Capítulo 3
Para Francisca, aquel otoño estaba siendo mortalmente aburrido: las lluvias habían mermado mucho sus posibilidades de salidas al campo. Para Eduvigis, que había crecido siendo mucho más casera que sus hermanos, aquella obligación de quedarse en casa no suponía ningún problema. Mientras ella disfrutaba con sus muñecas, Miguel y Francisca se sentaban frente a frente en el alféizar de la ventana del salón a ver caer la lluvia, anhelando un claro que les permitiera escaparse.
Pero aquello parecía no tener fin. Llovía con tal rabia que se diría que se iba a acabar el mundo. Llovía como si al cielo no le importara que aquí abajo, en la tierra, hubiera seres que padeciesen el rigor de aquellas riadas que caían día tras día. Los ríos se desbordaban, arrasaban cosechas y arrastraban lo mismo ganado que personas. La Finca del Río fue una de las muchas en Puente Viejo que sufrieron los rigores de aquella furia de los elementos. Después de una primavera seca y de un verano de infierno durante los que la gente del campo levantaba su vista implorante, pidiendo la lluvia, su deseo se cumplió. Para su desgracia. Y aquellas aguas anegaron unas cosechas que ya de por sí preveían pobres.
El trigo de los Montenegro se pudrió en los campos que más parecían arrozales. La crecida del río ahogó muchas de sus cabezas de ganado. Las obras para la construcción de la nueva casa hubieron de interrumpirse ante la inclemencia y resultaron seriamente dañadas por la violencia del agua, que afectó incluso a los cimientos. Y encima, la economía de la familia había visto mermadas sus reservas de dinero de resultas de la adquisición de la nueva Finca del Río. Parecía que Dios ya no amparara a los Montenegro, y aquel cielo gris era como el futuro que Enrique veía para su familia.
Tras un otoño de riadas, el invierno tampoco perdonó y fue despiadado. Puente Viejo quedó aislado por la nieve y al colmado no llegaba el abastecimiento habitual. El pueblo no daba abasto para recoger las oleadas de braceros que llegaban en busca de refugio y caridad, así que el padre Clemente pidió ayuda a las dos familias importantes.
Si ya las estrecheces se habían instalado en La Casona, ahora aumentaron con la caridad de la familia. Esperanza no tenía valor para negar un trozo de pan a los braceros que acudían pidiendo un jornal a cambio de un trabajo de cosecha a todas luces innecesario. Ni tampoco para negarles un techo. De todas formas, los barracones que ocupaban en época de labor iban a estar vacíos, así que bien podían acoger a alguna familia necesitada. Sin embargo, hasta las mejores voluntades tenían un límite.
A oídos de todo el pueblo pronto llegaron las noticias de las dificultades de los Montenegro. Por supuesto, también a oídos de Ramón Ulloa, a quien la pérdida de la Finca del Río le estaba suponiendo serios desencuentros con su socio, Josechu Arriaga, que contaba para los negocios de ambos con las materias primas procedentes de aquella tierra. Josechu era hombre decidido y, al contrario que Ramón, no tenía nada que lo detuviera en su camino hacia la riqueza. Jamás contemplaba el fracaso como opción y estaba seriamente convencido de que podía comprar todo cuanto necesitara; solo era cuestión de acordar el precio, aunque este no fuera siempre dinero, como se había ocupado de dejarle muy claro a Ramón cuando negociaron el precio de su entrada en la sociedad con la que se enriquecerían en el negocio del ferrocarril:
Querido socio y amigo:
No es sin gran pesar que recibo tus noticias sobre la pérdida de la Finca del Río a manos de un labriego, que son, como tú y yo sabemos, los responsables del atraso de este nuestro país. Presumo que entenderás que esto supone un serio obstáculo en la cristalización de nuestros planes de negocio, pues no oculto que esa finca era parte esencial de tu aportación al negocio de los ferrocarriles, como la mía han sido los contactos políticos para conseguir la adjudicación del aprovisionamiento de materiales. Confío en que tus escrúpulos no te impidan encontrar una pronta solución al tema o me sentiré obligado, en aras de la bonanza de mis inversiones, a buscar otros socios más decididos a trabajar por el progreso de España.
