Capítulo 19
A altas horas de la madrugada, unos fuertes golpes despertaron a La Casona. Enrique acudió a abrir, con su escopeta en la mano: nada bueno podía venir a aquellas horas y con ese ruido. Abrió la puerta y al principio no entendió nada de la imagen que contempló. Salvador Castro estaba ante el umbral con su hija Francisca, desmayada, en sus brazos y con su blusa manchada de sangre.
—Atiéndanla, señor Montenegro. Iré a buscar al doctor. Creo que ha recibido un balazo en el hombro.
El doctor Salinas acudió presto. Advirtió que habría sido mucho mejor llevarla a su consultorio para extraer aquella bala, pero Francisca había perdido mucha sangre y no confiaba en que pudiera aguantar ni el corto viaje hasta Puente Viejo. Echó a todo el mundo de la habitación y se puso manos a la obra. Mientras, Salvador contó que la había encontrado a los pies del muro de la Finca del Río, cuando volvía de La Puebla de madrugada. A Enrique le extrañó tanta casualidad y quiso saber más, porque en realidad sospechaba de los Ulloa y de cualquiera que tuviese relación con ellos.
—Un caballero no puede desvelar de dónde viene a según qué horas, Enrique. Sobre todo cuando hay una dama de por medio. Sé que usted me entiende.
—Sí, claro. Discúlpeme —cedió con la mente volcada en su hija.
—No se preocupe. Entiendo que esté usted alterado. Yo también lo estaría, sin duda —le tranquilizó—. Pero dé gracias a que volvía de hacer esas cosas que no puedo revelarle.
—Le agradezco lo que ha hecho por nosotros.
—Francisca es fuerte. Estoy seguro de que se recuperará. Espero haberla encontrado a tiempo. No me perdonaría haberme retrasado y que por ese motivo… —Hizo una pausa dramática, bien estudiada.
—Por Dios, Salvador, no se culpe. Todo lo contrario.
—Estos caminos están cada vez peor, señor Montenegro. Y a esas horas no son aconsejables para una dama.
El doctor Salinas bajó al salón tras terminar su operación a Francisca.
—Parece que ha ido bien, Enrique —dijo nada más entrar, con una leve sonrisa—. Ha perdido mucha sangre y sigue inconsciente, pero confiemos en su fortaleza. Los próximos días serán cruciales.
—Eso son buenas noticias. Si me disculpan, entonces, ya me marcho —dijo Salvador. Ya en el umbral, dio voz a lo que desde el principio había estado pensando—: Me gustaría venir de vez en cuando a ver cómo sigue la recuperación de su hija, Enrique. Si usted me lo permite, claro está.
—Por supuesto —dijo amable—. Venga cuando guste. Ésta es su casa, disponga de ella. Nunca podré agradecerle bastante lo que ha hecho por nosotros.
—Quiero que sepa que no pararé hasta encontrar al culpable de este ataque —dijo aparentemente indignado—. Y pagará por esto. Déjelo de mi mano. No confiemos en la justicia en estos tiempos. Esto ha de ser ojo por ojo.
Francisca estuvo inconsciente cuatro días más. Y cada uno de ellos, Salvador pasaba para recabar nuevas tanto por la mañana al ir a la Finca del Río como por la tarde al volver al pueblo. El que no apareció, extrañamente, fue Raimundo.
La noche en que dispararon a Francisca, Raimundo llegó tarde a su cita y ella ya no estaba allí. Aun así, esperó: se dijo que quizá no había encontrado el momento para salir y pasar desapercibida. De hecho, eso mismo le había pasado a él. Su padre y Arriaga charlaron hasta tarde, fumando puros y tomando brandy, así que su salida se vio retrasada. Esperó una hora y otra y alguna más. Se apoyó contra aquel tronco que tantas veces le había cobijado y se durmió. No supo cuánto tiempo podía haber pasado, pero el alba empezaba a despuntar por el Este y no había señal de Francisca: no había podido escapar, sin duda.
Pensó que lo más práctico sería volver a casa antes de que todos despertaran, para no levantar sospechas, y aguardar a mejor ocasión, porque estaba seguro de que la habría. Pero aquella ocasión iba a tardar.
Todo cambió cuando al día siguiente oyó el rumor: habían disparado a Francisca Montenegro. Esa mañana las puertas correderas del despacho de Ramón se abrieron bruscamente.
—¿Qué has hecho? —El joven Ulloa entró como una fiera en el despacho de su padre y lo levantó de la silla tomándole por la pechera. Josechu Arriaga, que lo acompañaba, se levantó a separarlos.
—Pero ¿qué es esto? ¿Un hijo agrediendo a su padre?
—¿Qué habéis hecho los dos? —clamaba Raimundo mientras intentaba zafarse de la presa de Arriaga.
—¿Se puede saber de qué hablas? —preguntó Ramón.
—¿Que de qué hablo? ¿Cómo se puede ser tan cínico? Has ordenado matar a Francisca. De eso hablo.
Arriaga cerró su presión ante un nuevo intento de Raimundo de ir contra su padre.
—¿«Ordenado matar»? ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? —Miró interrogante a Josechu.
—Raimundo, tente. Eso es mentira —dijo Arriaga sin liberar su presa—. Vamos a calmarnos todos. Tu padre no ha mandado matar a nadie.
—¡Suéltame!
Arriaga relajó su presión y dejó ir a Raimundo.
—¿Ya te has calmado? —dijo.
—Sí —mintió el otro entre jadeos.
—Quiero que me escuches atentamente: nadie ha ordenado matar a Francisca, ¿me has entendido bien? —Raimundo asintió—. Lo que se ha ordenado ha sido advertirla. Y lo he ordenado yo.
—¿Cómo? —El joven no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—Si hubiera querido matarla, estaría muerta, no lo dudes.
Raimundo no podía ni siquiera hablar. ¿Qué era todo aquello? ¿Una novela por entregas? Aquello no podía estar pasando. Miró a su padre, que también permanecía callado y expectante.
—Es muy fácil, chico —prosiguió Arriaga con una calma increíble—. Me he cansado de dar oportunidades. —Miró a Ramón de frente y luego cambió su mirada a Raimundo—. Nadie se ríe de Josechu Arriaga, ¿me oyes? Esto es solo una muestra de lo que le puede pasar a esa muchacha si no te avienes a razones.
Raimundo iba tomando conciencia de quién era aquel personaje, pero no quiso arredrarse.
—El mundo es muy grande, Arriaga. Será difícil que nos encuentre.
—¿Eso crees? ¿Cómo he sabido entonces que pensabais huir anoche? ¿Cómo sabía dónde iba a estar? ¿Crees que no os encontraré en el último rincón del mundo?
Raimundo sospechó que aquello era cierto. Buscó a su padre, pero se dio cuenta de que aunque él no hubiera actuado, con su silencio consentía. Temía tanto a Arriaga que no se atrevería a hacer nada en su contra, y aquel ser abyecto no pararía hasta conseguir lo que quería. El joven supo que a Arriaga no le temblaría la voz a la hora de dar orden de matar a Francisca, y sintió cómo el miedo se clavaba en sus entrañas, seguido de un ansia por protegerla. Para salvar su vida solamente le quedaba una salida: obedecer, casarse con Amada. Supo que partirle el corazón a la mujer a la que realmente amaba era la única forma de salvar su vida. Y se rindió.