Introducción
«Una guerra civil no es una guerra, sino una enfermedad —escribió Antoine de Saint-Exupéry—. El enemigo es interior. Lucha uno casi contra sí mismo». La tragedia española de los años treinta fue más que una enfermedad, si cabe, porque se vio atrapada en la guerra civil internacional que estalló con la revolución bolchevique.
Los horrores que se sucedieron en Rusia socavaron el espacio político del centro democrático en toda la Europa continental. Y es que el proceso de polarización entre «rojos» y «blancos» consintió a ambos extremos políticos incrementar su propio poder y manipular la imagen de sus enemigos pintándola con tintes aterradores, cuando no apocalípticos. Las propagandas antagónicas se alimentaron recíprocamente. Tanto Stalin como Goebbels explotaron, con perspicacia diabólica, la poderosa combinación que constituyen el miedo y el odio. El proceso despojó a sus oponentes «traidores» tanto de su condición humana como de su ciudadanía. Por eso es erróneo calificar a la guerra civil española de «fratricida». La divisoria de las nuevas ideologías podía convertir a los hermanos en extraños sin rostro, y a sindicalistas o tenderos en enemigos de clase. Todas las nociones tradicionales de afinidad de grupo y de comunidad local quedaron abolidas de golpe.
Se suele presentar a la guerra civil española como el resultado de un choque entre la izquierda y la derecha, pero sabemos que eso es una simplificación engañosa. El conflicto tenía otros dos ejes: centralismo estatal contra independencia regional, y autoritarismo contra libertad del individuo. Una de las razones que explican la mayor coherencia política y militar de las fuerzas nacionales radica en que, con sólo alguna excepción menor, combinaron tres extremos aglutinantes. Eran de derechas, centralistas y autoritarias a la vez. La República, por el contrario, venía a ser un crisol de incompatibilidades y sospechas mutuas, con centralistas y autoritarios enfrentados a regionalistas y libertarios.
Todavía nos rondan los fantasmas de las batallas de propaganda que se libraron hace setenta años. La guerra civil española es uno de los pocos conflictos modernos cuya historia la han escrito con mayor eficacia los perdedores que los vencedores. No es sorprendente si uno piensa en la sensación internacional de angustia que sobrevino tras la derrota republicana en la primavera de 1939. Un sentimiento que se hizo más intenso después de 1945, al salir a la luz los crímenes de la Alemania nazi y al ver que la obsesiva sed de venganza del general Franco hacia los republicanos vencidos no daba muestras de remitir.
Las generaciones más jóvenes no pueden imaginar cómo era la vida en aquellos tiempos de conflicto totalitario. Los ideales colectivos, ya fueran los de los ejércitos, los de los movimientos juveniles políticos o los de los sindicatos, prácticamente se habían desvanecido. Las pasiones y los odios de aquella época están a años luz del entorno estable, de seguridad y bienestar y de derechos ciudadanos en el que vivimos hoy. Aquel pasado es, ciertamente, un país lejano. España ha cambiado de arriba a abajo en cuestión de décadas. Su renacimiento tras la guerra civil y el franquismo ha sido una de las transformaciones más sorprendentes e impresionantes de toda Europa. Por eso quizá no es sensato tratar de juzgar el terrible conflicto de hace setenta años con los valores y actitudes liberales que hoy en día aceptamos como dados. Es imprescindible hacer brincar a la imaginación para tratar de comprender las creencias y las actitudes de entonces, ya sean los mitos nacional-católicos y el miedo al bolchevismo de la derecha, o la convicción de la izquierda de que la revolución y el reparto forzado de la riqueza iban a llevar a la felicidad universal.
La pasión con la que se luchó por aquellas causas ha hecho muchísimo más difícil la búsqueda de la objetividad, sobre todo en lo tocante a los orígenes de la guerra. Cada lado ha tratado de demostrar que fue el otro quien la empezó. A veces, incluso se tiende a pasar por alto factores neutros, como el hecho de que la República trataba de llevar a cabo, en muy pocos años, un proceso de reforma social y política que, en cualquier otro país, había requerido un siglo.
Sin embargo, gracias al inmenso trabajo que han llevado a cabo muchos historiadores españoles en los archivos locales y en los cementerios, lo ocurrido durante la guerra, como las atrocidades que se cometieron y los aspectos de la represión que la siguió, está hoy fuera de toda duda razonable. También están claras la mayoría de las cuestiones militares, incluidas las disensiones entre los comandantes republicanos, gracias a que, desde hace unos doce años, se han abierto en Rusia archivos que hasta entonces habían sido considerados secretos. Conocemos también, con mucha mayor precisión, el alcance de la política soviética en España. Pero es inevitable que muchos hechos se sigan interpretando al arrimo de las opiniones personales, como sucede, sobre todo, con el debate sobre la cadena causal que condujo a la guerra: ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Por dónde empezamos? ¿Por el «egoísmo suicida» de los terratenientes, o por la «gimnasia revolucionaria» y la retórica que desataba el miedo al bolchevismo, arrojando a las clases medias «en brazos del fascismo», como advertían los líderes socialistas más moderados? Dar una respuesta definitiva a estas preguntas está más allá de la capacidad de cualquier historiador.