Tuyo afectísimo,
Josechu Arriaga
La solución vino, creyó Ramón Ulloa, de manos de aquel revés del destino para los Montenegro. Después de varios meses sin frecuentar La Casona, Ramón se presentó la misma tarde en que recibió la misiva de Arriaga, desafiando a un frío viento cargado de nieve. Esperanza lo vio llegar y enseguida sospechó a qué venía, así que cuando oyó la puerta fue ella misma a abrir, sin esperar a que Leonor acudiera desde la cocina.
—Enrique está en el despacho. Pasa.
Montenegro estaba volcado sobre unos libros de cuentas y su expresión no era precisamente relajada. Llevaba horas haciendo números, pero no conseguía hallar una salida a aquel momento de penuria. Ramón le habló sin preámbulos.
—Yo puedo ayudarte, Enrique —dijo mientras se sentaba frente a su amigo.
—Ya sé yo cómo quieres ayudarme. Y tú sabes cuál es mi respuesta.
—Maldito cabezota. ¿Consentirás en arruinarte antes que dar tu brazo a torcer?
—¿Quién ha dicho que estoy arruinado?
—Todo el pueblo lo sabe, Enrique. Demasiada caridad, y la caridad trae la peste.
—Las dificultades no duran eternamente —afirmó Enrique, no demasiado convencido.
—Puede que más de lo que piensas. Este país anda muy atrasado. Los dos lo sabemos. Y lo que puede sacarlo de su atraso es la industria y no el ganado.
—A ver cómo te lo explico, Ulloa. Esa finca es más que un trozo de tierra para enriquecerse. Es el sueño de mi mujer y el mío.
—¿La quieres para no explotarla?
—Exacto. La quiero para dejarla como está. Tú la quieres para arrasarla.
—Sabía que eras un soñador, pero no tanto —dijo el otro con sorna.
—Llámame lo que quieras, pero no la tendrás, Ramón. Es mi última palabra.
—Si cambias de opinión, ya sabes mis condiciones.
—No cambiaré. Se lo puedes asegurar a tu socio. Que tengas un buen día.
Con los meses, en La Casona empezaron a escasear las reservas de alimentos. Habría podido aguantarse el duro invierno si las únicas bocas que alimentar hubieran sido las de la familia, pero había demasiadas otras que dependían de ellos, de su caridad. Y esta acabó por no ser suficiente.
Así que una tarde Esperanza se ciñó su mantón y atravesó el patio hasta los graneros. El frío era tan intenso y pesaba tanto que costaba respirar, y la nieve tan espesa que caminar en plano era como subir una montaña. Pero tenía que decirlo. Tenía que decirle a aquella gente que ya no podían seguir viviendo de su caridad. Ella había sido la responsable de haberlos acogido y ella debía solucionar aquello.
El espectáculo que vio al entrar al edificio era desolador: varias decenas de personas se hacinaban huyendo de la nieve; los niños extrañamente quietos, pegados a sus madres; caras afiladas, sin apenas piel y con la triste mirada de los derrotados. Y ese olor. Un tremendo olor a podrido, a falta de aire y de higiene. Y Esperanza, la Brava, se quebró. Todos los argumentos que venía a exponer, su convicción para decirle a aquella gente que tenía que irse porque allí ya no quedaba nada se desmoronó. Cuando se giró, vio a Enrique tras de sí. Él la tomó por el hombro y levantó la voz.
—Mi esposa ha venido a deciros algo, pero prefiero hacerlo yo mismo. —Aquellas caras se volvieron hacia él, que tomó aliento y prosiguió—: Hemos hecho lo que hemos podido hasta que hemos podido, y ya no nos queda nada. Nuestra despensa está vacía. Apenas queda para que nuestros propios hijos pasen el invierno. Podéis cobijaros aquí, pero tendremos que hacer lo que hasta ahora nunca hemos hecho: negaros algo de comida. —Todos se miraron entre sí. Podían esperarlo, pero las malas noticias siempre llegan demasiado pronto—. Podéis ir a Puente Viejo. El ayuntamiento está ayudando a otros braceros. Nosotros no podemos hacer nada más.
El capataz, uno de los que más tiempo llevaban trabajando para los Montenegro, se alzó y se acercó a Enrique.
—¿Cómo no vas a tener, Montenegro? ¡Mata alguna oveja! —pronunció con la rabia que da la desesperación.
—Sabes dónde están mis ovejas, Rafael. Muertas, igual que las vacas. Y te lo digo porque sé que será lo siguiente que menciones.
—Si no nos lo das, lo tomaremos por la fuerza. Lo sabes. —Su voz era amenazante.
