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La guerra en Aragón
Tras el fracaso de la ofensiva de Brunete el Estado Mayor de la República no tuvo más remedio que admitir que las grandes operaciones en el sector central no conducían a nada positivo. Aunque tras sus graves pérdidas de material era impensable otro ataque a la escala de aquél, era urgente llevar a cabo un nuevo esfuerzo para socorrer a Santander y a Asturias. Si las fuerzas republicanas del norte conseguían resistir hasta que las nieves del invierno bloquearan los puertos de la cordillera Cantábrica, Franco no podría desplazar allí a sus tropas navarras, gallegas e italianas (que le supondrían la paridad numérica con las republicanas) o a la mayor parte de su fuerza aérea antes de bien avanzada la primavera de 1938.
Los republicanos decidieron atacar de nuevo, pero esta vez en el frente de Aragón. Las razones que les llevaron a decidirse por el este antes que por el suroeste eran fundamentalmente políticas. Los comunistas y los jefes militares que les apoyaban no podían escoger Extremadura porque hubiera sido tanto como admitir que la estrategia de Brunete había sido un error y el plan de Largo Caballero correcto. El jefe de Estado Mayor, el coronel Rojo, estaba de acuerdo con que los comunistas tuvieran la dirección militar de la guerra, pero la razón principal de llevar el énfasis guerrero al este era la voluntad del gobierno Negrín y de los comunistas de conseguir el control total de Cataluña y Aragón.
Como hemos visto, tras los hechos de mayo de Barcelona el gobierno central se había hecho cargo del orden público en Cataluña, había disuelto el Consejo de Defensa de la Generalitat, controlado por los anarquistas desde su creación, y nombrado al general Pozas como jefe del recién constituido ejército del Éste. Todo ello representó el primer paso para terminar con la independencia de la Generalitat y con el poder anarquista en Cataluña. El siguiente paso para afirmar el control del gobierno central iba a ser el desmantelamiento del Consejo de Defensa de Aragón llevando allí tropas comunistas y poniendo a las tres divisiones anarquistas bajo el mando de oficiales comunistas. La composición de las fuerzas republicanas en el este había cambiado radicalmente aquel verano de 1937. Antes de la batalla de Brunete la única formación comunista presente en la zona había sido la 27.ª División del PSUC (la Carlos Marx), pero durante los últimos días de julio y la primera mitad de agosto, se envió allí, desde el frente central, a todas las formaciones comunistas de élite: la 45.ª División de Kléber y el V Cuerpo de Ejército de Modesto (que incluía la 11.ª División de Líster, la 35 de Walter y la 46 de «el Campesino»). Por primera vez se amenazaba a los anarquistas en su «Ucrania española».
A finales de julio, tras la batalla de Brunete, los comunistas, secundados por los socialistas moderados y por los republicanos, arreciaron en su campaña contra el presidente del Consejo de Defensa de Aragón, Joaquín Ascaso, que era un personaje turbio y polémico, a quien acusaron de comportarse como un capo de la mafia. Lógicamente, sus amigos libertarios le defendieron sin reservas cuando se le acusó de estar sacando joyas fuera del país. En los principales periódicos del Partido Comunista, Mundo Obrero y Frente Rojo se sucedieron los ataques contra el Consejo de Aragón, al que se acusaba de ser una formación «cantonalista», y contra las colectividades agrícolas autogestionadas que atentaban contra la «democracia controlada» por la que abogaban Negrín y los comunistas. El gobierno de Negrín estaba dispuesto a recuperar el control del Estado en todo el territorio republicano, por lo que el presidente del Consejo encargó al ministro de la Gobernación, Julián Zugazagoitia, que redactara un decreto de disolución del Consejo de Aragón, el cual fue publicado en el Diario oficial del 11 de agosto.
