reorganiza las tropas que tiene en el sector central y toma personalmente el control de la operación. Concentra frente a Gandesa la mayor parte de los carros blindados y de la artillería que han conseguido pasar el Ebro y los dispone en semicírculo desde la sierra de La Fatarella hasta la de Cavalls. Los nacionales ordenan entonces a las baterías antiaéreas de 88 mm que disparen contra los tanques. Al mismo tiempo, el Kampfgruppe de bombarderos Heinkel 111 se concentra en su ataque a los puentes y aquel día hace más de cuarenta salidas. Destruye dos puentes y un pontón desde una altura de 4000 metros. Los republicanos reparan uno de los puentes, que vuelve a ser destruido aquella misma noche. Los Stukas atacan los puentes de Ascó y Vinebre lanzando ocho de sus bombas de 500 kilos y consiguiendo un impacto directo sobre éste. No tendrán tanta suerte al día siguiente cuando intenten cegar la salida del túnel que se encuentra a cuatro kilómetros al este de Móra la Nova.[13]
Modesto bombardea sin parar el pueblo con la máxima cadencia que le permiten sus exiguas trece baterías y lanza, después, a la infantería, que llega hasta el cementerio y muy cerca del edificio del Sindicato Agrícola para enfrentarse a las tropas de Barrón que se parapetan tras sacos terreros junto a la gasolinera y en la plaza del duque de la Victoria. Mientras tanto, las tropas republicanas de la 3.ª División se siguen estrellando ante las defensas de Vilalba dels Arcs. La aviación franquista sigue machacando a placer los puentes y las concentraciones de tropas republicanas en la orilla porque la fuerza aérea republicana continúa ausente. Por fin, el día 31 llegan los aviones de Hidalgo de Cisneros, que se lanzan inmediatamente, aunque tarde, a bombardear Gandesa, desentendiéndose de la aviación nacional, que no deja de machacar en el valle y en el río las concentraciones de tropas republicanas.
Las mayores batallas aéreas de toda la guerra tienen lugar en el frente del Ebro. Aquel día 31 de julio pueblan los cielos más de 300 misiones de los dos bandos, que se ametrallan entre sí para evitar que el contrario suelte sus cargas sobre las tropas hermanas ya muy castigadas. «El lugar apesta debido a los muertos. Los bombarderos enemigos regresan hacia nuestra posición en el valle matando a los heridos evacuados, a los hombres de suministros y atacando los pozos… Las balas silban sobre nuestras cabezas, trazos rojos que parecen moverse lentamente por el aire… Es el día más largo de mi vida», escribe el brigadista Edwin Rolfe de aquel día 31 en que acaba la primera parte de la batalla del Ebro.[14]
La experiencia es terrible para los combatientes de a pie, pero las dos últimas semanas son también desastrosas para la República en el aire. La Legión Cóndor y los nacionales afirman que, sólo en el mes de julio, han conseguido 76 derribos seguros y nueve probables de aparatos republicanos. La batalla del Ebro da a los nacionales y a sus aliados la ocasión ideal de destruir la fuerza aérea republicana de una vez por todas.[15]
Rojo, Modesto y Tagüeña valoran todo lo sucedido hasta ese momento como una victoria táctica. Han frenado la ofensiva franquista sobre Valencia, y no dudan de los efectos que la suya va a causar en la atención internacional y en la moral de la retaguardia. En realidad, lo único que ha conseguido Rojo es que el toro entre al trapo. Ni se ha tomado Gandesa, ni hay posibilidad alguna de avanzar dada la rápida concentración de tropas franquistas. «En esta primera semana el ejército republicano se ha agotado cuando se han agotado sus mejores armas: la audacia, la rapidez y la sorpresa.»[16] Una vez más, una gran ofensiva republicana se desinfla sin lograr sus objetivos por falta de continuidad en el ímpetu de las tropas y por el tiempo perdido en la reducción de bolsas de resistencia en vez de seguir avanzando hacia el objetivo principal.
El 1 de agosto, Modesto ordena al ejército del Ebro que pase a la defensiva. Durante la primera semana de la batalla ha perdido 12 000 hombres a cambio de 800 kilómetros cuadrados de un terreno desolado, sin árboles, salpicado aquí y allá de majuelos y coscojas, de nulo valor estratégico. El calor es terrible. La Legión Cóndor registra el 4 de agosto 37 grados a la sombra y 57 al sol. Ni siquiera refresca por las noches.