Hay quien se inclina a pensar que la guerra civil española no podía evitarse. Eso contraviene aquella regla histórica informal pero importante que dice que nada es inevitable, excepto, quizá, lo que uno cavila en su interior. Pero, por otra parte, es muy difícil imaginar cómo se hubiera podido alcanzar algún tipo de compromiso serio tras la fracasada revuelta de octubre de 1934. Una izquierda cada vez más militante no iba a perdonar la carnicería llevada a cabo por la Guardia Civil y el Tercio, mientras que la derecha estaba convencida de que tenía que anticiparse a cualquier otro intento de revolución violenta.
Hay otras cuestiones, a las que todavía es más difícil responder, que también son importantes, aunque sólo sea porque pueden llevarnos a mirar las cosas desde una perspectiva distinta. Es verdad que, a menos que uno disfrute con ella, la historia contrafactual puede llegar a ser irritante. Pero, por otra parte, puede ser muy útil para revelar ciertos aspectos de la polémica que suelen obviarse. Los ideales de libertad y democracia eran el cimiento de la causa de la República en el extranjero. Pero es preciso que observemos desde diferentes atalayas la realidad revolucionaria del día a día, la impotencia de las Cortes y la falta de respeto por el imperio de la ley que mostraban ambos bandos. La propaganda republicana de la guerra civil siempre hizo hincapié en que, tras las elecciones de febrero de 1936, su gobierno era el gobierno legítimo de España. Lo que sin duda era cierto, pero también aquí hay que hacerse una pregunta importante. Si la coalición de derechas encabezada por la CEDA hubiera ganado las elecciones (cosa que habría sucedido si los anarquistas también entonces se hubieran negado a votar), ¿habría acatado la izquierda el resultado legítimo? Uno no puede por menos que sospechar que no. Largo Caballero había amenazado abiertamente antes de las elecciones con que si la derecha las ganaba, se iría a la guerra civil.
Desde el primer momento, los nacionales quisieron hacer creer a todo el mundo que sólo se habían sublevado para abortar un putsch comunista, lo que no era más que un montaje para justificarse, a toro pasado, por lo que habían hecho. Pero que la izquierda arguyera que los nacionales habían desencadenado un ataque sin provocación previa contra demócratas respetuosos de la ley era especioso. La izquierda fue muchas veces tan poco respetuosa con el proceso democrático y con el imperio de la ley como lo fue la derecha. Por supuesto que ambos bandos justificaron sus acciones sosteniendo que, de no haberse adelantado, sus oponentes se habrían apoderado del poder y los habrían aplastado. Pero eso sólo demuestra que nada destruye con mayor rapidez el espacio político de centro que la estrategia del miedo y la retórica de la amenaza.
Algunos sostienen que las palabras no matan. Pero cuanto más mira uno al ciclo de odio y recelo mutuos, encizañado por declaraciones irresponsables, más le cuesta creerlo. A Calvo Sotelo se le mató por sus discursos deliberadamente provocativos en las Cortes. También es importante pararse a pensar si, una vez puesta en marcha la retórica de la aniquilación, no acaba ésta convirtiéndose en una profecía que se cumple por sí misma. En una de sus célebres charlas radiofónicas desde Sevilla, el general Queipo de Llano amenazó con matar a diez republicanos por cada nacional muerto. Bien, pues su cálculo resultó al final asombrosamente parecido a lo que en realidad sucedió. Tampoco debe uno olvidar las declaraciones de Largo Caballero de que quería una República sin lucha de clases, pero que para lograrlo una de ellas debía desaparecer, lo que no era más que un remedo de la palmaria intención de Lenin de eliminar a la burguesía. Pero una victoria de la izquierda, pongamos en 1937 o 1938, ¿habría conducido a una escalada de ejecuciones y cárceles comparable a la de Franco? Está claro que no hay modo de averiguarlo, y no se debe especular con lo sucedido tras la guerra civil rusa, pero sigue siendo una pregunta pertinente. Como sostienen algunos historiadores, el ciclo temor-odio hace más sanguinario al vencedor de cualquier guerra civil.
