Capítulo 11
Francisca ocultó la visita de Raimundo igual que ocultó el primer beso que se dieron, pero lo que no podía ocultar era la felicidad de su rostro ni sus ensimismamientos durante las jornadas de trabajo en los campos con su padre. Enrique atribuía ambas cosas a los procesos lógicos de la edad adolescente en la que entraba Francisca. Y ella, a pesar de admirar, respetar y querer a su padre, no se sentía cómoda dando voz a unos sentimientos que cada día tenía más claros, aun cuando los percibía como prohibidos. Sentía pudor ante la sola posibilidad de decirle a su padre lo que pasaba en su corazón.
Enrique sabía que era feliz por haber recuperado a su amigo y consideraba normal que siguiera reuniéndose con él, que cabalgaran juntos y solos como siempre lo habían hecho. La idea de que su hija se hubiera enamorado estaba tan lejos de su cabeza como la Tierra de la Luna.
Por el contrario, la tata sí se daba cuenta. De hecho, lo sabía desde el principio, desde que eran dos niños y veía sus enfados infantiles. Lo aprobaba, y desde luego había callado aquella noche en la que había visto a Raimundo alejarse de La Casona. Pero del mismo modo que sabía que Raimundo y Francisca estaban destinados a pasar juntos toda su vida, sabía que Eduvigis también sentía algo por el chico. Y sabía que aquella competencia entre las dos hermanas por el mismo territorio no traería nada bueno.
Al fin llegó septiembre y el momento de la partida de Raimundo a Salamanca. Francisca y él habían pasado juntos el frío del final del invierno y las carreras al galope hacia La Brava; los paseos y las risas de la primavera; las escapadas a la charca del convento con la llegada del verano… Aquellos nueve meses habían sido tan intensos y felices que habían valido casi una vida. Además, el añadido de la clandestinidad que Ramón había reclamado a su hijo en aras de salvaguardar la relación de las iras de Isabel y de los cotilleos del pueblo había añadido un cierto ingrediente excitante a sus paseos en público, que aumentaba en los escasos y castos encuentros furtivos y en solitario.
Raimundo partió a Salamanca con la promesa de escribir todos los días y ella, la de contestar de inmediato. Para ahorrar su presencia a Isabel, la chica no pudo ir a despedir al menor de los Ulloa a la diligencia de Puente Viejo, pero sí pudo cabalgar hasta cruzarse con el coche en el camino hacia La Puebla. Ajustó el galope de Jara a la velocidad de la diligencia y tendió la mano hacia el joven, que durante unos momentos la mantuvo apretada con fuerza en la suya, hasta que el paso del tiro de caballos dejó a Francisca atrás y hubieron de separarse. Ambos quedaron con el recuerdo del calor de la mano del otro, y el convencimiento de que, aunque hubiera un océano de por medio, seguirían amándose por siempre.
Unos días después, Francisca caminaba por el sendero que llevaba hacia el pueblo. Esos inicios del mes de octubre conservaban algo del calor del veranillo de San Miguel y a los lados del camino aún quedaban algunas moras maduras y brillantes que iba picoteando mientras avanzaba entre las vallas de piedra que limitaban los prados colindantes.
Iba de camino a Puente Viejo en busca de un encargo de la tata Leonor, y algo más; algo que nadie podía elegir por ella. No quería escribir a Raimundo en un papel corriente, quería algo especial: algo tan blanco y suave que casi cegara la vista porque se le antojó que así podría quedar disimulada su descuidada caligrafía. La de su hermana era tan perfecta… Redonda, clara y tan decorada que algunas letras parecían gárgolas de una catedral barroca. Pero la suya no, y eso, en una señorita, no estaba bien. Porque algo había cambiado en Francisca de unos meses a entonces: había nacido la voluntad de ser una señorita. Claro que conservaba su espíritu indómito, su amor por el campo y las cabalgadas, y disfrutaba con el trabajo de la finca acompañando a su padre, pero quería hacer por sí misma aquello que a todo el mundo negaba cuando le insistían. Puede que porque lo sintiera o puede que simplemente porque habían dejado de pedírselo, el caso es que Francisca, a sus casi catorce años, se estaba convirtiendo en una señorita.