La maniobra de contención ordenada por Yagüe da a los nacionales tiempo suficiente para hacerle llegar la primera de las ocho divisiones de refuerzo que enviarán a aquel frente. Hasta el 1 de agosto, las tropas de Franco sólo han perdido el saliente y la cabeza de puente conseguida en Fayón por la 42.ª División. Bien mirado, la posición de los republicanos es aquí más vulnerable que en Brunete, porque, con el río a sus espaldas, tendrán mucho más difícil la reposición de víveres y suministros. Y, desde luego, con la enorme masa artillera de que disponen, los nacionales podrán machacar las posiciones republicanas, que aún no han podido construir trincheras y se protegen precariamente con parapetos de piedras y pizarras, sin descanso. Van a comprobar en seguida que los obuses de artillería son mucho más temibles cuando estallan entre las rocas que en campo abierto.
O sea que proseguir la batalla en aquellas condiciones no se justifica por razones militares. La ofensiva, ahora en un punto muerto, ha servido para impedir que los nacionales sigan avanzando sobre Sagunto (aunque la magnífica línea de defensa XYZ ya ha contribuido a ello), pero toda esperanza de capturar el corredor al mar se ha esfumado. Sin embargo, en vez de retirar las tropas y el material en buen orden con el fin de conservarlos para una nueva posibilidad de ataque en mejores condiciones, los republicanos deciden enviar más hombres al otro lado del río. Como Negrín piensa que toda Europa tiene puestos sus ojos en la batalla, teme que una retirada táctica pueda ser interpretada como una derrota del ejército popular. Otra vez las necesidades de la política y su manifestación propagandística hacen valer sus derechos sobre la estrategia militar.
El único consuelo que, quizá, le queda a la República es que Franco se ha empeñado nuevamente en destruir a las tropas que han tenido la osadía de rescatar un territorio que él había ocupado, y decide enfrentarse a ellas en lo que se convertirá en una larguísima batalla de desgaste, cuando, en buena lógica militar, la maniobra adecuada es contraatacar por el frente del Segre, tras el flanco derecho de las tropas republicanas en dirección Lérida-Barcelona, dejando a los hombres de Modesto empantanados en el Ebro. Lo explica muy bien Tagüeña en sus memorias:
Una vez que cruzamos el río y conquistamos la cabeza de puente, estábamos ya amarrados a nuestras posiciones. Lo más sencillo para nuestros adversarios hubiera sido dejarnos allí y dirigir su atención principal a la dirección Barcelona, sin dejar de presionarnos para mantenernos inmóviles y no dejarnos sacar reservas… El camino para la ocupación de Cataluña estaba libre y el Ejército del Ebro, si no se replegaba rápidamente, hubiera terminado cercado y cautivo.[17]
Empeñadas en «una ciega lucha de carneros»,[18] las fuerzas franquistas tienen que lanzar hasta siete contraofensivas sobre las líneas republicanas. Para la primera, iniciada el 6 de agosto, se escoge casi con razón geométrica la cabeza de puente de Fayón, que defiende la 42.ª División. Sobre esta posición la Legión Cóndor, que en dos días hace cuarenta salidas, arrojará cincuenta toneladas de bombas. «Las pérdidas de los rojos son muy elevadas», escribe Von Richthofen en su diario.[19] La carnicería dura hasta el día 10, cuando los nacionales obligan a los republicanos a abandonar sus posiciones y repasar el río. La segunda contraofensiva nacional, que empieza el 11 de agosto, tiene como objetivo la conquista de la sierra de Pàndols, que defiende la 11.ª División, y que, en términos militares, es sorprendente, porque la ventaja es de los soldados republicanos, que ocupan las cresterías de la sierra y sólo tienen que ametrallar a los que tratan de escalarla.
Tal vez los mandos franquistas suponen que los hombres de Líster están dormidos o agotados, porque, tras el esfuerzo de alcanzar las cotas, han tenido que soportar temperaturas de más de 35 grados y, tal como había sucedido en Brunete el verano anterior, andan escasos de raciones alimenticias y, sobre todo, apenas tienen agua potable. Al extremo que, durante los combates, tienen que orinar sobre los cañones al rojo de las ametralladoras para que se enfríen. No disponen aún de fortificaciones y la acción combinada de la artillería de tierra y de aire no les deja un minuto libre para poder construir las defensas que necesitan.
