Capítulo 22

Liberado, Raimundo acudió raudo a Puente Viejo. Ni siquiera aguardó para preparar la repatriación del cadáver de su madre, que partiría en breve hacia las costas del Cantábrico, y de ahí a su Salamanca natal. Su primer destino fue La Casona. Tenía que explicarle todo a Francisca: hablarle de la amenaza de muerte… o al menos de una parte, puesto que seguía temiendo que Josechu Arriaga guardase algún as en la manga. Raimundo había desarrollado un miedo cerval al fantasma de aquel hombre, no podía evitarlo: se decía que Amada había muerto, pero que de algún modo él podía tomar venganza igualmente contra Francisca.

Raimundo no entendió por qué le recibió en La Casona Salvador Castro, pero el capataz de Arriaga enseguida le dio una explicación que a Raimundo le heló la sangre: Francisca Montenegro y él se habían prometido.

—¡Eso es mentira, Castro! —dijo alzando la voz.

—No lo es. Puedo jurarte que es absolutamente cierto: me caso con Salvador —dijo Francisca al tiempo que entraba en la habitación y permitía que el brazo de su futuro esposo le rodeara la cintura.

—Tienes que escucharme, Francisca. No es posible que pase esto. No hay nada que nos impida al fin estar juntos, ¿no lo entiendes?

Salvador rio de manera estruendosa.

—¿Está seguro, Ulloa? —Miró a Francisca, que sonreía ante la afirmación de Raimundo—. ¿No tienes que darle algo al señor Ulloa, querida?

—Claro que sí. Enseguida vuelvo —dijo saliendo hacia su habitación.

—¿Qué has hecho, bastardo? —le dijo a Salvador con la mandíbula en tensión y los puños apretados.

—Simplemente, coger lo que tú no supiste defender —respondió con la calma del vencedor.

—Tú no la amas.

—¿Y tú? ¿Ama acaso quien se va sin luchar? ¿Quien se retira en silencio?

—Tuve mis razones, Castro. Tú no las conoces.

—¿Crees que no? —preguntó con una siniestra sonrisa—. ¿Crees que no sé la verdad mucho mejor que tú, Raimundo Ulloa?

Raimundo volvió a sentir miedo. Arriaga ya no estaba, pero aquel hombre era un perro fiel. Probablemente había sido su brazo ejecutor, y seguiría siéndolo aunque su amo estuviera muerto. Y de pronto empezó a relacionar ciertos hechos con la presencia de Salvador: él estaba en Puente Viejo cuando el incendio de los trigales en el que murió Miguel y también acababa de llegar cuando aquel disparo derribó a Francisca. Aquel hombre había sido la mano ejecutora de las siniestras voluntades de Arriaga: el temido fantasma del socio de su padre había tomado una forma tangible y carnal en la figura de Salvador Castro. Y Francisca se había prometido con él. Se había metido en la boca del lobo.

La muchacha vino de nuevo a su encuentro, llevaba algo en la mano.

—Aquí lo tienes —dijo a la vez que depositaba en su palma el anillo de compromiso que había colocado la pasada noche de Reyes en el alféizar de su ventana—. Ahora puedes irte.

—Francisca, te estás equivocando. Tenemos que hablar. Él es el peligro —dijo señalando a Salvador, que respondió con una risotada que hizo a Ulloa sentirse ridículo.

—No sabes cuándo parar, ¿verdad, Raimundo? —replicó amarga—. No sabes cuándo debes hablar y cuándo debes callar. —Se giró hacia Salvador con una enorme sonrisa—: Agradecería tanto que acompañaras al señor Ulloa a la puerta, querido. Me está agotando su verborrea a destiempo, ¿lo harás?

—Con sumo placer, querida.

Aquel día no podía pelear más y, vencido, se fue sin esperar a que Salvador le escoltara a la salida.

Pasaban tristes los días en La Traba. Amargos. Padre e hijo compartían espacio, pero no el mismo dolor. Ramón cargaba con una extraña amargura por la ausencia de Isabel. Ahora que ella había muerto, se arrepentía de sus desplantes y pensaba en todas las cosas que dejó de decirle en vida. Día tras día, iba tallando el recuerdo de su esposa y formando una escultura desprovista de defectos. Raimundo, por su parte, no podía soportar la presencia de Ramón Ulloa; no quería hablar con su padre. Su mente solo buscaba la forma de llegar a Francisca para advertirla del peligro que corría, pero acercarse a La Casona era imposible y tratar de hacerle llegar una nota con Catalina como emisaria no funcionaría. Ella no querría hablar con él, aunque si no hablaba con ella, si no le contaba el peligro en el que se estaba metiendo, la perdería para siempre.