—No hay nada que tomar —dijo tranquilo—. Pero te aseguro que como entres en mi casa comida no hallarás, y te arriesgas a recibir una perdigonada. ¿No os hemos dado ya suficiente? —preguntó Enrique en alto—, ¿tengo que quitárselo a mis hijos para dárselo a los vuestros?
Después de aquello, ambos volvieron a la casa. Esperanza puso la cena a sus hijos y su marido: unas gachas hechas con harina de almortas que los tres odiaban con todas sus fuerzas. Ella, como casi siempre, no cenó. Había adelgazado en los últimos meses; su cuerpo ya no tenía las redondeces de antaño y en su cara aparecieron ángulos que desconocía hasta entonces.
Cuando todo el mundo se hubo dormido, Enrique bajó al salón. Tomó su escopeta, se sentó en la cocina frente a la puerta trasera y esperó. Era una noche sin nubes, de luna llena, y su reflejo sobre la nieve le daba una claridad casi de amanecida. Cualquier cosa que se hubiera movido la habría detectado rápidamente la atenta mirada de Enrique. Pero la calma reinaba. Y pasó la noche. Empezaba a rayar el alba, cuando escuchó unos pasitos livianos a su espalda. Francisca siempre era la primera de los niños en despertarse en aquella casa y en bajar a la cocina a buscar a su madre. A Esperanza le gustaba darle el desayuno a sus hijos, lo que a tata Leonor le dejaba tiempo para otros quehaceres.
—¡Hola, padre! —saludó sorprendida—. ¿Dónde está madre?
—Es temprano, Chiqui. Déjala dormir un rato más.
Enrique escuchó el chirrido de los goznes del granero. Y una tras otra empezaron a desfilar unas figuras encorvadas sobre la nieve: madres con hijos en sus brazos, hombres con hatillos a sus espaldas.
Una sola de aquellas figuras se dirigió a la casa. Avanzó pesada y abrió la puerta trasera.
—Francisca, sal de aquí —apremió Enrique a su hija—. Corre con madre.
Pero la niña no se movió y vio cómo el hombre que acababa de traspasar el umbral de su casa levantaba los brazos.
—Vengo en son de paz, señor —dijo Rafael—. Sabía que le encontraría de vigilia. Tiene usted razón. Nos vamos. Pasaremos como podamos hasta la primavera. Y llamaremos a su puerta para trabajar.
—Veremos en primavera, Rafael.
—Nos veremos. —Rafael se quitó su gorra, extendió la mano y solo añadió—: Gracias.
Luego caminó tras los suyos.
Enrique se sentó pensativo en la cocina. Francisca subió a sus rodillas y él la acogió sin ser demasiado consciente de la presencia de su hija. «Rafael siempre ha sido un buen hombre», se dijo, y le dio vértigo pensar que en aquellas condiciones de penuria, cualquiera de los dos hubiera sido capaz de matar por proteger a los suyos. Aquel tiempo estaba dejando a la gente sin esperanza y cuando no hay esperanza, poca es la compasión que puede esperarse. Entonces sí que Enrique miró a su pequeña y supo que tenía que seguir adelante por ella, por sus otros dos hijos y por su esposa, de la que había aprendido que había que ser caritativo con los que lo necesitan.
—¿Vamos a despertar al lirón de tu madre? —dijo haciendo cosquillas a su hija—. Vamos a ver si ha criado pollos de tanto dormir.
—¡Vamos! —dijo la niña antes de salir corriendo escaleras arriba.
Francisca irrumpió en tromba en la habitación de sus padres y saltó en la cama para arrebujarse contra su madre, que apenas se movió. Cuando Esperanza oyó entrar a su marido, le hizo un gesto de que se acercara y le habló muy bajito al oído.
—Llama al médico, Enrique.
Él se asustó. Era cierto que Esperanza estaba más delgada, pero nunca había estado tan demacrada.
—Ve a despertar a tus hermanos y bajad a que la tata os dé el desayuno —le dijo a su hija.
—¡No! ¡Estoy buscando los pollos! —protestó.
—Francisca, obedece —pronunció seco. Y la niña saltó como un resorte en dirección a las habitaciones de sus hermanos.
—¿Qué sucede, mi amor?
—No lo sé, he ido a levantarme y las piernas no me sujetan.
Enrique llevó la mano a la frente de su mujer y se asustó. Estaba ardiendo.