Durante las horas del día, las bombas, los obuses y las balas parecen no tener fin, pero no hay más remedio que aguantar. «Los cadáveres de los combatientes de ambos bandos siguen tendidos por doquier, en tierra de nadie, sin que pueda dárseles sepultura. Los supervivientes no pueden, ni siquiera, cavar su trinchera individual en esa roca de aristas vivas y alma muerta, donde no pueden crecer árboles ni matorrales.»[20] La versión para la propaganda dice que los hombres de Líster resisten aquel calvario porque son bravos y disciplinados combatientes antifascistas, pero su inmensa valentía responde más al odio que sienten por el enemigo, o al temor que les paraliza ante la inquebrantable decisión de su jefe de fusilar a cualquiera que ceda un palmo de terreno.
Durante este ataque a la sierra de Pàndols, el día 13 de agosto se desarrolla en los cielos de la Terra Alta una lucha a muerte entre la escasa aviación republicana y los cazas nacionales: tres escuadrillas de Messerschmitt y un enjambre de Fiat se enfrentan a los Chatos y Supermoscas. Mientras, los Heinkel 111 de la Legión Cóndor y los Junker 52 de la Brigada Aérea Hispana aún bombardean los puentes sobre el río, aunque la mayor parte han regresado a su papel habitual de «artillería volante» para hostigar a las tropas de a pie. La batalla aérea del Ebro es un duelo desigual donde la levísima ventaja numérica de la República a finales de julio pasa a ser de dos a uno en su contra en los primeros días de septiembre, gracias a las nuevas aportaciones de Mussolini y Hitler. Mientras los Moscas y los Chatos se enzarzan con los Fiat en rabiosos combates individuales, donde hay que esquivar tanto las colisiones como las balas trazadoras, los Messerschmitt de la Legión Cóndor ensayan la táctica de combatir en parejas que desarrollarán durante la batalla de Inglaterra. Los combates aéreos posteriores se libran en una confusión total, al extremo de que el as de los nacionales, García Morato, es derribado por primera vez en la guerra por uno de sus propios pilotos.
El 18 de agosto los franquistas vuelven a soltar las presas del Segre. La tromba de agua se lleva por delante los puentes de Flix, Móra d’Ebre y Ginestar y el agua alcanza los 3,5 metros sobre el nivel normal del río. Al día siguiente, seis divisiones y una brigada de caballería lanzan el «muy esperado» contraataque contra la principal cabeza de puente republicana. Los cañones de 88 mm de la Legión Cóndor dan apoyo a las tropas de infantería mientras los Stukas se lanzan contra las baterías republicanas. El Kampfgruppe de Heinkel 111 vuelve a atacar los puentes. El éxito mayor se lo apunta la escuadrilla de Messerschmitt, que aquel día derriba cuatro Moscas (o Ratas, como les llaman los nacionales) sin sufrir ninguna pérdida. Uno de los pilotos de la escuadrilla es el teniente Werner Mölders, que será más tarde uno de los grandes ases de la Luftwaffe en la Segunda Guerra Mundial. Tras conseguir catorce derribos en España, el mayor récord de todos los pilotos nacionales, será el primer piloto de cazas de la Luftwaffe al que se le reconozcan cien victorias.[21]
Yagüe ordena a sus tropas que arremetan contra las líneas republicanas frente a Vilalba dels Arcs y se apoderen del vértice Gaeta. La aviación nacional bombardea esta vez, primero, con octavillas instando a los republicanos a rendirse y, luego, deja caer una oscura granizada de bombas pesadas. Tras cinco días de machaqueo de las posiciones republicanas, la infantería de Yagüe se lanza al ataque contra unas fuerzas que ya han conseguido protegerse de la tormenta de fuego y saben resistir las oleadas de los soldados de a pie.