Habían pasado dos semanas desde la marcha de Raimundo y era extraño que no hubiera escrito ni siquiera una nota, aunque estaba convencida de que andaría muy ocupado con sus clases, descubriendo cosas nuevas. Seguramente en ese primer momento los estudios le dejaban poco tiempo para escribir. «Ya se asentará —pensaba—, y dará noticias».
Al llegar a la plaza de Puente Viejo, Francisca vio una de las berlinas de los Ulloa. El escudo heráldico en el lustroso esmalte de la portezuela, pintado allí por mandato de Isabel, hacía inconfundible cualquiera de los coches de caballos de la familia. A Francisca le dio un vuelco el corazón y, contra toda lógica, su esperanza le dijo que quizá hubiese vuelto Raimundo, aunque enseguida su emoción se truncó en una desagradable inquietud al pensar que la que podía estar dentro del coche fuera Isabel. La portezuela se abrió y quien salió del carruaje fue un joven alto, bien parecido, que se acercaba a ella con pasos firmes, no exentos de delicadeza.
—¡Cuánto tiempo sin verte, Francisca! —dijo con tono cercano, antes de besar su mano con una leve reverencia.
—Buenas tardes, Críspulo. ¿Qué haces por Puente Viejo?
—Por mandato de mi padre, vengo a recoger a su socio y a su familia. Vienen a hacernos una visita y llegan en la próxima diligencia. ¿Y tú?
—Vengo al colmado a hacer unos mandados de la tata y a comprar… —Francisca se detuvo. ¿Para qué revelar la razón real de su paseo hasta el pueblo?—. Y a comprar —concluyó.
Desconocía cuánto sabía Críspulo al respecto de los sentimientos que habían surgido entre Raimundo y ella, pero comoquiera que existía aquel código de silencio sobre la verdadera naturaleza de su relación, decidió callar. Quería preguntar por Raimundo, aunque no hizo falta. Críspulo, dicharachero y comunicativo, se lanzó antes de que le diese tiempo a plantearlo siquiera.
—Ayer recibimos noticias de Rai.
—¿Y qué cuenta? ¿Se adapta bien a la ciudad? —preguntó ansiosa.
—Está muy contento con su nueva vida. Le gusta la residencia y tiene un nuevo amigo, un tal Melquíades, con el que comparte cuarto. Y supongo que además de cuarto, compartirá también alguna juerga —dijo confidente—. Ya sabemos cómo es la vida de estudiante.
—Claro, sí —murmuró Francisca, distraída por los pensamientos que aquellas pocas frases de Críspulo habían hecho aflorar en su cabeza. Raimundo había tenido tiempo de escribir a su familia, pero no de escribir siquiera una nota para ella. Y en los pocos días que llevaba fuera ya había encontrado un amigo y se iba de juerga. Desde luego, mucho no parecía echarla de menos—. Perdóname, Críspulo. He de ir a hacer los encargos.
—Claro, ve, no quiero retrasarte.
—Me alegro de verte —dijo mientras se dirigía a su destino.
—Yo también —contestó el muchacho con una leve inclinación de cabeza.
Francisca entró al colmado. Detrás del mostrador, Pedro —el hijo del dueño, un niño de unos doce años— alcanzaba a su padre unos rollos de paño de lana que colocaba en estanterías subido a una escalera. Hipólito Mirañar se giró y miró a Francisca por encima de sus gafas de media luna.
—Buena tarde, señorita Montenegro. ¡Qué honor verla por aquí! —dijo mientras bajaba servicial de la escalera—. ¿Se encuentra bien su encantadora hermana?
—Sí, don Hipólito. Perfectamente.