El decreto preveía el cese del delegado del gobierno en Aragón, Joaquín Ascaso, y se nombraba gobernador general del territorio al republicano José Ignacio Mantecón. El decreto preveía también que quien quisiera podía continuar formando parte de las colectividades anarquistas, mientras que el que deseara abandonarlas tenía derecho a retirar de ellas el capital aportado y la parte de beneficios que le correspondiera.[1] A las divisiones anarquistas 25.ª, 26.ª y 28.ª se las mantuvo ocupadas en el frente impidiendo que les llegaran noticias de la disolución del Consejo. Prieto, sabedor de que los anarquistas no iban a aceptar la pérdida de su baluarte aragonés sin plantar cara a las autoridades centrales, propuso enviar a Caspe una fuerza militar que obligara al cumplimiento del decreto. Una semana antes de su publicación, Prieto se había entrevistado con Enrique Líster para encargarle que, con su 11.ª División, apoyada por la 27 y la 30, se dispusiera a actuar contra las colectividades libertarias y contra las colectividades conjuntas de la CNT-UGT tan pronto como recibiera la señal de la publicación del decreto de disolución. Aunque en sus memorias Líster sostuvo que Prieto le había dado órdenes de actuar sin contemplaciones «ni trámites burocráticos ni legalistas»,[2] la realidad es que la temida rebelión de los libertarios no se produjo.
Aquellas «maniobras», como se las llamó oficialmente, condujeron a la detención de un centenar de anarquistas, algunos de los cuales estaban todavía en la cárcel de Caspe en marzo de 1938 cuando la ciudad fue ocupada por los franquistas,[3] y a la disolución efectiva del Consejo de Aragón y de todas las organizaciones que lo integraban. Los consejos municipales fueron sustituidos por «comisiones gestoras» que, con las fuerzas de seguridad y del ejército, desmantelaron las colectividades. Las oficinas de la CNT fueron destruidas y la maquinaria, elementos de transporte, aperos y semillas de las colectividades entregadas a los pequeños propietarios que, inducidos muchas veces por los comunistas, se habían negado a trabajar la tierra de forma comunal.[4] El órgano del Consejo, Nuevo Aragón, fue prohibido y sustituido por el diario comunista El Día.[5] Los comunistas tenían pensado organizar un juicio espectacular a Ascaso, que fue detenido mientras se hallaba en Valencia, pero éste tuvo que ser puesto en libertad el 18 de septiembre por falta de pruebas. Un año después, el Comité Nacional de la CNT lo expulsó de la confederación.
El Gobierno justificó la necesidad de esta operación (cuyas «durísimas medidas» sorprendieron incluso a algunos miembros del Partido Comunista) por la conveniencia de que fueran los propios campesinos quienes decidieran libremente seguir o no en unas colectividades que habían sido impuestas por la fuerza. Ciertamente, los anarquistas de las columnas que salieron de Barcelona, eufóricos por su triunfo revolucionario, habían obligado a muchos campesinos a organizarse en colectividades y, en muchos casos, éstas fueron impuestas a punta de pistola, pero el hecho de que en casi todos los pueblos aragoneses se diera una mezcla de colectivistas e individualistas demuestra que la imposición no fue total y que las opiniones estaban divididas. Las colectividades espontáneas coexistían con las forzosas, del mismo modo que dentro de estas últimas coexistían colectivistas de grado y otros que lo eran por fuerza.[6] Podemos calcular que, hacia el verano de 1937, había en Aragón de 400 a 500 colectividades, que contaban con unos 150 000 o 200 000 miembros.[7]
El debate sobre la eficacia de estas colectividades, su capacidad productiva en tiempos de guerra, las dimensiones internas, los egoísmos, el acaparamiento de productos y simientes, el enriquecimiento de unos pocos, el altruismo de muchos y la conveniencia o no de su desmantelamiento son aún hoy objeto de reflexión y estudio. José Silva, secretario general del Instituto de Reforma Agraria y miembro del Partido Comunista, hizo una síntesis razonable de lo que había ocurrido:
Fue en Aragón donde se hicieron los más variados y extraños ensayos de colectivización y socialización, donde, seguramente, se ejercieron más violencias para obligar a los campesinos a entrar en las colectividades… Cuando el Gobierno de la República disolvió el Consejo de Aragón… quiso dar satisfacción al hondo malestar que latía en el seno de las masas campesinas disolviendo las colectividades. Tal medida constituyó un error gravísimo que produjo una tremenda desorganización en el campo… Como consecuencia, se paralizaron casi completamente todas las labores del campo y, a la hora de llevar a cabo la sementera, una cuarta parte de la tierra de siembra no estaba preparada para recibirla… Para remediar esta situación el Partido Comunista procedió a restablecer algunas de las colectividades disueltas… El reconocimiento del derecho de las colectividades, el acuerdo de devolverles lo que se les había arrebatado injustamente y la actividad del gobernador general de Aragón en este sentido, volvieron las cosas a su cauce, renaciendo la tranquilidad y despertándose el entusiasmo para el trabajo en los campesinos, que dieron las labores necesarias para la siembra en las tierras abandonadas.[8]
La reacción anarquista ante la disolución del Consejo de Defensa de Aragón fue menor de lo que el Gobierno esperaba. El único intento de oponerse a la acción protagonizada por Líster lo hizo Mariano R. Vázquez «Marianet», el secretario nacional de la CNT, quien pidió a Prieto que transfiriera inmediatamente a Aragón la división de Cipriano Mera, pero que se contentó con la respuesta del ministro de Defensa de que ya «había reprendido» a Líster. La FAI, por su parte, afirmó algunos meses después que disuadió a sus miembros de una rebelión armada para no desatar una nueva guerra civil en el campo republicano, y los dirigentes de la CNT dijeron haber conseguido que no se dictara una sola sentencia de muerte por los tribunales militares especiales controlados por los comunistas, pero no parece que fuera tanto mérito suyo como temor de los comunistas a tener que habérselas con tres divisiones confederales.
Lo que jugó un papel importante en la détente fue, de un lado, que los dirigentes anarquistas querían volver a entrar en el gobierno central y, de otro, su resentimiento contra el Consejo de Aragón porque había sido creado sin la aprobación del Comité Nacional de la CNT y no había sido ratificado por ningún pleno ni congreso regular. Los acontecimientos de Aragón no hicieron sino incrementar la enorme brecha que separaba a los dirigentes de la CNT de sus bases, cada vez más frustradas y enfurecidas por la poquedad de sus líderes. Todo lo que hizo el Comité Nacional fue enviar una comisión para que estudiara los hechos y que se quedó en nada porque no veía utilidad en «la defensa de una causa con la que nunca se habían sentido identificados». El Consejo de Aragón y las colectividades agrarias, de donde habían surgido las principales críticas a la militarización de las milicias anarcosindicalistas y la oposición más acerada a la entrada en política de la CNT, habían sido un quebradero de cabeza para los dirigentes nacionales de la CNT. «Para estos anarquistas de ciudad, que tanto habían defendido el agrarismo en otros tiempos, el colectivismo en el campo era ya una causa perdida.»[9]
La disolución, así, del Consejo de Aragón no fue sólo un paso más hacia el restablecimiento del poder del Estado, sino que también significó, por una parte, un nuevo triunfo de los comunistas y de sus aliados en el afianzamiento de sus posiciones de poder y, por otra, una nueva derrota del poder anarquista y de su causa.
Mientras se sucedían estos hechos, el coronel Rojo había estado preparando cuidadosamente una nueva ofensiva que debería llevar a cabo el ejército del Éste, que habría de contar con la mayor cantidad de fuerzas disponibles y cuyos objetivos serían, por una parte, distraer fuerzas franquistas del frente Norte y, por otra, tomar Zaragoza, cuya recuperación era algo más que una revancha, porque siendo como era el principal nudo de comunicaciones de todo el frente de Aragón, su caída podía arrastrar la de Huesca y facilitar la de Teruel. El primer año de guerra en el este había puesto de relieve que la posesión de una ciudad clave tenía mucha más importancia que el control de amplias zonas de territorio abierto. Los nacionales sólo contaban allí con las divisiones 51.ª, 52.ª y 105.ª, cuyas tropas estaban desplegadas a lo largo de 300 kilómetros de frente, aunque concentradas, en su mayoría, en las ciudades.