El día 26 de agosto la República asciende a Modesto a coronel. Es el primero de milicias. Pero el frente no se mueve y la gente no está para alegrías. Les han visitado los periodistas amigos y compañeros de tantas batallas: Ernest Hemingway, Herbert Matthews, Robert Capa, pero también Joseph North, del Daily Worker, de Nueva York, Daniel Roosevelt, del Brooklyn Daily Eagle, Louis Fischer, de The Nation, o el poeta alemán Ernst Toller; ellos han podido ver que allí, en las trincheras y entre los promontorios salpicados de matas de romero y tomillo, todo es cansancio, dolor y rutina.[22] Aunque también pueden comprobar que el ejército republicano ha mejorado mucho en sus técnicas de defensa y que los hombres han aprendido a protegerse de los ataques de la artillería refugiándose en los contrafuertes del terreno y en los parapetos construidos por los batallones de fortificación.
Cuando cesa el diluvio de la artillería franquista, se aprestan a colocar en posición sus armas automáticas y morteros, mientras sus baterías, que ocupan buenos observatorios, consiguen disparar con cierta eficacia. La Terra Alta está rellena de trincheras, de dolinas y de casamatas. Los hombres se refugian en los abrigos horadados y en los bancales de la contrapendiente. Desde el Coll del Moro, donde Yagüe tiene su puesto de mando, el general Franco estudia con sus binoculares el escenario de la batalla: a la derecha, la sierra de Pàndols, en el centro, Gandesa y las sierras de Cavalls y Lavall de la Torre, Corbera a la izquierda y, al fondo, el Ebro: «En 35 kilómetros tengo encerrado lo mejor del ejército rojo», le dice eufórico a su ayudante Luis M. de Lojendio.[23] Pero Mussolini no lo ve de la misma manera: «Hoy, 29 de agosto, profetizo la derrota de Franco. Este hombre, o no sabe cómo hacer la guerra o no quiere».[24]
El 31 de agosto los nacionales lanzan su tercera contraofensiva en el terreno comprendido entre el Puig de l’Àliga y la carretera que va de Alcañiz a Tarragona. Hay que tomar a toda costa la sierra de Cavalls y avanzar hacia Corbera d’Ebre, es decir, hay que realizar otra embestida frontal típica de la batalla de desgaste que Yagüe está llevando a cabo. Se refuerzan las tropas y acude al frente del Ebro el Cuerpo de Ejército del Maestrazgo que manda García Valiño. Van a intervenir ocho divisiones, 300 cañones, 500 aviones y 100 carros de combate. Tendrán que enfrentarse a los hombres y las máquinas de las divisiones 35.ª, en la zona de Corbera y Gandesa; 11.ª, en la zona de Cavalls, y 43.ª —que ha regresado de Francia, tras luchar en la bolsa de Bielsa— en el Puig de l’Àliga. Desde el día 28 las unidades republicanas destinan un batallón por brigada a tareas de fortificación. Durante el atardecer y la noche 2000 hombres de cada división republicana se dedican a abrir trincheras y tender alambradas.
El 3 de septiembre, los nacionales emprenden su cuarta contraofensiva lanzando un asalto a la sierra de Lavall, donde les esperan los hombres de Líster. Tras machacarla sin descanso con su artillería, las tropas nacionales avanzan desde Gandesa en dirección a la Venta de Camposines y consiguen tomar Corbera al día siguiente. Se emplean 300 piezas de artillería y los cañones alemanes antiaéreos de 88 mm que disparan a cero cuando no hay aviación republicana a la que batir. El general Martínez Campos, que dirige la artillería nacional, explica que dispone de «58 baterías, a cuyo fuego hay que añadir el de la masa legionaria (seis grupos a 18 piezas) y el de las pocas unidades de 88 mm (antiaéreas) que están autorizadas para tirar contra objetivos terrestres».[25]
En esta contraofensiva, durante la cual la presencia de la aviación nacional es agobiante, las fuerzas de Yagüe conseguirán romper el frente republicano en el punto de enlace del V Cuerpo con el XV, no dejando a Modesto otra opción que echar mano de la 35.ª División que tiene en reserva para cerrar la brecha. Las instrucciones de Modesto son inequívocas y contienen un claro elemento de amenaza: «No se puede perder una sola posición. Si la ocupa el enemigo, hay que contraatacar rápidamente librando a su alrededor cuantas batallas sean precisas, pero asegurando siempre que quede en poder de la República. Ni un metro de terreno al enemigo».[26]
Dos semanas después, entre el 19 y el 26 de septiembre, las tropas de Franco aún siguen combatiendo duramente para hacerse con las cotas medias de la sierra de Cavalls, que ocupan los exhaustos soldados de la República. Rojo está desesperado porque Menéndez, el jefe del ejército de Levante, y Miaja no acaban de decidirse a lanzar una acción en el centro para aliviar el frente del Ebro. El 2 de octubre, tras apoderarse de los altos de Lavall, los nacionales llegan a la Venta de Camposines y un par de semanas después —entre el 30 de octubre y el 15 de noviembre— toman, en un ataque nocturno, la cota 666, verdadera llave de la sierra de Pàndols, expugnan totalmente la fortaleza de Cavalls, dejando al descubierto las formaciones republicanas, y llevan a cabo una maniobra de pinza en la que Yagüe ataca hacia La Fatarella y García Valiño lo hace en dirección Ascó y Flix.