—Me extraña verla a usted y no a ella, pero me tranquiliza saber que se encuentra en buen estado. ¿En qué puedo servirla?
—La tata me dio esta lista para que nos la sirva en La Casona.
—Perfecto. Mañana mismo se la llevará Pedrito —dijo mientras echaba un vistazo al papel que le había tendido Francisca—. ¿Desea alguna cosa más?
Tras la noticia recibida de labios de Críspulo, no sabía si valía la pena comprar lo que había venido a buscar, aunque de pronto pensó que si la carta que escribió a su familia había llegado el día anterior, quizá la suya no tardaría en hacerlo.
—Sí —contestó sintiéndose tonta por su desconfianza—. Quería papel para carta, el más bonito que tenga.
—Enseguida. —Se dio la vuelta y tomó un paquete envuelto en un papel de seda azul de un armario que había a su espalda. Abrió una de las esquinas y apareció un papel de un blanco cegador que contrastaba con la intensidad añil de su envoltorio. Lo tendió hacia ella. Francisca lo tocó y notó su suavidad al tacto. Era justo lo que quería.
—Me lo llevo.
—Perfecto. Es el mejor que tengo. —Se inclinó hacia Francisca y le susurró—: Es el que usa doña Isabel de Ulloa para su correspondencia, pero a usted se lo dejaré a mejor precio. Necesitará también unos sobres, ¿no es cierto?
—¿Sobres?
—Sí, claro. La moda ahora es utilizar sobres. Lo de poner lacre para cerrar la carta sin sobre ya no se lleva, señorita Montenegro. El lacre se usa solamente para cerrar el sobre.
—De acuerdo. Me los llevaré también.
—Perfecto. A juego con el papel —dijo envolviendo todo en un pliego basto que no hacía honor a su contenido—. Son cincuenta céntimos todo, pero déjeme hacerle un pequeño obsequio. —Buscó en el cajón del mostrador y sacó un frasco de cristal lacrado en su embocadura—. Éste es un perfume que acabamos de recibir. Es flor de azahar. Permítame que se lo regale: una misiva escrita en este papel bien merece ser perfumada, sobre todo si en él se escribe la carta de amor de una bella jovencita.
—No es para una carta de amor —se sorprendió a sí misma mintiendo, rauda en su palabra.
—Bueno, el perfume también sirve para que una bella jovencita encuentre el amor —sonrió—. Úselo sobre su piel en los lugares donde late el pulso.
Francisca tomó el frasco y le dio las gracias.
—Presente mis respetos a su padre y a su hermana —dijo el tendero desde la puerta.
—De su parte, don Hipólito —se despidió Francisca, y se encaminó fuera del pueblo hacia La Casona.
Poco llevaba andado cuando escuchó la rueda de un carruaje en el camino: era la berlina de los Ulloa, que iba de vuelta a La Traba con varias voluminosas maletas y arcones sobresaliendo de su techo. Críspulo mandó parar al cochero e invitó a subir a Francisca.
—Te acercamos a La Casona. Sube con nosotros.
A Francisca no le apetecía demasiado, pero no quiso ser descortés y acabó aceptando. En el interior del coche de caballos se hallaba aquel hombre enorme; ese al que Francisca vio una vez de lejos desde lo alto del nogal y al que su padre contaba que había abatido de un puñetazo. Sin duda, aquel gigantón que ocupaba casi totalmente uno de los asientos era el socio de Ramón Ulloa, Josechu Arriaga. A su lado, una joven de la edad de Francisca casi desaparecía oculta por la envergadura del gigante. Enfrente, una mujer de edad madura se sentaba al lado de Críspulo, que se desplazó hacia el centro del asiento y dejó un hueco a Francisca.