De las operaciones militares en campaña se encargaron el jefe del ejército del Éste, general Pozas, y su jefe de Estado Mayor, el teniente coronel Antonio Cordón, quienes instalaron su cuartel general en Bujaraloz. El plan de ataque consistía en penetrar por siete puntos distintos de la franja de 100 kilómetros que separa Zuera de Belchite, dividiendo las fuerzas para fragmentar los posibles contraataques de los nacionales y ofrecer menor blanco para el bombardeo aéreo y artillero del que habían ofrecido en Brunete. En el flanco norte, la 27.ª División tenía que atacar Zuera antes de girar a la izquierda en dirección a Zaragoza asegurando primero el paso del río Gállego, y luego el del Ebro, a las fuerzas principales, y tomando los puentes de la capital sobre el río. En el centro, la 45.ª División mandada por Kléber avanzaría en dirección este desde la zona de Farlete para romper la línea enemiga, tomar Villamayor de Gállego y penetrar en Zaragoza apoyando a la 27. La 26.ª División y parte de la 43 debían partir de la zona de Pina, vadear el Ebro y fortificarse entre los kilómetros 36 y 39 de la carretera de Quinto a Zaragoza.
El grueso de las fuerzas lo constituía, como era habitual, el V Cuerpo de Ejército al mando de Modesto, con las divisiones 11.ª, de Líster, y 35.ª, de Walter, que debían avanzar por el sur del Ebro hasta la línea Fuentes de Ebro-Mediana, cercar Quinto aislándola de Zaragoza y, finalmente, atacar la capital de Aragón[10] con la protección de casi todos los carros de combate T-26 y BT-5 asignados a la ofensiva. Los BT-5 habían sido agrupados en el Regimiento Internacional de Tanques, formado por tres compañías, que mandaba el coronel Kondratiev. Todos los conductores procedían de la Unión Soviética.[11] La mayor parte de los 200 aviones republicanos del frente se reservaron para el ataque en la zona del valle del Ebro. Los aparatos republicanos superaban en mucho a los viejos bombarderos ligeros Heinkel 46 y a los cazas Heinkel 51 que utilizaron los nacionales, pese a que la Legión Cóndor disponía de una escuadrilla de Heinkel 70, Rayo, aviones que alcanzaban los 380 kilómetros por hora, pero que Franco no permitió utilizar.[12]
La República contaba, pues, con una gran superioridad local tanto en tierra como en el aire, y a Modesto la operación le parecía cosa hecha. En la orden del Estado Mayor se hacía hincapié en que el frente enemigo estaba guardado por tropas de escasa calidad, que los nacionales disponían de pocas reservas en Zaragoza y que habían estallado en la ciudad revueltas prorrepublicanas.[13] Modesto parecía más interesado en que fuera la división de Líster, ayudada por los tanques, la que alcanzara la gloria de entrar primero en Zaragoza, que en considerar otros planes alternativos por si la operación no se convertía finalmente en el paseo militar que él esperaba. Sólo habían transcurrido seis semanas desde Brunete, pero o bien Modesto ya había olvidado lo sucedido allí, o bien se había creído la propaganda que había convertido en victoria una derrota.