Y entonces empezó a vigilarla. A seguir sus pasos.

La conocía bien: no siempre estaría rodeada de gente. Sabía que buscaría sus momentos de soledad porque los necesitaba casi tanto como respirar, y él sabría encontrarla en uno de ellos. Solamente esperaba que no fuese demasiado tarde, que ese momento llegara antes de que se casara con aquel advenedizo de Castro. Esta vez, el destino jugó a su favor.

Una tarde, Francisca cabalgaba cerca del río. Raimundo la siguió de lejos hasta que la vio entrar en el chozo donde ambos se refugiaron de aquella tormenta. «Es una señal», se dijo. Aún había esperanza si buscaba aquel lugar para estar sola. Se acercó a hurtadillas y la encontró tumbada en el jergón, contra la pared, en postura fetal, como protegiéndose de algún peligro. Ella no le oyó hasta que cerró tras él la puerta, y entonces se giró. Cuando se incorporó rápidamente para tratar de huir, Raimundo se situó entre ella y la salida. No iba a permitirlo. No antes de hablar con ella.

—Vas a escucharme, Francisca.

—A destiempo, Raimundo. No puedes decir nada que me interese. ¡Déjame salir!

—¿Por qué vienes a este chozo, entonces?

Francisca se sintió pillada en falta. No tenía un argumento para rebatirle: los dos sabían por qué iba a ese lugar. La joven le dio la espalda, bajó la cabeza y lloró sin poder evitarlo. Él se acercó a ella y, suavemente, la giró para poder mirarla: anegados en lágrimas, aquellos ojos negros parecían aún más grandes. Ulloa sabía que no le escucharía en aquel estado y prefirió que se calmara. La abrazó muy fuerte y, como en el nogal el día de la muerte de Miguel, ella se refugió contra su pecho y dio rienda suelta al llanto. Él no decía nada, solo besaba su cabello y ella se dejaba hacer, sin fuerzas. Raimundo temía el momento en que ella se revolviera como un gato, sabía que lo haría, lo estaba esperando, pero en cambio Francisca continuaba refugiada contra él. Hasta que levantó el rostro, se miraron de nuevo, y la besó.

—Perdóname, mi amor. Sé que te he herido. Perdóname —decía sin parar de besarla.

—No dijiste nada. Solo te fuiste —replicaba ella entre sollozos.

—Te juro que te compensaré por todo. Dedicaré mi vida a que olvides este daño. Te lo juro. —Ella no decía nada, solo le devolvía los besos larga y cálidamente—. Siempre has sido tú, Francisca. Desde niños. Y siempre serás tú. Ya no puede haber más mentiras.

Y entre aquellas promesas de amor constante se entregaron uno al otro, como la vida no les había dejado hacer hasta entonces. Aquel chozo seguía sin ser el lugar ideal, pero en aquella ocasión ya no importaba. La magia la habían puesto el reencuentro y la intensidad de las sensaciones. Y Francisca volvió a encontrarse con las libélulas azules. Temía que de nuevo alguien entrara por la puerta de forma abrupta, pero ya daba igual.

Rai había sido suyo, y ella de él.

Poco a poco la luz del exterior había ido apagándose. A esos primeros besos llenos de urgencia habían seguido caricias pausadas, conversaciones entre susurros y una paz que ambos llevaban semanas sin sentir. Permanecían recostados muy juntos en el jergón cuando, en un giro, Raimundo notó algo duro bajo la paja y metió la mano debajo para sacarlo: era un libro, La muerte de Arturo, de Thomas Malory. Sonrió al verlo.

—¿Eso es lo que vienes a hacer aquí? ¿Leer?

Francisca asintió con la cabeza y al levantar la mirada, vio una sombra de tristeza en los ojos de Raimundo. No supo que era la sombra de un recuerdo: el del naufragio cerca de la mítica tierra de Tristán. Raimundo pensaba que aquella catástrofe le había permitido estar con ella en aquel momento y en aquel lugar, solos y felices…, pero no podía olvidar que a la vez había traído mucha desgracia.