El mayor de los vástagos Ulloa hizo las presentaciones oportunas: la mujer era Maite de Arriaga, esposa de Josechu, y la joven era Amada, su única hija. Las dos chicas quedaban frente a frente en el exiguo espacio del interior. A la Montenegro, Amada le recordó mucho a su hermana Eduvigis, con los ojos claros y la tez blanca, pero a diferencia de Edu, que lucía unos saludables coloretes en sus pálidas mejillas, el rostro de Amada carecía de brillo y sus enormes ojos estaban enmarcados por unas ojeras de un suave violeta. A pesar de todo, era muy bonita y esbozó una gentil sonrisa cuando Críspulo las presentó. «Y huele muy bien…», pensó Francisca.
Nadie habló durante el corto trayecto que compartieron, pero ella no quitaba ojo a Amada y notó cómo el rostro de la joven pasaba de la palidez casi a la transparencia, fruto de un malestar que la chica se esforzaba en disimular. Hacía calor y la menor de los Montenegro abrió una de las ventanillas de la berlina. Le daba la sensación de que Amada se estaba quedando sin aire. La otra sonrió agradecida ante la idea.
—Si bajas esa ventanilla, entrará el polvo del camino, niña —dijo Maite seca—. Súbela.
—Creo que ella necesita algo de aire, ¿no es así?
—Sí, gracias. No me encuentro bien, madre.
La voz de Amada era suave. «Es lógico que le falte el aire —pensó Francisca—, con ese vestido cerrado hasta por debajo de la barbilla y la cintura encorsetada». Estaba elegante, pero no era el atuendo más adecuado para soportar el traqueteo de los caminos con los restos de aquel calor tan poco habitual a esas alturas de octubre.
Cuando avistaron el principio del arco de olmos que inauguraba la subida a la colina de La Traba, Francisca insistió en apearse allí —«No hace falta que me lleves hasta casa, iré andando, de verdad»—, se bajó y se despidió de Críspulo y sus acompañantes. Amada hizo un leve gesto de adiós con su mano, al que Francisca respondió de igual manera.
Fue pensando en Raimundo todo el camino, dándole vueltas a esa carta suya que debía de estar a punto de recibir, pero al llegar a La Casona no había ninguna carta para ella sobre la consola de la entrada, como tampoco la había habido en los últimos días, y se sintió como una idiota con su paquete de papel y sobres en la mano. Subió a su habitación y lo metió en el cajón de la cómoda, debajo de la ropa interior. Había sido una tontería comprar aquello. Raimundo había empezado temprano a olvidarse de ella.
Cuando la tata la llamó para que bajase a cenar, Francisca dijo que no tenía hambre y que prefería quedarse sola en su cuarto.
—¿Qué tienes, chiquilla? —dijo Leonor tomando su barbilla con la mano.
—Nada, tata. Estoy cansada.
—Esa cara no es de cansancio. Cuéntame lo que te sucede —dijo sentándose en la cama de la joven, a su lado.
Francisca no era muchacha acostumbrada a admitir derrotas, pero la falta de noticias de Raimundo estaba siendo un golpe demasiado duro de soportar, aunque también se preguntaba si no se estaría equivocando y juzgándole con excesiva dureza. Le contó a la tata Leonor su conversación con Críspulo en la plaza de Puente Viejo y mientras narraba, las lágrimas iban aflorando a sus ojos.
—Nadie llora así por un amigo, hija mía. Nada duele más que el mal de amores, y eso es lo que tú tienes.
—¿Tú cómo lo sabes?
—Porque te conozco, Francisca. Y sé que una mujer se preocupa por una carta que no llega cuando ama a quien tiene que escribirla. Sobre todo cuando Raimundo hace solo quince días que se fue. ¿No te impacientas demasiado pronto?
—Y ¿qué hago, entonces?
—Escucha bien a tu tata, niña. Quizá en otro momento no pueda darte un consejo, pero creo que ahora sí puedo hacerlo. La solución es bien simple. ¿No has comprado papel para escribirle?
—Sí, pero no sé si debo. Se ha olvidado de mí.
—Claro que debes. Toma ese papel y una pluma y escríbele.
—Pero no sé dónde hacerlo. No sé ni dónde para. Esperaba su carta para contestar al remite.