Los republicanos ya no pueden contar sus bajas y apenas les queda terreno que defender a la orilla derecha del Ebro. A las cuatro y media de la madrugada del día 16 de noviembre, aprovechando la niebla, los últimos hombres de la XIII Brigada de la 35.ª División republicana repasan el río por el puente de hierro de Flix. Quince minutos después, Tagüeña da órdenes de que se haga saltar por los aires la estructura de paso. «Un seco estampido, un resplandor, un fragor de fragmentos de hierro cayendo sobre las aguas anuncian el fin de la batalla del Ebro ciento trece días después de su inicio.»[27] El general Rojo respalda la decisión que ha tomado Tagüeña de ordenar la retirada a la orilla izquierda del Ebro y acepta que las tropas del ejército que manda Modesto regresen exactamente a las posiciones que ocupaban el 24 de julio anterior. La batalla del Ebro —y su ejército— ha terminado.
Entre las viñas, los olivos, los picos desnudos y las escarpaduras de la Terra Alta, 250 000 hombres han luchado sin tregua, matando y muriendo. Los nacionales han tenido unas 60 000 bajas, los republicanos quizá 75 000, de ellos 30 000 muertos, más todo el material de guerra que ya no podrán utilizar para defender Cataluña.
Los oficiales no comunistas fueron los primeros en criticar la forma en que se había llevado a cabo la campaña del Ebro. El general Gámir Ulíbarri sostuvo que la caída de Cataluña había sido engendrada en el Ebro, y otros jefes, como el coronel Perea, jefe del ejército del Éste, que no podía ver a Rojo, tuvo palabras muy duras sobre el poco talento militar con que se había llevado a cabo la operación. Los hombres de la Comintern, por su parte, mostraron una vez más su profunda desconfianza hacia Rojo y el Estado Mayor general. Togliatti informó que el ejército del Ebro no recibió ayuda alguna de la zona central por la mala situación de las unidades que allí se encontraban, pero, también, a causa «del sabotaje y de la nefasta acción del general Miaja y de los demás comandantes del centro».[28] En línea con su habitual paranoia, Stepánov arremetió contra el Estado Mayor (o sea contra Rojo), al que consideraba culpable de haber prolongado la operación «calculándola para extenuar las fuerzas del Ejército del Ebro, debilitarlo e incapacitarlo por tiempo prolongado …También parece completamente sospechoso el hecho de la pasividad de los frentes de Levante y del Centro».[29] Uno de los protagonistas nacionales de la batalla, el general García Valiño, señala lapidariamente lo fundamental de la cuestión: «La República había perdido todo su ejército del norte de España».[30]
Es cierto que, una vez cruzado el río, las fuerzas republicanas no contaron con el transporte necesario ni con los blindados suficientes para conseguir sus objetivos con la rapidez imprescindible y, una vez más, se enredaron en un ataque frontal que dio tiempo a los nacionales para acudir con más refuerzos. Además, toda la operación repitió el error garrafal de concentrar grandes formaciones en campo abierto contra un enemigo que contaba con una superioridad aplastante tanto en artillería como en aviación. Tan sólo la increíble resistencia y coraje de las tropas republicanas consiguió contener a los franquistas durante tantas semanas, causándoles casi tantas bajas como las que ellos mismos sufrieron.