Esto nos lleva a otra cuestión esencial. Si el ejército popular hubiera alcanzado la victoria, ¿cuál habría sido la forma del gobierno consiguiente? ¿Una administración de izquierda liberal como la de principios de 1936 o un régimen comunista de línea dura? El acelerado colapso del gobierno republicano durante la primavera y el verano de 1936 y el estallido de la guerra civil, que desencadenó el levantamiento revolucionario, siguieron una senda distinta a la del caos que sobrevino tras la primera guerra mundial. Y, sin embargo, hay una similitud con la revolución rusa: la determinación comunista de eliminar a sus aliados de izquierda una vez que la guerra contra la derecha hubiera sido ganada. En septiembre de 1936, poco después de su llegada a España, el general Vladimir Gorev informó a Moscú: «Tras la victoria sobre los blancos, la lucha contra los anarquistas será inevitable. Esa lucha va a ser muy dura».[1] André Marty, el representante de la Comintern, afirmó el 10 de octubre de 1936: «Tras la victoria nos las veremos incluso con ellos [los anarquistas], tanto más cuanto que en aquel momento dispondremos de un ejército fuerte».[2] Y Pravda manifestaba el 10 de diciembre de aquel mismo año que la «limpieza de elementos trotskistas y anarcosindicalistas será llevada a cabo con la misma energía que en la URSS». Como se ve claramente en los numerosos informes enviados a Moscú, la estrategia del Frente Popular no era más que una estrategia «momentánea».
Los estalinistas, por la naturaleza misma de su propia ideología, no estaban dispuestos a compartir, a la larga, el poder con nadie. Quizás en esto España podía haber sido una excepción a causa de los intereses de la Unión Soviética en otros países del escenario internacional. Stalin ya había demostrado su predisposición a sacrificar un partido comunista extranjero si ello iba en interés de la «Patria socialista». Lo que determinó la política soviética en el caso de España fue, sobre todo, lo que pasaba en la Europa central. La política de apaciguamiento que siguieron los británicos con las pretensiones de Hitler sobre Checoslovaquia, en 1938, llevó a Stalin a pensar en una vía de actuación alternativa, aún si ello significaba llegar a una alianza con el propio Hitler.
La complejidad y el entramado de todas estas cuestiones muestran lo dificilísimo que es separar causa y efecto con precisión forense. Indiscutiblemente la verdad fue la primera víctima de la guerra civil española, un conflicto que, mucho tiempo después de que acabara, ha generado una controversia más intensa y más polémica que cualquier otro conflicto moderno, Segunda Guerra Mundial incluida. El historiador que, desde luego, no puede ser totalmente desapasionado, no debe ir más allá de tratar de comprender los sentimientos de los dos bandos, demostrar hipótesis previas y ampliar las fronteras de lo que ya sabemos sobre la guerra civil. Los juicios morales deben quedar a la conciencia del lector.
La primera redacción de este libro fue producto del trabajo de investigación que llevé a cabo a finales de los años setenta, y no se publicó hasta 1982. El libro que hoy presento no es una edición ampliada del anterior, sino una obra totalmente nueva que incorpora las numerosas publicaciones aparecidas desde entonces y que se beneficia del trabajo que he podido realizar en los muchos archivos que se han abierto en los últimos años. La estructura y el enfoque de este nuevo libro son, sin embargo, poco más o menos los mismos. Es interesante comprobar que la enorme masa de información con que contamos hoy en día ha planteado nuevas preguntas en vez de reducirlas. Aunque, tal vez, mi percepción se deba también a que, a lo largo de los últimos veintitrés años, he ido perdiendo algunas apasionadas certezas de juventud.
Sea como fuere, yo no hubiera podido terminar este libro sin la generosa ayuda de amigos y colegas. Una vez más debo dejar constancia de mi profunda gratitud al profesor Anatoly Chernobayev, en Rusia, por sus consejos. También la tiene mi ayudante de investigación, la doctora Luba Vinogradova, que lleva ya tanto tiempo trabajando conmigo. Debo dar las gracias al personal de muchos archivos y, especialmente, a los de la biblioteca del «Memorial», en Moscú. En Alemania pude contar de nuevo con la ayuda de Angélica von Hase, sobre todo en el Bundesarchiv-Militárarchiv, de Freiburg. En Suecia, Bjórn Andersson y el doctor Lars Erickson me consiguieron documentos del Krigsarkivet sueco, y Alan Crozier tuvo la amabilidad de traducírmelos.
Sin embargo, la mayor deuda que he contraído la tengo con Gonzalo Pontón, mi editor y amigo. Este libro no se habría publicado jamás de no haber sido por su entusiasmo y su colaboración personal para dar cima a un proyecto que, al final, resultó ser mucho más complejo de lo que ninguno de los dos había pensado. Trabajar con él ha sido un inmenso placer y un privilegio.