—¿Ése es todo el problema?
—No puedo preguntarlo en su casa, tata. Nadie me lo daría —dijo sintiendo que la solución no iba a ser tan fácil.
—Deja que yo te ayude en eso, pero has de escribirle. Aprende esto como una lección en la vida: el orgullo no debe causarte dolor. Tú eres orgullosa y has sufrido por ello. ¿No te has dado cuenta aún?
—Pero ¿y si le escribo y no quiere saber de mí? ¿Y si me dice eso?
Leonor sabía que aquella inseguridad era nueva en Francisca y, desde luego, muy fuertes tenían que ser sus sentimientos para que aquella jovencita, que era un terremoto imparable cuando quería algo, dudara de aquella manera.
—Si eso sucede, y no creo que lo haga, será mejor que empieces a olvidar cuanto antes, niña.
—Pero me da mucha pena olvidarle, tata.
—Escribe, entonces, y ya me enteraré yo de adónde tienes que mandarla. Confía en mí.
Por primera vez desde que comenzó aquella conversación, Francisca se tranquilizó y esbozó una sonrisa.
—Voy a ello —dijo levantándose de la cama y yendo al cajón a recuperar sus hojas.
—Después de la cena y con calma, señorita —dijo Leonor con un tono de suave orden.
—Vale, tata. Después de la cena. —Y sonrió—. Gracias por tus consejos.
—Y te daré otro más. No escribas reproches. A los hombres no les gustan los reproches.
Tras la cena, Francisca se sentó en el salón, en la mesita junto al ventanal ante el que Esperanza solía sentarse a coser, con sus folios, un sobre y el pequeño frasco de perfume que le había regalado don Hipólito. Aún no sabía si lo usaría, pero prefirió tenerlo cerca. Escribía despacio, cuidando una letra que había mejorado muy poco con los años y las prácticas impuestas por don Julio. Era una actividad que odiaba, pero que en este caso resultaba liberadora.
«Querido Raimundo», empezó a escribir, y se quedó pensando cuál sería la mejor forma de continuar. La lógica le decía que debía justificar aquella carta como consecuencia de la ausencia de noticias de él, pero la tata le había dicho que no escribiera reproches y aquello, sin duda, lo era.
Miraba por la ventana viendo cómo se alzaba la luna y tan ensimismada que no sintió acercarse a Eduvigis.
—«Querido Raimundo» —la oyó decir, y se giró ante el sonido de su voz—. ¡Vaya! ¿Cómo le va en Salamanca?
—No lo sé —contestó Francisca a su hermana.
—¿Cómo que no lo sabes? ¿Acaso no contestas a su carta?
—No. Le escribo yo.
—Pero, hermana, ¿sin que él lo haya hecho antes? No creo que una señorita deba hacer eso. Él tiene que escribir primero.
—No me importa lo que haría una señorita, Edu —dijo convencida.
—Parecerás una mujer frívola, Chiqui. Ten un poco de orgullo, por el amor de Dios.
—El orgullo no me puede hacer sufrir —repitió lo que había oído apenas una hora antes.
—¿Sufrir? ¿Sufres por que un amigo no te escriba? ¿Qué me ocultas, hermanita? —pronunció aquella frase con un tono ladino.
—Nada. Te digo que solo escribo a un amigo.
—Ya. Solo a un amigo. Y para un amigo utilizas ese bonito papel y perfumas la carta —dijo, burlona, tomando de la mesa el frasco de esencia de azahar.
—Dámelo —ordenó Francisca, enfadada, al tiempo que arrancaba el frasco de manos de Eduvigis.
—Calma. No iba a quedármelo.
—¿Quieres dejarme sola, por favor?
—De acuerdo, de acuerdo. —Se defendió con las manos a media altura y mostrando las palmas en señal de paz—. Siento mucho haberte molestado. ¿Me perdonas? —Por una vez, en verdad sonaba arrepentida.