La ofensiva se inicia en la madrugada del día 24 de agosto, cuando las tropas nacionales ya han tomado Torrelavega, a las puertas de Santander. Para preservar el efecto sorpresa, no hay preparación artillera ni actúa la aviación republicana.[14] En el norte, la 27.ª División ocupa Zuera hacia el mediodía. Kléber lanza a la 45.ª División al ataque, consigue llegar hasta Villamayor de Gállego, a unos seis kilómetros de Zaragoza, y allí se detiene por falta de información sobre las fortificaciones enemigas. Los soldados de la 25.ª División ocupan Codo tras vencer una fuerte resistencia del tercio de requetés Nuestra Señora de Montserrat que defiende el pueblo, y consiguen cortar la carretera de Belchite a Mediana. Por su parte, Líster con la 11 se dirige a Fuentes de Ebro pero no consigue tomarlo; allí se demora más de la cuenta tratando de limpiar los focos de resistencia; la IV Brigada Autónoma de Caballería se dispersa y pierde toda su capacidad ofensiva. Lo más desastroso es que una vez conseguida la penetración, el Regimiento Internacional de Tanques no es apoyado por la infantería, y casi todos los BT-5 son destruidos. Modesto, enfurecido, echa la culpa a Líster y, desde entonces, el mutuo resentimiento entre los dos grandes jefes comunistas se convierte en un problema endémico. Se culpa de ello «a la interferencia de elementos fascistas que han azuzado la hostilidad mutua para debilitar la fuerza del V Cuerpo de Ejército». Sin embargo, otro informe más racional enviado a Moscú echa la culpa al «abierto sabotaje de Líster, que no quiere estar bajo las órdenes de Modesto».[15]
La 25.ª División ataca Quinto, que consigue ocupar el día 26 pese a la resistencia de los soldados nacionales en la ermita de Bonastre. Como la 11 está empantanada en Fuentes de Ebro, acude en su auxilio la 35, que había perdido mucho tiempo tratando de limpiar las bolsas de resistencia de Quinto. Los mandos republicanos se obsesionan por reducir estas bolsas de resistencia, cuando debían haberlas dejado a la acción de las fuerzas de reserva y seguir ellos con el grueso del ataque, concentrándose en el objetivo principal. En ese punto, Juan Modesto propone cambiar el objetivo inicial de tomar Zaragoza por la conquista de Belchite, que está defendido tan sólo por unos centenares de hombres, aunque cuenta con buenas fortificaciones de hierro y cemento llenas de nidos de ametralladoras y apoyadas en edificios muy bien preparados para la defensa, como el seminario y la iglesia de San Agustín.
El ataque a Belchite empieza a las diez de la mañana del día 1 de septiembre con un bombardeo de artillería seguido por la acción de los aviones leales, pilotados por la primera promoción de españoles formados en Rusia, que machacan las casas de adobe hasta reducirlas a tierra batida. En seguida enfilan los tanques. Pero cuesta avanzar. El día 2 se reduce la resistencia en el seminario y la lucha se concentra en torno a la iglesia. La calle Mayor se convierte en una línea de fuego y los nacionales se defienden en la calle Goya protegiéndose con sacos terreros. La lucha por la posesión de San Agustín continúa durante los días 3 y 4. Cuando, por fin, se lanza el ataque final, hay que reducir al enemigo luchando casa por casa en medio de las ruinas. Se avanza a bayoneta calada y se prende fuego a las pocas casas que aún ofrecen resistencia. Los nacionales en retirada se hacen fuertes en la iglesia de San Martín y en el Ayuntamiento. La durísima batalla se prolonga hasta el día 6 de septiembre cuando todo Belchite no es ya más que una inmensa carroña de muerte y de fuego: «El viento del estío mecía, a través de la campiña, el hedor nauseabundo y vigoroso de los cuerpos muertos de hombres y animales».[16]
