Capítulo 12

A Francisca ya no le apetecía regresar a la finca, ni trepar al nogal, ni sentarse bajo las ramas del roble. Demasiados recuerdos de Raimundo que se le clavaban en el corazón y no dejaban de dolerle.

Mes tras mes, los obreros de Arriaga y Ulloa continuaron devastando la ladera de la montaña, que iba perdiendo la frondosidad de sus bosques. Josechu Arriaga parecía haber fijado su residencia en Puente Viejo, y tata Leonor decía que los obreros que trabajaban en la finca estaban muy descontentos con las condiciones laborales que había impuesto el vasco, y con sus salarios. No era de extrañar. Aquélla resultaba la tónica general en un país al que las políticas de su reina, Isabel II, no lograban sacar de su atraso. Arriaga no era sino uno más de entre los miles de empresarios que utilizaban sus contactos políticos para obtener contratos jugosos en el intento de modernización del país mediante el ferrocarril o la construcción de un canal de agua para Madrid. Aquellos empresarios, como Arriaga y su cómplice Ulloa, se enriquecían a costa de pagar salarios míseros por trabajos a destajo, y el vasco no dudaba en aplicar en Puente Viejo las mismas medidas represoras que en sus fábricas. Ése era el motivo por el que pasaba tan largas temporadas en el pueblo. Arriaga desconfiaba seriamente de que Ramón, con su carácter blando, pusiera la tensión suficiente que aquel trabajo requería.

Muchos de los temporeros de los bosques de la finca pasaban de vez en cuando por La Casona a ofrecerse para faenas del campo, pero Enrique les contestaba que no necesitaría gente hasta que llegara la cosecha. Aquellos obreros eran una muestra de lo que en realidad pasaba en todo el país y se estaba extendiendo también a las colonias de ultramar.

Quizá fuera ese ambiente de descontento lo que hizo que Críspulo se marchase de Puente Viejo. Francisca había pensado en ir a hablar con él algún día que cabalgara por la Finca del Río y preguntarle por Raimundo, que tampoco había aparecido por La Traba con el final de su segundo año académico, pero a partir del mes de agosto no volvió a verle al lado de su padre. Gracias a Leonor —que a su vez lo supo por Catalina—, la joven se enteró de que el mayor de los Ulloa había salido del pueblo para hacer carrera militar y no volvería en un tiempo. Le extrañó aquella repentina vocación del hermano de Raimundo, que siempre había sido un joven tranquilo y más dado al estudio que a la vida de campo; y le extrañaba mucho más aún en tanto que, de los dos hermanos, él era quien estaba llamado como primogénito a seguir con los negocios de los Ulloa y a heredar el grueso de su fortuna. De un modo u otro, el caso es que también esa posibilidad de hallar respuestas se esfumó ante sus ojos, igual que iba desapareciendo y cambiando poco a poco el paisaje que tan bien conocía.

Y es que, a partir de cierto momento, las tareas se intensificaron en la Finca del Río. Eduvigis contaba que cada semana llegaban al pueblo nuevos obreros destinados a los trabajos de la empresa Arriaga y Ulloa, y Francisca veía con sus propios ojos cómo la devastación de los bosques se aceleraba sobremanera. La fila de carros que salían cargados con troncos había aumentado su frecuencia y siempre se hallaba en el campo de trabajo uno de los dos dueños de la empresa, para forzar que todo se hiciera con diligencia.

Hasta que una tarde, toda la actividad en la ladera se paralizó.

Soplaban fuertes rachas de viento: el sentido común dictaba parar los trabajos de tala y esperar a que el vendaval amainara. También Francisca y Enrique, junto con Rafael y algunos braceros, se apresuraron a reunir el ganado para refugiarlo en los corrales. Aquel viento, a pesar de su fuerza, no conseguía disipar unas nubes de tormenta que se acercaban y se hacían cada vez más densas y plomizas. En medio del ulular escucharon el traqueteo acelerado de las ruedas de un carro que se aproximaba a toda prisa, con uno de los obreros en el pescante. Cuando pasó junto a ellos rumbo a La Traba, Enrique pudo ver a Ramón Ulloa tumbado en su interior, con la cara ensangrentada y las ropas llenas de polvo. Detrás del carro llegaba Arriaga, tan rápido como podía avanzar una montura casi hundida bajo el peso del jinete.