—No pasa nada, pero, por favor, quiero estar sola.
—Si quieres… Si quieres, cuando acabes deja la carta encima de la consola de la entrada y yo misma te la llevaré al correo a Puente Viejo, ¿te parece? —dijo tierna—. Me siento mal por haberte molestado. Déjame hacer algo para arreglarlo.
A Francisca le sorprendió aquel arranque de generosidad de su hermana, pero era bien cierto que Eduvigis solía encargarse de esas cosas en la casa, puesto que a ella misma su trabajo en los campos le dejaba poco lugar para los temas administrativos.
—La dejaré con el resto del correo —aceptó con una sonrisa. Edu acarició el pelo de su hermana y la dejó sola escribiendo.
Cuando Francisca acabó la última línea de una carta que no ocupaba más de una hoja, pero en la que estaba segura de que no había un solo reproche, tomó el frasquito de azahar, de ahí la varilla de vidrio empapada en aquella esencia limpia y fresca, con olor a sol, y depositó una gota en cada esquina de la carta. Luego la metió en el sobre y lo selló derritiendo el lacre en la llama de la vela que, con el día ya acabado, la alumbraba. En el sobre solamente una línea con el nombre de su amado: Raimundo Ulloa. El resto de su blanca superficie quedó a la espera de que la tata hiciera su gestión para que aquellas letras llegaran a su destino.
Al día siguiente, Leonor le pidió a Catalina que averiguara los datos de Raimundo Ulloa en Salamanca, y la criada de La Traba tuvo que esperar el momento en que nadie la sorprendiera rebuscando en el escritorio de la señora Isabel en busca de alguna carta de su hijo. Fueron dos días durante los cuales Francisca siguió sin ver epístola alguna para ella sobre la consola de la entrada. Pasó por todos los estados: tan pronto pensaba en no enviar la que había escrito y cuyo perfume seguramente ya se habría disipado, como renovaba las gotas en el sobre que contenía su primer intento de saber de su amor. Pensaba que si no llegaba aquella dirección, sería que el destino no quería que Raimundo y ella estuvieran juntos, y se resignaba. Luego, al minuto siguiente, acudía a la tata y salía decepcionada de la cocina cuando esta le decía que aún no sabía y que tuviera paciencia. Fueron jornadas de angustia, que tampoco cedió cuando por fin llegó Leonor con la dirección escrita en un papel y Francisca vio cómo Eduvigis salía de casa para llevar las cartas al correo.
Intentaba no pensar durante todo el día en Raimundo. Y podía, si es que estaba en el campo con su padre, distraída con otros menesteres. Cada día pensaba que al volver a casa habría una carta para ella sobre aquella consola que iba a desgastar de tanto mirarla, pero sus ilusiones se estrellaban en el rojizo de su brillante madera de caoba, sin el más mínimo atisbo de blanco en su superficie.
Así pasaron días.
Los días se convirtieron en semanas.
Éstas, en meses.
Francisca escribía de vez en cuando, perseverante, pero su voluntad fue decayendo; sus misivas eran cada vez menos frecuentes y desde luego cada vez más breves. Llevaba sin saber de él casi un trimestre y para cuando pasó su cumpleaños ya solo le quedaba la esperanza de que Raimundo volviera a casa para celebrar las Navidades con su familia. Entonces podría verle y seguramente, frente a frente, se aclararían las cosas. Sin embargo, al poco supo por rumores que los Ulloa pasarían las fiestas en casa de los Arriaga, en Bilbao. Raimundo se encontraría allí con ellos. Hasta eso le negaba el destino.
Lo mismo ocurrió con la llegada del verano, y al fin un día, del mismo modo en que la había animado a escribir, la tata le aconsejó que dejara de hacerlo.
—Me he equivocado, niña mía. Te he aconsejado mal —le dijo una tarde en que la vio por enésima vez, descorazonada, mirando la consola de caoba.
Francisca dejó de escribir.
Y comenzó a intentar olvidar.