Toda la operación había durado 13 días durante los cuales las tropas republicanas llegaron a quedarse sin agua en un clima asfixiante y contaminado por el hedor de los cadáveres putrefactos, tan intenso que los enterradores se vieron obligados a utilizar máscaras de gas.[17] La demora en acabar con las bolsas de resistencia en Quinto y Codo y el fracaso de las divisiones 27.ª y 45.ª en sus respectivos ataques hacia el norte, que ya habían iniciado con retraso, dio tiempo a los nacionales para acudir con la 13.ª División de Barrón y la 150.ª de Sáenz de Buruaga, repitiendo, casi exactamente, lo que ya había ocurrido en Brunete. Los reductos de resistencia contra los que las fuerzas republicanas malgastaron vidas y horas no contaban con tantos defensores como para haber amenazado seriamente la retaguardia de Modesto y éste tenía que haber proseguido su avance. Al final, el enorme esfuerzo de los republicanos se redujo a ganar diez kilómetros de territorio ocupando los pueblos de Codo, Mediana, Pina, Quinto y Belchite, pero fracasando en su objetivo principal, que era conquistar Zaragoza y distraer aviación y fuerzas del frente Norte. «La superioridad del bando atacante es tan manifiesta que resultan increíbles los escasos resultados conseguidos», escribe un historiador franquista.[18] De nuevo la República volvía a sufrir una pérdida de material de guerra considerable, sobre todo en carros de combate. Una vez más la paranoia estalinista vio al culpable en una quinta columna trotskista. Walter consideró que la situación era aún peor que en Brunete. «La unidad médica de la 35.ª División —informó— registró varios ejemplos de internacionalistas heridos que estaban muriendo en los hospitales españoles a causa de intervenciones quirúrgicas negligentes o completamente innecesarias, y de diagnósticos y métodos de tratamiento que eran claramente obra de saboteadores». Además se sospechaba de la presencia en la XIV Brigada Internacional de «una organización de espionaje y terrorismo trotskista a gran escala». Supuestamente, tal organización planeaba asesinar a Hans Sanje, el jefe de la Brigada, y al mismísimo Walter. Walter pidió al NKVD de Barcelona que acudiera a investigar, pero «el comandante de brigada Sanje se ocupó personalmente de llevar a cabo la investigación. Se puso a trabajar con tanta ansia y torpeza que quien había sido arrestado, un teniente francés, murió en seguida durante el interrogatorio, llevándose con él el secreto de la organización».[19]
El general Pozas acusó a Walter del fracaso de la ofensiva y Líster le acusó de falta de concentración en el objetivo principal y de prestar excesiva atención a los secundarios.[20] Los anarquistas dijeron que «el desquiciamiento de nuestras unidades y el desconocimiento del terreno por parte de los mandos comunistas fueron los causantes del fracaso y desmoralización progresiva de nuestros compañeros».[21] Un Prieto enfurecido criticó el modo en que se había llevado a cabo la operación, suscitando el resentimiento de los mandos comunistas y ganándose la animadversión del partido. A Prieto le parecía —y también a un grupo cada vez mayor de jefes y oficiales del ejército— que la dirección comunista del esfuerzo de guerra estaba destruyendo el ejército popular a base de operaciones de prestigio que tal ejército no se podía permitir y que sólo servían para alimentar una propaganda peligrosamente triunfalista. La prensa comunista afirmó el 4 de septiembre, cuando aún se combatía en Belchite, que «una inteligente y acertada labor de gobierno ha dado, por vez primera, movilidad a todos los frentes de batalla. Empieza el pueblo español a sentir las consecuencias gratas y ansiadas de una eficaz política de unidad nacional frente a la invasión fascista».[22]
Pero lo cierto es que la ofensiva de Aragón se había iniciado demasiado tarde para que hubiera podido servir de ayuda para defender Santander o para retrasar la tercera fase, y última, del asalto franquista al frente Norte. «El mando nacionalista no cayó en el error de Brunete, ni distrajo sus reservas ni detuvo su maniobra sobre Santander. Se limitó a contener la ofensiva cediendo un terreno de escaso valor, sin idea de recuperarlo.»[23] Consciente de la importancia que tenía reducir el territorio asturiano en manos de la República antes de que llegara el invierno, el general Dávila redesplegó rápidamente sus fuerzas para continuar su avance desde Santander.