Fueron muchos los días de angustia que siguieron a aquella mañana larga en la que el médico tardó en llegar. Esperanza no era el único caso de una epidemia de cólera que vino como la lógica hermana de la hambruna. Puente Viejo y La Puebla habían sufrido los efectos del azote y el doctor Salinas no podía con tanto, como les ocurría a la mayoría de los médicos del país. En un principio, la epidemia comenzó en las ciudades, por sus escasas condiciones de salubridad, pero con la huida de sus pobladores hacia el campo, la llevaron consigo. Y llegó a Puente Viejo.
Tata Leonor intentaba paliar los efectos de aquel virus sobre cuyo tratamiento ni los médicos lograban encontrar un acuerdo. El doctor Salinas no la desautorizó cuando le suministraba los mismos cocimientos de hojas de nogal que tomaban los niños cuando tenían diarreas. No estaba seguro de su efecto, pero tampoco lo estaba de la conveniencia de su tratamiento de sangrías para depurar la sangre, puesto que la paciente, lejos de mejorar, empalidecía y se debilitaba día tras día.
El médico desaconsejó la permanencia de cualquier miembro de la familia en la habitación de Esperanza, puesto que igual que no tenía la cura exacta de la enfermedad, también desconocía la forma de su contagio. Aun así, si bien los niños dejaron de ver a su madre, Enrique permanecía día y noche al lado del lecho de la enferma. Tata Leonor instaló un altarcito en el tocador de caoba y mantenía siempre velas encendidas a todos los santos que allí colocó, sin que Enrique tuviera fuerzas para impedirlo. Prefería, en aquel caso, conceder el beneficio de la duda a la fe de aquella mujer en santos y conjuros.
Esperanza pasó aquellos días en una nebulosa semiinconsciente de la que solo salía cuando su cuerpo la obligaba a despedir alguno de sus humores. En una de sus visitas cotidianas, el doctor Salinas vino con el padre Clemente.
—Enrique —pronunció tocando su hombro—, Esperanza debería ponerse en paz con Dios por lo que pueda pasar, hijo mío.
—Ella no es mujer de iglesia, padre, usted lo sabe.
—En estos momentos, Dios sabrá perdonar esa falta.
—Haga como usted estime, páter. Pero no sé qué diría ella si estuviera con sentido.
—Mi obligación es salvar su alma, incluso contra su voluntad.
Montenegro carecía de toda fuerza para debatir sobre salvaciones, voluntades divinas y obligaciones de los sacerdotes, así que dejó que el padre Clemente llevara a cabo su ritual sin prestar atención a nada salvo al rostro anguloso e inerte de Esperanza.
El cura salió de allí sin que el estado de la mujer hubiese cambiado un ápice, y Enrique se durmió agotado. Un tacto suave sobre su mano le despertó y cuando abrió los ojos vio a Esperanza, que con su dedo índice sobre los labios le pedía que no hiciera ruido: Francisca se había colado en la habitación y dormía al lado de su madre. Cuando él hizo un amago de despertarla para sacarla de allí, Esperanza se lo impidió.
—Déjala. Duerme tranquila.
—¿Estás mejor? —le preguntó a su mujer. Una sonrisa triste fue la única respuesta.
—Enrique, no quiero cementerios.
—Esperanza, no digas…
—Déjame acabar. No me queda mucho tiempo —aseguró en voz baja para no despertar a su hija—. Quiero estar debajo del roble. Sin cruces. En la finca. —Él intentó tragar sus lágrimas, pero no lo consiguió—. Cuando me haya ido, sigue viviendo, Enrique. Cuando dudes, mira a esta pequeña a los ojos.
—Es igual que tú.
—Igual de brava. —Esperanza sonrió—. Miguel será tu ayuda y Eduvigis, la ternura. Pero con cuatro años Francisca ya es la más fuerte. Nada la detiene.
El aire empezaba a faltarle, sus labios se iban resecando y el color de sus mejillas ya era más que macilento. Esperanza comenzó a respirar cada vez con mayor dificultad, y Enrique aferró su mano, que ella apretó con las últimas fuerzas que le quedaban. Durante unos minutos, la Brava intentó fintar a la muerte, pero esta acabó por alcanzarla. Con su último aliento solo pudo pronunciar tres palabras:
—Te quiero tanto. —En la última sílaba, la presión de su mano sobre la de Enrique cedió y una quietud de plomo detuvo en aquel cuarto el aire y el tiempo. Francisca, que se había despertado, miró a su padre con unos ojos enormes y, en silencio, abrazó a su madre. No lloró.