—¿Qué te ha puesto triste de repente? —oyó cómo le preguntaba ella. Se forzó a responder:

—¿Te ha contado alguien cómo murió Amada?

—No, no he querido saber nada de ti… Y menos aún de ella.

—¿Quieres que te lo cuente ahora?

—¿Quieres hacerlo?

—Sí. Un día te prometí que no habría más secretos. Quiero que sepas toda la verdad. —Con un gesto, ella le hizo entender que podía hablar—. Murió ahogada. En un naufragio.

—¿Y qué tiene que ver eso con este momento? —Francisca no sabía dónde quería llegar Raimundo, ni por qué el nombre de Amada surgía en aquel escenario casi mágico del reencuentro entre los dos.

—Murió frente a las islas Sorlingas, Francisca. Junto a las costas de Cornualles. Donde se supone que se hundió Lyonesse.

Francisca se quedó sin respiración. Se había ido con ella a su viaje soñado. Había hecho con ella el viaje de luna de miel que era de ambos. Aquellos sitios que tenían que haber descubierto juntos los habría recorrido con ella, sin darse cuenta del daño que le hacía aquella violación de sus sueños.

Y las libélulas dejaron de volar.

Se quedó en silencio y al rato notó, por su respiración, que Raimundo había caído en un sueño tranquilo. Entonces se levantó muy despacio y estaba terminando de vestirse cuando él se despertó.

—¿Nos vamos ya? —preguntó confuso.

—No, me voy yo —dijo mientras abrochaba su pantalón—. Todo esto no ha sido nada más que un error.

—Pero no te entiendo. ¿Qué error? ¿Me vas a decir que lo que ha pasado ahora ha sido eso? ¿Un error?

—¿Me vas a decir que tu viaje a Cornualles con tu prometida fue eso? ¿Un error?

Raimundo entendió.

—Yo no reservé ese viaje, Francisca, lo hizo Josechu Arriaga. No podía decir que no. Era peligroso.

—Tú nunca puedes decir que no. Nunca has dicho que no. No te negaste a casarte con ella. No te negaste a hacer el viaje que íbamos a hacer juntos. Siempre han manejado tu vida, Raimundo. No eres más que un cobarde. Eso es lo que eres.

—Estaba bajo amenaza de Arriaga. Si no accedía a lo que él decía… —Raimundo se detuvo. No podía revelar la verdad. La vida de Francisca seguía en peligro.

—¿Qué? ¿Tu padre te iba a desheredar? ¿La desheredaría a ella? ¿A la tísica lánguida con la que ibas a casarte?

—No tienes ni idea de lo que hicieron.

—Ni me importa. Tú lo aceptaste. Me hiciste una promesa y la rompiste, eso es lo que cuenta. Y la rompiste porque eres un cobarde, Raimundo Ulloa.

Aquella idea de que Salvador tomaba lo que quería volvió a apoderarse de los pensamientos de Francisca. Y veía sentado en aquel jergón a un Raimundo que, por el contrario, era incapaz de tomar incluso lo que se le daba.

—Sé que te he hecho daño. Perdóname, por favor. Empecemos como si todo esto hubiera sido una pesadilla.

—Jamás te perdonaré. Pedir perdón no cambia el daño que me has hecho. El perdón no cierra las heridas, Raimundo. Quedan las cicatrices. Y esas son para toda la vida.

Francisca soltaba como en una catarata de bilis todo lo que había guardado en su corazón desde que Raimundo se fue sin decirle nada. Lo había callado todo ese tiempo y ahora salía en forma de un odio hediondo e hiriente. El silencio podía pudrir el sentimiento más puro. Y eso le había sucedido a ella: la incertidumbre había sido el abono para que en su corazón empezara a germinar la semilla del rencor y de la venganza.

—Vas a pagar por todo el daño que me has hecho, Raimundo Ulloa. Tú y toda tu estirpe. Aunque tenga que dedicar toda mi vida a ello, vas a sufrir todo el dolor que yo he sufrido. Juro que lo haré por lo que haya de más sagrado. Lo juro por la memoria de mi madre y de mi hermano. Y lo haré hasta que no me queden fuerzas para abrir los ojos y saludar un nuevo día.

Raimundo no supo qué decir. Nada que hubiera dicho habría cambiado aquello. La vio irse en silencio, consciente de que había perdido para siempre a la mujer de su vida.