—¿Qué ha ocurrido, Arriaga? ¿Puedo ayudar?

—Un desgraciado accidente, Montenegro. Un tronco ha caído encima de Ramón. Está maltrecho —dijo sin refrenar a su caballo, y siguió trotando en pos del carro que llevaba a su socio.

Luego se supo que Arriaga había ordenado proseguir con los trabajos a pesar de que la fuerza del viento lo desaconsejaba. Ramón y él mantenían una fuerte discusión cuando la fuerza del viento dio la puntilla a uno de los troncos que estaban talando, el árbol cedió en su resistencia antes de lo debido y cayó sin que nadie pudiera evitarlo. Arriaga lo vio venir y avisó a Ramón, pero cuando este se giró y quiso saltar, toda aquella masa se le vino encima y lo sepultó bajo el peso de sus ramas.

Ramón pasó varios días en cama. Su espalda resultó dañada y su pierna derecha sufrió una fractura a la altura del muslo. El doctor Salinas no temía por su vida, aunque sí por la posibilidad de que volviera a caminar. Entablilló la pierna y aconsejó reposo para la espalda. Por suerte, no se cumplieron los peores presagios: Ramón se recuperó satisfactoriamente y a las dos semanas volvía a caminar con la ayuda de un bastón, aunque no sin cierta dificultad. Tenía dolores, pero el doctor Salinas le recetó láudano y le dijo que el padecimiento era normal y que desaparecería con el tiempo. En todo caso, el láudano le ayudaría a sobrellevarlo. Lo que sí desaconsejó el médico fue que montara a caballo por una larga temporada, así que Josechu Arriaga quedó como responsable de los trabajos.

Así fueron transcurriendo las semanas: los dolores no remitían, y el carácter de Ramón se agriaba. El padecimiento lo sumía en un enfado constante, nutrido además por la inactividad y porque los días pasaban y veía que ni su espalda ni su pierna cobraban fuerzas como para librarle de aquella inactividad forzosa. La perenne y resentida presencia de Isabel no contribuía en nada a facilitar las cosas. Y por si todo esto no fuera suficiente, el doctor se negaba a aumentar la dosis de láudano, por miedo a que pudiera crear dependencia en el paciente.

Aun así y contra lo que Francisca había estado rogando, ni siquiera aquella enfermedad de Ramón trajo a Raimundo a La Traba.

La Finca del Río continuó cambiando de rostro e igual fue cambiando ella: una y otra se empeñaron en mostrar sus ángulos más áridos, en reforzar su carácter para adecuarlo a la dureza de los tiempos. La pequeña de los Montenegro siguió recordando las promesas incumplidas, aunque se empeñara en reprimir su recuerdo. Cambió, creció por fuera y por dentro.

Tampoco Raimundo era feliz: tras tiempo sin tener noticias de Francisca, pensó que lo mejor era tomar distancia y se negó a volver a Puente Viejo incluso durante las vacaciones de verano de su segundo curso, que prefirió pasar en Salamanca, solo la mayor parte del tiempo, sin mucha más compañía que la del vino en el que había encontrado su refugio y su lugar para el olvido. Ramón e Isabel tampoco le presionaban para que volviera, pues vieron en aquella lejanía una buena señal de que Raimundo, por fin, se estaba olvidando de Francisca.

Así pasó aquel segundo verano, y llegó otro invierno: poco más de dos años hacía desde la última vez que Raimundo y ella se vieron, cuando las malas nuevas le trajeron de vuelta a Puente Viejo. Solo una nueva desgracia forzó que Ramón requiriera la presencia de Raimundo en La Traba. En una carta misteriosa, carente de toda explicación, Ulloa apremió a su hijo a que acudiera a casa a los cuatro meses de iniciar su tercer curso académico. Y Raimundo volvió, desafiando los caminos que desaparecían bajo la última gran nevada del año.